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Amado Nervo y Ramón López Velarde. Diálogo de los muertos. Por José Emilio Pacheco

Aún no amanece. La calle de Madero está desierta. Ramón López Velarde sale de la Torre Latinoamericana, que ocupa el sitio del edificio en donde tuvo su despacho de abogado, y se encuentra con Amado Nervo. Ambos visten de negro y llevan en la mano ‘Asamblea de jóvenes poetas de México’, presentación de Gabriel Zaid, Siglo XXI.

LÓPEZ VELARDE: Buenos días, maestro (ante el desconcierto de Nervo). ¿No se acuerda de mí? Nos conocimos cuando usted regresó de España. Le regalé un libro que se llama ‘La sangre devota’.
NERVO: Por supuesto que me acuerdo, Ramón ¿Cómo estás?
LÓPEZ VELARDE: Como usted: muerto. Llevamos sesenta años sin vernos.
NERVO: Sí, pero no he dejado de leerte. ¿Por qué no me hablas de tú?
LÓPEZ VELARDE: No puedo. Me sé de memoria sus versos. Usted es nuestro as de ases, el poeta máximo nuestro.
NERVO: Gracias. Eres muy amable. Pero todo cambió hace mucho tiempo. Nuestro “as de ases” eres tú. Cuando vivías nadie te tomaba en cuenta. Eras un abogado que escribía poemas extravagantes, mientras a la muerte de Darío me declaraban “el mayor poeta de América». Sic transit. Hoy ya no existo. Y ¿sabes quiénes me dieron la puntilla? Los mismos que acabaron de consagrarte: Xavier Villaurrutia, Octavio Paz y José Luis Martínez.
LÓPEZ VELARDE, que sigue siendo timidísimo, enrojece, se acomoda el cuello almidonado, observa la Casa de los Azulejos, cambia de tema: No hay una sola de las veinticuatro horas en que Madero no conozca mi pisada. Fue una calle, luego una ‘rue’ y ahora es una ‘street’. Cada día la piscina de azulejos de nuestros patios se enturbia más con la filtración yanqui. Es la hora solapada en que se nace, se muere y se ama. México parece una necrópolis. Yo, sin ser la capital, me siento otra necrópolis.

Siguen caminando. A su lado pasan los personajes del ‘Sueño de una tarde en la Alameda’. Cambian saludos. Frente al palacio de Iturbide, Nervo rompe la incomodidad del silencio.
NERVO: Veo que leemos el mismo libro. Me desconcierta, como es natural, pero sobre todo me llena de entusiasmo este increíble triunfo de la poesía cuando hasta hace pocos años se la daba por muerta.
LÓPEZ VELARDE: Lamento discrepar de usted, maestro. Para mí ‘Asamblea…’ es precisamente un acta de defunción. La poesía se ha vuelto a la vez fácil e imposible. Si ya todo es poesía, ya nada es poesía.
NERVO: Depende de lo que entiendas por poesía. Qué curioso: eres dieciocho años más joven que yo, viviste dos más, creciste sobre las ruinas de mi trabajo, y sin embargo tus gustos y actitudes quedaron congelados en el modernismo. Yo evolucioné.
LÓPEZ VELARDE: Sí, con perdón de usted, evolucionó hasta encallar en unos versitos ramplones sin arte de ninguna especie.
NERVO: Quise escribir para todos…
LÓPEZ VELARDE: Y terminó por no escribir para nadie, por hacer prosa rimada, periodismo versificado, filosofía barata. Admirándolo como lo admiro, por sus libros de antes, me declaro reacio a sus versos catequísticos, maestro.
NERVO: Tu elitismo es intolerable en 1980, Ramón.
LÓPEZ VELARDE: Lo siento mucho. Es lo que pienso. Y discúlpeme otra vez pero su actitud me parece demagógica y congraciante. Usted sabe que ya se le fue el tren y trata de poner su reloj a la hora.
NERVO: No: Si me lees bien verás que soy de una coherencia absoluta. Practico lo que predico.
LÓPEZ VELARDE: Allá usted. Respeto su posición pero de ningún modo la comparto. Como don Antonio de Campmany y Torres en el siglo XVIII, creo que en poesía lo que no es excelente es despreciable.
NERVO: ¿Cuántos poemas de verdad excelentes escribe incluso un gran poeta como tú a lo largo de toda su vida?
LÓPEZ VELARDE: Muy pocos, poquísimos, no más de cinco o seis en el mejor de los casos. Será cada vez más difícil escribirlos porque si ya no existen niveles, si ya todo da lo mismo, ¿cómo los reconoceremos?
NERVO: La poesía siempre se reconoce. ¿No has encontrado buenos poemas en ‘Asamblea’?
LÓPEZ VELARDE: Sí, desde luego, muchos poemas me han gustado.
NERVO: ¿No te parece entonces que todos debemos estar agradecidos con Gabriel Zaid por haberse tomado el trabajo infinito de presentarnos un panorama, un primer mapa de esa tierra incógnita y, sobre todo, por dar oportunidad a tantos jóvenes que la merecen?
LÓPEZ VELARDE: Lo que ha hecho Zaid es formidable y de una generosidad a toda prueba. La generosidad no es ciertamente un rasgo distintivo de los poetas, que suelen ser solipsistas y no interesarse sino en su propia obra. El problema es otro, mi querido maestro: si yo fuera uno de esos jóvenes y de esas muchachas me gustaría ser considerado un poeta, no un caso sociológico ni un dato estadístico. Sé que no quedaba otro remedio pero sólo desde fuera existe una cosa llamada “novísima poesía mexicana”. En su interior hay personas como usted y como yo para quienes obtener reconocimiento individual será tan difícil como encontrar sitio en las escuelas públicas o consulta en el Seguro Social o asiento en el Metro…
NERVO: El Metro. Me gusta la comparación. La poesía se ha bajado del automóvil individualista, exhibicionista, competitivo, agresor, contaminador, ensordecedor. A partir de ahora todos viajaremos en Metro. El aire volverá a ser respirable.
LÓPEZ VELARDE: Y en la estación Pino Suárez a las seis de la tarde ¿quién va a escuchar una voz individual? Me da vértigo.
NERVO: ¿Por qué? Me parece algo enteramente nuevo y una oportunidad maravillosa: una poesía de todos y para todos en que desaparecen los nombres y sólo cuentan los poemas. Lo que importa es el texto: saber quién lo escribió es algo enteramente secundario.
LÓPEZ VELARDE: Fácil decirlo cuando usted tiene su nichito perfectamente reconocible como el de Amado Nervo.
NERVO: Por fortuna ya no soy nadie Es decir, soy todos Me gustaría ser uno de los muchachos de esta ‘Asamblea’ y tener ante mí un porvenir que no siento como amenaza sino como inmensa posibilidad y aventura. Una página en blanco en que se escribirá una historia diferente.
LÓPEZ VELARDE: ¡Dentro de veinte años!
NERVO: ¿Qué importa? Lo que interesa es el ahora, y en ese ahora vemos lo nunca visto: el triunfo arrasador de la poesía. Es un signo de vida y una de las señales más alentadoras de que las cosas están cambiando en el país.
LÓPEZ VELARDE no contesta. Atraviesan la calle y caminan por la explanada del Zócalo. Las tinieblas han empezado a disolverse.

NERVO: Voy a regalarles ejemplares a María Enriqueta y a Laura Méndez. En nuestros tiempos ellas eran las únicas. En 1980 el dieciocho por ciento de los poetas incluidos en la ‘Asamblea’ son mujeres. Este hecho en sí mismo ¿no te parece entusiasmante?
LÓPEZ VELARDE: Pues sí, pero ¿escriben bien?
NERVO: Muchos de los mejores poemas de la ‘Asamblea’ los hicieron ellas. Ramón, te suplico que releas el libro, pienses en lo que te he dicho y volvamos a discutir. Creo que aún no te recuperas del asombro.
Se detiene un [automóvil] LTD con antenita y sin placas. Bajan tres empistolados que encañonan a los espectros.
EMPISTOLADO I: Quedan detenidos ¿Qué hacen aquí a estas horas y con esos disfraces?
NERVO: ¡Suéltenme! ¡Soy el ministro plenipotenciario de México en las Repúblicas del Plata!
LÓPEZ VELARDE: ¡Soy el secretario particular del ministro de Gobernación!
EMPISTOLADO II: ¡Sí, cómo no!, pues yo soy Ronald Reagan.
Intentan subirlos a empellones al auto, pero los espectros se elevan en el aire y, ante el azoro de los empistolados, se posan en la torre de Catedral. Desde allí observan las excavaciones del Templo Mayor. Sale el sol entre los dos volcanes. Nervo y López Velarde se desvanecen en el incendio sinfónico de la hoguera celeste.

José Emilio Pacheco, «Amado Nervo y Ramón López Velarde. Diálogo de los muertos», Proceso No. 213, 1 de diciembre de 1980, pp. 46-47.

Discurso por Virgilio (fragmento). Por Alfonso Reyes

Tu duca, tu signore, tu maestro*

I

Es propio de las ideas fecundas crecer solas, ir más allá de la intención del que las concibe, y alcanzar a veces desarrollos inesperados. La verdadera creación consiste en esto: la criatura se arranca de su creador y empieza a vivir por cuenta propia. Los Poetas lo saben bien, ellos que trabajan su poema como quien va cortando las amarras de un barco, hasta que la obra, suficiente ya, se desprende, y desde la orilla la vemos alejarse y correr las sirtes a su modo. Reflexionando, pues, sobre el acuerdo que encarga celebrar en México solemnemente el segundo Milenario de Virgilio, no temo, por mi cuenta y riesgo añadir propósitos al propósitos al propósito del Presidente; no temo, al traer mi testimonio personal, sacar un poco de cauce la cuestión o torcerla un poco según mi manera de ver.

Todos fuimos llamados a construir esta torre del homenaje, y la torre habrá de ir subiendo con las piedras que cada uno acarree. A menos que, sin percatarme, no haga yo más que recorrer descriptivamente el terreno de antemano acotado, pues en verdad encuentro difícil abarcar más de lo que abarcan estas simples proposiciones: «En el corriente año se conmemora el segundo milenario del poeta Virgilio, gloria de la latinidad, y México, mantenedor constante del espíritu latino, no debe permanecer indiferente.» No quede, pues, lugar a duda. Se trata de un acto de latinidad. Se trata de una afirmación consciente, precisa y autorizada, sobre el sentido que debe regir nuestra alta política, y sobre nuestra adhesión decisiva a determinadas formas de civilización, a determinada jerarquía de los valores morales, a determinada manera de interpretar la vida y la muerte.

* Tu duca, tu signore, tu maestro son las célebres palabras con que Dante se dirige a Virgilio en la Divina Comedia

Alfonso Reyes, «Discurso por Virgilio», Universidad, política y pueblo. Nota preliminar, selección y notas de José Emilio Pacheco, UNAM, México, 1967, pp. 38-39

D. H. Lawrence y los poetas muertos. Por José Emilio Pacheco

They look on and help

No desconfiemos de los muertos

que prosiguen viviendo en nuestra sangre.

No somos ni mejores ni distintos:

Tan sólo nombres y escenarios cambian.

 

Y cada vez que inicias un poema

convocas a los muertos.

Ellos te miran escribir,

te ayudan.

Nación y universidad. Por Alfonso Reyes

A nadie se oculta —sin volver ahora sobre las clásicas discusiones en torno a la idea de universidad que, desde Newman hasta Ortega y Gasset, debieran estar en la mente de cuantos a estas tareas se consagren (y abro aquí un paréntesis para mencionar con honor al sociólogo brasileño Tristao de Athayde, por lo mismo que no militamos en igual campo) —, a nadie se oculta que una universidad es, por su nombre, por su definición, por su oficio, algo universal aunque no extranjero: la ciencia no puede tener patria. Pero incurre en una confusión lamentable quien se figura que por eso sólo la universidad y la nación se contraponen. Cuanto enaltezca y mejore a un grupo humano, lo enaltece y mejora en su condición nacional. Cuando en la Edad Media, la Universidad de París congregaba a los estudiantes de todo el mundo, de aquellos barrios iban surgiendo naciones europeas modernas. El químico mexicano será más buen mexicano al paso que sea más buen químico; y mejor que si, en vez de limitarse —porque en esto estriba el peligro para nosotros— a ser un ensayador empírico, adjunto a cualquier metalería, llega a ser un verdadero investigador, capaz de ingresar en la muy mexicana, pero muy universal y científica tradición de Río de la Loza. El arquitecto mexicano será más buen mexicano mientras más buen arquitecto sea; y mejor que mejor si, en vez de limitarse a transportar mecánicamente los cánones de un búngalo aprendidos en «el-Sur-que-nos-queda-al-Norte», se injerta en la robusta tradición, varias veces secular, que es orgullo de las artes mexicanas y es asombro del mundo. Que en cuanto a querer averiguar dónde cae el límite exacto de lo mexicano o lo no mexicano, y cómo lo uno y lo otro se acomodan en lo universal, dejemos esta discusión estéril a los que prefieren no hacer nada, arrogándose el derecho de censurar lo que hacen los otros. Entreguémonos cuanto antes a la obra, seguros de que nos gobierna desde arriba una fatalidad venturosa, a la que nunca podremos escapar como no nos empeñemos en contrariarnos y adulterarnos a la fuerza. Hay una lealtad al trabajo, una docilidad a las líneas trazadas por la naturaleza del objeto mismo que nos preocupa; y esta lealtad o docilidad sustituyen con ventaja a las definiciones apriorísticas. Será mexicano todo lo bueno que haga un mexicano. Con todo, es innegable que hay ciertas direcciones preferidas por el espíritu de cada pueblo. Y sin ahondar en ello —que ni es el sitio, ni ha llegado para mí el momento— me atrevo a dejar aquí estas sugestiones: cuanto prefiera la calidad a la cantidad nos parecerá más mexicano, o más mexicanizante, que lo contrario. Y nos parecerá que defiende con más eficacia el patrimonio de nuestra nación (patrimonio hecho y, sobre todo, patrimonio por hacer) cuanto —para usar la lengua de Pascal— imponga el «espíritu de finura» por sobre el «espíritu de geometría». Somos una raza metafísica y poética; y no se rebelen contra esta declaración los amontonadores de energía física y de materia, que también eran así los egipcios, y también dejaron las pirámides. Quiero decir que nuestra universidad será más mexicana mientras más procure suscitar las virtudes en el alma de sus educandos, y menos se entretenga en averiguar —pongamos por caso— si las estatura sumadas de todos ellos completan tal o cual submúltiplo del meridiano terrestre. Y conste que no hago caricatura, sino que me refiero a aberraciones registradas y conocidas.

Alfonso Reyes. «Voto por la Universidad del Norte», Universidad, política y pueblo. Nota preliminar, selección y notas de José Emilio Pacheco. UNAM, 1967, pp. 18-20.

Los caciques culturales. Por José Luis Martínez

Versión original: http://www.letraslibres.com/mexico/los-caciques-culturales

Así en el mundo político, en el de la cultura existen también caciques: el personaje más fuerte que guía a los demás, que dicta las reglas, protege a su grey y, excepcionalmente, castiga a los rebeldes. Suele llamársele maestro.
Cuando se estabiliza la actividad literaria con el triunfo de la República en 1867, el maestro o cacique es Ignacio M. Altamirano y su vigencia dura hasta 1889, cuando se va a España como cónsul de México. En la despedida que le organizó el Liceo Mexicano, Manuel Gutiérrez Nájera reconoció cuánto había hecho Altamirano por las letras nacionales y dijo que él era «algo así como el presidente de la república de las letras mexicanas».
En la década final del siglo XIX y a principios del XX, ese magisterio recayó en Justo Sierra. Desde sus puestos en el Ministerio de Educación, él encauzaba y cuidaba a la grey literaria y daba becas a pintores como Diego Rivera para que fueran a Europa a «perfeccionarse». Como subsecretario (1901-1905) y ministro de Instrucción Pública (1905-1911) al final del régimen porfiriano, pudo hacer e hizo mucho por la cultura y la educación, culminando su obra con la fundación de la Universidad Nacional en 1910. Su magisterio concluyó con su viaje a España en 1912, donde moriría poco después.
Lo ocurrido con estos dos primeros maestros-caciques va a determinar las características que tendrá esta función en nuestro siglo:

1. Deberá ser un escritor importante y en lo posible el mejor de su tiempo.
2. Deberá ocupar puestos que le permitan ayudar y proteger a los escritores jóvenes.
3. Deberá vivir en México.

En los primeros años del siglo XX, con el Ateneo de la Juventud, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, aunque no tiene el poder, es el impulsor de la vida cultural y el maestro que guía a los ateneístas, sobre todo a Alfonso Reyes, a cuya formación intelectual se consagra.
El primer ateneísta que tuvo el poder fue José Vasconcelos que, en sus «años de águila» —como los llamó Claude Fell— de 1921 a 1924, como rector de la Universidad y secretario de Educación Pública, organizó la educación popular, creó bibliotecas, promovió la pintura mural, hizo espléndidas publicaciones, importó educadores hispanoamericanos y se rodeó de un renacentista conjunto de maestros, filósofos, escritores, arquitectos, artistas y poetas. Muchos de ellos lo siguieron en su aventura política de 1929, que fracasó y lo lanzó al destierro y a la confusión.
Vasconcelos —escribió Christopher Domínguez Michael— vivió sin consuelo durante treinta años, ofreciendo a sus compatriotas el espectáculo de la descomposición moral que infectó a una de las almas más turbulentas y hermosas de la historia nacional.
Después de una década sin cacique, en 1939 vuelve Alfonso Reyes de sus embajadas, instala su biblioteca, dirige La Casa de España y luego El Colegio de México y, durante una veintena de años, es el cabal hombre de letras, el amigo de toda la inteligencia del mundo, el padrino obligado de las nuevas revistas y de los nuevos escritores; es, pues, el cacique y maestro hasta su muerte en 1959. La correspondencia de don Alfonso con Octavio Paz, que acaba de publicarse, muestra la generosidad y el empeño con que el maestro intervino para la publicación del primer libro poético importante, Libertad bajo palabra, de Octavio.
Por estos años, Fernando Benítez realiza la hazaña de los suplementos culturales semanales que dirige a lo largo de más de cuarenta años y que serán muy influyentes. En torno a ellos se formó el grupo al que la maledicencia llamó la Mafia. Fueron los siguientes: Revista Mexicana de Cultura, de El Nacional (1947-1948) —que inició con Luis Cardoza y Aragón, que abrió el camino de interés y calidad; México en la Cultura, de Novedades (1949-1961) —con los notables diseños tipográficos de Miguel Prieto y Vicente Rojo, que continuarán, los de este último, en algunos de los siguientes; La Cultura en México, de Siempre! (1962-1971); Sábado, de unomásuno (1977-1985), y La Jornada Semanal, de La Jornada (1987-1989). En los tres últimos suplementos, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis fueron colaboradores eficaces de Benítez. Los mejores escritores nacionales y extranjeros del momento; la variedad de temas siguiendo el «aire del tiempo»; la atención, además de la literatura, al arte, teatro, cine, filosofía y ciencias, y a la política cuando era preciso; la plasticidad y belleza del diseño tipográfico y las ilustraciones; el contar con plantas de escritores jóvenes e imaginativos para las tareas de redacción y una apertura constante para acoger a escritores destacados; la atención a los comentarios bibliográficos, todo esto, más un cierto aire juvenil y antisolemne, fueron las fórmulas que hicieron vivaces, legibles y valiosos los suplementos que dirigió Fernando Benítez.
El libro de Jorge Volpi La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968 (1998), que es la exposición rigurosa de los acontecimientos en torno a la matanza de Tlatelolco, está apoyado fundamentalmente en las páginas de La Cultura en México, de Siempre!
Cuando Octavio Paz volvió a México, después de haber renunciado a la embajada en la India como protesta por Tlatelolco, tuvo una recepción excepcionalmente cálida. Poco después, fundó la revista Plural (1971-1976), a la que seguiría Vuelta (1976-1998). Él será el nuevo cacique cultural, aunque con discrepancias. Durante la época de Reyes, un grupo menor y pintoresco, el de Jesús Arellano, se burlaba del acatamiento que dábamos a don Alfonso. Con Paz, las discrepancias eran sobre todo políticas y llegaron a extremos como la quema de imágenes del escritor por sus opiniones acerca de los conflictos centroamericanos. Octavio solía ser agresivo no sólo en materias políticas sino aun en las literarias. Y se trenzó en polémicas ruidosas con Carlos Monsiváis, José Joaquín Blanco, Elías Trabulse y Fernando del Paso. De éstas la más sustanciosa, acerca de la función de las izquierdas, fue la de Monsiváis. Las otras se disolvieron y olvidaron. Y en cierta ocasión, sin que hubiera contienda, agredió a Víctor Flores Olea.
Pero, superando estas rispideces, Octavio Paz fue un cacique excelente y generoso. En su larga vida literaria escribió mucho sobre poetas, novelistas, ensayistas, pintores y arquitectos, de México y del mundo, no sólo elogiándolos sino precisando lo distintivo de cada uno. Y con sus amigos más cercanos se preocupó por abrirles el camino a instituciones o mover los resortes necesarios para que recibieran auxilio en sus dolencias.
¿Cuándo terminará el siglo XX para las letras mexicanas? Tengo la impresión de que ya ha concluido y que fue el 19 de abril de 1998, día de la muerte de Octavio Paz, en Coyoacán, Distrito Federal. Es muy remoto que, en el año y meses que restan del siglo, ocurra un acontecimiento tan grave como éste. Ese día se apaga la vida de uno de los mayores escritores mexicanos, a los 84 años de su fecunda existencia. En tanto que Alfonso Reyes es el cacique de nuestra vida literaria en parte de la primera mitad del siglo —digamos hasta su muerte en 1959—, Octavio Paz le sucede en el señorío en la segunda mitad. Fue nuestro «mayor faro», como dijo Eduardo Lizalde. Así pues, en los días que restan para llegar al nuevo milenio, estamos en una especie de días nemontemi, de días francos que no cuentan.

José Luis Martínez, «Los caciques culturales, Letras libres, 31 de julio de 1999.