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Temperamentos de escritor. Por Alfonso Reyes

HAY CATEGORÍAS de escritores. A todas prefiero la que establece Rémy de Gourmont:
1º Escritores que escriben,
2º escritores que no escriben.
     Schopenhauer ha propuesto dos clasificaciones. La primera es una clasificación polémica bastante vulgar:
1º Escritores que escriben para decir algo,
2º escritores que escriben para ganar dinero.Los dos grupos nos parecen igualmente honorables.
     —El escribir —decía Johnson— o ha de ser para ganarse el sustento, o es necedad. Aunque oigo comentar a Voltaire, definitivo:
Je n’en vois pas la nécessité.
     La segunda clasificación de Schopenhauer se acerca ya al misterio lírico, aunque no lo penetra:
1º Escritores que escriben sin pensar, o con pensamientos ajenos,
2º escritores que piensan al escribir,
3º escritores que piensan antes de escribir.
Notemos la ausencia de una cuarta categoría:
4º escritores que piensan después de escribir.
     A esta especie cómica parece pertenecer cierto amigo de Heme que, tras de construir una apología del cristianismo, se convencía de su error y la arrojaba al fuego; comenzaba, entonces, una apología del paganismo; pero al acabarla, se arrepentía otra vez, y la arrojaba también al fuego.
     Opina Schopenhauer que la tercera categoría es la más noble. ¿Por qué no la segunda? Necesariamente se ha de pensar antes de escribir (3º categoría) y, sobre todo, mucho, mucho, después de haber escrito (4º categoría). Esto es evidente y no vale la penas de insistir. Pero lo que da sustancia a la obra es muchas veces lo que se va pensando al hacerla, y de lo que no se tenía idea antes de comenzarla. El mismo Schopenhauer define la ley del “escribir en sí”:
     —Lo que se escribe para algo desmerece por eso mismo.
No se debiera escribir-para.
     Sé de hombres que sólo recogen la conciencia de su ser con la pluma, y que sólo parecen pensar al estímulo externo de la escritura: éstos son los hombres del arte. Para pensar necesitan útiles y herramienta, como para un oficio material. Y no hay arte sin herramienta. Sólo así es sabroso pensar. La palabra evoca la idea; el lirismo engendra la razón: la consonante es, en la poesía moderna, fuente de inspiraciones. Es la ninfa Eco —dice el poeta— que engendra su diálogo a solas. Schiller sentía una emoción lírica abstracta cuando iba a brotar de él la poesía, y Horacio nos cuenta que, en mitad de la noche, le asaltaba el ansia de hacer versos. Es verdad: por la inquietud abstracta de escribir se conoce al que es escritor. Hasta para leer necesita de la pluma. A veces se le sorprende, en plena charla, distraído, trazando con el índice letras en el aire. El pintor de vocación pretende ver con los dedos tanto, al menos, como con los ojos. También el escritor de vocación parece pensar con la pluma.
     El escritor piensa al escribir. Hay unos que escriben por acumulación externa —soldando notas— y otros hay que escriben por crecimiento interno. Éstos dan el tipo del escritor. En aquéllos la fuerza es pobre; en éstos, manante. Como crece la línea de tinta, así va desenvolviéndose su pensamiento. Su pluma misma tiende a fundir todas las palabras en un rasgo continuo, y nunca da alcance al pensamiento. Pero, a veces, aquí y allá detonan mal combinados elementos (el espíritu es caprichoso), y la pluma se quiebra, sembrando una flor de chispas radiantes. Entonces la continuidad se interrumpe, y hay que disponer de dos o tres cuartillas a la vez, y escribir a un tiempo en todas ellas, a grandes trazos. Tales paréntesis resultan normales en algunos. Quizá los que dictan a cinco secretarios a un tiempo son más bien unos perezosos…
     Suelen los grafománticos tener razón: mucho dice un autógrafo sobre el temperamento del escritor: pensamos en los de Balzac, descritos por Gautier. La descripción es interminable: Gautier, como Balzac, hubiera ganado recordando que el estilo es economía. Precisamente el procedimiento de corrección usado por Balzac consiste en ampliar: por medio de interlíneas, frases al margen, notas y llamadas (cruces, bicruces, estrellas, soles, cifras, letras), líneas que estallan —fuego de artificio dibujado por un niño— hacia arriba, hacia abajo, a la derecha, a la izquierda, y luego al nordeste y al nornordeste, y así infinitamente. Balzac salía de la tarea desvelado, la cabeza humeante, el cuerpo exhalando vapores como los caballos en invierno: le había echado cien calderos de agua al estilo. . . ¡Ahora lo entendemos todo!
     Pero ¿qué hay en la letra de imprenta que incita a corregir? Los más no pueden corregirse en sus manuscritos; necesitan, para desdoblarse en críticos de sí propios, verse desde afuera: en molde.
     Otros, como Flaubert, se leen en voz alta y a solas.
     Otros, afectos a recitar sus versos como el Ligurino de Marcial, aprovechan la visita de los amigos. Goethe se ha quejado de ellos en una lied irónica:
El poeta va a dar un convite y quiere que asistan a él las vírgenes más puras, las esposas más fieles, los ricos no presuntuosos, los poetas que gustan de oír versos ajenos, pero no de recitar los propios. Es inútil: nadie llega.
—¡Ea!—dice el poeta a su criado—. Vé a buscarme otros huéspedes, vé a decir a la gente que venga tal como es y con todos sus vicios; que así vale más.
     Entonces el criado tiene que abrir las puertas de par en par.

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Mal de libros. Por Alfonso Reyes

HAY MAL de libros como hay mal de amores. Quien se entrega a ellos olvida el ejercicio de la caza y la administración de su hacienda. Las noches, leyendo, se le pasan de claro en claro y los días de turbio en turbio. Al fin, se le seca el cerebro.

Y menos mal si da en realizar sus lecturas, y el romanticismo acumulado por ellas lo descarga sobre la vida. Pero falta componer el otro Quijote: la Historia del ingenioso hidalgo que de tanto leer discurrió escribir. Leer y escribir se corresponden como el cóncavo y el convexo; el leer llama al escribir, y éste es el mayor y verdadero mal que causan los libros.

Montaigne se quejaba de que haya pocos autores: la mayoría no son sino glosadores de lo ajeno. Schopenhauer lamenta que sean tan escasos los que piensan sobre las cosas mismas: los más piensan en los libros de otros; al escribir, hacen reproducciones; otros, a su vez, reproducen lo que aquéllos han hecho, de modo que en la última copia ya no pueden reconocerse los rasgos del bello Antínoo.

Tales autores, a imitación de la deidad antigua, no pisan el suelo: andan sobre las cabezas de los hombres; que si tocaran la tierra, aprenderían a hablar.

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Del perfecto gobernante. Por Alfonso Reyes

Ya se entiende que el perfecto gobernante no era perfecto: estaba lleno de pequeños errores para que sus enemigos tuvieran donde morder. De este modo, todos vivían contentos.

El pueblo tampoco era perfecto: lleno estaba de extraños impulsos de rencor. Cada año, el gobernante entregaba a la cólera popular una víctima propiciatoria por todos los errores del año.

Había dos ministros: uno de la guerra, otro de la paz. El ministro de la guerra era muy prudente y metódico, porque en esto de declarar la guerra hay que irse con pies de plomo, y en esto de administrarla, con manos de araña. El ministro de la paz era muy impetuoso y bárbaro, a fin de dar a los pueblos ese equivalente moral de la guerra, sin el cual, durante la paz, los pueblos desfallecen.

El gobernante procuraba que todas las ruedas de su gobierno giraran sin cesar, porque el uso gasta menos que el abandono. De tiempo en tiempo, al pasar por las alcantarillas, dejaba caer algunas monedas, que luego distribuía entre los que habían bajado a buscarlas.

Un día advirtió el gobernante que los funcionarios no cumplían con eficacia sus cargos: el servicio público era para ellos cosa impuesta, ajena. Entonces dejó que los funcionarios se organizaran en juntas secretas y sociedades carbonarias, con el fin de mandarse solos.

Desde aquel día, el servicio público tuvo para los servidores del Estado todo el atractivo de un complot. Ellos encontraron en el desempeño de sus deberes los deleites de los Siete Pecados, y el pueblo prosperaba, dichoso.

 

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Un propósito. Por Alfonso Reyes

HEMOS dado algunos en suspirar por los días de la Enciclopedia, echando de menos en los escritores el estudio de ciencias definidas, y lamentando tal vez que las nociones artísticas del estilo no se contrasten siempre —oh Buffon— con la observación de las realidades metódicamente analizadas. Yo vuelvo los ojos a mi alma mater, a mi Escuela Preparatoria, orbe armonioso de conocimientos generales; tiemblo de pensar que la ciencia me deja atrás; examino con curiosidad, y casi con emoción, los libros de Einstein; discuto por las noches, con mis vecinos, para identificar esa y la otra estrella, y tengo por amigo predilecto al doctor en insectos y alimañas, Fabre, el de Aviñón, cuya lectura recomienda tanto Julien Benda, este intelectualista de ceño fruncido y mal humor.

No es aventurado pensar que en esta afición me acompañan muchos. No es aventurado esperar que el gusto por las lecturas científicas acabe por imponerse otra vez. Ya el anti- intelectualismo llegó a sus extremos. Ya el romanticismo, vuelto simbolismo y decadentismo primero, y al fin futurismo y dadaísmo, tocó sus límites, se deshizo solo, cumplió su misión providencial. Los mismos cubistas de penúltima hora representaban ya un tanteo hacia la síntesis clásica. Picasso y nuestro Diego Rivera están ya de vuelta con lo conquistado. Hemos aprendido muchas cosas y podemos tornar a la tierra natural de donde salimos. Conocemos ya muchos secretos. La magia negra del espíritu se nos ha hecho cotidiana. Como Chesterton volvió, por el camino de las audacias religiosas, a la más perfecta ortodoxia, henos otra vez, a fuerza de impulsos hacia el despeñadero subconsciente, por el camino real de la razón. La razón es lo mejor que tenemos los hombres: temblemos de nombrarla. Gustemos de conocer, de estudiar, de entender. Basta de absorberlo todo por los tentáculos del misterio. El instinto trabaja en nosotros, a pesar nuestro: no vale la pena de preocuparnos por él a toda hora. El instinto solo exige cuidados de higiene. Pero la parte racional que hay en nosotros, ésa se cae a pedazos, se cae sola, si no nos curamos de restaurarla día por día. Yo, por mi parte, vivo asqueado del abuso de sentimentalismo que me ha precedido: acabemos con ese caos blanducho, con ese cieno que hay en el fondo, con esa pereza, ese desorden . . . Cosa sagrada el sentimiento: vivimos de rodillas ante él. Pero ¿no es verdad, Jean Cocteau, soldado de la extrema izquierda de Francia, no es verdad que el arte no debe ser un perpetuo chantage sentimental? Algunos, aquí y allá, en todo el mundo, hemos comenzado a entendernos a guiños de ojos. Vamos a hacer una cruzada por lo que hay de superior en el hombre. Vamos a conquistar, a fuerza de brazo si hace falta, el respeto para las alas. Hemos dado algunos en suspirar otra vez por lo que hay en nosotros que nos acerca al ángel. Fray Luis de Granada hace decir, llorando, al abad Isidoro: “Lloro porque me avergüenzo de estar aquí comiendo manjar corruptible de bestias, habiendo sido criado para estar en compañía de ángeles y comer con ellos el mantenimiento divino.”

 

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Diálogo de mi ingenio y de mi conciencia. Por Alfonso Reyes

(Pesadilla)

ERA YO mismo; pero más esbelto y adelgazado: sutil. En el rostro estaban marcadas las rayas de la risa. Las miradas picaban como puntas agudas. La voz se atiplaba, llena de firmeza; y el andar parecía volar.

Al lado de esta extraña visión, y como arrastrado por ella, también me acercaba yo mismo; pero, esta vez, torpe y obeso, bajo, lento. La mirada perdía fijeza y se disipaba, fatigada. El rostro se hacía ancho y vulgar; gruesa y bronca el habla, honda y tenebrosísima.

Y el último y definitivo yo mismo, el que yo no veía ni casi sentía, pero que, en poridad, me explicaba las apariciones del sueño, me dijo así:

—Aquél es tu ingenio; ésta, tu conciencia. Entre ambos se reparten tu alma; y así, no es raro que en medio de las risas llores, y en mitad del llanto sonrías . . .

Iba a continuar cuando, súbitamente, y con una voz de clarín,

—Todo soy yo ímpetu —comenzó mi ingenio; y

—Toda soy yo derrota —salmodió mi conciencia, como desde abajo de la tierra.

—A mí las flores y los cascabeles —gritaba mi ingenio, danzando—; a mí las coronas y los frutos llenos de miel. A mí todos los perfumes de Arabia; a mí todo el oro de la tierra; a mí la risa varonil, la sana soledad y la vida libre de los viajeros. Por mí hay una bandera de gala en la cumbre de la Creación. Por mí pasa mi dueño horas amables; y, en la charla de los amigos y dentro de la sala abrigada, el día es igual a la noche, la noche es igual al día, y las horas arden en el hilo azul del tabaco, o se diluyen, como los terrones de azúcar, en las tazas del té.

—A mí los cardos, para mí las esquilas fúnebres —gemía, en sordina, mi conciencia—; para mí el sabor de la ceniza, y la brasa ardiente sobre los labios de la sed. A mí el amor, y las bocas que se destiñen con los besos; y los ojos fulgurantes en la oscuridad, y los relámpagos de carne desnuda, y el grito y la fiebre y los puñales. A mí todo el hierro de la tierra, y la sombra de los árboles que envenenan. A mí todo el llanto del duelo y todo el sudor de la fatiga. Para mí el mal sueño de la posada extranjera, y el rápido ensillar de los caballos y la fuga trágica en el frío del amanecer. Por mí flota una mortaja en trizas sobre la cumbre de la Creación. Por mí pasa mi dueño horas crueles; y en el diálogo eterno de los que se entienden y de los que se adivinan, el amor se enfría y apaga, mientras crece la antorcha helada de la inteligencia, que consume sin calentar.

Y mi tercer yo me dijo entonces:

—Cuando crees en la seriedad de tu vida, tu conciencia se te adelanta como un obrero que se acerca al taller, la frente estoica y con los brazos desnudos. Tu ingenio entonces, que supera en talla a tu conciencia, si ésta lo supera en vigor, tu ingenio —que es un elegante desdeñoso— se asomará sobre el hombro del pobre obrero, y le hará un guiño, una muequecilla imperceptible: bastante para que la vida te parezca al punto un hormiguero miserable, digno de aplastarlo con los pies. Mas, si te dispones a reír, tu conciencia te lo impedirá. Y así vivirás en un estropearse de tus lágrimas con tus risas —cuando no te asiles en los libros. Porque los libros son, como la libertad, el refugio de los pecadores. Y vivirás para ir satisfaciendo a cada uno de estos lobos hambrientos: tu ingenio, tu conciencia. Y ellos se disputarán el señorío de tu alma.

A este punto llegaba yo en la exégesis de mí mismo, cuando sucedió algo que, aun en la vigilia, me conmueve y me turba. Y fue notar lo que hasta entonces no había notado: que mi ingenio era un hombre, y mi conciencia era una mujer: y mi ingenio la galanteaba, y ella se le rendía, llorando. Y me sublevé y empecé a gritar:

—¡Oh, frívolo, insensato! ¿Qué sabes tú de sus lágrimas? ¿Qué entiendes tú de sus dolores? Tú que sólo eres la sonrisa del conocimiento; tú que sólo eres la opinión del espíritu sobre la materia, ¿qué engendrarás en sus entrañas fecundas? Y tú, necia, vulgar y supersticiosa, que crees en duendes y en endriagos, ¿qué sabes tú de sus sonrisas? ¿Qué entenderás tú de sus alegrías terribles? Tú que sólo eres la amargura de la voluntad; tú que sólo eres la desesperación de la materia ante el espíritu, y el rayo de duda en los ojos del barro, ¿qué aprovecharás de sus inefables semillas? Pues ¿qué imposible maridaje es éste? ¿Qué monstruo de dos cabezas ofrecéis a mi sublevado albedrío?

Pero me detuve temblando. Aquellos dos fantasmas, el varón dotado de alas y la hembra armada de cuchillo, se reproducían en numerosa prole de gnomos, que todos se parecían a mí. Cuando abrí los ojos, sobresaltado, tratando de descifrar las sombras, me llegaron todavía palabras del sueño. Y oí claramente que mi ingenio decía a mi conciencia, significando el entusiasmo ético que ella, vagamente, le despertaba:

—Tu cuello, como la torre de David, edificada para enseñamientos: mil escudos cuelgan de ella: todos de valientes. (Cant. Cant. IV, 4.)

Y que mi conciencia requebraba a mi ingenio, significando la borrachera vital que él, vagamente, le infundía:

—Tus ojos, bermejos del vino; tus dientes, blancos de leche. (Cant. Cant. XLIX, 12.) *

 

 

* En la “Carta a dos amigos”, recogida en alguna serie de mis Simpatías y diferencias, me atreví a observar que esta pagina juvenil anuncia, por caminos independientes, la parábola de Paul Claudel Animus et anima, primeramente publicada en la Nouvelle Revise Française, París, octubre de 1925. (Referencia a Lucrecio, a la Psychomachia de Prudencio, y a Jung.)

 

 

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