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Aviso sobre la trayectoria de la modernidad. Por Octavio Paz

La expresión poesía mexicana es ambigua: ¿poesía escrita por mexicanos o poesía que de alguna manera revela el espíritu, la realidad o el carácter de México? Nuestros poetas escriben un español de mexicanos del siglo XX pero la mexicanidad de sus poemas es tan dudosa como la idea misma de genio nacional. Se dice que López Velarde es el más mexicano de nuestros poetas y, no obstante, se afirma que su obra es de tal modo personal que sería inútil buscar una parecida entre sus contemporáneos y descendientes. Si aquello que le distingue es su mexicanidad, habría que concluir que ésta consiste en no parecerse a la de ningún otro mexicano. No sería un carácter general sino una anomalía personal. En realidad la obra de López Velarde tiene más de un parecido con la del argentino Lugones que, a su vez, se parece a la del francés Laforgue. No es el genio nacional sino el espíritu de la época lo que une a estos tres poetas tan distinto entre sí. Esta observación es aplicable a otras literaturas: Manrique se parece más a Villon que a Garcilaso, y Góngora está más cerca de Marino que de Berceo. Es discutible la existencia de una poesía barroca, romántica o simbolista. No niego las tradiciones nacionales ni el temperamento de los pueblos; afirmo que los estilos son universales o, más bien, internacionales. Lo que llamamos tradiciones nacionales son, casi siempre, versiones y adaptaciones de estilos que fueron universales. Por último, una obra es algo más que una tradición y un estilo: una creación única, una visión singular. A medida que la obra es más perfecta son menos visibles la tradición y el estilo. El arte aspira a la transparencia.

La poesía de los mexicanos es parte de una tradición más vasta: la de poesía de lengua castellana escrita en Hispanoamérica en la época moderna. Esta tradición no es la misma que la de España. Nuestra tradición es también y sobre todo un estilo polémico, en lucha constante con la tradición española y consigo mismo: al casticismo español opone un cosmopolitismo a su propio cosmopolitismo, una voluntad de ser americano. Apenas se hizo patente esta voluntad de estilo a partir del «modernismo», se entabló un diálogo entre España e Hispanoamérica. Ese diálogo es la historia de nuestra poesía: Darío y Jiménez, Machado y Lugones, Huidobro y Guillén, Neruda y García Lorca. Los poetas mexicanos participan en ese diálogo desde los tiempos de Gutiérrez Nájera y la Revista Azul. Sin este diálogo no habría poetas modernos en México pero asimismo, sin los mexicanos la poesía de nuestra lengua no sería lo que es. Subrayo el carácter hispanoamericano de nuestros autores porque creo que la poesía escrita en nuestro país es parte de un movimiento generacional que se inicia hacia 1885 en la porción hispánica de América. No hay poesía argentina, mexicana, venezolana: hay una poesía hispanoamericana o, más exactamente, una tradición y un estilo hispanoamericanos. Las historias nacionales de nuestra literatura son tan artificiales como nuestras fronteras políticas. Unas y otras son consecuencia del gran fracaso de las guerras de independencia. Nuestros libertadores y sus sucesores nos dividieron. Ahora bien, lo que separaron los caudillos ¿no lo unirá la poesía? Así pues, este libro sólo presenta un fragmento, la porción mexicana, de la poesía hispanoamericana. Esta limitación nacional, por más antipática que parezca, no es demasiado grave. Nuestro libro no es sino una contribución al diálogo hispanoamericano.

Si el criterio de nacionalidad me parece insuficiente, ¿qué decir del prejuicio de la modernidad? Escribo prejuicio porque convengo en que lo es. Ahora que es un prejuicio inseparable de nuestro ser mismo: la modernidad, desde hace cien años, es nuestro estilo. Es el estilo universal. Querer ser moderno parece locura: estamos condenados a serlo, ya que el futuro y el pasado nos están vedados. Pero la modernidad no consiste en resignarse a vivir este ahora fantasma que llamamos siglo XX. La modernidad es una decisión, un deseo de no ser como los que nos antecedieron y un querer ser el comienzo de otro tiempo. La sabiduría antigua predicaba vivir el instante -un instante único y, sin embargo, idéntico a todos los instantes que lo habían precedido. La modernidad afirma que el instante es único porque no se parece a los otros: nada hay nuevo bajo el sol, excepto las creaciones e inventos del hombre; nada es nuevo sobre la tierra, excepto el hombre que cambia cada día. Aquello que distingue el instante de los otros instantes es su carga de futuro desconocido. No repetición sino inauguración, ruptura y no continuidad. La tradición moderna es la tradición de la ruptura. Ilusoria o no, esta idea enciende al joven Rubén Darío y lo lleva a proclamar una estética nueva. El segundo gran movimiento del siglo se inicia también como ruptura: Huidobro y los ultraístas niegan con violencia el pasado inmediato.

El proceso es circular: la búsqueda de un futura termina siempre con la reconquista de un pasado. Ese pasado no es menos nuevo que el futuro: es un pasado reintentado. Cada instante nace un pasado y se apaga un futuro. La tradición también es un invento de la modernidad. O dicho de otro modo: la modernidad construye su pasado con la misma violencia con que edifica su futuro. Castillos en el aire, no menos fantásticos y vulnerables que los edificios intemporales de otras épocas. En suma, nuestro perjuicio  es más un destino: es asumir el tiempo que nos tocó vivir no como algo impuesto sino como algo querido -un tiempo que no se parece a los otros tiempos y que es siempre hasta en sus cacofonías y repeticiones, la encarnación de lo inesperado. La modernidad nace de la desesperación y está perpetuamente enamorada de lo inesperado. Su gloria y su castigo no son de este mundo: son las maravillas y los desengaños del futuro. Nuestro libro pretende reflejar la trayectoria de la modernidad en México: poesía en movimiento, poesía en rotación.

Las antologías aspiran a presentar los mejores poemas de un autor o de un período y, así, postulan implícitamente una visión más o menos estática de la literatura. Inclusive si admite que los gustos cambian, la crítica afirma casi siempre que las obras permanecen aunque la visión de un crítico sea distinta de la de otro crítico, el paisaje que contemplan es el mismo. Este libro está inspirado por una idea distinta: el paisaje también cambia, las obras no son nunca las mismas, los lectores son igualmente autores (actores). Las obras que nos apasionan son aquellas que se transforman indefinidamente; los poemas que amamos son mecanismos de significaciones sucesivas -una arquitectura que sin cesar se deshace y se rehace, un organismo en perpetua rotación. No la belleza quieta sino las mutaciones, las transformaciones. El poema no significa pero engendra las significaciones: es es lenguaje en su forma más pura.

Movilidad del paisaje contemplado y movilidad de punto de vista: no es lo mismo leer a Segovia o a Sabines desde la perspectiva de un lector de González Martínez que leer a Tablada o a Gorostiza desde la de Montes de Oca o de Aridjis. En el primer caso nuestro punto de vista será estático: vemos al presente desde un pasado consumado; en el segundo, vemos al pasado desde un presente en movimiento: el pasado insensible se anima, cambia, marcha hacia nosotros. En general la crítica busca la continuidad de una literatura a partir de autores consagrados: ve al pasado como un comienzo y al presente como un fin provisional; nosotros pretendemos alterar la visión acostumbrada: ver en el presente un comienzo, en el pasado un fin. Este fin también es provisional porque cambia a medida que cambia el presente. Si el presente es un comienzo, la obra de Pellicer, Villaurrutia y Novo es la consecuencia natural de la poesía de los jóvenes y no a la inversa. La prueba de la juventud de estos tres poetas es que soporta la cercanía de los jóvenes. El presente la cambia, le otorga nuevo sentido. En cambio, si no hay una relación viva entre el presente y el pasado, si el pasado es insensible a la acción de los jóvenes, no es aventurado afirmar que hay una ruptura: ese pasado no nos pertenece. Por supuesto, no quiero decir que sea desdeñable: simplemente no es nuestro, no forma parte de nuestro presente.

Este libro no es una antología sino un experimento. Lo es en dos sentidos: por la idea que lo anima y por ser una obra colectiva. Sobre lo segundo diré que nuestra coincidencia no ha sido absoluta. Desde el principio se manifestaron ciertas diferencias de interpretación. Nada más natural. Uno de nosotros observó que la idea de «tradición de la ruptura» es contradictoria: si hay tradición, algo permanece (sustancia o forma) y la cadena no se rompe; si hay ruptura, la tradición se quebranta e, inclusive, se extingue. Otro repuso que la tradición se preserva gracias a la ruptura: los cambios son su continuidad. Una tradición que se petrifica sólo prolonga a la muerte. Y más: transmite muerte. Réplica: el ejemplo de las sociedades tradicionales desmiente las supuestas virtudes vivificadoras de la ruptura. Nada cambia en ellas y, no obstante, la tradición está viva. Contestación: la tradición es una invención moderna. Los llamados pueblos tradicionales no saben que lo son; repiten unos gestos heredados de la historia, fuera del tiempo -o, más bien, inmersos en otro tiempo, cíclico y cerrado. Sólo la ruptura nos da conciencia de la tradición. Nueva réplica: lo contrario es cierto: gracias a la tradición tenemos conciencia de los cambios…

No repetiré aquí todo lo que dijimos. En un momento de la discusión surgió la verdadera divergencia: Alí Chumacero y José Emilio Pacheco sostuvieron que, al lado del criterio central del cambio, deberíamos tomar en cuenta otros valores: la dignidad estética, el decoro -en el sentido horaciano de la palabra-, la perfección. Aridjis y yo nos opusimos. Nos parecía que aceptar esa proposición era recaer en el eclecticismo que domina desde hace muchos años la crítica y la vida intelectual de México. Ni los convencimos ni nos convencieron. Se me ocurrió que no quedaba otro remedio que publicar, en el mismo libro, dos selecciones. Nueva dificultad: algunos poetas figurarían en ambas, aunque con poemas diferentes. Alguien propuso una solución intermedia: incluir también a los autores que cultivan el «decoro» pero que, en algún momento, han coincido con la tradición del cambio. A pesar de que Aridjis y yo queríamos un libro parcial, nos inclinamos sin alegría. Esto explica la presencia de nombres que sólo de una manera tangencial pertenecen a la tradición del movimiento y la ruptura. Al mismo tiempo procuramos al seleccionar sus poemas, ajustarnos dentro de lo posible a la idea de mutación. No creo que lo hayamos conseguido en todos los casos. No importa: a despecho de este libro, el lector percibirá la continuidad de una corriente que comienza con José Juan Tablada, avanza y se ensancha en la obra de 4 o 5 poetas del grupo siguiente, más tarde se desvía y oculta -aunque sólo para reaparecer con mayor violencia en tres o cuatro poetas de mi generación- y, en fin, acaba por animar a la mayoría de los nuevos poetas.

Dividimos el libro en cuatro partes. La primera está consagrada a los jóvenes. No es ni puede ser una selección completa. Más que un cuadro de la poesía reciente es una ventana abierta a un paisaje que cambia con velocidad. La segunda parte nos enfrentó a un grupo disperso y cuya obra de verdad significativa se inicia no en la juventud sino en la madurez. Es una generación marcada por la segunda Guerra Mundial y por las querellas ideológicas que la precedieron y siguieron. Más tarde que las otras, como para recobrar el tiempo perdido, da un salto hacia adelante, hacia su juventud. Omitimos a Neftalí Beltrán y a Manuel Ponce porque pensamos que lo mejor de su obra no corresponde a la «tradición de la ruptura». Confieso que, ya en prensa este libro, pensé que su exclusión no se justifica enteramente: su caso no es distinto al de varios poetas que figuran en esta sección y en la siguiente. La tercera parte es más homogénea. Las obras decisivas de este grupo, con la excepción de José Gorostiza, son las de juventud. No faltará quien nos reproche la ausencia de Jorge Cuesta. La influencia de su pensamiento fue muy profunda en los poetas de su generación y aún en la mía, pero su poesía no está en sus poemas sino en la obra de aquellos que tuvimos la suerte de escucharlo. A media que nos internamos en el tiempo los nombres disminuyen. Por eso no es extraño que el cuarto grupo (1915) sólo incluya a cuatro poetas. Uno de ellos, Alfonso Reyes, no pertenece realmente a la tradición moderna pero una porción limitada de su obra sí revela ese espíritu de aventura y exploración que nos interesa destacar. El caso de López Velarde también parece, a primera vista, dudoso. No lo es. Cierto, es el poeta de la tradición: ¿será necesario recordar que para él esa palabra era sinónimo de novedad? El tercer poeta de este grupo es un solitario que nunca ha publicado un libro de versos: Julio Torri. Fue uno de los primeros que, entre nosotros, escribieron poemas en prosa. Con él aparece en nuestra lengua el humor moderno. El cuarto poeta es un tránsfuga del modernismo: José Juan Tablada. Tal vez es nuestro poeta más joven.

 

El otro tigre. Por Jorge Luis Borges

 

Borges y Kodama
Jorge Luis Borges y María Kodama

And the craft createth a semblance.

Morris: Sigurd the Volsung (1876)

Pienso en un tigre. La penumbra exalta
La vasta Biblioteca laboriosa
Y parece alejar los anaqueles;
Fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo,
él irá por su selva y su mañana
Y marcará su rastro en la limosa
Margen de un río cuyo nombre ignora
(En su mundo no hay nombres ni pasado
Ni porvenir, sólo un instante cierto.)
Y salvará las bárbaras distancias
Y husmeará en el trenzado laberinto
De los olores el olor del alba
Y el olor deleitable del venado;
Entre las rayas del bambú descifro,
Sus rayas y presiento la osatura
Baja la piel espléndida que vibra.
En vano se interponen los convexos
Mares y los desiertos del planeta;
Desde esta casa de un remoto puerto
De América del Sur, te sigo y sueño,
Oh tigre de las márgenes del Ganges.

Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
Que el tigre vocativo de mi verso
Es un tigre de símbolos y sombras,
Una serie de tropos literarios
Y de memorias de la enciclopedia
Y no el tigre fatal, la aciaga joya
Que, bajo el sol o la diversa luna,
Va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
Su rutina de amor, de ocio y de muerte.
Al tigre de los simbolos he opuesto
El verdadero, el de caliente sangre,
El que diezma la tribu de los búfalos
Y hoy, 3 de agosto del 59,
Alarga en la pradera una pausada
Sombra, pero ya el hecho de nombrarlo
Y de conjeturar su circunstancia
Lo hace ficción del arte y no criatura
Viviente de las que andan por la tierra.

Un tercer tigre buscaremos. Éste
Será como los otros una forma
De mi sueño, un sistema de palabras
Humanas y no el tigre vertebrado
Que, más allá de las mitologías,
Pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo
Me impone esta aventura indefinida,
Insensata y antigua, y persevero
En buscar por el tiempo de la tarde
El otro tigre, el que no está en el verso.

 

El dogma del progreso (de los universitarios tan querido). Por Braulio Hornedo

La Ilíada de Homero (en Cuernavaca). Aristía de Alfonso Reyes. Por Braulio Hornedo Rocha

Ya estoy aquí en la tarea que Dios me dio.

Diario de Alfonso Reyes (15-X-1948)

A Gabriel (70) y Marycruz (80)

¿Tiene sentido distinguir entre la vida y la obra de Alfonso Reyes?, ¿acaso él mismo no lo dejó claramente establecido al final de su Constancia poética? «Quiero que la literatura sea una cabal explicación, y, por mi parte, no distingo entre mi vida y mis letras». ¿No dijo Goethe que «todas mis obras son fragmentos de una confesión general»?

Es tan abundante y variada la obra de Alfonso Reyes que inevitablemente intimida hasta a los más valientes lectores. La primera vez que abordamos el intento de leerlo nos preguntamos ¿por dónde empezar? Los veintiséis gruesos volúmenes donde se agrupan las 13,404 páginas que componen la edición de sus Obras completas en el Fondo de Cultura Económica, nos confirman ese acierto de Octavio Paz al señalar que los libros de Alfonso Reyes, no sólo son una obra, sino toda una literatura.

Ensayo, narrativa, crítica, teoría e historia literaria; filosofía, divulgación de la ciencia, memorias, dramaturgia y poesía, son algunos de los caudalosos afluentes que desembocan en la mar de la «literatura alfonsina». Su curiosidad intelectual lo abarca todo, desde la Crítica en la edad ateniense, hasta la poética en la obra de José Martí bajo la perspectiva de la mecánica cuántica. Lo mismo cultiva la recreación (que no sólo la traducción) de La Ilíada de Homero, que reflexiona cretinamente sobre la mezcalina, los garbanzos, el infinito, el cine, la radio, la servidumbre voluntaria o la teoría matemática de la información y los límites de la física. «Todo lo sabemos entre todos» era un proverbio que gustaba repetir, pero creo que sobre todo, le gustaba encarnarlo con su ejemplo.

Reyes «descubre» Cuernavaca en 1947 a la «breve distancia de un suspiro» de la Ciudad de México, buscando un lugar aislado para trabajar, y un clima y altura más adecuados para la dolencia cardiaca que padece desde 1944. Encuentra en Cuernavaca «la tibieza vegetal donde se hamaca el ser en filosófica mesura». Y estas pausas de libertad y esparcimiento creador le permiten tomar distancia de los ajetreos burocráticos derivados de sus múltiples responsabilidades como Presidente de El Colegio de México, fundador de El Colegio Nacional y miembro numerario en la Academia Mexicana de la Lengua, de la que será su director de 1957 a 1959.

Se hospeda las primeras ocasiones en el Hotel Chulavista y posteriormente se aficiona más al Hotel Marik en el centro de la ciudad de Cuernavaca; allí tiene un cuarto favorito desde donde contempla las formaciones rocosas tepoztecas como «indostánicas pagodas» o monumentales escenografías de «óperas wagnerianas». Se ocupa en ese año (1947) y en el siguiente de su traslado, no sólo llana traducción de la Ilíada de Homero, vertiendo el modelo original griego escrito en hexámetros, al español en versos alejandrinos (verso de catorce sílabas, dividido en dos hemistiquios, rimados y pareados), pero Reyes piensa sobre todo en el lector común y corriente, a quien las traducciones eruditas definitivamente lo espantan y hasta terminan ahuyentándolo. Pensaba como coautor, y quizá mejor, como cómplice de Homero, ocupándose atento en los lectores contemporáneos.

Esta tarea que «Dios le dio» es un ambicioso proyecto que, como diría su admirado Goethe, sólo un «epipoeta» de su talla podría emprender. Ya el sólo hecho de «transportar el verso homérico a las lenguas vivas es más difícil que encerrar al genio en la botella», y si a esto le agregamos el hacerlo con una métrica y un ritmo derivados de la rima castellana, entonces sí, la tarea parece poco menos que imposible, aún para un equipo numeroso de especialistas y ayudantes con becas, equipamientos y presupuestos millonarios como se estila en las universidades hoy en día. Que decir entonces de un solo poeta al finalizar sus cincuenta y trabajando por su cuenta.

Entre septiembre y noviembre del año 1948, Alfonso Reyes escribe en sus cada vez más frecuentes estancias en el Marik, (como para descansar haciendo adobes, dice el nunca mejor aplicado refrán) una colección de sonetos a manera de divertimento «prosaico, burlesco y sentimental, ocio o entretenimiento al margen de La Ilíada«. Recrea entre humorista y erudito, en ingeniosos sonetos, algunos de los personajes de la saga griega, instalándolos en Cuernavaca. Publica esta primera versión (de lo que será su Homero en Cuernavaca) al año siguiente (1949) en la revista Ábside, y dedica esta publicación al editor de la misma, «el sabio, inolvidable amigo y probo sacerdote (…) honra y luto de nuestras letras, desaparecido ha poco en plena labor», el padre Gabriel Méndez Plancarte, a quien Reyes apreciaba mucho por una estrecha amistad literaria y enigmáticamente espiritual. Y digo enigmática, porque es de hacerse notar como bien señala su colega y paisano Gabriel Zaid que:

Nada parece más ajeno a la obra de Reyes que el espíritu religioso. Su herencia liberal (y hasta masónica: su padre, como casi todos los hombres del poder entonces, era importante en la masonería); su afición de Grecia, de Goethe, de la Francia libertina; su gusto por la vida, su optimismo, su olímpica sonrisa (que vuela sobre el mal, en vez de sumergirse en la conciencia desgarrada) parecen indiferentes a la fe, la duda, la negación (Obras II, El Colegio Nacional, 1993, 531-540).

«No leo la lengua de Homero; la descifro apenas». Empieza por advertirnos don Alfonso en su prólogo a La Ilíada, como jugueteando detrás de un guiño, con esa singular sonrisa de niño que parece coronar en sus chinescos ojos, redondeándolos después para continuar, como si nada, con la cita que viene al caso:

Aunque entiendo poco griego -como dice Góngora en su romance-, un poco más entiendo de Grecia. No ofrezco un traslado de palabra a palabra, sino de concepto a concepto, ajustándome al documento original y conservando las expresiones literales que deben conservarse, sea por su valor histórico, sea por su valor estético. Me consiento alguna variación en los epítetos, cierta economía en los adjetivos superabundantes; castellanizo las locuciones en que es lícito intentarlo. Hasta conservo algunas reiteraciones del sujeto, características de Homero, y muy explicables por tratarse de un poema destinado a la fugaz recitación pública y no a la lectura solitaria. Pero adelanté con cuidado y prudencia, sin anacronismos, sin deslealtades. La fidelidad ha de ser de obra y no de palabra (Obras completas XIX, 91).

Este prólogo esclarecedor y además breve -recordemos que si lo bueno breve, dos veces bueno- está firmado en Cuernavaca durante el mes de noviembre de 1949, mientras terminaba la IX Rapsodia y revisaba y corregía incansable las anteriores. Con un estado de ánimo entusiasta anota en su diario:

Vuelvo a Cuernavaca, donde ¡acabé la IX Rapsodia de La Ilíada! y estoy en anotación general, puntas y ribetes, corrección de copias en limpio… Llegué a las 4 p.m. Tarde templadita y cielo sin mancha. ¡A trabajar en Homero! (…) Acabé mi faena a las 12 1/2 de la noche! De entusiasmo he perdido el sueño (Obras completas XIX, 12).

Entre insomnios entusiastas y correcciones inacabables transcurre el año de 1950, hasta que por fin entrega su Ilíada al Fondo de Cultura Económica el 8 de agosto. Todavía deberá de transcurrir un año para que:

Orfila, Joaquín Diez-Canedo, Agustín Millares, Raimundo Lida, y Julián Calvo me traen los preciosos primeros ejemplares de mi Ilíada I (tres ordinarios y uno fino), con colofón de 15 de septiembre (de) 1951.

Reyes está feliz como niño con juguete nuevo; la obra, la edición y hasta la crítica son resplandecientes, como ese Sol de Monterrey «despeinado y dulce, claro y amarillo, ese sol con sueño que sigue a los niños». Azorín publica una nota el 22 de julio del año anterior en el ABC de Madrid reconociendo que Reyes traslada su penetrativa del mundo clásico español al mundo helénico.

Las reacciones de los críticos en México y el mundo son semejantes en su admiración y reconocimiento. José Moreno Villa (Suplemento de Novedades, México, 20 de enero de 1952), Medardo Vitier (Diario de la Marina, La Habana, Cuba, 8 de marzo de 1952), Bernabé Navarro (Excélsior, México, 20 de abril de 1952), José Luis Lanuza (La Nación, Buenos Aires, 4 de mayo de 1952), Daniel Devoto (Sur, Buenos Aires, julio y agosto de 1952), Germán Arciniégas (Revista literaria Tegucigalpa, octubre 1952).

Recibe numerosas cartas personales de reconocimiento, de humanistas de la talla de Ramón Menéndez Pidal, Werner Jaeger, Tomás Navarro Tomás y José Gaos, entre otros notables pensadores, quienes coinciden en identificar una gran obra poética reflejo y recreación de otra gran obra poética. Alfonso Reyes es por esta hazaña singularísima «Aristía de Alfonso» con orgullo y desde entonces, nuestro Homero en Cuernavaca.

La Universidad Autónoma del Estado de Morelos comparte este orgullo con los lectores de una nueva centuria, reconociendo el generoso apoyo de innumerables personas e instituciones nacionales y extranjeras, entre las que es ineludible mencionar a Alicia Reyes, José Luis Martínez, José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid y Adolfo Castañón, todos ellos fundadores del consejo directivo de la Cátedra Alfonso Reyes – El Colegio Nacional – UAEM. Así como agradecer también a la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad Autónoma del Estado de Nuevo León, el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, la Academia Mexicana de la Lengua, CONACULTA – INBA,  el Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México, y muy particularmente destacar nuestro reconocimiento a El Colegio Nacional.

Finalmente agradecemos a Ulrika Borges, María Elena García Pérez, Itzé Godínez Guerrero, Braulio Hornedo Farriol, Mila Nayelli Hornedo Farriol, María Trinidad Jacobo Soza, Angélica Jaimes Jiménez, Viridiana Moreno López, Enrique Palacios Martínez, Manuel Prieto Gómez, Adán Santamaría Ochoa, Mauricio Santoveña Arredondo, Miriam Suárez de la Vega y Camerina Soza García su generosa, entusiasta y a veces hasta involuntaria participación en el grupo editor responsable por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos y Matemágica.

Este libro obedece a diversos criterios de selección, prefiero aceptar que son arbitrarios antes que antológicos o representativos, lo que resume sus pretensiones es resumir lo escrito por Reyes en Cuernavaca; o bien, con temática relativa a esta ciudad donde «como vino cordial; trina la urraca y el laurel de los pájaros murmura… (mientras) el tiempo mismo se suspende y dura…»

Braulio Hornedo Rocha,

Cuernavaca, Morelos, México, noviembre de 2004