Una carta de Werner Jaeger. A propósito de la publicación de La crítica de la edad ateniense

Profesor Alfonso Reyes,
México, D. F.

Querido profesor:

Hace ya algún tiempo que recibí un ejemplar, amablemente enviado por usted, de su nuevo libro La crítica de la edad ateniense publicado por el Colegio de México, y deseo manifestarle mi gratitud sincera por la generosa dádiva. Recientemente he tenido noticias de la producción erudita de los países de habla española al sur de los Estados Unidos, a través de los filósofos de la Argentina y por mediación del Fondo de Cultura Económica, de México. Probablemente ya sabrá usted que mi obra Paideia, traducida por su compatriota el ex profesor de Barcelona, Sr. Xirau, la publicará pronto el mismo Fondo de Cultura Económica que ha editado su libro. Me complace mucho encontrarme con estos signos de una nueva actividad humanista en este hemisferio, fuera de los Estados Unidos y de poder gustar sus frutos sin encontrar gran dificultad en el lenguaje.

No quise darle las gracias por el envío de su libro antes de conocerlo, y aun ahora no me atrevo a decir que conozco un libro tan nutrido e importante en todos sus detalles. Los capítulos sobre Platón y Aristóteles me llevarán más tiempo del que yo pude dedicar al libro durante las últimas semanas después de recibirlo. Estoy verdaderamente ansioso de conocer algo más sobre su interpretación de la crítica de la poesía, de Platón, y de la Poética de Aristóteles. Tendré que tratar de los dos en mi Paideia donde he intentado comprender el fondo y el punto de partida de la censura que hace Platón de los poetas griegos. El volumen en que yo trato este problema está terminado, traducido y se está imprimiendo a la hora presente. Me agrada ver que estamos acordes en el hecho fundamental de que no hay crítica literaria, tal como hoy la entendemos, en el veredicto de Platón en contra de la poesía. Creo que es una gran fortuna que usted haya expresado con tanta claridad y decisión el hecho de que la crítica literaria, como nosotros la entendemos, no existe en los períodos primitivo y clásico de la cultura griega, y que la crítica que aparece en aquellas centurias con respecto a lo que nosotros llamaríamos cuestiones literarias, arranca de otro motivo que la pura apreciación estética. Son cosa diferente las correcciones que Solón hace a Mimnermo, las censuras que Jenófanes opone a Homero y a Hesíodo y la manera como Platón en Las Leyes reproduce la elegía de Tyrteo. Esta clase de corrección, hecha desde el punto de vista de la verdad, lleva directamente a la epanorthosis estoica y al método similar usado por los padres de la Iglesia cuando corrigen a sus predecesores paganos en el campo de la Paideia.

En mi opinión, el mérito más sobresaliente de su libro, es que no descarta el período clásico por esta razón, como ocurre frecuentemente en el caso de los interesados en el problema de la crítica literaria en su pura forma, sino que persigue cuidadosamente el desarrollo gradual del elemento crítico en la vida y en la literatura griegas en todos sus aspectos. En este sentido, usted ha logrado expresar claramente cómo en el periodo clásico, junto con la moral, con la política y la crítica religiosa surge gradualmente la crítica de las cualidades estéticas de las obras literarias. Este hecho es omitido la mayoría de las veces aunque es de la mayor importancia para el desenvolvimiento y expresión general de aquel gusto infalible que Cicerón en “El orador” atribuye al público ateniense. Me encanta especialmente su descripción de la primera etapa privada, de aquella evolución, la existencia anónima de una sensibilidad refinada y de una reacción crítica circunscrita en su expresión a círculos estrechos. Seguramente su propio contacto con una crítica preliteraria semejante le ha ayudado a usted a encontrar los síntomas análogos de la Atenas clásica. He leído con sumo agrado lo que usted dice sobre la diferente manera de apreciar los personajes y las obras literarias en el país del autor y en el extranjero, en los círculos literarios creadores y en el ámbito de los profesores de literatura. Otro rasgo que quiero mencionar es su fina comprensión del elemento estético en la crítica de Aristófanes sobre Eurípides y la literatura en general. Aunque es particularmente evidente que su juicio está dominado por otros factores, la presencia de un nuevo y sutil sentido literario es manifiesta y anuncia la venidera crítica literaria independiente de los tiempos helénicos. La misma mezcla se encuentra en Aristóteles, aunque presumo que Teofrasto en sus libros perdidos Sobre el estilo, debe haber marcado un progreso decisivo en la dirección de una pura apreciación estética puesto que ejerció una enorme influencia en Dyonisio de Halicarnaso, Cicerón y toda la crítica posterior.

En su capítulo “anacrónico” al final del libro, ha expresado usted la reacción natural del pensamiento moderno con respecto a la ausencia del juicio puramente literario de los períodos primitivos y clásicos de Grecia. No es fácil en realidad comprender cómo nosotros podríamos volver en nuestros días a la subordinación griega del factor estético a lo que ellos creían que eran verdaderamente los factores esenciales, morales y políticos de las creaciones poéticas, que tanto nos gustan.

Por otra parte, creo que ya es hora de apreciar y de considerar seriamente los hechos, que usted ha expresado tan vigorosamente, en un lenguaje poderoso que destaca su importancia para nuestra comprensión histórica de la naturaleza y de la estructura verdaderas del espíritu clásico griego. Las conclusiones de su libro, con las que yo convengo, y lo que yo he intentado decir sobre el mismo problema desde el punto de vista opuesto, el de la Paideia, parecen abrir de nuevo la discusión de nuestras conexiones con las formas clásicas y helenísticas de la cultura griega.

Deseando a su libro y a sus actividades un éxito completo, quedo de usted sinceramente.

Werner Jaeger

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Testimonios literarios y descubrimiento de papiros. Por Alfonso Reyes

1. Testimonios literarios y descubrimiento de papiros

EL INFORMAR sobre lo obvio es superstición histórica o vicio de coleccionista entre los modernos. Los antiguos eran más sobrios. Apenas han dejado escasas noticias sobre lo que fue, en su tiempo, la fabricación y la circulación de los libros. Ni sospechan el interés del anticuario futuro, ni la importancia que habían de adquirir con los siglos las artes y las instituciones de la librería, apenas en embrión. Platón, Jenofonte, Aristóteles ¿cómo iban a suponer que buscaríamos en sus obras los vestigios para la reconstrucción de este capítulo perdido? ¿Cómo habían de suponerlo Cicerón, Horacio o Marcial? A las casuales informaciones de los clásicos añadamos tales páginas fortuitas de la más antigua Patrística o la más temprana Edad Media: el mosaico no se completa.

Pero una cosa es la institución de la librería y otra la apariencia de aquellos objetos que entonces equivalían a nuestros libros. Sobre ellos nos ilustran, indirectamente, las artes —estatuas, relieves, vasos y murales—, y directamente, los millares de copias que aún conservamos, aunque sea en estado de ruinas. Tales los papiros que tanta luz han venido a dar sobre ciertas zonas de la literatura griega.

En 1752 se desenterró la Villa de los Pisones en Herculano, aquella ciudad que desapareció con Pompeya, el año de 79, bajo la erupción del Vesubio. Allí se encontraron hasta 1 800 rollos carbonizados que hoy custodia, en su mayor parte, la Biblioteca Nacional de Nápoles y de que unos cuantos emigraron hacia la Bodleiana de Oxford. Ha sido posible restaurarlos de algún modo y leerlos. Estos rollos o “volúmenes” eran los libros de los antiguos.

De tiempo en tiempo, los papiros han venido apareciendo en Egipto. Durante los últimos cincuenta años se ha producido una verdadera marea. Se encuentran obras que gozaron de singular predilección entre los grecoegipcios de la edad tolemaica y los grecorromanos del Imperio: de comienzos del siglo III a. c. hasta el crepúsculo de la Antigüedad clásica. El Museo Británico posee una rica colección. Los volúmenes yacían secularmente enterrados bajo las arenas del desierto, o se los ha rescatado materialmente de los basureros suburbanos. Otros habían servido para envolver los cadáveres, y otros, en fin, según la antigua costumbre de acompañar a los muertos con sus objetos favoritos, habían ido a dar a los féretros. Hay papiros notoriamente destinados al público, y los hay de uso privado.

2. Rollos de papiro y códices de pergamino

EL MATERIAL del libro clásico era el “volumen” o rollo de papiro. El papiro se importaba de Egipto y, en la Antigüedad, casi sólo en aquel suelo se daba, aunque hoy ha desaparecido del todo por la cuenca del Nilo. Los árabes, en sus excursiones victoriosas, lo llevaron primeramente a Sicilia, donde las graciosas cañas todavía impresionan al viajero en las cercanías de Siracusa.

El uso del papiro para la escritura es un temprano descubrimiento egipcio, aprovechado pronto, como tantos otros descubrimientos de aquel pueblo vetusto y admirable, por los griegos y los romanos.

La manufactura de las bandas de papiro ha sido minuciosamente descrita por Plinio el Viejo en su Historia natural, obra que viene a ser una enciclopedia. El proceso era complicado y difícil, y el papiro resultaba caro, más que el buen papel de nuestros días. La industria tenía singular importancia entre los artículos de exportación que elaboraban los egipcios. Por los días del Imperio Romano, parece que era un monopolio imperial. Entre los llamados Papiros Tebtunis, se ha encontrado un recibo por los derechos que percibía el Estado. Se nos dice que el emperador Firinus (siglo III d. c.) se jactaba de poder sostener un ejército entero con los productos de este comercio. Tal vez quiso significar que él mismo era dueño de grandes manufacturas de papiro. En todo caso, la Roma imperial consumía enormes cantidades de este precioso material: ocupaba toda la carga de algunos barcos, y se lo conservaba luego en almacenes especiales (horrea chartaria).

Juvenal, en su primera sátira, dice que el libro de papiro está condenado a una vida efímera; y de hecho, sólo en el clima seco del desierto ha podido perdurar el papiro hasta nuestros días. En climas más húmedos, la vida de este material es muy limitada: los antiguos consideraban ya como una rareza un rollo de doscientos años. Y todavía el decaimiento aumenta con el manejo y el constante enrollar y desenrrollar. Además, no hay que olvidar la obra destructora de la polilla, tan aficionada a los rollos de papiro como ya lo lamentaba Luciano. Horacio se queja, burlescamente, de que su obra ha de desaparecer bajo la plaga de la “inestética” polilla.

En Grecia, el uso de los libros en forma de rollo puede rastrearse al menos desde comienzos del siglo V a. c. En adelante, se lo encuentra corrientemente representado en las obras de arte, como el magnífico relieve ático en cierta tumba de la abadía de Grottaferrata, junto a Roma, que figura a un muchacho lector en actitud sedente.

Por toda la edad clásica, el rollo de papiro fue el vehículo de la cultura griega; cuando Grecia fue avasallada, los romanos adoptaron el producto, desde el siglo II a. c.

En los días del Imperio, se encontraban en Roma varias calidades de papiro. El mejor se llamaba “imperial” (Augusta, Livia o Claudia). Ya Catulo habla del “real” (charta regia) como de un lujo. Las fábricas egipcias entregaban rollos de distintas formas y dimensiones. Para las obras científicas se prefería el papiro de dimensiones grandes, el rollo ancho; y el más pequeño se consideró más propio de la poesía. Desde luego, los grandes rollos corrían peligro de desgarrarse más fácilmente, y eran, digamos, “menos populares”. Se atribuye a Calímaco esta sentencia: “Un libro grande es un gran daño.” A juzgar por los volúmenes descubiertos y por los datos que hallamos en Plinio, el tamaño usual era de unos 10 metros de largo por unos 25 cm de ancho. El rollo cerrado hacía un espesor de unos 5 o 6 cm, y cabía en el hueco de la mano.

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Amado Nervo y Ramón López Velarde. Diálogo de los muertos. Por José Emilio Pacheco

Aún no amanece. La calle de Madero está desierta. Ramón López Velarde sale de la Torre Latinoamericana, que ocupa el sitio del edificio en donde tuvo su despacho de abogado, y se encuentra con Amado Nervo. Ambos visten de negro y llevan en la mano ‘Asamblea de jóvenes poetas de México’, presentación de Gabriel Zaid, Siglo XXI.

LÓPEZ VELARDE: Buenos días, maestro (ante el desconcierto de Nervo). ¿No se acuerda de mí? Nos conocimos cuando usted regresó de España. Le regalé un libro que se llama ‘La sangre devota’.
NERVO: Por supuesto que me acuerdo, Ramón ¿Cómo estás?
LÓPEZ VELARDE: Como usted: muerto. Llevamos sesenta años sin vernos.
NERVO: Sí, pero no he dejado de leerte. ¿Por qué no me hablas de tú?
LÓPEZ VELARDE: No puedo. Me sé de memoria sus versos. Usted es nuestro as de ases, el poeta máximo nuestro.
NERVO: Gracias. Eres muy amable. Pero todo cambió hace mucho tiempo. Nuestro “as de ases” eres tú. Cuando vivías nadie te tomaba en cuenta. Eras un abogado que escribía poemas extravagantes, mientras a la muerte de Darío me declaraban “el mayor poeta de América». Sic transit. Hoy ya no existo. Y ¿sabes quiénes me dieron la puntilla? Los mismos que acabaron de consagrarte: Xavier Villaurrutia, Octavio Paz y José Luis Martínez.
LÓPEZ VELARDE, que sigue siendo timidísimo, enrojece, se acomoda el cuello almidonado, observa la Casa de los Azulejos, cambia de tema: No hay una sola de las veinticuatro horas en que Madero no conozca mi pisada. Fue una calle, luego una ‘rue’ y ahora es una ‘street’. Cada día la piscina de azulejos de nuestros patios se enturbia más con la filtración yanqui. Es la hora solapada en que se nace, se muere y se ama. México parece una necrópolis. Yo, sin ser la capital, me siento otra necrópolis.

Siguen caminando. A su lado pasan los personajes del ‘Sueño de una tarde en la Alameda’. Cambian saludos. Frente al palacio de Iturbide, Nervo rompe la incomodidad del silencio.
NERVO: Veo que leemos el mismo libro. Me desconcierta, como es natural, pero sobre todo me llena de entusiasmo este increíble triunfo de la poesía cuando hasta hace pocos años se la daba por muerta.
LÓPEZ VELARDE: Lamento discrepar de usted, maestro. Para mí ‘Asamblea…’ es precisamente un acta de defunción. La poesía se ha vuelto a la vez fácil e imposible. Si ya todo es poesía, ya nada es poesía.
NERVO: Depende de lo que entiendas por poesía. Qué curioso: eres dieciocho años más joven que yo, viviste dos más, creciste sobre las ruinas de mi trabajo, y sin embargo tus gustos y actitudes quedaron congelados en el modernismo. Yo evolucioné.
LÓPEZ VELARDE: Sí, con perdón de usted, evolucionó hasta encallar en unos versitos ramplones sin arte de ninguna especie.
NERVO: Quise escribir para todos…
LÓPEZ VELARDE: Y terminó por no escribir para nadie, por hacer prosa rimada, periodismo versificado, filosofía barata. Admirándolo como lo admiro, por sus libros de antes, me declaro reacio a sus versos catequísticos, maestro.
NERVO: Tu elitismo es intolerable en 1980, Ramón.
LÓPEZ VELARDE: Lo siento mucho. Es lo que pienso. Y discúlpeme otra vez pero su actitud me parece demagógica y congraciante. Usted sabe que ya se le fue el tren y trata de poner su reloj a la hora.
NERVO: No: Si me lees bien verás que soy de una coherencia absoluta. Practico lo que predico.
LÓPEZ VELARDE: Allá usted. Respeto su posición pero de ningún modo la comparto. Como don Antonio de Campmany y Torres en el siglo XVIII, creo que en poesía lo que no es excelente es despreciable.
NERVO: ¿Cuántos poemas de verdad excelentes escribe incluso un gran poeta como tú a lo largo de toda su vida?
LÓPEZ VELARDE: Muy pocos, poquísimos, no más de cinco o seis en el mejor de los casos. Será cada vez más difícil escribirlos porque si ya no existen niveles, si ya todo da lo mismo, ¿cómo los reconoceremos?
NERVO: La poesía siempre se reconoce. ¿No has encontrado buenos poemas en ‘Asamblea’?
LÓPEZ VELARDE: Sí, desde luego, muchos poemas me han gustado.
NERVO: ¿No te parece entonces que todos debemos estar agradecidos con Gabriel Zaid por haberse tomado el trabajo infinito de presentarnos un panorama, un primer mapa de esa tierra incógnita y, sobre todo, por dar oportunidad a tantos jóvenes que la merecen?
LÓPEZ VELARDE: Lo que ha hecho Zaid es formidable y de una generosidad a toda prueba. La generosidad no es ciertamente un rasgo distintivo de los poetas, que suelen ser solipsistas y no interesarse sino en su propia obra. El problema es otro, mi querido maestro: si yo fuera uno de esos jóvenes y de esas muchachas me gustaría ser considerado un poeta, no un caso sociológico ni un dato estadístico. Sé que no quedaba otro remedio pero sólo desde fuera existe una cosa llamada “novísima poesía mexicana”. En su interior hay personas como usted y como yo para quienes obtener reconocimiento individual será tan difícil como encontrar sitio en las escuelas públicas o consulta en el Seguro Social o asiento en el Metro…
NERVO: El Metro. Me gusta la comparación. La poesía se ha bajado del automóvil individualista, exhibicionista, competitivo, agresor, contaminador, ensordecedor. A partir de ahora todos viajaremos en Metro. El aire volverá a ser respirable.
LÓPEZ VELARDE: Y en la estación Pino Suárez a las seis de la tarde ¿quién va a escuchar una voz individual? Me da vértigo.
NERVO: ¿Por qué? Me parece algo enteramente nuevo y una oportunidad maravillosa: una poesía de todos y para todos en que desaparecen los nombres y sólo cuentan los poemas. Lo que importa es el texto: saber quién lo escribió es algo enteramente secundario.
LÓPEZ VELARDE: Fácil decirlo cuando usted tiene su nichito perfectamente reconocible como el de Amado Nervo.
NERVO: Por fortuna ya no soy nadie Es decir, soy todos Me gustaría ser uno de los muchachos de esta ‘Asamblea’ y tener ante mí un porvenir que no siento como amenaza sino como inmensa posibilidad y aventura. Una página en blanco en que se escribirá una historia diferente.
LÓPEZ VELARDE: ¡Dentro de veinte años!
NERVO: ¿Qué importa? Lo que interesa es el ahora, y en ese ahora vemos lo nunca visto: el triunfo arrasador de la poesía. Es un signo de vida y una de las señales más alentadoras de que las cosas están cambiando en el país.
LÓPEZ VELARDE no contesta. Atraviesan la calle y caminan por la explanada del Zócalo. Las tinieblas han empezado a disolverse.

NERVO: Voy a regalarles ejemplares a María Enriqueta y a Laura Méndez. En nuestros tiempos ellas eran las únicas. En 1980 el dieciocho por ciento de los poetas incluidos en la ‘Asamblea’ son mujeres. Este hecho en sí mismo ¿no te parece entusiasmante?
LÓPEZ VELARDE: Pues sí, pero ¿escriben bien?
NERVO: Muchos de los mejores poemas de la ‘Asamblea’ los hicieron ellas. Ramón, te suplico que releas el libro, pienses en lo que te he dicho y volvamos a discutir. Creo que aún no te recuperas del asombro.
Se detiene un [automóvil] LTD con antenita y sin placas. Bajan tres empistolados que encañonan a los espectros.
EMPISTOLADO I: Quedan detenidos ¿Qué hacen aquí a estas horas y con esos disfraces?
NERVO: ¡Suéltenme! ¡Soy el ministro plenipotenciario de México en las Repúblicas del Plata!
LÓPEZ VELARDE: ¡Soy el secretario particular del ministro de Gobernación!
EMPISTOLADO II: ¡Sí, cómo no!, pues yo soy Ronald Reagan.
Intentan subirlos a empellones al auto, pero los espectros se elevan en el aire y, ante el azoro de los empistolados, se posan en la torre de Catedral. Desde allí observan las excavaciones del Templo Mayor. Sale el sol entre los dos volcanes. Nervo y López Velarde se desvanecen en el incendio sinfónico de la hoguera celeste.

José Emilio Pacheco, «Amado Nervo y Ramón López Velarde. Diálogo de los muertos», Proceso No. 213, 1 de diciembre de 1980, pp. 46-47.