La insolencia jonia. Por Alfonso Reyes

MUCHO se habló ayer del “milagro griego”, aunque hoy se usa la palabra con temor por si pareciere algo ingenua. Sí, hubo un milagro griego, y puede reducírselo a una “mutación” en el pensamiento humano. Los pensadores milesios abandonan las explicaciones mitológicas y sobrenaturales del universo, con que hasta entonces se habían contentado los pueblos del Oriente clásico, y proponen una explicación racional. Pero, entendámonos: estos filósofos —llamados generalmente los presocráticos o los jonios o ios milesios—, aunque no han alcanzado el dominio de la ciencia experimental propiamente dicha, tampoco se enclaustran en el dominio de lo puramente abstracto o especulativo. Sus teorías, contra lo que suele suponerse, andaban muy cerca de la práctica. Ni siquiera eran meros observadores de la naturaleza, sino que intervenían en ella, pues todavía entonces el filósofo era como un hombre de acción.

Todos saben y admiten que los griegos fueron grandes pensadores. Pero generalmente —fuera del orden de las artes plásticas— se dice que los griegos no éstaban, como ejecutores, a la altura de su pensamiento. Toda la admiración se la lleva la fase contemplativa del pensamiento griego. Conviene rectificar esta opinión que se ha encontrado en el juicio de las mayorías. No es difícil probar que el mejor y más excelso pensamiento del griego siempre aparecía acompañado de una acción vigorosa y de un vivo anhelo de ejecución, como el que urge a las Ideas, en Plotino, por imponer su sello sobre la materia, según la oportuna expresión de Farrington.

Hoy por hoy, el excesivo desarrollo de “lo libresco” —valga la palabreja— hace que la gente olvide el valor “intelectual” de lo que no está embarrado en los libros. Una granja, una fábrica, un taller, un barco, el árbol de un motor, una carretilla o volquete, una caña de pescar, no se ven como una conquista de la inteligencia; —digo, por el vulgo con letras, el más antipático de ios vulgos. El filósofo suele repetirse, anda en las nubes. Tales se cayó en el pozo por ver las estrellas. ¡Ah, sí! Pero previó a tiempo la escasez de las cosechas de aceite y acaparó a tiempo todas las prensas de los olivares para enriquecerse con el monopolio. Si esto fuere fábula, aquélla lo será también: los dos argumentos se despuntan.

Sin duda que algunas mentes poderosas, en Grecia como en todas partes, han tenido que ponerse a cubierto de los rumores de la calle si es que de veras habían de alcanzar sus conclusiones en el término de una vida. Pero esto no es siempre necesario, ni siempre ha sucedido así. No sucedió así a ojos de Esquilo, cuyo Prometeo cataloga con tan pintorescos detalles los oficios que el Titán enseñó a los hombres. No a ojos de Sófocles, que canta la ingeniosidad increíble de la inventiva técnica, como alta cualidad humana. Tampoco lo vio así Heródoto ciertamente, cuando consagra todo un capítulo a la isla de Samos por haber sido la patria de tres grandes hazañas de la ingeniería. Ni Jenofonte, que nos ha dejado una descripción entusiasta del variado equipo y el orden exquisito que se admiran en una embarcación fenicia. Ni los médicos hipocráticos, quiroprácticos por oficio. Ni finalmente Anaxágoras, quien vio con nitidez la función decisiva que ha correspondido a la mano para distinguir al hombre de la bestia.

Félix Sartiaux, eminente historiador de la cultura, entiende que la metafísica de los griegos todavía recuerda en mucho la de otros pueblos antiguos. Según él, la mutación característica que Grecia trajo a la mente humana está en el reino de la ciencia y la técnica. ¿Por qué no es esto claro y evidente para todos? Porque sobre los primeros pensadores griegos no poseemos más que fragmentos, y nos atenemos más bien a lo que quiso decirnos Aristóteles. Y Aristóteles tuerce y refracta los documentos de los jonios, como explica Cherniss, para adaptarlos a su propia tendencia, para meterlos en su propio camino. Pero recuérdese que todavía Critias, antiguo discípulo de Sócrates y más tarde uno de los Treinta Tiranos, reprochaba así a su antiguo maestro.

—¡A ver, Sócrates, si dejas en paz a ios zapateros, “metalistas” y otros artesanos, pues creo que están hartos de que los mezcles en tus charlas!

A lo que Sócrates contesta:

—¿Tendré, pues, que renunciar a las consecuencias que yo saco de estos oficios con respecto a la justicia, la piedad, las virtudes todas?

Sócrates, que ha trasladado ya su atención del campo de la naturaleza al campo de la humana conducta, seguía, al modo de los milesios o jonios, aplicando los conocimientos prácticos como método de la investigación filosófica. Sobre este punto, me refiero a los autorizados estudios del helenista argentino Rodolfo Mondolfo.

Anaximandro, el primer filósofo milesio que usó la escritura, nos pinta el mundo como el efecto de un proceso de diferenciación o separación entre los elementos que integraban una masa original indeterminada. Primero, se separa el fuego y envuelve a los demás ingredientes. La acción del fuego sobre la masa restante ocasiona en ella una nueva separación. El vapor y el aire son “chupados”, y la tierra comienza a segregarse del agua. El vapor rompe o revienta la cubierta de fuego que lo envolvía todo; se adueña de los fragmentos ígneos y forma volutas de niebla en torno a verdaderas ruedas de fuego, que rotan en torno a la tierra. La tierra aparece como un cilindro de poca altura que flota sobre las aguas del mar. Las ruedas de fuego giran en el plano de la eclíptica. Los cuerpos celestes son agujeros en las capas de niebla, por donde asoma el fuego opreso. En este cuadro, a la vez grandioso y candoroso, los intérpretes no han podido menos de ver una variedad de conceptos derivados del saber técnico. Los viejos mitólogos habían visto ya en el sol una rueda o carro de ruedas, e imaginaban al dios solar como un auriga o cochero. También ellos usaban aquí una noción de la técnica, pero su propósito principal era hacer honor al dios sol. Los dioses, como los príncipes, deben viajar en carro. Pero Anaximandro interpreta la moción del sol, no conforme a la acción de un carro de ruedas para el transporte, sino conforme a la acción de una rueda que gira sin cambiar de sitio: es decir, rueda de alfarero. Al hacerlo así, lastimaba los melindres de los conservadores porque, en vez de honrar a la deidad del mito, prescindía de ella. Zeus quedaba destronado y dejaba el puesto a un nuevo dios: Dinos o Rotación, Torbellino, que ahora ocupaba su lugar. De paso, la protesta del conservador Aristófanes en su comedia Las Nubes no va contra el racionalismo, sino contra la idea de interpretar los fenómenos celestes a la luz de las técnicas. En efecto, esta interpretación incomodaba mucho. Incomodaban también aquellos chorros de fuego empujados por los vientos, con que Anaximandro explicaba las estrellas, explicación que sólo pueden inspirarse en los fuelles de fraguas. Igualmente, es claro que el plano en que se revuelven las ruedas ígneas implica el conocimiento del polos, o sea el reloj solar cóncavo y de media esfera que se había inventado en Mesopotamia. El primer griego a quien se le ocurre escribir una obra Sobre la naturaleza se deja llevar por la imagen de la rueda de alfar, el reloj de sol y los fuelles.

El sucesor de Anaximandro, Anaxímenes, pudo lograr, mediante el empleo de igual método, dos adelantos. Trazó una pintura más coherente que la de su maestro sobre el proceso conforme al cual una materia se cambia en otra. Anaximandro le había legado un universo dividido en cuatro elementos de densidad distinta: Fuego, Niebla, Agua y Tierra. Ahora Anaxímenes discurre que la diferencia cualitativa entre estos cuatro elementos puede reducirse a una diferencia cuantitativa. Piensa que el Fuego, al hacerse más compacto, se muda en Niebla; ésta, en Agua; y el Agua, en Tierra. ¿De dónde pudo venirle esta noción? Según los comentaristas y según el testimonio mismo del vocabulario que emplea el filósofo, esta noción proviene de las artes del fieltro, tal como se las practicaba en Mileto, tierra natal de Anaxímenes, famosa por sus manufacturas de lana. En esta industria, los hilos del tejido son sometidos al calor y a la presión y salen al fin reducidos en volumen, pero acrecidos en densidad. La metáfora del universo fue sugerida por el batán. Y el segundo paso que Anaxímenes dio por su cuenta es algo que realmente le honra. Anaximandro había ordenado los elementos según su densidad, desde la Tierra central hasta el Fuego en la periferia. Los cuerpos celestes estaban hechos, para él, de puro Fuego. Pero su discípulo Anaxímenes, sin duda en su empeño de explicar la caída de los meteoritos, no teme poner piedras y tierra en el mismo cielo. Y se funda para ello en la imagen de la honda. En efecto, la honda, que se ata a la mano del hombre, revela mejor que la rueda de alfar la naturaleza de la fuerza centrífuga. Después de Anaxímenes, será ya posible considerar los cuerpos celestes como pedazos de tierra: interpretación no racional, sino “operacional” de la naturaleza. Platón, que era un racionalista en la tradición de Parménides, luchó siempre, del principio al fin —desde la Apología hasta las Leyes— por quitar otra vez del cielo los pedazos de tierra y las piedras. Aristóteles, mientras siguió igual tradición, completó la obra de Platón, imaginando que los cuerpos celestes están hechos de una especial sustancia celeste. Pero estas ideas ocurrieron después. La clave del mundo que nos presentan los milesios deriva del alfar, los fuelles, el batán y la honda.

El vasto fenómeno de la naturaleza, cuya regularidad o cuyos caprichos tanto impresionan y espantan, por sus efectos benéficos o maléficos, había sido hasta entonces objeto de interpretaciones míticas. Ahora resulta que no difiere en esencia de los procesos ordinarios y modestos confiados a la mano del hombre: la obra del cocinero, el agricultor, el alfarero, el herrero. Asalto contra la majestad celeste, dignificación de la inteligencia, la técnica y el poder humanos. Tal es el sentido de este desperezo de la mente que he llamado alguna vez “la insolencia jonia”. (Entiéndase bien, la insolencia ante los errores humanos y la inútil solemnidad, no ante las propias normas éticas y religiosas, que sería hybris o desmesura, el error más abominable para los griegos.) El mercenario griego graba con el cuchillo el nombre de su querida en los pies del ídolo africano, que no le inspira ningún respeto; llama “pasteles” a las pirámides, “gorriones” a los ibis sagrados, y suelta la risa si los misteriosos sacerdotes egipcios le aseguran que el Nilo baja del cielo. La insolencia jonia es el arranque del pensamiento científico.*

*Enviada a la ALA de Nueva York, se divulgó en varios periódicos en 1958: México en la Cultura, Suplemento de Novedades, México, 21 de sept., N° 497, p. 3; El Tiempo, Bogotá, 19 de oct., p. 1; El Universal, Caracas. 13 de nov.; El Diario de Nueva York, Nueva York; y trad. portuguesa, en Á Tribuna, Santos, Brasil; de las dos últimas inserciones hay recorte s. f. en el Archivo de Reyes. No trae fecha al pie ni hay referencia a su elaboración en el Diario de Reyes; pero la fecha de sus publicaciones en la prensa periódica puede fecharse en 1958.

Alfonso Reyes, «La insolencia jonia», La afición de Grecia, Obras completas XIX, Fondo de Cultura Económica, México, 1982, pp. 364-368

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