Diálogo
La Educación.- Es alta y rígida; tiene los cabellos pajizos que hacían desconfiar a un personaje de Wilde. Pesa cada una de sus palabras en el platillo de su mano extendida; y cubren guantes, hasta los hombros, sus brazos.
Por lo demás, una persona de cierta edad no experimenta al verla, temor alguno; apenas una obligada desconfianza. Los pequeños en cambio, creen ver en ella, cada uno, a su institutriz y palidecen ante su palidez que no sería fácil dilucidar si proviene de un temperamento bilioso o de las frecuentes consultas a pergaminos incunables.
La Cultura.– Toda ella es un gracioso desorden. Los ojos vivos; sueltos los cabellos y el ademán. A medida que habla asegura su concepto, sin sentirlo. Y cuando calla, escucha.
La hallamos como de la familia: su presencia alboroza y concierta; mas en sociedad no nos presentaríamos con ella sin un ligero rubor -¡usa los zapatos tan cómodos!- Afortunadamente no ha podido acostumbrarse a las veladas.
La Educación. -Por ningún motivo vayas a confundirme con Pedagogía; menos aún con la Enseñanza; es verdad que son parientas mías lejanas, pero no sostengo con ellas ninguna relación desde su matrimonio. La primera casó con un viudo con hijos… La otra con un editor de libros de texto… Ambas, conociendo algunas de mis intenciones han querido llevarlas a cabo, pero ¡cómo! popularizándolas. Sabían de mis ideales, mas ignoraban los medios de conseguirlos.
No comprenden que el único medio de oficiar es: dictando al oído, dando un tono sospechoso a la voz, prometiendo a cada hombre por separado la solución y la esencia; obligándolo, conformándolo…
La Cultura. -Secreto a voces, querida.
La Educación. -Qué importa; por lo pronto el hombre está catalogado, simétrico, por obra mía. Yo puse en sus manos, como al azar, un libro, y luego otro completándolo. Después, él solo busca los siguientes y desdeña cualquier llamado.
Yo misma, lo confieso, no puedo sustraerme a ciertas ideas, a ciertas actitudes; comprendo ¡ay! que las copias numerosas acaban con el valor de los originales…
Pero estoy en peligro de parecer patética.
(Calla y observa a su interlocutora que empieza a inquietarse. Sonríe satisfecha y prosigue:)
Creo haberte oído decir que no sientes temor alguno por los libros a pesar de que a tu edad (Estado Metafísico) generalmente se teme todo lo desconocido.
La Cultura. -¡Desconocido! Un día tomé un libro, lo repasé con atención -que era muy sabio, me dijeron- y lo cerré con tristeza. No comprendo para qué se escribe lo que todo el mundo sabe. Con débiles palabras cada página decía algo que había visto, algo sentido ya por mí. Hasta ciertas reflexiones que yo, torpe, creía propias, encontré en él. Un libro…
La Educación. -Vulgar sin duda, amiga mía.
La Cultura. -Sois demasiado dura. Dejadme terminar. Un libro que -es verdad- en ocasiones, dibujaba claramente aquello que mi inconstancia o mi temor no intentaron concluir. Por lo demás, lleno de ejemplos difíciles y divagaciones cansadas. Cuántas veces en el silencio, un batir de alas me sugirió, más pronto y mejor, todo eso…
(Se detiene. Por el rostro de su oyente comprende que ha ido demasiado lejos.)
No quiero decir, de ningún modo, que fuera algo totalmente inútil.
La Educación.- Me asombra tu manera de discurrir. Tu suficiencia haría palidecer de rabia a una persona menos acostumbrada que yo. Tu inconciencia te disculpa, y tu juventud. Yo podría aconsejarte, pero me parece que tu cabeza es loca, y tiene algo de pájaro y de follaje al viento. Cuando hablas, lo haces como una persona que está ya segura de sí misma, como quien, después de infortunio y alegrías máximas, calla para que se oiga a su experiencia.
La Cultura. -Como un pájaro, sí, como él canta: movido pero no impulsado, hablo yo, y, como él siento que lo que digo está bien, y nunca lo he aprendido…-¡Quizá lo hayan aprendido por mí!
¿Dejar hablar a la experiencia? Nunca he creído que aquellos de quienes se dice: ‘ya la poseen’, puedan hacerse oir, menos aún utilizarla ¡son tan viejos! Ni siquiera heredarla, de otro modo ya estaría en un tomo, anotada, y uno de los parientes de quien hablabais habría lanzado ya un sinnúmero de ediciones.
La Educación. -¿Qué dices? Te aseguro que no te escucho, no lo mereces. Me aturdes como un torrente. ¡Y yo que me había propuesto oírte hasta el fin! Te sobra agilidad, careces de orden y mesura. Perteneces a la categoría de personas que no pueden conversar sentadas. Ya sé que me podrás objetar: la comodidad es el principio de la inercia, en cambio la inquietud lo es del movimiento; ambas cosas, con palabras semejantes, las dijo Renan, pero lo tuyo no es inquietud, que es desasosiego.
Apresúrate a corregirte, domina siempre tus impulsos y haz, sobre todo, economía de ademanes. No recuerdo haber tenido en mi juventud tales arrebatos; bien es verdad, que tampoco recuerdo haber tenido juventud. Y, por cierto, no lo lamento; vosotros no comprendéis nada bajo el pretexto de amarlo todo, y sois a un tiempo, tristemente egoístas, de un egoismo ciego y desinteresado. Goethe, que alguna vez fué joven, lo decía: ‘ponemos en el objeto amado cualidades que verdaderamente no hay en él’. Y así en todo. Os parece bella la cosa más miserable y encontráis delicioso a cualquier hombre de una dimensión, tan sólo porque interpretáis el mundo a través de un idealismo falso, sostenido por frases tan despreciable como ésta: No hay ningún objeto, por feo que sea, que no parezca bello en ciertas condiciones de luz o de sombra o en la proximidad de otros objetos. -Concepto derivado de otro de Flaubert no menos ingenuo.
Pero el tiempo dará lecciones más firmes. Te enseñará que es preciso aprender a juzgar, a odiar que no es otra cosa; a escoger, que no es distinto que rechazar. Te enseñará la sonrisa que no se externa; la atención que aparece indiferente; la complacencia exagerada en los encuentros con los amigos; en una palabra: la hipocresía, que a luz de una moral escolar aparecerá condenable pero que, en la práctica, resulta el más vivo matiz de nuestra existencia.
Pero…¿No me escuchas? Ya lo temía yo. ¡Y pensar que has dejado perder mis palabras a cambio de ese crepúsculo cotidiano y uniformado! Adiós querida; desde Wilde -a pesar de Chesterton- nadie se admira ante un espectáculo tal. A tanto equivaldría detenerse, diariamente, a contemplar al ‘groom’ de un hotel cualquiera: los rojos no son menos vivos y el dorado, en la botonadura, es todo lo brillante que el aseo hace posible; existe además la ventaja de que el paño, de mala clase, se tornasola, día a día, de una manera apreciable a los ojos del experto.
(Sale. Los zumbos de algunos insectos caseros, todo lo comentan en el silencio que dejó a su partida, cada vez mayor con las primeras sombras).
(La Cultura sin darse cuenta de que se halla sola, despierta de su ensueño, y, de pronto, para probar que no ha dejado ni por un momento la plática, empieza a pensar en voz alta.)
Xavier Villaurutia, «Diálogo», La Falange. Revista de Cultura Latina, No 4, México, 1 de julio de 1923.