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Carta a la juventud de Colombia. Por José Vasconcelos

Dirigida a Germán Arciniégas

Muy estimado señor y amigo:

He recibido su carta de abril último, en que me comunica la próxima celebración de un Congreso de la juventud colombiana, y me pide algunas palabras para tal ocasión. Su carta me ha conmovido no sólo porque me han recordado ustedes, sino porque los hijos de esta época, batalladora, sentimos a menudo la necesidad de descansar el anhelo en quienes nos han de reemplazar mañana. Viendo tan corto lo que hoy se alcanza, nos consuela mirar hacia los que pueden empujar el ideal, así que nosotros caigamos vencidos. Nadie puede explicar qué es lo que vienen a hacer sobre esta tierra maldita, los millares de seres que nacen a diario para padecer y morir sin dejar huella. Las teorías de la vida como redención parecían irrefutables cuando el pensamiento se encerraba en la tribu y se creía que el ciclo de la existencia planetaria abarcaba unos cuantos siglos, desde el Génesis hasta el juicio final; pero de entonces a la fecha, el espíritu humano ha creado otra Biblia en el conocimiento científico, fundado en el raciocinio, la observación y la experiencia, fuentes también divinas de sabiduría, y esta nueva Biblia nos habla de un planeta que ha tardado miles, acaso millones de años, en constituirse y de una sucesión de especies y de seres, entre los cuales aparecemos nosotros como un instante asombroso, que fulgura brevemente para rodar en el abismo dé los milenios. Ante esta concepción absurda y vasta, ¿qué hemos de hacer sino aprovechar nuestro instante para ensancharlo en toda la plenitud de los tiempos; para prolongarlo, ya que es tan Corto en toda la extensión infinita?

Todos vemos, unos confusamente, otros con clarividencia, que somos arrastrados por una corriente sombría que se ilumina a ratos con fulgor, como de intuición divina. Lograr estos instantes de iluminación, en que adivinamos una manera de escapar del ciclo absurdo, tal es la potencialidad más alta de nuestra naturaleza y el fin supremo de la vida. Pero si hemos de ejercitar nuestra conciencia, ya sea para este objeto o para otro cualquiera, es necesario romper la modorra del cuerpo y la estupidez del ambiente. Para que el cuerpo no moleste se le satisface; para que el trabajo no robe toda nuestra energía, se perfecciona nuestro dominio sobre la naturaleza, obligándola a que rinda frutos con poco esfuerzo; y para que la vida social se convierta en una colaboradora del espíritu, hay que reformarla a base de franqueza y de justicia, franqueza que descubre la realidad hasta lo más recóndito y justicia derivada, no de las leyes que son fruto de las argucias de la mente, sino de la ley superior del corazón. De esta suerte, produciendo riqueza con el trabajo y repartiendo los bienes con equidad, se logrará que todos puedan dar su mendrugo al cuerpo, sin necesidad de vender el tesoro mayor del alma, que es el tiempo. La maldición de la vida colectiva resulta del contraste de la pereza de los que no trabajan, y la esclavitud de los que trabajan tanto, que el trabajo material les consume la capacidad de la meditación y la alegría. Este es el estado de barbarie en que el mundo ha vivido hasta la fecha, pero precisamente se caracteriza nuestra época por un anhelo de redención universal y de dicha para todos, sin hipocresías y sin simulaciones. Desde que Tolstoi acabó con el mito del genio como caudillo, ya no buscan los pueblos ídolos que ensalzar, sino injusticia que corregir. El Quijote triunfa en el mundo; pero ha aprendido mucho en estos siglos de fracasos, y ahora ya no es el loco que mueve a risa, sino el caballero de la fuerza, al servicio de la generosidad y de la inteligencia. El genio para nosotros no es el que arrebata para sí gloria o poder, sino el que derrocha saber o energía. Y nuestra época toda, quiere que sea universal, todo lo que ha sido exclusivo: la dicha, el saber, el poder… Queremos, además, que lo excelso se cumpla no sólo allá arriba, sino también aquí abajo, y tachamos de impostor a todo el que levanta, impotente, las manos al cielo, en vez de usar los puños para corregir la injusticia… ¿Pero dónde va a estar el centro de esta palingenesia próxima, a la vez humana y divina?…

Los europeos, con el pretexto de ambiciones nacionalistas, pero en realidad porque se han reproducido con exceso, seguirán destrozándose hasta que las matanzas y la emigración descongestionen de habitantes una tierra que llegó a dar más bocas que panes. Víctimas de una organización errada, no podrán enseñarnos; se limitarán a invadirnos, proporcionándonos la savia de una humanidad nueva. La mezcla libre de razas y culturas, reproducirá en mayor escala y con mejores elementos. el ensayo de universalismo que fracasó en Norteamérica.

Allí fracasó porque se volvió norteamericanismo; aquí puede salvarse si la ductibilidad y la fuerza ibéricas ponen la base de un tipo realmente universal. La conciencia de esta misión late en todos los pueblos de la América Latina. y da impulso al latinoamericanismo contemporáneo. Un moderno latinoamericanismo distinto del de Bolívar, porque el de entonces era un sueño político, en tanto que el de ahora es étnico. Bolívar quería una Liga de Naciones Americanas, que no excluía a los Estados Unidos del Norte. Nosotros queremos la unión de los pueblos ibéricos, sin excluir a España y comprendiendo expresamente al Brasil; y tenemos que excluir a los Estados Unidos, no por odio, sino porque ellos representan otra expresión de la historia humana. Bolívar interpretando en grande las ideas de su tiempo, quiso una Liga de Naciones Americanas, capaz de garantizar la libertad de todo el mundo.

Esto mismo volvió a expresarlo, con menos grandeza, cien años más tarde, el doctrinarismo mediocre de Wodrow Wilson; cuando excitaba a las naciones americanas, para que participasen en la guerra europea, con el fin de garantizar la «democracia en el mundo». A Bolívar no se le oyó porque no había llegado la hora; pero su ideal renace más preciso y más fuerte. A Wilson no se le escuchó porque los países ibéricos saben lo que es la democracia en el país del dólar; y tienen su propio ideal no meramente político, sino más bien místico, de dar expresión a cada raza conforme a su misión y su temperamento. Dentro del más generoso internacionalismo y reconociendo lealmente la universal capacidad de los hombres, queremos, sin embargo, que los pueblos no sean despojados de sus caracteres espirituales propios, porque cada uno de ellos es como un camino distinto para la revelación de lo divino, y nadie tiene derecho de suprimir uno solo de esos caminos. Creemos que es más importante para una raza, conservar su idiosincrasia que su territorio, y por eso exigimos la emancipación espiritual por encima de la política. En este punto, Bolívar no podía pensar como nosotros; acababa de sacudir el yugo español, y llevado de un exceso natural de sentimiento, se inclinaba a simpatizar con el inglés, el ancestral enemigo de España y de la raza española; en cambio, ahora sentimos que vuelve a ser nuestro enemigo el que lo sea de España. Este retorno al sentido común ha sido muy lento, a tal grado, que todavía algunos pueblos de nuestro Continente, se ufanan de guerreros de la independencia que eran irlandeses o escoceses. héroes y todo, pero al fin súbditos británicos, que peleaban de paso por el país americano, pero en realidad por atavismo de estirpe y porque liberando a la América Española, se debilitaba a España y se agrandaba Inglaterra. La confusión de sentimientos no tiene nada de extraño, pues mal podemos depurar la historia, cuando nuestras mismas ideas no han estado enteramente claras.

A raíz de nuestra independencia nos salieron tutores, y la presión mental de Francia sirvió, como ha servido casi siempre, en la historia, para debilitar a los latinos y asegurar el triunfo de los ingleses. El nacionalismo francés, torpemente imitado, nos llevó a constituir patrias ajenas, unas de otros, y sin darnos cuenta, reemplazamos todo lo que tiene de más firme un pueblo, su tradición noble, sus parentescos raciales, su unidad histórica, por la vana palabrería importada con etiquetas extrañas. Así nos disgregamos, hipnotizados con la primer tontería llegada de París, y todo esto lo hacíamos mientras la raza sajona, llevada de un sabio instinto, se organizaba para constituir el «english speaking world» contemporáneo, dominador del planeta. El intento de conquista hecho por los ingleses en la Argentina y las usurpaciones de territorios consumados en Venezuela, en México, etc., sirvieron para, recordarnos el peligro. Los cinco o seis mil ingleses aniquilados totalmente en Buenos Aires, nos hicieron ver que la patria no es un solo territorio y la libertad política, sino también, y principalmente, la estirpe, es decir, el tipo de cultura a que cada pueblo pertenece. La mera nacionalidad se forja en papeles;  la estirpe la constituye la vida. La creación de las nacionalidades latinoamericanas fue obra de la política. La creación de las nacionalidades latinoamericanas fué un caso de suicidio colectivo. Bolívar lo comprendió, y para evitarlo empleó todos los recursos de su enorme ingenio; sin embargo, el egoísmo, las barreras naturales y el interés de las potencias extrañas fueron más fuertes. El interés de Inglaterra prefirió veinte clientes a uno solo. La vanidad de Francia no podía ver bien un gran pueblo delante del cual hubiera parecido la maestra un poco ridícula, pero consintió en mostrar cierta desdeñosa condescendencia, para los veinte discípulos, como nosotros mismos dimos en llamarnos. Nos IIegó todo lo extraño; los ingleses se apoderaron de nuestros mercados, regalándonos teorías conforme a las cuales ellos son la raza superior y nosotros unos mestizos, capaces tal vez de aprender, pero mediante la obediencia y la imitación. Los franceses nos llenaron de cosas bonitas y llegaban a la Argentina para decir que aquél era el mejor país de la América, porque se hallaba más cerca culturalmente de Francia, y en seguida permitían que el peruano se afrancesara, como discípulo prediilecto, para gloriarse a renglón seguido, de que todavía era más francés el Brasil; y todos estábamos de acuerdo en que… el cerebro del mundo estaba en París. Los franceses, en cambio, opinaban concordes que el latinoamericano era un infeliz. Y tenían razón; entregamos las riquezas y entregamos el alma, y como buenos descastados no hacíamos otra cosa que injuriar a España, ensoberbecidos de nuestros amos nuevos, porque amos fueron hasta en la protección o tolerancia que siempre prestaron a los déspotas que sabían favorecer sus intereses. Contémplese la Venezuela de hoy, feudo del último y más monstruoso de los tiranos, protegido de las compañías extranjeras que explotan el país, y se verá como en un espejo lo que en distintas épocas fueron la Argentina, el Ecuador, Guatemala y México. Nuestra independencia estuvo en el papel, y nuestro decoro en el fango. Países de opereta trágica; razas bastardas, hemos sido los simios del mundo, porque habiendo renegado de casi todo lo propio, nos pusimos a imitar sin fe y sin esperanza de crear. La guerra sostenida por Juárez contra los franceses inicia la confusión en México; otros países más afortunados se han ido regenerando por el esfuerzo ordenado de su propio desarrollo, y hemos llegado, por fin, al período decisivo en que vivimos, para escuchar que de uno a otro confín surge renovado el concepto boliviano, pero ahora mucho más profundo, porque ya no busca la liga política para fines abstractos, sino la integración de una raza, que llega al instante de su misión universal. ¡Dichosa la juventud latinoamericana que llega a la vida cuando se sientan las bases de un nuevo período de la historia del mundo!

iPero cómo va a necesitar tesón y clarividencia para que no la ciegue el torbellino de los sucesos y para que los venidos de fuera no la desplacen de su papel interpretativo del aporte ajeno y unificador de la creación humana! Necesita sanear el ambiente para que la vida nueva se desarrolle vigorosa y libre. Necesita implantar la justicia para que no se produzca aquí una nueva barbarie, sino una verdadera civilización.

Los que sólo ven hacia atrás, los que transigen con la injusticia y con la mentira no podrán manejar el material humano que va a desbordarse sobre nosotros. Si la juventud no conquista el heroísmo que los tiempos reclaman, los recién venidos nos quitarán el papel de directores para hacer una cultura híbrida. La harán ellos si no la improvisamos nosotros; pero ellos pasarán años en adaptarse al nuevo ambiente y entretanto la civilización languidecerá o quedará destruída. En cambio, si la juventud de estos instantes toma sobre sus hombros la misión varonil, la victoria humana será gloriosa y rápida. Los extranjeros vendrán y quizás, no en son de conquista; los trataremos bien, porque son de noble sustancia humana y porque el abuso y la deslealtad no traen sino disolución y fracaso. Fraternalmente mejoraremos lo que se ha hecho antes, y el mundo se beneficiará con nuestro triunfo, y seremos la primera raza universal.

Confío mucho en ustedes, porque hay en Colombia un rancio espíritu casteIlano que obrará prodigios. El afán con que ustedes han cuidado la pureza del idioma es una garantía de que poseen ese orgullo propio sólo de las razas creadoras. Todo extranjerismo es fecundo si se le depura y organiza dentro del molde nativo, como lo hace el inglés y como lo hacía el español cuando era fuerte; en cambio, no hay caso más lamentable que el de toda nuestra América Española, empeñada durante un siglo en afrancesarse y anglicanizarse, como si no hubiera en nuestra propia sangre materia capaz de redención y de esplendor. No es copiando modas y costumbres extrañas como se puede regenerar una raza. sino cortando de raíz los abusos que son la causa de nuestro atraso; la pereza y el prejuicio, el abuso económico y político. Por eso los jóvenes deben exigir mucho y tercamente. La inercia social recorta y aplana bastante todos los ideales, para que ya desde que nacen salgan envilecidos por la conveniencia, y amenguados por una falsa prudencia. Hay en el entusiasmo eficaz una especie de cálculo instintivo que nos Ileva a pedir mucho para lograr aunque sea un poco. Reflexione la juventud, que no es sólo haciendo discursos, como se reforma el mundo, sino preparándose para llevar a la práctica todas las ideas que a nosotros nos parezcan buenas aunque el resto de la sociedad las repruebe. La sociedad en que se vive, generalmente, representa lo que ya ha pasado: el espíritu, en cambio, vive en perpetuo mañana; su intención de conjunto nos hace ser hombre antiguo y hombre moderno, rejuvenecedor del presente y visionario del porvenir. Sólo rompiendo abiertamente con el medio contemporáneo podremos alcanzar progreso.

Los prejuicios sociales y la mala distribución de la riqueza hacen que entre nosotros no exista civilización. En México. en la Argentina y en Chile, unas cuantas familias son dueñas de todas las tierras, y no la cultivan sino en parte y mantienen a sus colonos o arrendatarios en estado de vasallaje feudal. Probablemente lo mismo pasa en Colombia y Perú y en todas partes. Hay que dividir la tierra para que todos tengan patria. El progreso demanda que se desenvaine la espada de Cristo contra todos los enemigos del bienestar general en los hombres. Y la juventud está en el deber de proclamarse aliada de Cristo. Para los jóvenes no puede haber dos partidos: para los jóvenes no hay más que un partido: el avanzado. Los jóvenes que no sienten el impulso de la reivindicación generosa e inmediata no fundan patria ni conquistan gloria. Si son mediocres podrán gozar del mundo, pero llegarán al cielo sin una noble angustia, sin un ideal hecho pedazos. Nada importa, pues, el éxito inmediato; los tiempos son de lucha y los jóvenes colombianos no están solos en la cruzada moderna. Yo he visto la multitud estudiantil argentina en el Plata y en Córdoba, proclamando libertad y justicia. Yo he oído los gritos ásperos, de noble afán contenido, de la juventud chilena; y los brasileños y los mexicanos, todos estamos unidos en el mismo empeño de mejorar la condición humana, y el día que todos esos propósitos en manos de ustedes se vuelvan acción, el pasado se derrumbará para siempre.

Quedo de usted afectísimo amigo y atento seguro servidor…

José Vasconcelos

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Siete maestros: la huella de una generación

Entre la paz y progreso del porfirismo y el fragor de la Revolución surgieron dos generaciones de mexicanos excepcionales, encabezados por Alfonso Caso, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Vicente Lombardo, Daniel Cosio Villegas y Manuel Gómez Morín. Su ánimo de «hacer algo» por México los llevó a crear instituciones como la Secretaría de Educación Pública o el Banco de México; lo que no les impidió convertirse en duros críticos del régimen de la Revolución y en oposición política. En más de un sentido, el México de hoy sería inexplicable sin la aportación de estos siete maestros.

Realización: Juan Prieto Molina
Investigación: Lucía Beltrán
Guión: Lucía Beltrán y Edgar Rojano
Duración: 45 min.  Año: 2004