Teoría y práctica. Por Alfonso Reyes

DE TIEMPO en tiempo nos lo aseguran: la gran enfermedad de esta cultura de Occidente que nos ha criado a los pechos, la enfermedad congénita de que ella habrá de morir, es el haber dividido el mundo fatalmente en dos: a un lado la teoría, a otro la práctica. Y los maestros de teoría afirmamos de tiempo en tiempo que ambos órdenes se confunden. En el fondo, lo que quisiéramos es adueñamos maliciosamente de la práctica, que casi siempre se nos va de las manos. Por eso le negamos entidad propia, autonomía. Y sin embargo, todos los días la práctica nos da con la puerta en las narices, nos deja fuera y sigue viviendo tan contenta, sin necesidad de nosotros. Desde mitad de la calle, oímos sus risotadas y envidiamos sus fiestas.

¿Pues sabían ustedes que el pueblo conquistador por excelencia en la antigüedad; el que ocupó mayores extensiones y territorios, y todos los ligó a la metrópoli con un sistema de carreteras y correos que todavía nos asombra; en suma, el que más practicó la geografía —el pueblo romano— fue el que menos contribuyó al desarrollo de la teoría geográfica? Fuera del derecho, se conformó con la ciencia que heredó de Grecia. La Historia Natural de Plinio el Viejo, obra -voluminosa y absurda, indigestión de noticias ciertas y falsas, datos reales y patrañas amontonados sin criterio; pero fuente inestimable en su confusión, que servirá de base al saber medieval; contribución la más importante que Roma dio a la geografía teórica, nos permite formarnos una idea de los extremos que pudo alcanzar la ignorancia de las cosas terrestres entre aquellos hombres que dominaron prácticamente la tierra entonces conocida.

Figúrense ustedes que un marino griego, un tal Hipalo, allá por el siglo —es decir, estricto contemporáneo de Plinio—, había aprendido de los árabes el secreto de los monzones que soplan periódicamente sobre el Océano Índico. El precioso descubrimiento permitió a los navegantes atreverse por aquel mar “con conocimiento de causa”, y cruzarlo tranquilamente en vez de pegarse a las costas árabes y persas en su tránsito para la India; con lo cual el tráfico comercial de Roma ganó en un ciento por ciento. Era de creer que Roma supiera lo que pasaba, y sobre todo el sabio de Roma, Plinio el Viejo. Pero he aquí que Plinio lo ignoraba todo a tal punto que, “habiendo oído campanas” como dice el vulgo, se creía que ¡“hipalo” era nada menos que un viento marítimo! . . – ¡Para que luego le cuenten a uno!

VI-1948.

Alfonso Reyes, «Teoría y práctica», Obras completas XXII, FCE, México, 1989, pp. 53-54

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