Del juego a la economía. Por Alfonso Reyes

I

LA MATEMÁTICA, la física, la química —las que provisionalmente suelen llamarse “ciencias exactas”— nos han cegado durante los dos últimos siglos con una serie de relámpagos. Las pobres ciencias humanas, las ciencias sociales o como se las quiera llamar, pudieron decirse, a su turno,

que el que a buen árbol se arri-

buena sombra le cobi-.

Y quisieron adoptar los métodos de las disciplinas experimentales, sin ver que no les convenían. El resultado es que se han quedado atrás o marcan el paso sin adelantar un palmo siquiera. Calculamos al centésimo de segundo el eclipse de un satélite de Júpiter, pero no sabemos evitar una guerra, una revolución, una huelga, un alza de los precios, mucho menos un desconcierto moral como el que causa hoy el acelerado progreso técnico, cuyo efecto más inmediato es el derrumbar tradiciones, sin tener prontos otros nuevos pilares para sostener el techo amenazado.

Y, como en la ocurrencia de Heine, el Golem, el Hombre Artificial de los cuentos, corre desesperadamente detrás de su ingeniero y creador, pidiéndole a gritos: “¡Dame un alma!” La máquina se va de las manos y, en su inconsciencia, empieza a matar a los hombres que la inventaron. La máquina padece ya delicadezas, fatigas y exacerbaciones nerviosas, según la Cibernética del doctor Wiener nos lo acaba de revelar. El Robot, fantasma inhumano, quiere alardear de prójimo nuestro, mientras nos asesta un golpe fatal. La bomba atómica y la bomba de hidrógeno calientan sus malas intenciones, preparándose a obrar por su cuenta y riesgo, sin contar con la ética ni otras antiguallas, que fueron antaño el orgullo de nuestra especie.

De tiempo en tiempo, la intromisión impertinente del método ajeno alcanza extremos irritables, como en la “sociología matemática” de Volterra, odiosa reducción de las evoluciones humanas al automatismo de la materia; como en los ingeniosos esquemas de Wilfredo Pareto, a quien ya tachó Benedetto Croce de entregarse a la metafísica inconsciente, para que ésta metamorfosee la teleología en mecánica. De tiempo en tiempo también, los verdaderos hombres de ciencia aciertan a rectificar la postura y —ya que no resuelvan con reactivos científicos el nunca reducible misterio humano—, al menos, consiguen aislar y limitar tal misterio, acotar su terreno auténtico para evitar nuevas invasiones.

Entonces, tras de proceder al apeo y deslinde, plantan en la zona peligrosa unos letreros que dicen: “Propiedad privada del hombre. El método experimental abandone aquí toda esperanza. Las mismas nociones de causa y continuidad procedan con extrema cautela, porque la complejidad y velocidad de los fenómenos las dejan aquí en trance de casi completa esterilidad para toda aplicación práctica.”

Es posible que estos hombres de ciencia —Vendryès en su Vida y probabilidad, 1943, o Von Neumann y Morgenstern en su Teoría de los juegos y la conducta económica, 1944— se figuren haber hecho algo más, cuando apenas han emprendido una retirada estratégica. Pues ¿qué hemos ganado como fruto de sus arduas investigaciones? Hemos ganado el trazar, con precisión científica, una frontera, un cerco, en torno a los fenómenos que la ciencia no podrá nunca asimilar. Hemos accedido a un abandono científico de las pretensiones de la ciencia. Es una rendición honorable, nada más, pero es ya un progreso, y muy preferible, en todo caso, a la mentida ilusión de la victoria.

Pero ¿cuántos años, cuántos lustros tardarán todavía estas nociones en obtener el pasaporte que les dé ingreso a las aulas y a las enseñanzas oficiales?

II

La matemática clásica —Egipto, Grecia y los árabes— es el lenguaje de lo determinado. El cálculo de probabilidades —apenas nacido con Pascal— es el lenguaje de lo aleatorio. Pero he aquí que entre lo determinado y lo aleatorio se extiende un “terreno de nadie”. Von Neumann y Morgenstern —los austrohúngaros de Princeton, matemático uno y economista el otro— proponen llamarlo el terreno de “lo condicionado”.

Lo condicionado no es analizable ni explicable conforme a matemáticas clásicas ni conforme al cálculo pascaliano. Los dos profesores de Princeton tienen que inventar para el caso una nueva simbología, un nuevo aparato lógico. Tal es el objeto de su libro, llamado a consecuencias trascendentales y comparable en este orden a los Principia Mathematica de Russell y Whitehead, la más revolucionaria obra de nuestro tiempo.

Para dar un ligero gusto nos asomaremos al enigma por su fase más accesible. Sea un juego infantil de cartas, el juego de “las batallas”, según el modo más elemental de jugarlo. Se reparte toda la baraja entre los jugadores. Cada jugador tira su carta. Va ganando las puestas, a cada turno, el que tiró la carta mayor, y al final se cuentan los paquetes. Gana el que ha juntado más cartas. Éste es el juego de “las batallas”. La matemática clásica y el cálculo de probabilidades lo captan, lo interpretan, se lo llevan a su reinado. Todo se movió entre linderos bien conocidos: lo aleatorio, antes de la distribución de las cartas; lo determinado, una vez hecha la distribución.

Pero ¿y si es el juego del bridge, si es el juego del poker?Aquí de lo imprevisible, aquí de la iniciativa personal, del impulso y el discernimiento propios. Ríndanse compases y tablas. Hemos invadido el terreno de lo condicionado, ni determinado ni aleatorio.

Para este juego reservan los profesores de Princeton el nombre de “juego estratégico”. Y, según ellos, los principios del juego estratégico son exactamente —y no por mera analogía— los mismos principios que rigen la conducta económica. En rigor, los mismos que rigen la conducta del militar, del gobernante, del jefe de empresas industriales y comerciales.

La simbología matemática de lo condicionado nos permite, pues, siquiera “asomar las narices” desde la ventana de las ciencias exactas hacia los campos de las ciencias sociales. No nos empeñemos en resolver, en prever: la autenticidad de nuestra actitud está ya, sin rebozo alguno, en la aceptación de lo imponderable, de lo desconocido.

Pues ¿cuál ha sido el error de la economía política, heredado de generación en generación, sino el querer jugar el poker como si fuera el juego de “las batallas”? ¿El querer aplicar determinaciones y probabilidades, calculables según el modo tradicional, a lo que sólo es estrategia condicionada, mera iniciativa, si bien dentro de ciertas circunstancias que la enmarcan y la hacen posible?

La economía rutinaria quería ser una ciencia exacta, absoluta; quería prescindir de épocas y lugares; llegaba así a una delgada abstracción que ya no capta nada en sus redes, o se equivoca pescando sombras y no bultos. Pretendía —por metáfora de la mecánica— empezar por la estadística universal, como la mecánica parte de la estática antes de llegar a la dinámica. Ignoraba así la evolución. ¡Cuando lo propio sería operar al revés, atendiendo a la progresión de las mudanzas evolutivas, para interpretar y entender adecuadamente los cortes transversales de la estadística! Pues sin referencia al proceso de un crecimiento ¿cómo medir sus escalones? Todavía más: los economistas, al prescindir del tiempo, ignoraban el paso veloz, la rapidez humana de todo fenómeno social y su singular naturaleza que lo hace modificable al tiempo de la observación y a efectos de la observación. ¿Qué valen, en verdad, nuestras observaciones sobre el fenómeno social, sin el correctivo que les impone la relatividad del tiempo? Fontenelle, en 1686, escribió unas hermosas páginas, hoy olvidadas, sobre la “ciencia del jardinero” y la “ciencia de la rosa”. No son una y la misma ciencia. Para la efímera que vive un instante, el Sol y la Tierra son cuerpos fijos. Nuestra astronomía, que data de 4 mil años, se las arregla trazando elipses y usando de aproximaciones. El solo movimiento lunar, por más cercano y rápido, requiere unas quince páginas de enmiendas. Y aun así ¿qué valdrán nuestras minuciosas tablas lunares dentro de unos 10 mil años?

También olvidaban los tratadistas de ayer que la economía crea por sí sus reglas y sus jugadores, y que las relaciones entre éstos no consienten el simplificarse con engaños verbales, no son predeterminadas. Un asociado, por ejemplo, puede muy bien no desear el bien o el máximo provecho para la asociación, sino sólo el suyo, cumpliéndose aquí aquella paradoja terrible de Jules Renard: “No basta ser feliz, fuerza es que los demás no lo sean.”

¿A qué alargarnos? Bajo estas investigaciones late un ansia insaciable: el ansia de acechar por cualquiera hendedura, de atisbar de alguna manera el sanctasanctorum donde se custodia el misterio de la libertad humana. ¿No es éste un trance patético de la historia? ¿No hay quien sienta, como yo, que el pulso se le agita, ante los jeroglifos y signos —tan fríos en apariencia— de los profesores de Princeton? La ciencia, centinela curiosa, se asoma por la ventana, queriendo averiguar lo que hace el hombre, encerrado en su inviolable guarida.

México, VI-1952

Alfonso Reyes, «Del juego a la economía», Marginalia, segunda serie (1900-1954), Obras Completas XXII, FCE, México, 1989, pp. 232-236.

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