Conferencia magistral de Carolina Moreno Echeverry: Una carta de navegación para leer las Obras completas de Alfonso Reyes. Jueves 21 de abril de 2022, 17:30 horas.
Hall principal Biblioteca Pública Piloto, Medellín, Colombia.
Entrada libre.

Ir a México y no ver a Alfonso Reyes no es ir a México. Sólo que en estos últimos años ha habido algunos debates entre don Alfonso y su corazón que paran con frecuencia en dificultades para los visitantes. Él ha sido un hombre de corazón aventurero. Lo viene jugando desde su juventud en lo único que él tiene de alborotado que es su buen humor. Este ha sido su caballito de batalla. Caballito fino que da a saltos la diagonal, como los del ajedrez. Llegó un día en que el corazón le dijo: «O te quedas tranquilo, o te reviento». Es la manera que tienen los corazones de anunciar una huelga. Y el buen corazoneador de Alfonso Reyes ha tenido varias veces que aceptar el pliego, y apaciguarse. Burla burlando, ha administrado su salud con la mayor delicadez, como si se tratara de una cuestión diplomática. Una vez fui a verlo en París. En la antesala estaba su cardiólogo de cabecera, eminente sabio mexicano, de quien obtuve algunas series indicaciones sobre el corazón de Alfonso. Pero Alfonso me llevó a un rincón de su cuarto, y como un chiquillo del pícaro México me dijo en voz muy confidencial: «Anoche le he jugado ésta al corazón . . .».
En otros términos, un maestro para nosotros, para los nuestros-americanos, no puede ser como aquellos sabios solemnes que nos daban antes entre camisa dura y tono magistral. Nuestro sabio ha de tener malicia, ironía, juego guardado, gracia, burla, es decir: otra cosa. Al caballero pedante lo pueden soportar algunos medios europeos. A nosotros, nos subleva. Nadie ha leído tantas cosas como Alfonso Reyes, y las tiene coleccionadas en ficheros por los cuales daría cualquier académico lo que, naturalmente, no tiene. Nadie podrá negar que muchos de sus tratados son inevitablemente eruditos. El Deslinde, para dar un ejemplo, es uno de esos volúmenes, que en otras manos serían enciclopedias de fastidio. Pero en El Deslinde lo que a cada línea se ve es el luciferillo o mexicano o español que está alerta para hacer su pequeña diablura. Es un texto en donde valen todas las líneas como las entre-líneas, y a veces más las entre-líneas que las líneas. Por ese diablito todo el mundo le perdona a Alfonso Reyes sus largos paseos académicos, que nunca lo alejan.
Esta vez, volviendo como siempre a su misma casa en donde sólo la calle ha cambiado de nombre —antes se llamaba Industria, y ahora se llama General Benjamín Hill— le he hallado trabajando como toda la vida en ese balcón único que ha dejado para su escritorio. Su casa es el edificio de su librería donde el segundo piso lo marca solo un corredor de baranda que le da vuelta a la sala y corta a media altura los siete metros de estanterías. El hombre estaba enfermo. Lo había retenido de asistir al Congreso por la Libertad de la Cultura otro achaque, que ya no era del corazón. A poco entró el médico y le clavó una inyección. Pero él es el maestro del deslinde. Acepta las enfermedades con condiciones. Que le dejen mente clara, y humorismo libre. Trabaja en la empresa más dura de su vida: la ordenación y revisión de sus obras. Cincuenta años trabajados sin regateos en la más vasta empresa literaria. Las gentes por fuera están escribiendo a Estocolmo candidatizándole para el Premio Nobel. El propio congreso por la Libertad de la Cultura lo ha hecho. Él, en esto, también deslinda. Su preocupación está en su propio ordenamiento, en la serie monumental de sus «Obras completas», que edita el Fondo de Cultura Económica. Ese es «su» Premio Nobel.
Barbado, en bata de enfermo, cuando le vi dije para mis adentros: «Definitivamente, no está bien». Empezamos a conversar; otra vez fue desatando su ingenio, le brillaban esos ojillos donde la inteligencia saca chispas, y dije para mis adentros: «Definitivamente, está muy bien». Él le concede a la fiebre y a otros detalles lo de la barba y lo de la bata. Pero se reserva su don como de diablo cojuelo, que va destapando las casas en la ciudad de los libros para mostrarnos las intimidades, pecadillos y travesuras que se hacen bajo las tejas de barro.
¿Por qué es don Alfonso un maestro? ¿Por su laboriosidad literaria? ¿Por su gracia? ¿Por ese equilibrio que le dan el estar de vuelta, el margen de ironía, el no dejarse ir a ciegas? Por todo eso, y algo más. Por su ser espiritual. Por la ausencia de chabacanería, de estrépito, de catarata. Por enseñarnos a manejar la lucecilla cuando estábamos acostumbrados al relámpago. Por habernos llevado a las regiones transparentes del aire y sorprendernos así: Hermano: está usted en su casa: esta es su América. Nadie antes lo hubiera creído.
Germán Arciniegas. «¿Por qué Alfonso Reyes es un Maestro?». Los pinos nuevos. Diario de un sonámbulo enamorado. Instituto de Estudios para el Desarrollo e Integración de América Latina. Editorial Bolivariana Internacional, Bogotá, 1982, págs. 230-231
Buenos Aires, 19 de junio de 1934.
De Baldomero Sanín Cano* a Alfonso Reyes:
… He estado a punto de entender por qué volamos prácticamente, y si usted hubiera llevado más adelante las pesquisas en esa esfera del conocimiento, acaso hubiera logrado convencerme de la necesidad moral de que exista la navegación aérea. Sin duda había una necesidad moral para ello, pero a mí se me escapa, dentro de los límites de mi información en materias de ética y de metafísica. Algunos han dicho que tampoco existe la necesidad moral de la navegación en los mares y los ríos; pero razonan sin conocer los orígenes y la naturaleza del hombre. Nosotros salimos del agua (véase Quinton) y en rigor somos un medio marino; vivimos todavía en un medio marino. Nuestro cuerpo contiene setenta por ciento de agua salada. Usar de la canoa era una cosa tan natural como usar de las albarcas o las botas. Además, nuestro cuerpo flota naturalmente en el agua. El barco de vela y el barco de vapor no fueron más que la ampliación de una tendencia natural del cuerpo, como la locomotora y los vagones por ella arrastrados no son más que la prolongación de una capacidad humana a rodar en un plano a nivel o ligeramente inclinado.
Al revés, nosotros somos más pesados que el aire y, por una ley inexplicable pero existente, la tierra nos llama hacia su centro materialmente con una fuerza vigilante, y moralmente nos debe de llamar también con fascinaciones irresistibles, porque allí han colocado el infierno varias religiones, entre ellas el cristianismo, no sin observar que para llegar a él la vía es amplia y cómoda y tumultuosamente frecuentada.
Para navegar en el agua, el hombre siguió el ejemplo de algunos animales y su natural inclinación. Para volar no ha seguido el ejemplo de las aves (llegadas al festín de la vida después de él) sino el de una de sus propias invenciones, que es la corneta. El aeroplano es un ave sólo en apariencia, en verdad es una cometa. La cuerda es la hélice. Para imitar al ave en la aeronáutica, sería menester crear un aparato que por la movilidad de sus partes pudiera convertirse en cuerpo más ligero que el aire. La invención del cojinete de bolas y la producción de acero muy resistente y muy liviano han hecho posibles los adelantos de la mecánica aplicada al transporte. Para conquistar el aire es todavía necesario (pues en rigor aún no ha sido conquistado) que se logre producir un metal tan liviano y tan resistente como el hueso de la gaviota. Se contarán entonces menos bajadas intempestivas, con frecuencia involuntarias y las más de las veces fatales.
Río de Janeiro, agosto de 1935.
De Alfonso Reyes a Baldomero Sanín Cano, en Bogotá:
Su grata carta me reta a una discusión académica sobre el derecho de volar. No tuve, en efecto, ocasión de tocar el punto en mis vagabundeos recientes por el campo de la aviación, sin duda porque, con inspiración semejante a la que Aristóteles trae a la política, di por sentado que el hombre es un animal tan naturalmente volátil como es naturalmente sociable, y pasé de ahí a examinar los recursos de que se vale. Ahora, pues, vamos a intentar en lo posible una justificación del vuelo humano.
Pero, antes de entrar en mi argumento, permítame que reduzca mis ambiciones. Usted defiende en el hombre el derecho a navegar y le niega, en cambio, el derecho a volar. Para ello, aunque habla de paso de “necesidad moral”, “ética” y “metafísica”, más bien acude a razones físicas y biológicas. ¿Me da usted permiso de que yo, a mi vez, me desembarace de mi problema con sólo la ayuda de la biología y de la física? Pues, entonces, manos a la obra.
Yo le concedo a usted, con Quinton, que nosotros hayamos salido del agua, y aun le concedo —con la misma autoridad que usted usa sobrentendiéndola— que los pájaros hayan llegado más tarde que el hombre al banquete de la vida. Y conste que estas dos concesiones no implican una convicción científica establecida, sino una simplificación o higiene previa de la discusión que vamos a emprender. Porque yo para mí tengo notado que los actuales maestros sonríen un poco cuando hablan de Quinton, no porque le nieguen aquel punto de su teoría —que al cabo no es tan suyo— sobre la reducción de la sangre animal al agua marina, sino porque, sobre todo, ponen en duda aquella su perspectiva lineal de la producción de animales cada vez más calientes, que tendiesen con su propia temperatura a restablecer el calor original, en que se engendró la primera vida, a medida que nuestra habitación, la tierra, se va enfriando paulatinamente con la paulatina vejez del sol. Y de aquí precisamente, según Quinton, que el hombre (ya no rey de la creación, sino by-product del transformismo) sea más antiguo que el ave, por lo mismo que es menos cálido. Dejemos, pues, a Quinton, en su buena opinión y fama, y en las de Rémy de Gourmont, donde nuestra admiración lo encontró hace lustros, y sigamos el vuelo.
Concedo que nuestro cuerpo contiene una alta proporción de agua salada, concedo que vivimos en un medio marítimo, y concedo que, en consecuencia, “usar de la canoa —como usted dice— era una cosa tan natural como usar de las albarcas o las botas”. Es decir, que, merced a una simple metáfora biológica, la “barca” y la “abarca” o “albarca” son, no sólo casi la misma palabra, sino también casi el mismo objeto. En suma: concedo a usted toda la dignidad natural de la navegación. Y sólo niego que el vuelo carezca de dignidad semejante. Los antiguos se agotaban en increpaciones contra la ambición marítima de los hombres, culpándola de males sin cuento. Por lo visto, algunos sabios modernos se sienten animados de igual indignación por lo que hace a la ambición volátil. Y el vuelo no viola ninguna cuarta dimensión inaccesible a la arquitectura humana, sino que también se brujulea, como el andar y el correr, por ese sutil aparatito de canales semicirculares que llevamos dentro de las orejas —presente que nos dio nuestra madre la gravitación, precioso estuche y cajita contra sorpresas.
Porque —definamos antes como quería Sócrates— ¿qué es volar? Volar es cruzar el espacio sin apoyo en el suelo. Luego el elemento del vuelo es el espacio. El espacio puede o no estar cargado de aire. La noción humana del vuelo —aun cuando no la estricta noción científica— no se opone a decir que las estrellas vuelan en el espacio, o que vuela un átomo bombardeado por el vacío. Sentimos que las estrellas vuelan, desde que no ruedan sobre un suelo determinado, sino que ruedan en el espacio mismo. Pero con aire o sin aire, que esto no hace al caso, ¿ha considerado usted el porciento de espacio vacío que el cuerpo humano contiene, y la cantidad que los intersticios intercelulares, intermoleculares, interatómicos e interelectrónicos representan en la arquitectura de nuestro cuerpo? Porque si mucha agua marina contenemos, todavía contenemos mayor porción de espacio y de aire.
A tal punto, que avergüenza la imaginación recoger el dato que el especialista nos proporciona. ¿Queremos figurarnos a lo que quedaría reducido el cuerpo humano, si sólo contuviera sustancia líquida y sólida compacta, sin cavidades de aire ni interespacios? ¿Ha visto usted en sus muchos viajes, esas “zanzas” de los jíbaros, esas reducciones horribles de cabezas humanas a una proporción de miniatura? Pues eso no es nada. En el aire mismo hay 2,000 veces más vacío que lleno. En el interior de las moléculas el vacío es mucho mayor que el lleno. Eddington dice:
Si en el cuerpo de un hombre eliminásemos todo el espacio desprovisto de materia, y si yuxtapusiésemos en una sola masa sus últimos corpúsculos, el cuerpo humano se reduciría a un pedacito de materia que, pesando todavía sus buenos 65 kilos, sería apenas visible con una lente de aumento.
Si somos, pues, un medio acuático, con mayor razón somos un medio de espacio, espacio lleno de aire en una proporción respetabilísima. Y adviértase que el espacio no es ya una noción de ausencia o meramente negativa —de Einstein acá particularmente—, puesto que el espacio tiene ya, de las existencias corpóreas y positivas, hasta el trágico destino de estar limitado en el universo. El espacio tiene convexidades y concavidades, subidas y bajadas. Como ruedan las bolas de metal por los hombros y los brazos del malabarista, así ruedan los cuerpos celestes por sobre los miembros del espacio.
Y no se me diga que la navegación “contraría” menos la gravedad de lo que la contraría el vuelo. En rigor, no se trata de contrariar, sino, en ambos casos, de aprovechar y refractar; de jugarle una mala pasada a la ley universal de la caída y, usando de sus propios recursos, hacernos caer hacia adelante o hacia arriba. Y este aprovechamiento o refracción lo hacen igualmente todos los animales —hasta la tortuga de Aquiles, tan pobre como ilustre— pues, combinando entre sí los impulsos de estabilidad que oscuramente los amarran al suelo, consiguen el misterio de la locomoción y, a pesar de la adivinanza eléata, se echan a andar y se trasladan. Andar es despegarse del suelo. Volar en avión es dar otro paso un poco más grande: nada más. El aire mismo vuela en el aire: cada molécula del aire posee —como todo el mundo lo sabe— una velocidad de medio kilómetro por segundo. ¿Y el suelo mismo que pisamos? Según los trabajos de Clarke, en un espesor de quince kilómetros, la corteza terrestre está constituida, en primer lugar y en una proporción de 47.10 %, por oxígeno, y sólo después vienen los demás componentes, representando el segundo, que es el silicio, apenas un 27.90 %, y todos los otros mucho menos. Y la numerosa zarabanda browniana nos hace saber que nuestra forma es sólo un equilibrio estadístico entre los empellones continuos de unas partículas contra otras: un racimo de mariposas en vuelo o, si usted prefiere imagen más bíblica, una columna de fuego en marcha. El universo todo, en una constante expansión, no es más que una bocanada de humo, dicen los astrónomos de hoy en día. ¡Oh, amigo mío, convénzase usted de que existir es volar!
Claro es que ese afán de ganar cada día un palmo más allá del terreno que originariamente nos fue asignado es la enfermedad divina del hombre, animal único entre todos y que, mucho más que por el “medio”, se modela por el “fin”: mucho más que por lo que ya existe, por lo que todavía no existe o aun por lo que nunca existirá. El más humano de los proverbios dice que lo mejor es enemigo de lo bueno. ¿Para qué querrá echarse a andar quien ya está sentado, y echarse a correr quien ya anda, y romper a volar quien corre? ¡Quién sabe! Tal vez, en el diálogo abierto entre la criatura y el Creador, el hombre sea la frase más acelerada, el instrumento mejor para traer a la incorporación de la vida lo que todavía flota en el limbo de los arquetipos o en el seno de las Madres, del Fausto. Llega Adán, y empieza por bautizar cuanto encuentra. En medio siglo, el hombre realiza evoluciones que la naturaleza logra solamente en milenios.
* Baldomero Sanín Cano (Rionegro, 27 de junio de 1861-Bogotá, 12 de mayo de 1957) fue un escritor, ensayista y periodista colombiano
Alfonso Reyes, «El derecho a volar», Obras completas IX, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, pp. 199-204
Madrid, mayo, 1921.
Sr. D. Cipriano Rivas Cherif.
La Pluma.
Mi querido amigo: Pocas figuras más representativas en la literatura americana que el autor de María. Jorge Isaacs toma la pluma—y al punto se le saltan las lágrimas. Y cunde por América y España el dulce contagio sensitivo, el gran consuelo de llorar.
El romántico caballero judío, hijo de un judío inglés establecido en Cauca, está hecho —afortunadamente— para despistar cierta tendencia a sustituir la crítica literaria con artimañas sociológicas. Tendencia según la cual este creador de la novela de lágrimas debiera ser indio por los cuatro costados.
Caudillo liberal, escritor doliente, hombre de aventura y de ensueño, vive peligrosamente y muere en la pobreza —como muere la gente honrada— buscando unas utópicas minas en unas tierras inexploradas y salvajes, con la ambición de dejar cierto bienestar a los suyos. Los editores lo han robado. Sus enemigos políticos lo persiguen. Pero él tiene fe en la bondad humana, porque le rebosa el corazón.
En nuestras combatidas tierras de generales y poetas ¡gozan y sufren tanto los hombres! A veces me pregunto si los europeos entenderán alguna vez el trabajo que nos cuesta a los americanos llegar hasta la muerte con la antorcha encendida. ¡Qué espectáculo el de América, amigo mío! Aquéllos caen de muerte violenta, y éstos se matan a sí mismos en un esfuerzo sobrehumano de superación, para adquirir el derecho de asomarse al mundo. «Poetas y generales», decía Rubén Darío. Y algunos, que sólo quisiéramos ser poetas; acaso nos pasamos la vida tratando de traducir en impulso lírico lo que fue, por ejemplo, para nuestros padres, la emoción de una hermosa carga de caballería, a pecho descubierto y atacando sobre la metralla.
Jorge Isaacs se dirige un día a Justo Sierra, el gran mexicano de los tiempos de Porfirio Díaz. Le pide auxilio: siente que puede abrirse con él. Justo Sierra fue toda su vida un consejero y un maestro. Protegió a los poetas y educó a tres generaciones. Gran prosista, historiador elocuente, hombre de ademán apostólico, pero contenido en la mesura académica, escribió sobre nuestra historia páginas tan sinceras y valientes, que todavía nos asombran, como nos asombra que se hayan podido escribir— y sin escándalo ni falsas actitudes heroicas, sino llenas de serenidad, de inteligencia en aquella época de pax augusta cuyo secreto parece haber sido no poner nunca el dedo en la llaga. Justo Sierra ponía el dedo en la llaga y, como en el consejo de Kipling, siendo muy bueno y muy sabio, ni hacía, aspavientos de muy bueno ni hablaba a lo muy sabio. Junto a la naturaleza ardiente y solitaria de Jorge Isaacs, contrasta la vida del gran mexicano, recortada en el perfil impecable, a gusto de una sociedad elegante y exigente. Justo Sierra es ese hombre prudente de Vauvenargues que no necesita abandonar el bullicio de la corte para ser bueno y superior, y tal vez por sólo eso lo es más que quien se aísla en la Tebaida egoísta, donde no hay tentaciones ni conflictos de la conducta.
He aquí tres cartas de Jorge Isaacs a Justo Sierra. La Pluma las publicará por primera vez. Las debo a la amabilidad de Luis G. Urbina. Los críticos colombianos sacarán de ellas algunas noticias curiosas. Yo no puedo leerlas sin conmoverme. Veo—al trasluz— todos los dolores de mi América; y algo muy mío, que no acierto a formular yo mismo, se agita y despierta en mí: algo entre recuerdo y amenaza. Tal vez sea el contagio de las lágrimas.
Justo Sierra no pudo hacer Cónsul de México a Jorge Isaacs. ¿Lograría auxiliarlo de algún modo? ¿Cuándo aprenderemos a dar a los hombres lo que es suyo? Pero ya lo entiendo: lo propio de Jorge Isaacs eran las lágrimas.
Mis amigos de México podrán imaginar conmigo —¡ellos que lo conocieron!— cómo habrán resonado en el alma de Justo Sierra las lamentaciones del autor de María.
Y usted, amigo Cipriano, perdone estos desahogos sentimentales que tan pocas veces me consiento, y dé cabida en La Pluma a las cartas de Jorge Isaacs.
Muy suyo,
Alfonso Reyes
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