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22 de febrero de 1926: nace Miguel León-Portilla

Un 22 de febrero de 1926 nace Miguel León-Portilla, historiador mexicano, destacado antropólogo por su conocimiento sobre la cultura náhuatl; eminente profesor e investigador de importantes universidades nacionales y extranjeras, miembro de academias como la de Historia y de la Lengua. Entre sus obras destacan “La filosofía náhuatl”, “La visión de los vencidos” y “Tonantzin Guadalupe”, traducidos a varios idiomas.

Se puede escuchar a Miguel León-Portilla hablar sobre su vida y obra en el programa “Letras y voces” en conversación con Adolfo Castañón, transmitido en 2015:

https://www.imer.mx/22-de-febrero-de-1926-nace-miguel-leon…/

En agosto de 2018, a propósito del Día Internacional de los Pueblos Indígenas y con la claridad que le caracteriza, el maestro de generaciones dijo: “Exhorto a todos los que tengan un ancestro náhuatl, zapoteca, purépecha, maya o ñañu, o de cualquier pueblo, que a sus hijos les conserven la lengua. A veces, antes les daba vergüenza hablarlas porque les decían ‘indio’… que te digan indio, que te digan pueblo originario, ¡es una cosa ma-ra-vi-llo-sa!”.

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Carta a mi doble. Por Alfonso Reyes

Sr. D. Alfonso Reyes,
donde se encuentre.

Mi estimado y laborioso Doble:

AUNQUE tengo a la mano el “tú”, prefiero que sigamos, como hasta hoy, con el “usted” (ya que en el valle de Anáhuac el “vos” meridional sería insólito), porque entre nosotros ha habido siempre una tierra (o éter) de nadie —medio milímetro el espesor—, donde suelen acontecer leves torbellinos psicológicos. De modo que, como dice nuestro vulgo: “Juntos, pero no revueltos.”

Y voy a satisfacer sus dudas, sin más preámbulo. Y no se inquiete usted si me burlo un poco de mí mismo, que eso es señal de buena salud. En efecto, hubo un día, hace más de diez años y pronto completaremos quince, en que me dominó el afán de clavetear, más que poner, algunos puntos sobre las íes a propósito de la cuestión literaria. Incurrí entonces en El deslinde, cuyos análisis desconcertaban a algunos, porque comencé a ras del suelo, partí del cero, de lo obvio y evidente según la lección de Aristóteles, convencido de que bajar desde lo más alto es expuesto a deshacerse en el aire.

Otros, como usted recordará, más bien pensaron que el libro era de difícil lectura, cuando es mucho más fácil de lo que a primera vista parece. Lo hacen algo temible, es justo reconocerlo, las denominaciones abstrusas, su mucho aparato de párrafos numerados, las constantes referencias hacia adelante y hacia atrás, los resúmenes de resultados adquiridos y cuadros de resultados por adquirir; en fin, precisamente sus esfuerzos de claridad, el exceso de cuidados y explicaciones para ir conduciendo al lector. Me pasó lo que les pasa a esos mundanos primerizos que, cuando ofrecen una recepción, cansan a la gente con sus atenciones y no la dejan moverse por donde a ella se le antoja.

Yo conocí a un diplomático europeo, víctima de cierto tegumentoso temperamento nacional, que, para sus saraos, comenzaba por convidar telefónicamente a los colegas; después, les enviaba la aidemémoire de estilo; luego —al llegar el día de la fiesta—, volvía a
recordarles por teléfono la invitación; los esperaba a la puerta de su casa; les ayudaba a quitarse el abrigo y sombrero; les hacía firmar en el álbum de las visitas; los llevaba del brazo hasta el ambigú y les servía él mismo; les ofrecía recitaciones y actos musicales; brindaba en voz alta con el whisky de la media noche; devolvía a todos personalmente las prendas del vestuario; los acompañaba hasta el auto; a última hora, con un guiño de complicidad y como si se hiciera un hurto a sí propio, les deslizaba en el bolsillo un saquito de bombones; y casi puedo asegurar que, antes de cerrar la portezuela, les aseaba el calzado con su pañuelo. Al día siguiente, para agradecer la presencia de las damas, les enviaba un ramo de flores. Y aunque siempre me quejé de este agobio de miramientos, por lo visto no llegué a absorber la moraleja, o no supe aplicarla bien al caso de la investigación literaria.

Pude recordar algo que he leído en El cortesano de Castiglione, la célebre carta de Góngora a Lope sobre las ventajas de los enigmas poéticos —que varias veces he comentado con fruición— y toda esa insigne polémica de la antigüedad respecto al valor de la alegoría (o hypónoia, como se dijo antes), la utilidad de lo recóndito y misterioso, honor de los vetustos oráculos (sobre todo los de Apolo Loxias, “el tortuoso”, “el oblicuo”), la conveniencia de no adormecer el apetito por el posible sentido oculto, armas esgrimidas contra las acusaciones platónicas sobre los pasajes de Homero que parecían —y eran— irrespetuosos y blasfemos. Pues no conviene explicarse tanto a los lectores y, como decía Máximo de Tiro, esos peligrosos innovadores que han dado en esclarecerlo todo “nos brindan una pobre filosofía desnuda y vergonzosa, muchacha del arroyo que quisiera entregarse a todos”. (Or. XXVI, cap. II.) Pero todo esto parece que se me borró de la mente.

Muy posible es que, al llegar a cierto clima de mis estudios, haya yo cedido al afán de dejar caer como lastre aquella viciosa inflación que durante muchos años se había venido acumulando; lo que hacemos con esos residuos de la vida doméstica que conviene expulsar a tiempo: periódicos, botellas, ropa vieja, muebles inservibles, escribanías de obsequio recibidas los días de cumpleaños, miniaturas de estatuas clásicas. (¡Lujo de los gustos humildes, caro Juan Ramón, tú que clamabas contra la pequeña Venus de Milo en una mesita de la sala de Pepe!)

Pero creo que tambiéñ me movía un oculto afán de venganza. Me incomodaba que, entre nosotros —y aun en ambientes más cultivados —quien quiere escribir sobre la poesía se considere obligado a hacerlo en tono poético (¡ya con esa Musa hemos cumplido caballerosamente a su tiempo y lugar!), y se figure que el tono científico o discursivo es, en el caso, una vejación. “Yo sospecho —me decía José Gaos— que lo mismo les pasaba a los místicos cuando los teólogos comenzaron a establecer la ciencia de Dios.” Pero una cosa es orar, y otra filosofar sobre el sentido y alcance de la plegaria; una comer, y otra escribir sobre dietética. Si entre nosotros se usaran las prácticas de los liceos a la francesa, los niños mismos sabrían que se pueden examinar los textos poéticos mediante procedimientos intelectuales, sin que ello sea un desacato ni tampoco una impertinencia. En cambio, muchos, por acá y por allá, no sólo esperan el piquete del estro antes de emprender una labor puramente metódica, sino que, además, se desabrochan el cuello, se despeinan y hasta entornan los ojos.

Pude organizar, para los prolegómenos de mi teoría literaria, una respetable masa de papeles. Pero tuve que dejarme fuera algunos avances en el terreno mismo de esa teoría, páginas que venían a ser la continuación casi ofrecida en El deslinde. ¡Ay! Mi órbita de cometa se dejó ya atrás esa cierta zona del espacio. Medir la distancia a pequeños palmos me parece hoy menos tentador. Y además, no creo ya tener tiempo para levantar otra armazón semejante, y aun he llegado a creer, sinceramente, que le jeu ne vaut pas la chandelle, no sé si por el juego mismo o por los que lo ven jugar… Hasta la distinción entre “teoría de la literatura” y “ciencia de la literatura” es difícil —y aun ociosa— para quien no se haya fabricado, como yo, toda una máquina. Romperemos, pues, en adelante, el arreglo sistemático de esos capítulos inéditos; les extraeremos la sustancia, y la esparciremos por ahí en breves ensayos más fáciles de escribir, más cómodos de leer, y ojalá no por eso menos sustanciosos. Así acabó, pues, aquella tan ambiciosa teoría literaria. Alas, poor Yorick!

Temo, mi estimado Doble, haber contado con su sentido humorístico algo más de la cuenta, pues, como dijo el poeta, la ironía tiene sus peligros. Lo saluda muy atentamente esta sombra de la caverna” (pace Platón) de que usted es el paradigma.

Septiembre de 1957.

Alfonso Reyes, «Carta a mi doble», Proemio Al Yunque (1944-1958), Obras Completas XXI, Fondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 247-250.

El pensar matemático. Por Alfonso Reyes

Pasemos ahora a la organización matemática.—Con respecto al número, los filósofos de la matemática nos explican el largo y laborioso proceso que llevó al hombre a despegar de los objetos la noción de las cantidades de objetos, su aumento o disminución, su orden, etc.

El hombre poseía seguramente desde los orígenes aquel vago instinto numérico —acaso prendido en los ritmos fisiológicos: latido, resuello, paso— que, según parece, poseen también ciertas aves y aun ciertos insectos, no digamos ya los primates superiores. Pero el carácter progresivo de las nociones matemáticas y la dificultad con que adelantan se demuestra por la supervivencia de ciertas etapas atrasadas. Todavía hay tribus australianas o del Mar del Sur que, por no haber alcanzado siquiera la etapa de contar con los dedos o de asociar las confrontaciones visuales y las táctiles —lo que según los psicólogos resulta de la disposición de las capas externas e internas de la córnea del ojo— no han llegado a la percepción del número. Hay otras poblaciones que cuentan por gestos y mímica corpórea, de suerte que, como lo observaba Rousseau a propósito del lenguaje, no pueden transmitir un cómputo en la oscuridad. Algunas mezclan palabras que designan órdenes (por ejemplo, decenas), con mímica digital que completa las unidades.

El origen del número debe considerarse desde un doble punto de vista: el lógico y el místico. Desde el punto de vista lógico, como ya lo sintió Descartes, la matemática es un orden mental que deriva de la función lingüística. Se refiere a las operaciones de abstracción, correspondencia y sucesión. La abstracción del primitivo se ejerce sobre los centros de interés de su vida y sólo se desarrolla conforme va haciendo falta. Al modo que hay lenguas primitivas que tienen nombres para cada color del arco iris y no poseen todavía el término general “color”, se concibe que el hombre haya tardado en darse cuenta de que había algo común entre una pareja de faisanes y un par de días, según dice Russell. Y así como hay lenguas que poseen numerosas palabras para la espada o para el león, según las condiciones de su existencia (el árabe), se comprende que ciertos grupos del Congo Belga muden su terminología para enumerar seres animados u objetos inanimados. Pero el carecer de un nombre hecho para la abstracción sólo significa que tal nombre es todavía inútil, y no que se carezca de la noción misma. Hay salvajes que tienen una sola palabra para el verde y el azul y, sin embargo, los distinguen perfectamente. Los famosos tests de eficiencia mental suelen descuidar esta calificación relativa del distinto interés vital, que para nada afecta a la eficiencia misma del sujeto estudiado.

Considérese, además, como lo nota agudamente Pécaut (“El niño y el número”, en la Revue Pédagogique, nueva serie, tomo LXXIX, nº 10, octubre de 1921, p. 247) que “contar es función casi opuesta a la de abstraer”, aun cuando sin duda la presupone. Esto nos conduce a las otras dos operaciones lógicas, la correspondencia y la sucesión. La correspondencia de objeto a objeto nos deja ver la existencia de la noción del número sin la necesidad de una cuenta, como cuando en un salón comparamos a simple vista el número de asientos y el de personas, y según que todos estén sentados o haya personas de pie o asientos vacíos, calculamos el más y el menos o el completo ajuste de ambas clases. Método de que queda resabio en nuestro verbo “calcular”, de “cálculo” o piedrecita, por cada piedrecita que se adjudica a cada objeto y que es el origen del número cardinal. La sucesión, que es ya la cuenta y de que a la larga resulta el número ordinal, nos permite establecer una serie estricta u orden determinado, y la consecuente previsión de que, tras este número cardinal, tiene que venir tal otro número cardinal. Ambos números aparecen imbricados en la invención y se los puede significar del modo siguiente en un ademán de primitivo: si se muestran al mismo tiempo tres dedos de la mano, se propone un número cardinal; y si se alzan los tres dedos uno tras otro, se propone un número ordinal. El ordinal deja ocioso, a la larga, el sistema de referencia o clase de objetos usados para la confrontación, objetos que equivalen a la colección de piedrecitas.

El sistema decimal que hoy usamos no es el único empleado en todos los pueblos. Hay vestigios de sistemas binarios, a los que Leibniz aconsejaba volver por lo que simplifican las operaciones aunque complican la notación gráfica. Hay también vestigios de sistemas quinarios. Los hay cuya base es doce, de que quedan huellas en los doce meses del año y en sistemas métricos todavía usados: doce peniques en un chelín, doce docenas en una gruesa, doce pulgadas en un pie, etc. Y todavía la base de veinte aparece en el score inglés y en el número francés quatrevingt o “cuatroveintes”, por “ochenta”. El sistema decimal se ha impuesto por economía, y en parte también por el accidente fisiológico de que el hombre tenga en las manos diez dedos plegables que permiten la cuenta.

Redondeada así la noción lógica del número, con el correlato de la noción de unidad, que es un descubrimiento difícil, falta todavía descubrir la misteriosa noción del “cero”, o nada cargada de sentido, y luego expandirla hacia arriba en la serie de las magnitudes crecientes, y hacia abajo en la serie de las decrecientes. Los tasmanios cuentan: uno, dos, muchos. Para ciertos hotentotes el infinito empieza más allá del tres, número máximo que alcanzan a percibir. Los guaraníes alcanzaban hasta el cuatro. Se ha admitido que todavía las lenguas europeas usan para el tres ciertos nombres que traen resabios de un primitivo significado equivalente a “mucho” o a “más allá”: “ter, trans”, “tras, trois”, etc. (J. Dantzig, El número, lenguaje de la ciencia, I, 2). Aquí juegan secundariamente las nociones de “unidad”, “pares” o correspondencias, “nones”, o falta de correspondencia, y “mucho” o “más allá”. Los números grandes sólo aparecen claramente analizados por el griego Arquímedes, en su apólogo del “computador de arenas” o “arenario”; y el verdadero infinito matemático, sólo en el siglo XIX. Respecto al decrecimiento por debajo del “cero”, supone ya una abstracción muy ejercitada. La fracción no se impone objetivamente a la contemplación del primitivo. Pues si con el fraccionamiento la cosa se destruye, como para los seres animados, no hay fracción sino aniquilamiento, muerte. Y si se trata de un objeto inanimado, una vara que se parte en dos no le aparece como media vara más media vara, sino como una reproducción de la vara en dos varas. Y para llegar a la noción del fraccionamiento infinitesimal han de pasar muchos siglos.

Tal es el número lógico. Pero todo conocimiento insuficiente desarrolla campos de fuerzas místicas. No es posible entrar aquí en la descripción de las preocupaciones místicas emanadas del número, y que van desde el pitagorismo hasta la matemática sublime o aplicación de la matemática a las pruebas de la existencia de Dios (A. Reyes, El Deslinde, Obras Completas XV). La magia, el folklore, las supersticiones, conservan la huella de estas humedades emocionales que suelen empapar al número, y que se relacionan también con la función lingüística o poder oscuro de dominio concedido al nombre de la cosa, o con la pintura o estatuaria mágicas a que se atribuye una virtud sobre la persona representada, como en la novela de Wilde, El retrato de Dorian Gray. Así se ve que el salvaje huye de la cámara fotográfica, y la mujer que se lanza a la vida libre toma un nombre de guerra, a manera de escudo místico. El enamorado esconde el nombre de su dama. Parafraseando a Musset, dice Gutiérrez Nájera en la Canción de Fortunio:

Si de la que amo con tal misterio

pensáis que el nombre revelaré,

sabedlo todos, por un imperio,

por un imperio no lo diré.

Entre las tribus atrasadas, que son nuestro único documento sobre la mentalidad primitiva, y también en numerosos testimonios de la literatura más arcaica, es fácil advertir que se han atribuido virtudes secretas al 3 (teologías trinitarias de la India o del cristianismo elaborado por la Grecia tardía, etc.), al 7 y a otros números. La aritmología pitagórica de los griegos ofrece los ejemplos más abundantes; y luego, la cabalística desarrolla la seudociencia de la aritmomancia, en que se conjugan las letras de los nombres con números y símbolos, la onomatomancia aritmética, etc., que son persistencias de la mentalidad prehistórica. Estos juegos de simetría han servido de inspiraciones artísticas y hasta de casuales inspiraciones científicas, porque el hombre no es pura y exclusivamente razón.

Aun dejando a un lado el álgebra o abstracción superior sobre los números, en funciones y relaciones representadas con letras, que es fruto muy tardío, hay que considerar, para el caso de los primitivos, otro concepto matemático fundamental: la figura geométrica. Tampoco ésta pudo ser abstraída en un instante. No lo lograron del todo los egipcios, que aún la veían pegada a la forma de un terreno material, y sólo llegaron a ella los filósofos griegos. Se dirá que los primitivos usaron ornamentaciones de forma geométrica, pero éstas son meras aplicaciones cualitativas de la forma y no abstracciones matemáticas. La geometría brota de la medición de propiedades, lo que no existe para el primitivo por no ser un centro de interés en su vida. La abstracción, que es siempre un esfuerzo, sólo se ejercita donde hace falta. No es que al primitivo le fuera imposible abstraer la noción de figura: es que no le hacía falta. Si quiere hablar de algo redondo, dirá “como la luna llena”, al modo que Pascal a los doce años redescubría la geometría euclidiana hablando de “redondos y barras”. Más aún, las experiencias psicológicas de Verlaine (no el poeta) comprueban aquellas doctrinas filosóficas que conceden a la mente humana una posibilidad de construcción abstracta, previa y aun indispensable a la captación de conocimientos experimentales concretos y derivados de las impresiones de los sentidos. Las intuiciones de la forma geométrica bien podían existir en la mente del primitivo, sin que experimentara necesidad alguna de expresarlas en abstracción matemática. Nótese que también ha habido en el orden geométrico cierta floración de emociones místicas, como el sentimiento de las direcciones privilegiadas del espacio, que todavía nos hacen ceder la derecha a la persona de respeto.

Lo que sabemos de la matemática prehistórica se reduce casi a la posibilidad de que ciertas barras y puntos, dibujados en ocre rojo en planchas de esquisto del aziliense o mesolítico, pueden representar cómputos (Capitant, La prehistoria).

En cuanto a las unidades de medida en sí misma, ya se entiende que su “desantropomorfización” no era indispensable al nacimiento de la ciencia abstracta, puesto que aún se usan pulgadas, pies, codos, jornadas, etcétera.

 

Alfonso Reyes, «El pensar matemático», Sirtes, Obras completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 186-190.

Palabras sobre el humanismo. Por Alfonso Reyes

A MUCHAS cosas se ha llamado humanismo. En el sentido más lato, el término abarca todo lo humano, y por aquí, el conjunto del mundo, que al fin y a la postre sólo percibimos como una función humana y a través de nosotros mismos. Como todas las nociones demasiado amplias, esta explicación, sin ser verdadera ni falsa, no explica nada, no aprovecha o, como se dice en portugués, “no adelanta”. En el sentido más estrecho, el término suele reducirse al estudio y práctica de las disciplinas lingüísticas y las literarias, lo cual restringe demasiado el concepto y no señala con nitidez suficiente su orientación definitiva. En el sentido más equívoco se ha llegado a confundir el humanismo con el humanitarismo, especie filantrópica que nos lleva a terrenos muy diferentes. Cierto escritor, que precisamente acababa de publicar un libro sobre el humanismo, me dijo que él no era humanista porque, si en un viaje por mar veía caerse por la borda a un pasajero insignificante y, a la vez, un cuadro de Velázquez, preferiría arrojarse al agua para salvar el cuadro y no al pasajero. Después de esto, yo ya no vi el objeto de leer su libro.

En aquel proceso de reeducación que, durante la Edad Media, sucedió a la sumersión de Europa por los bárbaros, se llamó “humanidades” a los estudios consagrados a la tradición grecolatina. Mediante ellos se procuraba modelar otra vez al hombre civilizado, al hombre. Y no sin una grave conciencia de la responsabilidad, por cierto: tal vez se oye decir a un austero doctor medieval que quienes están profesionahnente obligados a la frecuentación de los autores gentiles deben cuidarse mucho de que con ello no padezca su alma.

Durante el Renacimiento, el humanismo procura contemplar el pensamiento teológico, y más de una vez rompe el cuadro férreo en que éste llegó a encerrar la educación. Pues el hombre como ser terrestre merecía un sitio junto al hombre entendido como criatura divina. Esta actitud naturalista asumió, en ocasiones, la forma de una polémica entre el laico y el religioso y hasta se extremó en alardes de neopaganismo artificial. En La vida es sueño, de Calderón, tan teólogo como poeta, todavía se recogen los ecos del diálogo entre la dignidad natural y la dignidad sobrenatural del hombre.

De modo general, el humanismo se mantiene como agencia útil y progresista. Recomienda el uso de la preciosa razón frente a los bajos arrestos del instinto y de la pura animalidad. Propone el ideal del homo sapiens, el hombre como sujeto de sabiduría humana.

Sobreviene luego el desenvolvimiento de las ciencias positivas. Éstas insisten en el homo faber, el hombre como dueño de técnicas para dominar el mundo físico. Y un buen día, el humanismo aparece, por eso, como un vago y atrasado espiritualismo.

Semejante confusión se aclara fácilmente: más que en el cuerpo cambiante de conocimientos determinados, el humanismo se ocupa en las características estables del hombre, características que tales conocimientos meramente atraviesan dejando en ellas sus depósitos. Y así, hasta los libreros saben que las bibliotecas privadas de los humanistas conservan mejor su precio con los años que las de los hombres científicos.

Por de contado que ambos puntos de vista, el de la ciencia positiva y el del humanismo, se concilian en la armoniosa cultura. También, en principio, siempre es dable conciliarlos con el sentimiento religioso, a pesar de los desvíos históricos a uno y a otro extremo. ¿Por qué ha de haber siempre reyertas para disputarse la codiciada presa que es la educación humana? La disputa entre el humanismo y la ciencia, o entre el sentir laico y el religioso, continuarán aquí, con nuevos acentos, la disputa abierta en la Antigüedad entre la filosofía y la retórica.

Max Scheler predice la futura y deseable integración de los tres órdenes del saber que él enumera: 1) el saber de salvación, ejemplificado con la India; 2) el saber de cultura, ejemplificado con China y Grecia; 3) el saber de técnica, ejemplificado con el Occidente moderno.**

Hoy el humanismo no es, pues, un cuerpo determinado de conocimientos, ni tampoco una escuela. Más que como un contenido específico, se entiende como una orientación. La orientación está en poner al servicio del bien humano todo nuestro saber y todas nuestras actividades. Para adquirir esta orientación no hace falta ser especialista en ninguna ciencia o técnica determinada, pero sí registrar sus saldos. Luego es necesario contar con una topografía general del saber y fijar su sitio a cada noción. Por lo demás, toda disciplina particular, por ser disciplina, ejercita la estrategia del conocimiento, robustece la aptitud de investigación y no estorba, antes ayuda, al viaje por el océano de las humanidades. En Aristóteles hay un naturalista; en Bergson, un biólogo; y nuestra Sor Juana Inés de la Cruz pedía a las artes musicales algunos esclarecimientos teológicos.

Y es así como se establece la conversación —tan orillada a la controversia— entre el hombre y el mundo, o, como alguna vez hemos dicho, entre el yo y el no yo, el Segis y el Mundo, que tal viene a ser el eterno soliloquio de Segismundo.

Digamos para terminar que esta función del humanismo sólo puede plenamente ejercerse y sólo fructifica sobre el suelo de la libertad: el suelo seguro. Y no sólo la libertad política —lo cual es obvio y ni siquiera admitimos discutirlo por no agraviar a quien nos lea o nos escuche rebajándolo al nivel de la deficiencia mental—, sino también la libertad del espíritu y del intelecto en el más amplio y cabal sentido, la perfecta independencia ante toda tentación o todo intento por subordinar la investigación de la verdad a cualquier otro orden de intereses que aquí, por contraste, resultarían bastardos.

México, 8-VI-1949

* “México en la Cultura”, suplemento de Novedades, México, 12 de junio de 1949, núm. 19, p. 1, con el título de “Idea elemental del humanismo”.

** Más ampliamente se había referido Reyes a esta concepción de Scheler al final de su ensayo sobre la “Posición de América” (1942), en Obras Completas XI, p. 270. (Ver www.alfonsoreyes.org)

Alfonso Reyes, «Palabras sobre el humanismo», Andrenio: perfiles del hombre, Obras Completas XXFondo de Cultura Económica, México, 1979, pp. 402-404.

 

Homero y Hesíodo. Por Alfonso Reyes

HOMERO y Hesíodo son los primeros poetas de la mitología. Heródoto, ya racionalista, pretende que la figura, el bautismo y las funciones de los dioses son obra de Homero y Hesíodo: brillante paradoja. Hoy sabemos bien que Grecia no comenzó en el siglo VIII, ni se fabrican de este modo las religiones. Homero es un “pensador de vanguardia”; Hesíodo, aunque posterior a él y aunque haya sido un justo, es un retardado. Cuando Homero ha concebido ya un panteón o conjunto de dioses panhelénico y superior a los feudalismos, un culto simplificado, una religión purgada de supersticiones, Hesíodo está lleno de pavor primitivo y de consejas vulgares. El claro jonio refleja el adelanto y el señorío de los griegos de Asia; el áspero labriego de Ascra, el atraso de las costumbres aldeanas que por entonces privaban todavía en la Grecia continental. Así se comprende el que Homero se atreviese siempre como un entreacto en la continuidad de las tradiciones religiosas de Grecia, y también el que los maestros de Grecia lo propongan como un ideal de cultura.

Entre las concepciones religiosas de ambos poetas media un abismo. El jonio pertenece a una sociedad principesca con la cual vive satisfecho: mundo penetrado de cielo y mar, de caballeros sin mucho arraigo popular, que desoyen ciertas tradiciones de la tierra o las consideran con una sonrisa tolerante. Su Grecia arcaica está ya muy cerca de la clásica y la supera en algo. Sus divinidades aparecen ya bien definidas y desligadas del terruño. Su panteón o conjunto de dioses es ya una entidad helénica superior a los regionalismos y encaminada a las futuras creencias oficiales, a lo que suele llamarse “el legalismo olímpico”. Nos muestra una única religión de jefes y reyes, no la del pueblo. Junto a los silvestres Dióniso y Deméter, pasa de largo. Sus cultos son simplificados y abstractos, desdeñosos de circunstancias menores. Calla sobre la purificación del homicida y sustituye la vendetta por la indemnización, la romántica por la jurídica. No entiende que se implore a los muertos, ni siquiera a los héroes (héroes, seres mitológicos, no los héroes en el sentido moderno), sino solamente a los dioses, como conviene a una religión aséptica. Ignora la mántica inspirada, que más tarde hará la celebridad de Delfos; calla sobre los grandes festivales sagrados y aun sobre la consulta de los difuntos en los verdaderos centros oraculares (pues la visita de Odiseo al otro mundo acontece en un país fabuloso que Homero llama el sombrío país de los cimerios para de algún modo llamarle). Nada dice sobre la guirnalda del oficiante o la aspersión del altar con sangre del animal sacrificado, todo lo cual parece tener a sus ojos un aire de vulgaridad infantil. Su siglo VIII, el siglo en que vive, queda escamoteado en un siglo XII algo nebuloso y etéreo, el siglo que canta y al que ha dirigido su mirada trascendental de “ciego”. Pese a sus arcaísmos artificiosos y a sus involuntarios anacronismos, no nos permite reconstruir cabalmente una ni otra época, y menos figurarnos el tránsito. Los arqueólogos poco a poco han comenzado a completar aquel cuadro, hasta hoy en retazos, y cuando se acabe el desciframiento de las inscripciones cretenses, se habrá levantado el telón.

Por su parte, el áspero labriego de Ascra, el genealogista de los dioses, que enmarafió todas las leyendas para crear un sistema de mitología, está lleno de sufrimiento y de pavor primitivo. Clama contra las iniquidades y se indigna como los Profetas. Recoge candorosamente las humildes supersticiones y no retrocede ante el horror de su Génesis. En su angustia política, hasta pretende, trasladando al cielo las nuevas inquietudes sociales, que Zeus, tras la victoria contra los Titanes, sea un monarca electo. Tal vez prefiramos el Olimpo homérico, de soberanía divina. Una es la tierra, otro es el cielo. ¿Las leyes universales sujetas al voto electoral? Eso se queda para nosotros, los humanos, no para el gobierno del universo. Ante los mitos sanguinarios y espantables de Hesíodo, no podemos menos de agradecer a Homero el haber labrado sus mitos en oro y en marfil, para alivio de la fantasía humana. Gilbert Murray emprendió hace años un examen sobre la depuración del mito en Homero. Sea una modesta contribución:

La Nereida Tetis echaba invariablemente al fuego a sus criaturas. Como inmortal, no soportaba la idea de concebir hijos mortales. Su esposo, el mortal Peleo, logró salvar de sus garras al indefenso niño Aquiles. De aquella funesta historia ¿qué ha quedado en Homero? Sólo estas palabras de perfecta decencia, llenas de ternura maternal, con que Tetis contesta —en mi traducción— a las imploraciones de Aquiles:

¿Te di a luz en aciaga hora, criatura mía?
¡Viérate en paz tus naves sereno gobernando,
sin que nublase el lloro tus efímeros días!
Mas tu vida es muy breve, tu sino el más nefando;
fue funesto engendrarte en casa de Peleo.*

Las colonias asiáticas en que se ha formado la mentalidad de Homero han visto nacer el racionalismo. Los colonos se reclutaron entre hombres que se sentían responsables de su propia vida y que se lanzaron, cuchillo en mano, a las islas de los litorales y a las desembocaduras de ios ríos anatolios. Dueños del tráfico, prosperaron en el trato con las tribus interiores y con el mar. Olvidaron las tradiciones caseras, se crearon una nueva existencia. La solemnidad supersticiosa de los asiáticos no les infundió el menor respeto. Abrieron los ojos al mundo, con soma y con audacia. La Grecia materna, entretanto, continuaba las rutinas de los abuelos, y cuando aparece en la historia, tiene el aire de una graciosa provinciana y trae los cultos trasnochados. Homero refleja y traduce la “modernidad” del griego asiático. Supieron muy bien lo que hacían los maestros griegos, cuando convirtieron los Poemas Homéricos en textos escolares. Hubieran querido levantar de una vez la imaginación del pueblo heleno a la altura alcanzada por una sola de sus familias, la familia jonia.**

* Ilíada, 413-417. [En el presente volumen, p. 110.]
* * [De acuerdo con la “Noticia bibliográfica”, “El [presente] núm. 6 apareció en Vida Universitaria de Monterrey (11-111-1959)”; pero examinada la colección de esa revista aparece realmente el 18 del mismo mes y año. El error puede achacarse a errata de imprenta. Por otra parte, el boletín de la Biblioteca Alfonsina, de abril de 1959, Nº 4, p. 13, lo registra correctamente publicado en Vida Universitaria el 18 de marzo de 1959. Reyes no le puso fecha al calce ni se refiere a este trabajo en su Diario; con todo, puede fecharse sin mucho riesgo en 1959, año de su publicación. Sobre Hesíodo, véanse en estas Obras Completas, vol. XVII, pp. 265.268, y vol. XVIII, pp. 36-59, 170 y 172]

 

Alfonso Reyes, «Homero y Hesíodo», La afición de Grecia, Obras Completas XIXFondo de Cultura Económica, México, 1982, pp. 373-375 (www.alfonsoreyes.org)