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Amado Nervo y Ramón López Velarde. Diálogo de los muertos. Por José Emilio Pacheco

Aún no amanece. La calle de Madero está desierta. Ramón López Velarde sale de la Torre Latinoamericana, que ocupa el sitio del edificio en donde tuvo su despacho de abogado, y se encuentra con Amado Nervo. Ambos visten de negro y llevan en la mano ‘Asamblea de jóvenes poetas de México’, presentación de Gabriel Zaid, Siglo XXI.

LÓPEZ VELARDE: Buenos días, maestro (ante el desconcierto de Nervo). ¿No se acuerda de mí? Nos conocimos cuando usted regresó de España. Le regalé un libro que se llama ‘La sangre devota’.
NERVO: Por supuesto que me acuerdo, Ramón ¿Cómo estás?
LÓPEZ VELARDE: Como usted: muerto. Llevamos sesenta años sin vernos.
NERVO: Sí, pero no he dejado de leerte. ¿Por qué no me hablas de tú?
LÓPEZ VELARDE: No puedo. Me sé de memoria sus versos. Usted es nuestro as de ases, el poeta máximo nuestro.
NERVO: Gracias. Eres muy amable. Pero todo cambió hace mucho tiempo. Nuestro “as de ases” eres tú. Cuando vivías nadie te tomaba en cuenta. Eras un abogado que escribía poemas extravagantes, mientras a la muerte de Darío me declaraban “el mayor poeta de América». Sic transit. Hoy ya no existo. Y ¿sabes quiénes me dieron la puntilla? Los mismos que acabaron de consagrarte: Xavier Villaurrutia, Octavio Paz y José Luis Martínez.
LÓPEZ VELARDE, que sigue siendo timidísimo, enrojece, se acomoda el cuello almidonado, observa la Casa de los Azulejos, cambia de tema: No hay una sola de las veinticuatro horas en que Madero no conozca mi pisada. Fue una calle, luego una ‘rue’ y ahora es una ‘street’. Cada día la piscina de azulejos de nuestros patios se enturbia más con la filtración yanqui. Es la hora solapada en que se nace, se muere y se ama. México parece una necrópolis. Yo, sin ser la capital, me siento otra necrópolis.

Siguen caminando. A su lado pasan los personajes del ‘Sueño de una tarde en la Alameda’. Cambian saludos. Frente al palacio de Iturbide, Nervo rompe la incomodidad del silencio.
NERVO: Veo que leemos el mismo libro. Me desconcierta, como es natural, pero sobre todo me llena de entusiasmo este increíble triunfo de la poesía cuando hasta hace pocos años se la daba por muerta.
LÓPEZ VELARDE: Lamento discrepar de usted, maestro. Para mí ‘Asamblea…’ es precisamente un acta de defunción. La poesía se ha vuelto a la vez fácil e imposible. Si ya todo es poesía, ya nada es poesía.
NERVO: Depende de lo que entiendas por poesía. Qué curioso: eres dieciocho años más joven que yo, viviste dos más, creciste sobre las ruinas de mi trabajo, y sin embargo tus gustos y actitudes quedaron congelados en el modernismo. Yo evolucioné.
LÓPEZ VELARDE: Sí, con perdón de usted, evolucionó hasta encallar en unos versitos ramplones sin arte de ninguna especie.
NERVO: Quise escribir para todos…
LÓPEZ VELARDE: Y terminó por no escribir para nadie, por hacer prosa rimada, periodismo versificado, filosofía barata. Admirándolo como lo admiro, por sus libros de antes, me declaro reacio a sus versos catequísticos, maestro.
NERVO: Tu elitismo es intolerable en 1980, Ramón.
LÓPEZ VELARDE: Lo siento mucho. Es lo que pienso. Y discúlpeme otra vez pero su actitud me parece demagógica y congraciante. Usted sabe que ya se le fue el tren y trata de poner su reloj a la hora.
NERVO: No: Si me lees bien verás que soy de una coherencia absoluta. Practico lo que predico.
LÓPEZ VELARDE: Allá usted. Respeto su posición pero de ningún modo la comparto. Como don Antonio de Campmany y Torres en el siglo XVIII, creo que en poesía lo que no es excelente es despreciable.
NERVO: ¿Cuántos poemas de verdad excelentes escribe incluso un gran poeta como tú a lo largo de toda su vida?
LÓPEZ VELARDE: Muy pocos, poquísimos, no más de cinco o seis en el mejor de los casos. Será cada vez más difícil escribirlos porque si ya no existen niveles, si ya todo da lo mismo, ¿cómo los reconoceremos?
NERVO: La poesía siempre se reconoce. ¿No has encontrado buenos poemas en ‘Asamblea’?
LÓPEZ VELARDE: Sí, desde luego, muchos poemas me han gustado.
NERVO: ¿No te parece entonces que todos debemos estar agradecidos con Gabriel Zaid por haberse tomado el trabajo infinito de presentarnos un panorama, un primer mapa de esa tierra incógnita y, sobre todo, por dar oportunidad a tantos jóvenes que la merecen?
LÓPEZ VELARDE: Lo que ha hecho Zaid es formidable y de una generosidad a toda prueba. La generosidad no es ciertamente un rasgo distintivo de los poetas, que suelen ser solipsistas y no interesarse sino en su propia obra. El problema es otro, mi querido maestro: si yo fuera uno de esos jóvenes y de esas muchachas me gustaría ser considerado un poeta, no un caso sociológico ni un dato estadístico. Sé que no quedaba otro remedio pero sólo desde fuera existe una cosa llamada “novísima poesía mexicana”. En su interior hay personas como usted y como yo para quienes obtener reconocimiento individual será tan difícil como encontrar sitio en las escuelas públicas o consulta en el Seguro Social o asiento en el Metro…
NERVO: El Metro. Me gusta la comparación. La poesía se ha bajado del automóvil individualista, exhibicionista, competitivo, agresor, contaminador, ensordecedor. A partir de ahora todos viajaremos en Metro. El aire volverá a ser respirable.
LÓPEZ VELARDE: Y en la estación Pino Suárez a las seis de la tarde ¿quién va a escuchar una voz individual? Me da vértigo.
NERVO: ¿Por qué? Me parece algo enteramente nuevo y una oportunidad maravillosa: una poesía de todos y para todos en que desaparecen los nombres y sólo cuentan los poemas. Lo que importa es el texto: saber quién lo escribió es algo enteramente secundario.
LÓPEZ VELARDE: Fácil decirlo cuando usted tiene su nichito perfectamente reconocible como el de Amado Nervo.
NERVO: Por fortuna ya no soy nadie Es decir, soy todos Me gustaría ser uno de los muchachos de esta ‘Asamblea’ y tener ante mí un porvenir que no siento como amenaza sino como inmensa posibilidad y aventura. Una página en blanco en que se escribirá una historia diferente.
LÓPEZ VELARDE: ¡Dentro de veinte años!
NERVO: ¿Qué importa? Lo que interesa es el ahora, y en ese ahora vemos lo nunca visto: el triunfo arrasador de la poesía. Es un signo de vida y una de las señales más alentadoras de que las cosas están cambiando en el país.
LÓPEZ VELARDE no contesta. Atraviesan la calle y caminan por la explanada del Zócalo. Las tinieblas han empezado a disolverse.

NERVO: Voy a regalarles ejemplares a María Enriqueta y a Laura Méndez. En nuestros tiempos ellas eran las únicas. En 1980 el dieciocho por ciento de los poetas incluidos en la ‘Asamblea’ son mujeres. Este hecho en sí mismo ¿no te parece entusiasmante?
LÓPEZ VELARDE: Pues sí, pero ¿escriben bien?
NERVO: Muchos de los mejores poemas de la ‘Asamblea’ los hicieron ellas. Ramón, te suplico que releas el libro, pienses en lo que te he dicho y volvamos a discutir. Creo que aún no te recuperas del asombro.
Se detiene un [automóvil] LTD con antenita y sin placas. Bajan tres empistolados que encañonan a los espectros.
EMPISTOLADO I: Quedan detenidos ¿Qué hacen aquí a estas horas y con esos disfraces?
NERVO: ¡Suéltenme! ¡Soy el ministro plenipotenciario de México en las Repúblicas del Plata!
LÓPEZ VELARDE: ¡Soy el secretario particular del ministro de Gobernación!
EMPISTOLADO II: ¡Sí, cómo no!, pues yo soy Ronald Reagan.
Intentan subirlos a empellones al auto, pero los espectros se elevan en el aire y, ante el azoro de los empistolados, se posan en la torre de Catedral. Desde allí observan las excavaciones del Templo Mayor. Sale el sol entre los dos volcanes. Nervo y López Velarde se desvanecen en el incendio sinfónico de la hoguera celeste.

José Emilio Pacheco, «Amado Nervo y Ramón López Velarde. Diálogo de los muertos», Proceso No. 213, 1 de diciembre de 1980, pp. 46-47.

La Ley de Constancia Vital. Por Alfonso Reyes

Américo: Con todo, este punto de vista vuelve de revés toda nuestra concepción científica sobre la vida en el planeta. Habría que desandar, por ejemplo, el camino de René Quinton.

Epónimo: Lo que no es fácil, porque las teorías biológicas de Quinton han tenido una aplicación terapéutica que todos admiten: las inyecciones de agua de mar, que producen tan evidentes resultados para vigorizar el organismo decaído, resultados casi invariables en los casos infantiles, y algo menos, naturalmente, en los adultos.

Américo: Sin embargo, tales teorías biológicas, en sí mismas, son consideradas con cierta desconfianza por los especialistas, hombres concentrados en dos o tres puntos definidos, a quienes generalmente infunde sospechas toda explicación demasiado ambiciosa.

Epónimo: Pero el estudioso no puede dispensarse ya de conocer los trabajos de Quinton; primero, porque todo está en todo, y alguna verdad ha de haber en hipótesis biológicas cuyas aplicaciones terapéuticas no fracasan; y después porque, en torno a tales hipótesis, se ha fomentado ya una atmósfera de cultura. El sistema de Quinton, su interpretación de la vida —a que llega mediante un proceso complicado de supuestos y comprobaciones—, quedan resumidos en la Ley de Constancia Vital.

Oceana: ¿Y cómo fue eso?

Epónimo: Aquí va, por indeciso que sea el asunto, y por sólo el gusto de exponerlo. La vida animal, reducida a su último elemento, a su unidad —la célula viva— tiende a mantener, a través del tiempo y a pesar de todas las variaciones ambientes, las condiciones de su existencia primitiva. Estas condiciones son: 1ª el medio acuático marítimo (el contenido de la célula es el agua del mar: en el mar se produjo la primera vida); 2ª la concentración salina de ocho por mil, y 33 la temperatura de 440 centígrados.

Américo: Como se ve, la Ley se funda en tres postulados: 1º la constancia marítima; 2º la constancia térmica, y 3º la constancia osmótica y salina. Estos postulados sólo podrían realizarse como tendencias.

Oceana: He aquí, pues, una idea que corrige, en un profundo sentido, la antigua imagen de la adaptación al medio. La vida, sí, se adapta al medio, pero no como cosa pasiva y maleable, sino como elemento combativo y terco, que va haciendo transacciones provisionales con el ambiente, a fin de salvar, hasta donde puede, el mantenimiento del estado primitivo. Esto resuelve como desde arriba la antinomia entre el espíritu de conservación y el espíritu de reforma. Si, por ejemplo, lo que se trata de conservar como aspiración primitiva es la felicidad, y si el ambiente está en movimiento, habrá que reformar incesantemente las instituciones, para que rindan el mismo tanto de felicidad, postulado a la vez conservador y revolucionario.

Epónimo: Esa teoría procede de anteriores nociones y descubrimientos, a los que pretende dar la congruencia que les faltaba. Ella permite dibujar así la historia de la vida: —La vida aparece en el planeta a una temperatura ambiente de 44°, la temperatura más favorable a los procesos vitales y la más elevada que la célula animal tolera. En esta época de la Tierra, pudieron aparecer los animales de sangre fría, cuya temperatura es la misma del medio. Pero, en su lentísimo enfriamiento, la temperatura terrestre bajó, digamos, a 42°. Entonces los reptiles, térmicamente equilibrados con el medio y dóciles al estado exterior, se enfriaron también hasta los 420. Y así, a medida que desciende la temperatura de nuestro planeta, descenderá también la de los reptiles, que acaban por serlo de veras, es decir, por arrastrarse en el suelo a modo de tristes supervivencias. De esta suerte se explica la aparición de nuevos animales, los de sangre caliente. Ante el enfriamiento progresivo, la tendencia a la constancia vital procura un calentamiento progresivo de la sangre o jugo animal (agua marítima). Y surgen nuevas especies, dotadas del poder de recuperar por sí solas el calor que el ambiente ha ido perdiendo.

Américo: Es decir, que cuando la temperatura terrestre bajó de 44° a 42°, se produjo una especie capaz de calentar sus células hasta dos grados más arriba que el medio ambiente. Cuando la temperatura bajó a 40º la especie anterior, que sólo puede calentarse dos grados más, se enfría y queda en 42°. Pero entonces se produce un nuevo organismo, capaz de subir por sí solo su energía calórica en cuatro grados más, para recobrar los 44° primitivos. De este modo, aparecen animales cada vez más cálidos, en tanto que las primeras especies van decayendo y, al fin, desaparecen.

Oceana (como quien repite una lección para niños): La vida, con el frío, languidece. La vida quiere actividad, y la actividad requiere calor. Cuando el animal no resiste al frío por su propia energía, se arrastra y vive como en sueños. De aquí el estado “hiberante”, el sueño invernal que se apodera de ciertas especies sin duda ya enfriadas.

Américo: Tan cierto, que fue el fenómeno de la “hiberación” lo que dio a Quinton el primer vislumbre de su teoría. La naturaleza, se dijo, no puede producir seres para que duerman: esto tiene que ser una enfermedad, una decadencia.

Oceana: Esto explicaría que, en las regiones frías, el animal humano haga, dentro de su propia especie, esfuerzos desesperados, y produzca esos monstruos calóricos de que es ejemplo Rasputín, fruto de Siberia.

Epónimo: La hipótesis de Quinton exigía: 1º que los mamíferos y aves se escalonasen térmicamente según su orden de aparición en la Tierra; 2º que los más antiguos vertebrados de sangre caliente tuviesen una temperatura específica casi reptiliana; 3º que la temperatura animal fuese creciendo a medida que nos acercamos a las especies más recientes, y 4º que los organismos más recientes tuviesen tina temperatura muy próxima a 44°. Cuando Quinton formuló su hipótesis, estos hechos no estaban aún demostrados en su totalidad. Después, dice él, todos lo han sido. Y, sin embargo, no puede decirse que su hipótesis haya alcanzado la sanción ortodoxa. Es una hipótesis provisional, lanzada como salvavidas en un instante de naufragio, en que todo parecía revuelto y confuso, ante las reacciones provocadas por la teoría evolucionista.

Oceana: La hipótesis en sí no puede ser más sugestiva. Desde luego, asigna a la inteligencia, orgullo del hombre en otro tiempo, un papel secundario de recurso de calefacción, lo que hoy por hoy parece muy halagüeño a los hijos de Adán. Pues los hombres han comenzado a dudar si son inteligentes, y antes que humillarse, prefieren desmonetizar la inteligencia. La naturaleza, dicen, produjo un día la inteligencia y siguió adelante. El pájaro es una creación más reciente que el hombre: ya lo sospechábamos, por su sobriedad y su elegancia. Al antropocentrismo sucede un “masoquismo” antropológico. El ser humano se complace en sentirse inferior a todo lo no-humano.

Epónimo: No es extraño que las mentes de orientación filosófica hayan sentido también la atracción de estas lucubraciones, por lo que tienen de novedad y de aventura, y se hayan lanzado a adquirir sus consecuencias. Jules de Gaultier, en La dependencia de la moral y la independencia de las costumbres, dice más o menos: La vida emplea todo su genio en ponerse al amparo del cambio, en construirse defensas para mantener la constancia de las condiciones que acompañaron su génesis. El cambio no está en la vida. Hay, pues, que corregir a Spencer. El cambio está en los aparatos que la vida crea para mantener su fijeza. La fijeza domina la evolución. La fijeza es el principio, y la evolución el corolario. La inteligencia, que no es ya el producto último de la vida como Oceana lo ha entendido al instante (al fin mujer), sólo aparece como un transitorio procedimiento de constancia, paralelo a los procedimientos directos que emplean otros organismos. La ética misma y el desarrollo de las sociedades pueden, finalmente, explicarse como una función del enfriamiento exterior. ¿Quién dijo, pues, que la Tierra no se está enfriando?

Oceana: Tú mismo, hace un instante, y nos arrastraste en tu ilusión.

Américo: Afirma Raymond de Passillé que la moral aparece cuando la lucha contra el ambiente frío se vuelve tan ruda, que ya la humanidad, para continuar sobreviviendo, debe modificar sus instintos al punto de refrenarlos. De aquí a explicar el Protestantismo y el Puritanismo como productos de climas fríos no hay más que un paso, y entonces tu Rasputín, Oceana, no sería una solución al conflicto, sino precisamente un rechinido del sistema, un síntoma de dislocación. La teoría de los deseos reprimidos, de Freud, resulta típicamente septentrional. Y la actividad considerable de las razas del Norte, una defensa contra el frío: ¡lo mismo que sus vocales cerradas y su pronunciación de boca fruncida!

Epónimo: Tu ironía nos hace ver las insensateces a que puede conducir el buscar la génesis del espíritu en sus concomitancias de fenómeno natural. Sospecho que el más modesto de los teólogos podría limpiar con tres escobazos todo este yacimiento de desperdicios científicos en que nos debatimos. Y entre uno y otro sueño ¿por qué no preferir el de mayor nobleza? Por lo demás, la Iglesia, que va quedando como uno de los baluartes de la razón, a pesar de lo que se creyó hace un siglo, no se opone a que las cosas naturales sean interpretadas y estudiadas con medios naturales. Sin salirnos, pues, de este terreno modesto, podemos continuar nuestras divagaciones sin temor al Índice. Rémy de Gourmont, que ha contribuido a propagar la hipótesis de Quinton, traslada la ley de Constancia Térmica al orden de la Psicología: Él siempre había sospechado —confiesa—, aunque sin poder fundarlo, que el nivel de la inteligencia humana se mantiene a través de los siglos. Quinton ha venido a confirmar su creencia de que, en cuanto la especie humana quedó constituida, sus posibilidades intelectuales quedaron establecidas y fijadas, lo mismo que su fisiología. Naturalmente, esto se aplica a la especie y no al individuo, siempre susceptible de nuevos desarrollos dentro de ciertos límites. Además, hay que distinguir la facultad en sí, constante por hipótesis, del contenido de nociones siempre mudable.

Oceana: ¿Y los otros modos posibles de pensar que Bergson anuncia y que la etnografía demuestra? Comprendo: son meras orientaciones posibles de la misma energía. ¿Y aquel sueño del Superhombre? Acaso era una bastarda inserción del naturalismo a la moda en la filosofía. ¿Y el plan progresivo de la Eugenesia? Un limitado aseo interior dentro de la cárcel de que no podemos escapar.

Epónimo: Es de creer que aparecerán nuevos rasgos para nuevos esfuerzos térmicos. Gourmont se explica así que, cuando ya la civilización egipcia supera las fuerzas de la inteligencia egipcia, aparezca la inteligencia griega y produzca el nuevo esfuerzo requerido; cuando ésta ya no basta, sobreviene la romana y, después, la celtogermánica. Pero, tras las anteriores reflexiones, esta idea no parece clara, y aun acaso sea contradictoria, pues que supone un escalonamiento y una superación gradual.—Esto de saber si somos más o menos inteligentes que nuestros remotos abuelos fue materia de una divertida encuesta de verano, emprendida por Robert Kemp en la Liberté de París.

Américo: ¿Y los resultados?

Epónimo: Desordenados y confusos; pero, al menos, dieron ocasión de reparar en el inmenso lugar que ocupa el olvido en la historia de la cultura. Nadie sospecharía, por ejemplo, que Villon era muy leído en tiempos de Voltaire, y que se hacían ediciones de Alain Chartier a principios del siglo XVII. Nadie se acordaba que, en Montesquieu, están previstos y descritos los fenómenos de la “inflación” y la “estabilización” de la moneda, recientemente experimentados, y muy conocidos ya de los romanos, a quienes el fantasma volvía a presentarse después de cada nueva guerra. De tiempo en tiempo, redescubrimos lo que teníamos abandonado.

Alfonso Reyes, «La ley de Constancia Vital», Los siete sobre Deva, Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 26-31

Diálogo de los muertos: Alfonso Reyes y José Vasconcelos. Por José Emilio Pacheco

A Jesús Arellano: In Memoriam

Son las cinco de La mañana. La hora del Lobo. La hora en que, dice López Velarde, se nace, se muere y se ama. México parece un cementerio. Nadie se aventura a pie por las calles en que será invariablemente asaltado, si no por los ladrones por la patrulla. Con todo, no cesa el estruendo de los vehículos. En la esquina de lo que fueron calzada de Tacubaya y Juanacatlán aparece el fantasma de Alfonso Reyes. Cruza el Circuito Interior el espectro de José Vasconcelos y se aproxima a su amigo de juventud.

Vasconcelos: ¿Qué haces a estas horas, Alfonso?

Reyes: Contemplo mi calle. Un poco triste ¿no?

Vasconcelos: Cuando menos la animan alguna putas. En cambio la mía ni siquiera es calle. Un puente sin agua, un viaducto, algo hecho para las máquinas y no para los seres humanos.

Reyes: Después de muertos seguimos unidos: nuestras calles hacen esquina. Y en Tacubaya. Para nuestra generación fue muy importante Tacubaya.

Vasconcelos: Como verás, no queda nada de Tacubaya. No era un lugar de ricos como San Ángel. Acabaron con ella las obras viales, todas inconclusas, de no sé cuántos sexenios. Oye ¿qué es eso que se levanta donde estaban las bombas de la Condesa?

Reyes: El lmcé, más conocido como el monumento a la devaluación. ¿No quieres caminar un poco? Me gustaría aparecerme en mi casa. Hace veinte años que no la veo.

Reyes y Vasconcelos atraviesan la calle entre camiones que no se detienen, pero como no los ven tampoco pueden atropellarlos. Tomados del brazo caminan lentamente por la acera del Circuito Interior.

Vasconcelos: Veinte años. Llevamos muertos veinte años.

Reyes: Parecen veinte siglos. Es otro mundo. No me gustaría nada seguir viviendo en él.

Vasconcelos: Hay cosas buenas. Me da gusto comprobar que al fin se adoptaron oficialmente mis tesis sobre el criollismo.

Reyes: Cambiemos de tema. No critico al régimen ni me gusta hablar de política.

Vasconcelos: Ni la muerte pudo curarte de tu trauma, Alfonso; el general Reyes murió hace mucho tiempo. Todo es política en la vida.

Reyes: Todo es violencia. Jamás pude aceptarlo. Nunca quise el sufrimiento ni el exterminio de los demás.

Vasconcelos: Nadie te lo agradeció. Por eso no te leen. Tus virtudes no son de este siglo. Tu obra es una gratísima conversación, un salón literario portátil. Eres el compañero ideal para endulzar las incomodidades y abolir el tedio del viaje. Tu mundo es el siglo dieciocho, antes de la Revolución francesa por supuesto.

Reyes: ¿Y tú?

Vasconcelos: Hablé el lenguaje de la pasión, sacudí las conciencias como decíamos entonces. Ante mí nadie puede ser indiferente. Me odian o me veneran, Alfonso: no se limitan a respetarme. Soy algo más que una gloria literaria, una estatua a la que pocos vuelven la mirada. Soy muchos, no soy uno. En mí encamaron todas las contradicciones que forman la miseria y la gloria humana.

Reyes: Te admiro y me horrorizas, José. Por tu causa se derramó la sangre. Yo no conduje a nadie a su muerte.

Vasconcelos: Traté de redimir a este país de infamias, a esta tierra de asesinos, ladrones y fariseos.

Reyes: Tu tierra.

Vasconcelos: La nuestra, Alfonso. Somos lo que México hizo de nosotros.

Reyes: México y tu ambición y vanidad sin medida. ¿Por qué no te conformaste con ser lo mejor que fuiste? Tu sitio no estaba en la república del poder, al menos no de ese poder que buscaste.

Vasconcelos: Me robaron las elecciones.

Reyes: Y si no te las hubieran robado ¿sabes cuál hubiese sido tu destino? A los tres meses los generales, los empresarios y el embajador norteamericano te hubieran echado a patadas. Acuérdate de Madero, de Rómulo Gallegos y de Juan Bosch.

Vasconcelos: Tú no te arriesgaste, Alfonso. Por eso cometiste menos errores.

Reyes: Me arriesgué a ser nada más escritor, a darle a mi país lo único y lo mejor que podía darle.

Vasconcelos: Si, una obra encantadora e inconclusa. Proyectos, esquemas, puntos de partida, resúmenes, glosas. Muy bien escrita, claro. El estilismo. Siempre odié el estilismo, consuelo de los estériles y los cobardes.

Reyes: Lo odiaste porque no podías escribir prosa como Martín Luis ni como yo. Sin embargo, a pesar tuyo, fuiste un gran escritor. Ulises criollo es un libro prodigioso. Lo más parecido, junto con El águila y la serpiente y La sombra del caudillo, a una novela en una generación de extraordinarios prosistas y narradores que jamás pudimos escribir novelas ni dramas ni verdaderos poemas.

Vasconcelos: Fui un filósofo, intenté crear un sistema filosófico. En cambio tú, Alfonso -con toda la admiración que mereces y con medio siglo de afecto- no fuiste sino esa cosa amorfa y horrible que llamamos «hombre de letras» porque no podemos nombrarlo de una manera más precisa.

Reyes: Fui un escritor, a secas. Un ensayista.

Vasconcelos: Un especialista en generalidades. Alguien que mariposea sobre todos los temas y no se compromete con ninguno. Tu obra entera es periodismo, sin duda magistral y de suprema calidad literaria, pero al fin y al cabo periodismo.

Reyes: ¿Por qué te parece mal el periodismo? Democraticé hasta donde pude el saber de los pocos y lo llevé a quienes habían aprendido el alfabeto gracias a tu labor como secretario de Educación Pública. Además, Pepe, casi toda la literatura española de nuestra época es periodismo: Ortega, Unamuno, Azorín, Díez-Canedo. Tú también fuiste un gran periodista. Lástima que hayas puesto ese talento al servicio de las peores causas. Qué pena ver que terminaste tus días como editorialista estrella del coronel García Valseca.

Vasconcelos: No robé. Tenía que ganarme la vida. Acepto, si tú quieres, que me equivoqué trágicamente respecto a Hitler, Franco y Mussolini. Pero lo hice por antimperialismo, por creer que los enemigos de nuestros enemigos eran nuestros amigos.

Reyes: Pepe, no contribuyamos a la confusión general. Tu antiyanquismo fue tan de derecha como el de Federico Gamboa o Carlos Pereyra.

Inmersos en la discusión, Reyes y Vasconcelos han llegado sin darse cuenta frente a la casa del primero. Atraviesan las paredes y entran en la biblioteca.

Reyes: Todo está como lo dejé hace veinte años.

Vasconcelos: Un museo. Qué espanto.

Reyes: Pepe, estás a punto de alcanzar tu centenario (te quitabas la edad, como tu coterráneo don Porfirio). Los desplantes juveniles ya no te quedan. ¿Por qué no te sientas?

Vasconcelos: Déjame ver tus libros. Qué antiguallas. Mira, Toynbee. Dedicado. Ya nadie cita a Toynbee. Sic transit.

Reyes: Pero Toynbee fue el único que predijo adecuadamente lo que iban a ser los terribles setentas. Fortuna nuestra no haberlos vivido. Nadie, basado en el pensamiento socioeconómico ni en el pensamiento mágico, supo ver lo que nos esperaba, de la crisis petrolera a la crisis de Irán, de Camboya al Cono Sur. El 16 de diciembre de 1969 Arnold dijo: «En la próxima década la violencia llegará a extremos infernales. La situación será espantosa para todo el planeta, especialmente para el Tercer Mundo».

Vasconcelos: Te da miedo la situación, Alfonso.

Reyes: Me aterra. Pienso siempre en lo que dijo T. W. Adorno: “Del mundo, tal como existe, uno nunca estará lo suficientemente asustado”.

Vasconcelos: Buscaste la paz. Paz en la guerra. Por eso a tu manera fuiste un freak. Perdona el pochismo: formamos, qué curioso, la primera generación mexicana que habló fluidamente el inglés. En un mundo donde todos quieren pelea, tú intentaste no hacerle daño a nadie. Por tanto interrumpiste la maquinaria. Todo se vino encima. Tu ideal hubiera sido no el siglo dieciocho -me equivoqué- sino el monasterio del siglo doce: libros, manuscritos, tranquilidad, buena mesa, buena cama. La isla rodeada de barbarie por todas partes. Alfonso, «fuego y sangre ha sido nuestro tiempo”. Tus virtudes -tolerancia, concordia, respeto humano- no son de este mundo. Aun muerto, eres un anacronismo viviente.

Reyes: Objeta lo que desees a esos rasgos. Cuando todo se ha dicho son preferibles a sus contrarios: intolerancia, inhumanidad, tortura, exterminio de quien no es o no piensa como yo.

Vasconcelos: El mundo es de los fuertes y de los crueles, Alfonso. Tu proyecto de vida es una utopía.

Reyes: Hace setenta años traducíamos en voz alta a Wilde. ¿Te acuerdas?: «No vale la pena ningún mapa que no incluya la isla de Utopía».

La luz de la mañana invade la Capilla Alfonsina.

Vasconcelos: Adiós, Alfonso. Nos veremos en mi cementerio.

Reyes: Hasta muy pronto, Pepe, hasta el 82. Mientras tanto, no dejaré que mueras; te seguiré leyendo. A pesar de todo.

Vasconcelos: Yo también te seguiré leyendo, Alfonsito.

Desaparecen. La Capilla Alfonsina queda en silencio.

"Diálogo de los muertos: Alfonso Reyes y José Vasconcelos”. Proceso No. 164, 24 de diciembre de 1979. pp. 50-51, recogido en Asedio a Alfonso Reyes 1889-1989. México, IMSS -UAM-A, 1989, pp. 141-145.