Cosas del tiempo. Por Alfonso Reyes

SAN PASCUAL BAILÓN, hijo de campesinos, pastor, mandadero y lego de conventos, fraile franciscano, mensajero de su orden por tierra de hugonotes —que sufrió, a la ida y a la vuelta entre España y Francia, males y persecuciones sin cuento—, gran ayunador, alma y cuerpo de roble para sufrir mortificaciones y penitencias, nació el 17 de mayo de 1592 (le he dedicado por ahí, como a mi patrono, una “estampa popular” en romance), y fue canonizado 70 años más tarde. No sé dónde se le pegó un motivo folklórico que lo emparienta en la tradición de Rip van Winkle y de los milagros contados por don Alfonso el Sabio, motivo que, desde luego, no consta en las hagiografías oficiales.

La leyenda lo hace cocinero en un convento de religiosas. Yo lo he oído invocar por viejas guisanderas a la hora de encender el brasero:

San Pascual Bailón,

baila en mi fogón.

Y dice, además, la leyenda —no se agravie la historia—que salió un día al jardín del convento para tirar el agua en que había lavado los trastos, oyó cantar un pajarito, se detuvo —extasiado— a oírlo, y cuando volvió al convento lo encontró mudado en cuartel; preguntó, asombrado: «¿Y el convento? ¿Y las monjas?” —“Sí —le contestaron—. Hace un siglo hubo aquí un convento de monjas.” ¡El santo se había pasado cien años, en unos minutos, oyendo cantar al Pajarito de la Gloria!

La interpretación físico-matemática del caso no es hoy difícil, hoy que conocemos las travesuras del tiempo. Uno de los Breviarios recién publicados por el Fondo de Cultura Económica (La física del siglo xx, por Pascual Jordan, excelente obra de vulgarización) expone así, con nitidez, un ejemplo de Einstein sobre la “relatividad de lo simultáneo”:

Supongamos un navío aéreo que marcha a una velocidad enorme, casi equivalente a la de la luz (300 000 kilómetros por segundo). Supongamos también que su tripulación vuelve a la Tierra después de un año de viajar a tal velocidad algo menor que la luz (exactamente, 0.05% menos). Los relojes de los tripulantes han marcado, dentro del navío aéreo, justamente un año de tiempo, las provisiones para el año se han agotado; los cabellos han encanecido según las penalidades de un viaje de un año por los espacios estelares. Pero he aquí que, llegados a la Tierra, los tripulantes se encuentran con que, en ese tiempo, la especie humana ha envejecido ¡en cien años!

¿Será que, de modo parecido, y con una velocidad todavía mayor, San Pascual, en su éxtasis, fue transportado por los ángeles? Y que la velocidad angélica sea mucho mayor que la velocidad de la luz lo damos por admitido.

Resulta que, cuando hablamos del tiempo, hablamos de muchas cosas distintas, y hay que entenderse previamente. Hay el tiempo que define Bergson y que en castellano correcto, aunque anticuado, pudiéramos decir “la durada real”: sentimiento del fluir, conciencia del constante tránsito en cuyo fondo Heidegger ve agitarse la nada, música sin melodía o melodía sin música. Hay el tiempo físico de los relojes, que ahora se entiende implícito en el espacio inseparable de él, de donde la “relatividad” y las varias soluciones propuestas para explicar cómo es que Aquiles da alcance a la tortuga, aunque ésta, en la proyección estática del suelo, le llevaba de ventaja diez metros, un metro, un centímetro, un milímetro, un diezmilímetro, etcétera. Hay el tiempo psicológico de que dice Jorge Manrique “¡cuán presto se va el placer!” y que a la inversa hace sentir a Oscar Wilde el sufrimiento como “un momento muy largo”, o que hace encanecer de dolor a María Antonieta en una noche, y del que cantaba Baudelaire: “¡Tengo más recuerdos que si tuviera mil años!” Todo ello, concepto métrico de las cargas emocionales. Hay ese tiempo biológico de laboratorio, que permite sospechar el compás de una vida y su duración por lo que tarda en cicatrizar un rasguño, etc., etc. ¿Y por qué no el sentimiento romántico del tiempo?

A la luz de un relámpago nacimos

y aún dura su fulgor cuando expiramos.

Donde cae la queja de Teofrasto moribundo, y de tantos otros: ¿Por qué dio la naturaleza tan larga vida a ciertos brutos, que no saben cómo emplearla, y a nosotros nos interrumpe en lo mejor del trabajo y el estudio? Lo que el adagio antiguo compendia en aquella moneda hipocrática tan bien acuñada: Ars longa, vita brevis.

Y todavía J. W. Dunne —un ingeniero militar que entretiene con filosofía matemática los ocios de la guarnición— viene a inquietarnos con la ocurrencia de que el porvenir no está por venir, que ahí está esperándonos de toda eternidad, y que somos nosotros quienes caminamos hacia él como por una carretera. En su libro Un experimento con el Tiempo, que ignoro si se ha traducido del inglés, se gasta confianzas con el tiempo, pretende pulverizar a Bergson, y deshacer con dos o tres fórmulas algebraicas la teoría de la evolución creadora, del tiempo henchido de novedades, y viene a decir —casi textualmente- que los sueños premonitorios (o proféticos) no son otra cosa que “recuerdos del porvenir”, adulterados y refractados en el durmiente, como se adulteran y refractan las imágenes de los hechos pasados.

Aún falta quien nos venga a decir que el tiempo vital es reversible, como las cintas cinematográficas en que el nadador sale de pies por el agua y sube fantásticamente hasta el trampolín; o como en El recién nacido de Becerro de Bengoa, donde un sabio de ochenta y cinco años, más afortunado que el doctor Alexis Carrel, acierta con el método para prolongar la vida; pero le hicieron la operación al revés, y comenzó a decrecer en años y murió de niño de teta. Por cierto que, al final del cuento, el propio cuentista se encuentra a bordo de un tren que desanda el camino. Y horrorizado por la historia que nos acaba de narrar, entabla este diálogo con un pasajero:

—Pues, señor, volvemos atrás!
—¡Volverá usted! . . . ¡Yo no vuelvo atrás nunca! El tren vuelve, nuestros cuerpos parece que vuelven también; pero, señor mío, nuestras vidas siguen marchando hacia adelante, y no retroceden nunca. ¿Está usted?

Pero tomemos en serio al tiempo, y sea por la fase que mejor se deja aprehender: no la naturaleza filosófica ni el concepto del tiempo, sino el tiempo práctico, el que mide la ciencia, el que sirve para medir la historia, el de los relojes y los calendarios.

No siempre se lo entendió como un flujo continuo. La idea de la continuidad del tiempo es una idea muy elaborada, tras varios siglos de titubeos en la mente del primitivo. Y de ello quedan residuos. Porque ¿habrá cosa más natural para el labriego que medir el tiempo por cosechas? Me aseguran que el campesino sueco suele aún medir el tiempo por las cosechas de centeno o de patata. De la joven se dice que cuenta veinte primaveras; del viejo, que suma ochenta inviernos. La sucesión de los días y las noches, el periodo de las fases lunares, todos los ritmos naturales y biológicos parece que inclinan a la concepción del “tiempo discontinuo”, como dicen hoy los investigadores; y el tic-tac del segundero traslada el latido del corazón. Las noches parecen ser las pausas, y los días el tiempo verdadero. Los griegos midieron lo que hoy llamamos las veinticuatro horas comenzando por la noche, y todavía la palabra inglesa fortnight es abreviatura de forteen nights, catorce noches o quince días.

Luego vino el año luni-solar, conflicto del principio tenido por femenino y del principio tenido por masculino, con que lucharon los babilonios, y que resolvieron insertando meses irregulares. Y los griegos, con ser tan audaces, nunca lograron desterrar del todo a la caprichosa luna de su calendario de Olimpíadas, ni ajustar del todo su calendario a las necesidades sociales. Los romanos, en el trato corriente, preferían contar por cónsules. Los egipcios lograron superar la imagen de los hitos creados por las inundaciones periódicas del Nilo, y dieron con el año estelar —primero de 360 y al fin de 365 días—, base de los sistemas futuros. Todavía Hesíodo, hacia el siglo VIII a.c., comienza su año agrícola con la reaparición de las pléyades en mayo. Paulatinamente se llegó al calendario gregoriano, y el Venerable Beda —un anglosajón que escribía en latín por los siglos VII y VIII de nuestra era— impuso la partición de la historia en “antes de Cristo” y “después de Cristo” (si es que no se hizo en España). El mes nació de la luna, pero se perfeccionó con las prácticas religiosas y sociales, que engendraron paulatinamente la semana. El día de los relojes solares, estelares y acuáticos se encerró en el reloj mecánico. Las divisiones del día se redujeron a las horas, las horas a los minutos, los minutos a los segundos, y así en una partición infinita.

Y hoy —según la repetida frase de un filósofo que, por llevado y traído, no me da la gana de citar— la humanidad se nos representa como un hombre inmenso que adelanta sin pausa por las continuas avenidas del tiempo. Y cada uno se ve a sí mismo como si arrastrara un inmenso caudal de tiempo (los “gusanos de cuatro dimensiones” que decía Proust: tres del espacio y uno del tiempo), o mejor aún, devorado lentamente por el monstruo invisible, como en el soneto de Góngora, puesto que nacer es empezar a morir:

Mal te perdonarán a ti las horas,

las horas que limando están los días,

los días que royendo están los años.

Clara imagen del tiempo, entendido como la corriente de un río, aquel viejo romance anónimo:

Yo soy Duero,

que todas las aguas bebo…

Los niños dijeron taita

y los llaman taita a ellos;

las niñas mamaron leche,

y ya crían hijos tiernos;

los gallos fueron pollitos,

y los pollos fueron huevos.

Yo soy Duero,

que todas las aguas bebo.

Pero la discontinuidad se ha deslizado en la evolución biológica con las “mutaciones súbitas”, y en la estructura de la materia con los misteriosos “cuantos”, ojos del cedazo de la nada en que está bordada toda sustancia. ¿Y si la discontinuidad se entromete un día con el tiempo, ya no en el candoroso sentido de los primitivos, sino en la estructura misma de la cadena? ¿Y qué, si el tiempo se ataja sin decir: “agua va”? ¡Ay, señor, en estos días de la desintegración atómica—casi la aniquilación de la mónada leibniziana—, todo, todo puede suceder!

IV-1950

Alfonso Reyes, «Cosas del tiempo», Obras completas XXIIFondo de Cultura Económica, México, 1989, pp. 125-129.

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