El camino de la moral. Por Alfonso Reyes

ESTOS Deberes de Cicerón,* límpida versión de Millares Carlo, límpida edición que cuidó Giner de los Ríos —un tomito que acomoda bien en la mano del estudiante y, sobre todo, de la estudiante, en quien siempre conviene pensar cuando se trata de la Facultad de San Cosme—, nos traen a la mente, como tan a punto lo explica García Bacca en su prólogo, la transición de las ideas morales en lo que va de Grecia a Roma.

Sin repetir una vez más cuanto aquí aprendemos, espumando apenas el manjar, apenas hojeando el tomo al capricho de la plegadera, se nos ocurre, de golpe, un contraste nítido: el contraste entre la política y la moral. Pero antes, para entendernos, acomodemos un poco el mundo. Pues ¿qué fue Grecia, qué fue Roma? Y, de paso, y sin remedio —a riesgo de no poder continuar con la historia humana—, ¿qué fue Israel? Estas tres interrogaciones se imponen a todo espíritu filosófico, es decir, cuidadoso de los orígenes.

Grecia nos permite apreciar, como en el centro del huevo divino, los primeros latidos de la evolución. Cuanto sirve de honor y de ornamento a la especie, de allá nos viene. El cuadro de su cultura es completo en todas sus partes, aunque admite ser indefinidamente ensanchado. Todo progreso consistirá en desarrollar el programa, las intenciones que Grecia nos dejó como en muestras. Pero esta cultura admirable tiene una laguna, y la laguna es inmensa: no amó suficientemente a los humildes ni experimentó la necesidad imperiosa de un Dios justo.

Y aquí es donde este concierto de liras —o de flautas, según que sea Apolo o Dionysos— se interrumpe de pronto, y se oye venir la charanga de las cornetas judías, largos alaridos de reivindicación y dolor. Toda política racional, tipo griego, deberá contar, en adelante, con este rumor de sobresaltos. Y aun nuestros socialistas, sin saberlo ellos mismos, no son más que unos herederos de los profetas.

En cuanto a Roma, para ella el laurel del triunfo. Antes de la Iglesia, no se vio igual prueba sobre la solidez de las instituciones humanas. Roma, gracias a verdaderos prodigios de virtud cívica, inventó la fuerza. Y la fuerza, en definitiva, vino a difundir por el mundo la obra de Grecia y de Israel, la obra de la civilización.

Grecia había arreglado su ajedrez en el tablero de los Estados-Ciudades. Los grandes imperios de ayer —egipcios y babilonios, hetitas y persas— eran monstruosidades bárbaras, como los de hoy, engendros del grosero apetito. La patria medida a la planta humana, abarcable a los ojos

(que, a tanta vista, el Líbico desnudo

registra el campo de su adarga breve);

la nación casera y diminuta, captable a los modestos sentidos, de tal suerte acomodaban al hombre, que éste no tenía, casi, necesidad de hogar: vivía en calles, plazas, mercados y embarcaderos. Casi no tenía intimidad, sino solamente sociedad. En suma, que la moral se le volvía política. Y esto a tal grado, que aun le era soportable, a modo de fiesta municipal, la religión cívica y olímpica, en que sólo a medias creía.

Pero he aquí que Alejandro, más audaz que su maestro Aristóteles, concibió, un día, un mundo unificado, híbrido de helenos y bárbaros, todo igual para los iguales, un imperio universal del hombre, una homónoia. La Grecia alejandrina, esta Grecia ya en expansión, no tuvo tiempo de realizar tal sueño. Lo heredaría Roma, para encarnarlo un día en el portento histórico de la Pax Augusta. Entre tanto, y en el paso de la economía doméstica y a corto alcance hacia la economía perpetua y sin fronteras, el alma humana naufragaba.

Los estoicos redoblaban en vano sus persuasiones de orden puramente intelectual. (¡Los griegos se volvieron locos con la razón!) Inútilmente redoblaban sus promesas los mesianismos mediterráneos, las creencias en dioses que atraviesan la muerte, los asiatizados “misterios” y otras místicas aventureras, las cuales pronto dejarían el paso libre al único misterio que estaba llamado a perdurar, el misterio cristiano. Por lo pronto, el ciudadano del mundo (que no ya de la graciosa Ciudad) se sentía un desterrado del mundo.

Y entonces, en su afán de devolver al hombre la confianza perdida, la moral, como también los nuevos intentos religiosos, se encaminaron hacia la intimidad de la persona. La moral perdió en ganga política lo que ganó en moral pura. Como la razón la tenía ya algo decepcionada, la mente buscaba consuelos, primero en los sentidos, y pronto, en los vahos espirituales que vienen aún de más hondo. Tal es, después de Aristóteles y hasta el día del neoplatonismo, involuntario precursor de la Iglesia, el declive de las doctrinas. El bien ya no está hecho tan sólo de conocimiento, como en los días candorosos de Sócrates. Y Cicerón, ecuestre romano acrisolado al fuego del Pórtico igual que al fuego de la Academia, recoge de pronto, para edificación de su hijo, el trazo movedizo y cambiante que va asumiendo la figura del bien. En la posada siguiente hay ya un establo. Lo ilumina suavemente una antorcha que se llama la Caridad.

Alfonso Reyes, «El camino de la moral», Ancorajes, Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 88-90

* Cicerón, De los Deberes, El Colegio de México, 1945 (Colección de Textos Clásicos de Filosofía).

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