Carta a mi doble. Por Alfonso Reyes

Sr. D. Alfonso Reyes,
donde se encuentre.

Mi estimado y laborioso Doble:

AUNQUE tengo a la mano el “tú”, prefiero que sigamos, como hasta hoy, con el “usted” (ya que en el valle de Anáhuac el “vos” meridional sería insólito), porque entre nosotros ha habido siempre una tierra (o éter) de nadie —medio milímetro el espesor—, donde suelen acontecer leves torbellinos psicológicos. De modo que, como dice nuestro vulgo: “Juntos, pero no revueltos.”

Y voy a satisfacer sus dudas, sin más preámbulo. Y no se inquiete usted si me burlo un poco de mí mismo, que eso es señal de buena salud. En efecto, hubo un día, hace más de diez años y pronto completaremos quince, en que me dominó el afán de clavetear, más que poner, algunos puntos sobre las íes a propósito de la cuestión literaria. Incurrí entonces en El deslinde, cuyos análisis desconcertaban a algunos, porque comencé a ras del suelo, partí del cero, de lo obvio y evidente según la lección de Aristóteles, convencido de que bajar desde lo más alto es expuesto a deshacerse en el aire.

Otros, como usted recordará, más bien pensaron que el libro era de difícil lectura, cuando es mucho más fácil de lo que a primera vista parece. Lo hacen algo temible, es justo reconocerlo, las denominaciones abstrusas, su mucho aparato de párrafos numerados, las constantes referencias hacia adelante y hacia atrás, los resúmenes de resultados adquiridos y cuadros de resultados por adquirir; en fin, precisamente sus esfuerzos de claridad, el exceso de cuidados y explicaciones para ir conduciendo al lector. Me pasó lo que les pasa a esos mundanos primerizos que, cuando ofrecen una recepción, cansan a la gente con sus atenciones y no la dejan moverse por donde a ella se le antoja.

Yo conocí a un diplomático europeo, víctima de cierto tegumentoso temperamento nacional, que, para sus saraos, comenzaba por convidar telefónicamente a los colegas; después, les enviaba la aidemémoire de estilo; luego —al llegar el día de la fiesta—, volvía a
recordarles por teléfono la invitación; los esperaba a la puerta de su casa; les ayudaba a quitarse el abrigo y sombrero; les hacía firmar en el álbum de las visitas; los llevaba del brazo hasta el ambigú y les servía él mismo; les ofrecía recitaciones y actos musicales; brindaba en voz alta con el whisky de la media noche; devolvía a todos personalmente las prendas del vestuario; los acompañaba hasta el auto; a última hora, con un guiño de complicidad y como si se hiciera un hurto a sí propio, les deslizaba en el bolsillo un saquito de bombones; y casi puedo asegurar que, antes de cerrar la portezuela, les aseaba el calzado con su pañuelo. Al día siguiente, para agradecer la presencia de las damas, les enviaba un ramo de flores. Y aunque siempre me quejé de este agobio de miramientos, por lo visto no llegué a absorber la moraleja, o no supe aplicarla bien al caso de la investigación literaria.

Pude recordar algo que he leído en El cortesano de Castiglione, la célebre carta de Góngora a Lope sobre las ventajas de los enigmas poéticos —que varias veces he comentado con fruición— y toda esa insigne polémica de la antigüedad respecto al valor de la alegoría (o hypónoia, como se dijo antes), la utilidad de lo recóndito y misterioso, honor de los vetustos oráculos (sobre todo los de Apolo Loxias, “el tortuoso”, “el oblicuo”), la conveniencia de no adormecer el apetito por el posible sentido oculto, armas esgrimidas contra las acusaciones platónicas sobre los pasajes de Homero que parecían —y eran— irrespetuosos y blasfemos. Pues no conviene explicarse tanto a los lectores y, como decía Máximo de Tiro, esos peligrosos innovadores que han dado en esclarecerlo todo “nos brindan una pobre filosofía desnuda y vergonzosa, muchacha del arroyo que quisiera entregarse a todos”. (Or. XXVI, cap. II.) Pero todo esto parece que se me borró de la mente.

Muy posible es que, al llegar a cierto clima de mis estudios, haya yo cedido al afán de dejar caer como lastre aquella viciosa inflación que durante muchos años se había venido acumulando; lo que hacemos con esos residuos de la vida doméstica que conviene expulsar a tiempo: periódicos, botellas, ropa vieja, muebles inservibles, escribanías de obsequio recibidas los días de cumpleaños, miniaturas de estatuas clásicas. (¡Lujo de los gustos humildes, caro Juan Ramón, tú que clamabas contra la pequeña Venus de Milo en una mesita de la sala de Pepe!)

Pero creo que tambiéñ me movía un oculto afán de venganza. Me incomodaba que, entre nosotros —y aun en ambientes más cultivados —quien quiere escribir sobre la poesía se considere obligado a hacerlo en tono poético (¡ya con esa Musa hemos cumplido caballerosamente a su tiempo y lugar!), y se figure que el tono científico o discursivo es, en el caso, una vejación. “Yo sospecho —me decía José Gaos— que lo mismo les pasaba a los místicos cuando los teólogos comenzaron a establecer la ciencia de Dios.” Pero una cosa es orar, y otra filosofar sobre el sentido y alcance de la plegaria; una comer, y otra escribir sobre dietética. Si entre nosotros se usaran las prácticas de los liceos a la francesa, los niños mismos sabrían que se pueden examinar los textos poéticos mediante procedimientos intelectuales, sin que ello sea un desacato ni tampoco una impertinencia. En cambio, muchos, por acá y por allá, no sólo esperan el piquete del estro antes de emprender una labor puramente metódica, sino que, además, se desabrochan el cuello, se despeinan y hasta entornan los ojos.

Pude organizar, para los prolegómenos de mi teoría literaria, una respetable masa de papeles. Pero tuve que dejarme fuera algunos avances en el terreno mismo de esa teoría, páginas que venían a ser la continuación casi ofrecida en El deslinde. ¡Ay! Mi órbita de cometa se dejó ya atrás esa cierta zona del espacio. Medir la distancia a pequeños palmos me parece hoy menos tentador. Y además, no creo ya tener tiempo para levantar otra armazón semejante, y aun he llegado a creer, sinceramente, que le jeu ne vaut pas la chandelle, no sé si por el juego mismo o por los que lo ven jugar… Hasta la distinción entre “teoría de la literatura” y “ciencia de la literatura” es difícil —y aun ociosa— para quien no se haya fabricado, como yo, toda una máquina. Romperemos, pues, en adelante, el arreglo sistemático de esos capítulos inéditos; les extraeremos la sustancia, y la esparciremos por ahí en breves ensayos más fáciles de escribir, más cómodos de leer, y ojalá no por eso menos sustanciosos. Así acabó, pues, aquella tan ambiciosa teoría literaria. Alas, poor Yorick!

Temo, mi estimado Doble, haber contado con su sentido humorístico algo más de la cuenta, pues, como dijo el poeta, la ironía tiene sus peligros. Lo saluda muy atentamente esta sombra de la caverna” (pace Platón) de que usted es el paradigma.

Septiembre de 1957.

Alfonso Reyes, «Carta a mi doble», Proemio Al Yunque (1944-1958), Obras Completas XXI, Fondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 247-250.

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