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La conquista de la libertad. Por Alfonso Reyes

“SÓLO es digno de la libertad y de la vida. . .“ 1.—La filosofía plantea así el problema de la libertad:

a) Obro porque quiero.

b) ¿Quiero porque quiero?

¿O hay algo superior, anterior? ¿Ya sea el determinismo general, ya el fatalismo individual?

Pero la moral se limita a la primera etapa:

a) Obro porque quiero,

y estudia su desarrollo lateral sobre el mundo externo:

a) Al obrar, ¿realizo lo que quiero?

—¿Sí? Soy libre. —¿No? Soy esclavo.

(Sólo de la libertad moral trataremos.)

2.—Es evidente que, si todos gozáramos de libertad, el mundo, anulado a contradicciones, no podría subsistir,

—a menos que todas nuestras voluntades fueran paralelas. Ahora bien, el mundo externo es un producto positivo. Con sólo existir demuestra:

o que tiene en sí algo irreducible a nuestras voluntades, fórmula de nuestra esclavitud;

o que resulta él mismo de una combinación de las voluntades individuales. Y si es combinación, no es suma (a menos que, como he dicho, todas las voluntades fueran coadyuvantes, paralelas). Y si no es suma, sacrifica necesariamente parte de las voluntades individuales, en provecho de la otra parte; fórmula, también, de esclavitud —para algunas voluntades al menos: las sacrificadas.

3.—Esto niega la libertad moral como fenómeno general y constante;

no niega que ella sea posible de una manera individual y esporádica: a veces, mi voluntad particular podrá coincidir con el curso de las cosas —y entonces disfrutaré el sentimiento de la libertad. Y diré entonces, con el silogismo de la libertad moral:

Dios pone la mayor

Yo pongo la menor

—Y concluyo mi libertad

4.—Este fenómeno se resuelve en una adaptación. Adaptación cómoda (o libertad) y adaptación incómoda (o esclavitud).

En efecto: puesto que vivir es como encauzarse, el hombre podrá encontrar que el cauce actual de su vida le es fácil (se le parece) o difícil (no se le parece).

A Si el cauce es difícil y el hombre se resigna, crea una libertad artificial, por medio de una adaptación voluntaria. El término libertad artificial podrá resultar paradójico. Dígase, si se prefiere, que en este caso se ha anulado, se ha inutilizado el problema de la libertad.

B Si, siendo todavía difícil el cauce, el hombre proyecta una acción modificadora en vez de resignarse, podrá suceder:

1° Que el río de los sucesos la contraríe, y entonces el hombre habrá engendrado su esclavitud (esclavitud que, en el estado de resignación, no existía). Visto exteriormente el fenómeno, es también la ley de adaptación la que ha obrado, rechazando la acción modificadora del hombre.

2° O podrá suceder que, por coincidir dicha acción con el curso mismo de las cosas, éstas parezcan ceder al hombre: —y entonces cree el hombre en su libertad. Fundamentalmente, ha sido libre. Ha sido eternamente libre en ese instante, aunque antes y después no lo sea. La jaula estaba abierta, no es él quien la abre: no ha sido por eso menos libre. Aquí también, visto exteriormente el fenómeno, ha obrado la ley de adaptación, atrayendo al hombre.

5.—Pero en el caso de la adaptación voluntaria, servidumbre voluntaria o resignación práctica —estado que, como dijimos, anula el problema moral de la libertad— puede haber

—un caso de obediencia, de alegría en ceder,

—o un caso de estoicismo, despecho de la rebeldía.

En el primer caso, se pliega el hombre a lo que ya puede llamarse la sabiduría jesuítica:

—el anhelo de libertad, dice, es un morbo, una dolencia. El obedecer hará que la senda sea de terciopelo. (Le Chemin de Velours. R. de Gourmont.)

Cuerpo y alma desfallecen a la voluptuosidad de entregarse. Descansan en Dios como la esposa reciente en el esposo, diciendo a solas:

—iGran comodidad! No tengo que responder de mí.

Mi voluntad es una con la divina ley.
NERVO

En cambio, en el caso del estoicismo, sólo el cuerpo se da: el cuerpo es el símbolo de lo que no está en nuestro poder. Mas el alma, brava, se conserva. El estoicismo no es más que libertad de imaginación:

—Soy esclavo, arrastro cadenas. ¡Mi espíritu vuela más allá de las nubes!

—Puedes cortarme una mano. ¿Cómo impedirás que te desdeñe? —Puedes quemarme las plantas: me tienes a mí, pero no a mi tesoro.

—Soy tu huésped, me sujetas por la cortesía. Del alba a la noche me has leído tus versos. Me has hecho oírlos. ¿Cómo harás para que me agraden?

Hasta aquí las dos fases de la resignación: la del voluptuoso o jesuita y la del estoico o imaginativo.

6.—Cuando el hombre proyecta una acción modificadora sobre el mundo, decíamos que o fracasa, engendrando su esclavitud, o coincide con un vuelco del mundo y entonces comparte un ritmo de eternidad, y entra y sale por la jaula abierta. Y ocurre una digresión sentimental:

¿Se puede prever el fracaso, se puede prever la coincidencia feliz? ¿Hay un tacto metafísico por medio del cual el hombre escoja, para obrar, el instante en que se ha abierto la jaula?

Pues queda por averiguar —y es lo que interesa más a la acción— si hay, junto al jesuitismo y al estoicismo, una tercera solución que consista,

además de entregarse en cuerpo y alma,

además de entregar el cuerpo y salvar el alma

= en oponerse con cuerpo y alma y en emanciparse con ambos:

en romper los hierros de la cadena, a la vez que soñarse más allá de las nubes: en desdeñar al verdugo, a Cortés o al mal poeta; pero evitando a la vez que nos troce la mano aquél, el otro nos abrase las plantas y éste nos arañe las orejas.

Si, como dijimos, la libertad puede, a veces, producirse, siempre que los actos individuales coincidan con el curso de los destinos, ¿qué signo espiaremos para lanzarnos a la conquista de la libertad?

7.—Reflexionemos: la mayor parte de nuestra energía, la energía oscura, el hecho animal de nuestra vida, tiene éxito, realiza su libertad (o así nos lo parece); cumple su tendencia. No se trata ya de resignación: el animal no se adapta voluntariamente, no se pliega al curso de las cosas: él es el curso de las cosas; es, a un tiempo mismo, cauce y río. Y así, anula el problema de la libertad, por una tercera manera. ¿Quién lo guía? El instinto.

Admitamos por un instante que el objeto de la razón es crear, acumular instinto. Que el hombre no es el último cernedor natural, de donde el universo salga en espíritu, sino la primera y tosca máquina, la que desbasta espíritu bruto para irlo incorporando en materia, en hábito, en vibración refleja, en instinto. (Dentro del campo sociológico, diríamos: en institución.) La hipótesis no es chocante. La vida quiere éxito y, en el sentido del éxito, ¿de quién ha de ser la primacía? ¡Duda todavía la razón, cuando ya el instinto ha acertado!

La libertad será de aquel para quien el raciocinio sea un peldaño ligeramente tocado, rozado apenas, y que guarda en su tesoro interior fondos inagotables de instinto, sana animalidad; la libertad, del que se hace señas con las cosas.

No es la sumisión, la aceptación pasiva, sino la colaboración con el mundo —secreto de la victoria—. Se logra (si cabe en esto la educación personal) por una voluntad de astucia perennemente renovada, por una actitud ágil y eléctrica, que acecha la idea y, en cuanto brota, la trasmuta en nervio y en chispazo. Es un paralelismo profundo del yo con la historia. Es la estrella, la fortuna positiva del Héroe de Gracián. El varón de libertad que ella crea se llama el fuerte.

8.—Proceden, pues, de la sumisión el voluptuoso y el imaginativo. Del acierto procede el fuerte. Mas ¿si falta el instinto? ¿Si el oído es sordo al campanillazo de la fortuna? ¿Si no se es voluptuoso, ni imaginativo, ni fuerte, y, sin embargo, se es rebelde? ¿Si la estrella es contraria y, en vez de la fortuna positiva de Gracián, se tiene la fortuna negativa con que lucha el Príncipe de Maquiavelo?

Entonces se es naturalmente ridículo; pero, humanamente, sublime. Se es raro, en suma.

No le queda al raro más que ensayar incesantemente la emancipación, hasta que, en la rotación de los destinos, pueda escapar por la tangente. Cometa caído en una zona imantada, recorrerá por siglos la órbita ajena antes de que pueda liberarse. Quizá sin el lastre de su energía personal (su fuerza de rareza), seguiría girando siempre en la curva esclava.

Al raro no le queda más que ensayar el asalto al muro todas las noches, y discurrir cada aurora nueva traza o nueva emboscada. Posible es morir en la brega, mas no queda otro medio. Un pequeño hábito absurdo, cultivado diariamente con asiduidad, puede emanciparnos hasta de las leyes naturales.

El vicio. —Un pequeño hábito absurdo-. Noé prueba una sola vez el jugo de la vid. No es vicioso. La historia humana, según la tradición israelita, se hubiera alterado de haber insistido Noé en el acto absurdo hasta llegar al hábito absurdo. El raro no es más que el vicioso: falsa solución al problema práctico de la libertad, en su origen; y, en su reiteración ulterior, rutina morbosa. Noé descubre una nueva modificación del mundo. Si hubiera sido un raro, es decir, un rebelde débil, hubiera insistido en su capricho. Pero Noé había hecho pacto con Jehová, y tenía el sentido de la vida. Despertó de su vino, y maldijo al que lo había difamado. Ahora bien, difamar es dar un carácter estable, trasladar a la categoría de “reputación” lo que constituye un acto fugitivo, una excepción que apenas deja huella en la vida. Difamar es gritar sobre las plazas lo que se hizo, una sola noche, en la cámara secreta. Desacreditar consiste en escoger los flaqueos ocasionales de un hombre para hacerlos pasar por su estado consuetudinario y habitual; desacreditar es decir que un rey es alcohólico, porque un día de juventud militar mezcló con poca agua su vino; es decir de un rey que es tirano, porque un día de ira sagrada se exaltó contra alguno de sus aduladores. Y la maldición de Canaán cae sobre los agitadores de las plazas públicas: porque son los siervos de los siervos de sus hermanos.

Curioso es notar que no es otro el procedimiento mental que ha dado su nombre a los pecados capitales. La tabla de la doctrina contiene dos clases de preceptos: unos prohiben hábitos perniciosos, y los otros, actos perniciosos. Hábitos como la pereza o la gula; actos como el homicidio, el adulterio y el robo. Éstos, como casos agudos del mal, la ley los erige en delitos; mientras que deja los otros al castigo de la sanción social. Y, sin embargo, el jurado popular, representante más o menos justo del sentido común, absuelve a los delincuentes muchas veces; y no por ignorancia de su delito, mas por justificación de su delito. Si se examina de cerca en qué consiste la justificación, se verá que consiste en las “circunstancias” que acompañan al acto juzgado; en los matices del acto, en lo que le da realidad concreta y única, distinguiéndolo por sólo eso de todos los demás actos que reciben el mismo nombre. El acto juzgado ha sido tan individual, tan único, que no merece ser castigado, ser “desacreditado”. Es como si el defensor dijera: “Sí, hemos matado a un hombre; pero no somos asesinos. Asesino es nombre genérico, y quiere decir hombre que mata a otro. Pero ése no es nuestro caso; nuestro caso no es genérico, es único: Fulano que mata a Mengano en determinadas circunstancias especialísimas. Hasta el verbo matar, por demasiado genérico, nos está estorbando. Porque lo que aquí sucede es tan único, que debiera llamarse de otro modo. El uso del verbo matar —a que la pobreza del lenguaje me obliga— nos está desacreditando, y parece erigir en hábito constante lo que ha sido para nosotros una cosa excepcionalísima, única, que no pudo suceder antes ni podrá suceder’ después, ni haber sido ejecutada por otro, ni en otro.”

Tocamos el límite de las posibilidades del lenguaje, y corremos el riesgo de que se nos oponga que todo homicidio es un acto individualísimo, único, y lo demás. Sí, así es teóricamente. Pero, en la práctica, nos atenemos al jurado popular, al sentir común, que unas veces sabe absolver y condenar otras, según que el caso especial se parezca más o menos al acto genérico de matar; según que el caso represente más o menos un estado de maldad, una reiteración psicológica en el acusado, o una ofuscación instantánea: instantánea, por la calidad y la cantidad; según que se deba o no se deba establecer para el acusado una reputación de asesino.

Por otra parte, tampoco es otro el procedimiento de la caricatura. Si un ministro ha asistido en una semana fatal a tres banquetes, el caricaturista lo pintará en adelante siempre entre banquetes y brindis: lo hará banquetear en los salones del Palacio, en las oficinas del Ministerio, en su casa y las de sus amigos, y hasta en los aguaduchos de la calle y con horchata de chufas a falta de otra cosa. Así le creará una reputación de goloso. Si un hombre tiene una nariz desmedida, el caricaturista lo hará emplear su nariz para todo y a todas horas: beber cerveza, decir discursos, usar de ella como de bocina de auto, todo con la nariz. Y al fin, con Quevedo, acabará por convertir aquella nariz en la persona, y a la persona misma en apéndice de la nariz:

Érase un hombre a una nariz pegado…

¡A cuántos políticos no se ha hecho así una falsa reputación de imbéciles! Y el ‘Pacheco’, de Eça de Queiroz, que logra una falsa reputación de talento, no es más que una caricatura inversa.

En suma, que tanto la ley como la caricatura, tanto las energías severas como las energías cómicas de la sociedad, castigan, en el vicio, la reiteración. (Al menos, éste es un aspecto de la verdad: el único que aquí me interesa y el que considero como más importante.) Y, negativamente, el castigo nos permite definir la falta: vicio es una reiteración ilícita.

Veamos, en efecto, lo que hace la naturaleza, y no la estudiemos en los libros de sus enemigos.

No encuentro mejor imagen de la naturaleza que la de una vieja consentidora, una vieja de amor como la Trotaconventos o la Celestina. Es enredadora como ellas y, como ellas, anda zurciendo voluntades por toda la tierra. A veces, desde su sonrisa, deja caer alguna cabalística orden como las de Celestina a Pármeno; alguna de esas leyes de la naturaleza de las que ya nadie hace caso bajo el sol. Y aun parece que las dictara para darse el gusto de ser desobedecida, o aun para —a sabiendas— tentarnos a contrariarlas, proponiéndonos una orden simulada y permitiéndonos jugar al libre albedrío. No es amiga de la conducta severa, y en esto se parece a los griegos, que identificaban al bárbaro por sus inhumanos esfuerzos de severidad. Porque el griego grita si algo le duele: tiene legítimo derecho; y Mahaffy —grande autoridad— nos asegura que lloraban siempre antes de entrar en combate; por lo que, entre los pueblos bárbaros, tenían fama de cobardes. “Siempre estaban prontos —añade— a reírse de un chasco, a llorar sobre un infortunio, a indignarse de una injusticia, a deleitarse con una travesura, a atemorizarse ante lo solemne, a mofarse de todo lo absurdo.” ¿Hay cosa más contraria a la bárbara gravedad de los castellanos? Pues así es la naturaleza. Y lo que castiga en el vicio es la repetición. A los viciosos los castiga su falta de estilo natural, su estúpida reiteración. Marco Aurelio, filósofo adusto, deja entender que el vicio no es perjudicial al alma ni al cuerpo, como a tiempo se le abandone. ¿Persistir en el vicio, ser severo dentro del vicio, hay mayor absurdo? A la naturaleza convienen la ondulación y la variedad apacible, aun cuando ello suponga ligeras desviaciones de la línea normal. La naturaleza no es madre avara, ni nos exige toda la miel de nuestros panales. Ella sólo en parte se aprovecha de la actividad de sus criaturas: donde se alimentan la conservación de la especie, las industrias y la moral. Y el resto lo regala a sus hijos para que hagan con él lo que mejor les plazca: de donde han nacido el juego, el arte y el vicio.

Veamos el caso del amor: los sexos mismos no están deslindados como debieran. En sus múltiples encuentros, los hombres y los animales se equivocan más de una vez. Y de los mil encuentros posibles, sólo uno aprovecha la naturaleza. De todas las flores de un rosal, sólo dos o tres producen simiente. Las otras son como los niños o como los poetas, sin que el rosal padezca por eso. ¡Oh, si la naturaleza fuera avara! Si ella aprovechara las mil combinaciones posibles de la vida, ¿qué sería la tierra, qué sería nuestra “diosa de verdes cabellos”? Imagino que viviríamos entonces como en un paquete o masa compacta y triturada de seres y cosas; pienso que los bosques no tendrían claros, o mejor, que toda la tierra sería un bosque macizo, por entre cuyas hendeduras sutiles se asfixiarían, descoyuntados, los hombres y los animales. Seres y cosas se disputarían los palmos de espacio, y entonces sí que habría que hacerse campo en la vida.

Pero la naturaleza consiente los actos desviados y, vieja niñera tolerante, deja que los chicos le echen tierra a los ojos. El mal es el hábito perverso. Más aún, todo hábito exagerado es malo. ¿Del hábito al vicio hay siete leguas? No os calcéis jamás con las botas de siete leguas.

En fin, y puesto que el pequeño hábito absurdo no nos lleva a la verdadera libertad, ¿se puede, científicamente, esperar que la educación nos enseñe a magnetizar el éxito? Nadie duda ya de que hay hombres que pueden hipnotizar. ¿Podríamos aprehenderlo todos? He dicho: la libertad, del que se hace señas con las cosas. ¿Pudiéramos aprender este maravilloso alfabeto? No es del todo extraño a las mujeres; pero en ellas es connatural. ¿Cómo se aprende?

La filosofía de Gracián. ¡Cuánta fe tuvieron en la educación nuestros abuelos!

Enseñaban a ser poeta —y de aquí la Poética; enseñaban la cortesía—: testigo el libro de Castiglioni y los muchos Galateos españoles; la ética práctica, la educación moral, de ellos la heredamos legítimamente: ¿no enseñamos todavía a ser bueno? Enseñaban a ser santo, como en los Ejercicios de Loyola; o a ser héroe, como en Gracián. Un concienzudo crítico francés. asegura que las excelencias o “primores” del héroe de Gracián son innatas; nos es imposible adquirirlas. Y, en efecto, éste es el problema de Gracián: las cualidades de su Héroe, de su Discreto, de su Político y, en general, de su “sujeto de educación” ¿son adquiribles para quien no las posee innatas? Al menos, así lo afirmaba Gracián: “Emprendo formar con un libro enano un varón gigante. Aquí tendrá una arte de ser ínclito con pocas reglas de discreción”, dice en el El héroe. Y en El político: “Propongo un rey a todos los venideros.” Su héroe es, pues, un modelo propuesto a la imitación: sus virtudes —frutos del azar y la buena estrella— resultan, en efecto, inadquiribles para toda interpretación intelectualista de la conducta. Mas ¿cómo lo juzgaría Gracián? ¿Cómo lo juzgará esa filosofía moderna para quien la mente humana puede “aprender a pensar de otro modo”?

Gracián —y en esto no reparan sus intérpretes generalmente— era jesuita. Había practicado los Ejercicios espirituales de Loyola, que constituyen un sistema pedagógico y disciplinario profundamente intuitivo.

Quería Luis Vives que el cuadro sinóptico de las figuras gramaticales se colgase al muro del estudio, para que el estudiante, al pasar por el salón, lo tuviese siempre ante los ojos, y así las figuras le fuesen entrando y grabándosele por los ojos. De igual suerte Loyola propone al discípulo la “composición de lugar” —cuadro imaginario de los sucesos y meditaciones que el “paciente” psicológico ha de tener a la vista durante cierto tiempo— para que sus enseñanzas, “fruto de la meditación”, broten del alma y sean asimiladas por ella mediante una especie de proceso mecánico o una plástica trascendental. Así propone Gracián al lector su Héroe, su Discreto, su Político, llenos de virtudes intuitivas y naturales, como otros tantos temas de ejercicio espiritual. La existencia de su Héroe se debe a condiciones no racionales; pero podemos adueñamos de ellas por procedimientos tan racionales como empíricos. El éxito es un arte y se aprende como todas las artes, como la carpintería, por ejemplo: viendo y ensayando; echando a perder al principio, para acertar al fin. Un curso práctico de éxito completaría el cuadro ideal de la escuela: admirándola y ejerciéndola, es como se aprende la virtud. La contemplación y la acción son los dos resortes de la libertad práctica.

Y así propone Gracián el paradigma del héroe, y después alienta a ensayarlo. “Que el héroe practique incomprehensibilidades de caudal”, aconseja:

Sea ésta la primera destreza en el arte de entendidos, medir el lugar con su artificio. Gran treta es ostentarse al conocimiento, pero no a la comprensión; cebar la expectación, pero nunca desengañarla del todo. Prometa más lo mucho, y la mejor acción deje siempre esperanzas de mayores. ¡Oh, varón cándido de la fama! Tú, que aspiras a la grandeza, alerta al primor: todos te conozcan, ninguno te abarque. Que, con esta treta, lo moderado parecerá mucho. Y lo mucho, infinito, y lo infinito, más.

Y de este manual práctico a un manual de carpintería ¿hay alguna diferencia esencial? ¡Como no sea lo escurridizo de las cosas del alma, siempre menos leales que la materia, menos fáciles de captar!

Para fijar mejor mi actitud ante este problema práctico, expondré un ejemplo que hasta por lo excepcional conviene mejor a mis explicaciones.

La evocación de la lluvia. A sus dioses labradores pedían los antiguos la lluvia y el sol, como a San Isidro los cristianos, y les pedían amparo contra las fuerzas del rayo, como a Santa Bárbara los cristianos. Y, seguros siempre de influir con sus plegarias en todos los fenómenos de la siembra, orientaban su voluntad para el logro de las semillas, y la sentían transformarse en brotes y estallar en las mazorcas pesadas. Porque ¿cuál fruto no provenía de su intercesión ante las divinidades? Pues su sortilegio había traído —como junta una lente los haces paralelos de luz— a convergencia las fuerzas naturales, para el provecho de sus campos labrantíos y sus sementeras.

Así, las románticas concepciones, la mística interpretación del retoño y del fruto que se aprendía en Eleusis, se complicaban sin duda con una idea de voluntad individual, de deseo mantenido e intenso, el cual se demostraba en los himnos de ritual y en los gritos sagrados anunciadores de la Primavera. Es decir: que hacían bajar a través de su pensamiento, y desde la divinidad, las cosas de la tierra, realizando el prodigio de encarnar sus propias ideas y utilizarlas diariamente aun para la alimentación y el vestido; que también hacían prosperar las greyes, ricas en lana, como los pámpanos de azules racimos, como las abejas melíferas.

El pastor que, apartado hacia las laderas del Ménalo, pedía a los dioses una noche apacible para dormir a su sabor y limpiaba su ánimo de terrores nocturnos por la plegaria, sentía su deseo, sentía su pensamiento transformarse en paz de los campos, en tibieza del aire y luz tranquila de las estrellas; y confusamente se adueñaba, si los elementos de la noche y del paisaje correspondían a su súplica, de todas las cosas del redor, como si las tuviese por hijas —aunque indirectas— de su voluntad.

El pueblo guarda la fe en las evocaciones (hasta involuntarias), y teme provocar las catástrofes pensando en ellas. Todos sabemos de estas supersticiones, y al tropezar con alguno de quien hacíamos interiores recuerdos, queremos pensar que nuestra evocación lo trajo a nuestro camino, lo creó allí para nosotros, o lo trasladó allí para obediencia de nuestra voluntad invisible. Y ¿quién no ha vivido escenas como si las estuviera inventando? De esta manera, parece que practicásemos el idealismo de los filósofos: el pensamiento engendra el mundo.

Yo tengo una experiencia reciente, pero indirecta y elaborada por el hábito de asociación y el sentido literario de la analogía:

—He permanecido escribiendo durante un tiempo que no podría yo apreciar; pero lo imagino largo, a juzgar por la ausencia de mi sentido individual —denunciadora de una prolongada y ya inerte atención sobre las ideas como cosa aparte del pensamiento mismo. No dejé, pues, de asombrarme al cobrar de pronto —cual por una caída súbita de algo que interiormente se elevaba o un despertar de sonambulismo— la conciencia de mi vida real, de mi vida limitada, finita, que una momentánea abstracción (libre del espacio y del tiempo) me había hecho concebir infinita.

Mientras buscaba mis vocablos y oía, interiormente, las frases, que se iban ordenando y cambiando hasta salir por la pluma luego que sonaban a cosa viva, por sobre mi mentalidad en ejercicio, al modo de la preocupación musical que sirve de guía al músico, a la manera del sentimiento lírico o plástico, que sirve de musa al poeta, como la tinta maestra a que se amparan los pinceles para no romper una sinfonía de colores —a mí me invadía la impresión de una lluvia fina. Todos los poetas saben que se piensa en dos cosas simultáneamente: una, estática, que es como el fondo decorativo en los bailes; otra, en perpetuo desarrollo, que es como el festón de mujeres, ondulante. Mi escrito escurría de la pluma, afinado en el sentimiento de una lluvia tenue de cristal.

Cuando levanté los ojos cansados, pude notar que, tras los vidrios de la ventana, monótona y callada, obediente a mi pensamiento, ya había bañado las calles y temblaba en el aire una lluvia fina de cristal.

Pues bien, aplicando otra vez el lenguaje de que he usado al principio de este capítulo, diré que ese día de lluvia la jaula se había abierto un instante, y yo pude entrar y salir por ella. Una vez al menos, yo he podido evocar la lluvia. ¿Cómo hacer para adquirir definitivamente ese don? Ya no descansaré más mientras no aprenda a evocar la lluvia. Ya vislumbré los caminos de la emancipación. O me apodero de ellos, o quiero morir en el asalto. Y lo que arriesgo en este caso de conquista sobrenatural ¿no había de arriesgarlo en la multitud de experiencias naturales de todos los días?

París, 1913

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Fábula de los lectores reales. Por Alfonso Reyes

ÉSTE era un rey de Francia, por los días del Renacimiento, gran mecenas de las artes y de las letras, poeta él mismo, que se llamó Francisco I. Con él podían tratar de tú a tú los humanistas y sabios de la época, como Guillaume Budé, a quienes tenía por consejeros y amigos. A él se debe la institución de los “lectores reales”, institución que daría origen al Colegio de Francia. Esta ilustre casa de estudios vive aún en plena gloria y ha sido, más o menos, el modelo del Colegio Nacional creado en México hace diez años, para bien de nuestra cultura, por inspiración, sobre todo, del inolvidable Antonio Caso.

Entre los hechos más señalados del Renacimiento francés, ninguno iguala en trascendencia a la fundación del Colegio de Francia, el cual ejerció influjo profundísimo en la vida intelectual de Europa, mediante ese su nuevo régimen de enseñanza que Rabelais ha pintado en la carta de Gargantúa a Pantagruel:

“Hoy el mundo está lleno de sabios, preceptores muy doctos y muy abundantes bibliotecas.”

Hay que recordar, para ser justos, que el rey Francisco I, prisionero en España, había podido observar de cerca la admirable Universidad de Alcalá, obra del Cardenal Cisneros. El rey no olvidaría nunca la impresión entonces recibida, y por muchos años estuvo acariciando el proyecto de corregir en algún modo las ya lamentables deficiencias de la Sorbona.

En efecto, hacia el primer tercio del siglo XVI la Universidad de París, la inmortal Sorbona, padecía una de esas crisis que son meros reflejos de la desazón general. Sus enseñanzas, ya exangües y rutinarias, no acompañaban ni con mucho el ansia de renovación. Las luces que, de Italia, se difundían al resto del Occidente y derramaban por todas partes los tesoros de la antigua sabiduría, no lograban penetrar las densas nubes de la escolástica tradicional en que se envolvía la Sorbona. La Universidad, de espalda al tiempo, olvidaba su hermoso pasado y su misma razón de ser.

FranciscoIReyes

Pues ¿no llegó la Universidad a considerar con malos ojos el que la regia voluntad de Francisco I creara un cuerpo de profesores para enseñar el latín, el griego y el hebreo? Aun persiguió a algunos de estos profesores, acusándolos de entregarse a los pecaminosos contactos con la cultura pagana, y especialmente, de contaminarse con la herejía de los reformistas o luteranos, por el empeño de acercarse al texto de los Evangelios según el criterio científico.

Pero estos catedráticos de humanismo —los lectores reales— habían echado a andar una poderosa máquina que ya nadie lograría detener. Ellos contaban con el favor real, cierto; aunque hay que entender lo que eso significa. No todo fue para ellos vida y dulzura; no se crea que su magna obra ignoró el dolor y el sacrificio: al contrario.

Ya, diez años antes de nombrar a sus lectores reales, Francisco I había hecho un bosquejo de sus vastos planes, encomendando al erudito Juan Láscaris, de Milán, un curso de griego para una docena de estudiantes. ¿Y en qué paró este ensayo? Láscaris, mientras pudo, tuvo que sostener de su propio bolsillo aquella cátedra singular, sin recibir del rey más que ofrecimientos y buenas palabras. A los dos años, Láscaris se vio obligado a cerrar sus puertas.

Las preocupaciones políticas y militares, el malestar moral que pesaba sobre Francia, los progresos de la Reforma y, para colmo, el golpe teatral que vino a ser la derrota de Pavía hicieron que Francisco I abandonara por unos años sus sueños de cultura. Finalmente, le fue dable nombrar a sus lectores reales hacia 1530.

Pero véase la situación de estos campeones renacentistas. Desde luego, la Sorbona los perseguía con sus rayos y fulminaciones. El ambiente estaba tan cargado, que aun haría víctima del encono religioso y arrancaría algunos gritos de combate a un poeta cortesano como Clement Marot, nacido para la dulzura. En la práctica, los programas de lenguas clásicas y orientales resultaron realmente excesivos, y hubo quienes diesen lecciones durante cuatro y cinco horas diarias. Los cursos se diseminaban por varios sitios de París, pues los lectores reales aún carecían de inmueble propio y acudían a la hospitalidad de cinco o seis colegios que se escalonaban por la montaña de Santa Genoveva. Las salas eran muy exiguas para los numerosos auditorios, y algunos maestros tuvieron que profesar al aire libre. En teoría, y sólo en teoría, se les concedió una asignación de 450 libras al año; pero si el rey otorgaba generosamente estas subvenciones nominales, la Administración de Finanzas no podía pagarlas. Así, los salarios correspondientes al año de 1531 sólo se pudieron cobrar en 1533.

Cuando se ausentaba de París el Cardenal Du Bellay, los pobres lectores reales, faltos de valedor, se encontraban en tan aflictivas condiciones que Jacques Toussaint y François Vatable le escribían diciéndole sin ambages: “Nos dejan perecer de hambre”. Y le contaban también que el colega Jean Stracel había debido interrumpir los cursos e irse a su tierra natal de Flandes para allá juntar, entre sus parientes, algún dinero que le permitiera mantener su situación en París… Tales fueron los humildes orígenes del Colegio de Francia.

Moraleja: ¿ Será necesario repetir que en todas partes cuecen habas?*

III-1953

* Cadena “Informaciones de México”.

Alfonso Reyes, «Fábula de los lectores reales», A campo traviesa,  Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 426-429.

 

 

Para recordar un poco. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Julio Torri

París, 2 o 3 de febrero de 1925

Julio recordado y querido: ¿Por qué no recibo cartas tuyas? Yo tendría derecho, entre tanto viaje y las emociones del cambio, para olvidar un poco. Y soy, de los dos, el que más se acuerda. Quisiera saber de tu vida. ¡Yo siempre con mis curiosidades incurables! ¿Sigues en esa oficina de las lindas muchachas? ¿Qué haces ahora, además de amar? Ama, hijo mío, hasta que llegue la hora del amor. Y, cuando llegue esa hora, no dudes en confiarte a mí, que ya sé bien lo que es llorar.

El campo de Roma era dulce y como embrujado. En los fondos dorados del Pinturicchio, se dibujaban esos pinos en sombrilla que tanto le han seducido en las estampas. Un aleático dulce, bebido en Ostia, a vista del mar, nos hacía felices y elocuentes. Yo me atreví a romper un secreto de diez años, un vino de deseo sellado bajo diez cónsules. Yo sé bien que tú —si fueras mi confesor— me absolverías.

¡Si vieras, Julio, qué calidad sensible iba tomando el aire, con el crepúsculo! Había por ahí unas ruinas, formadas militarmente como en calles, y había por el suelo columnas rotas como mis sonetos a medio hacer. Una voz dulce me decía: menos mal que te caen en gracia mis cosillas.

Si, como sospecho, eres filólogo, ya sabes que frases como ésta sólo se construyen en un rincón del mundo.

¿Y después, oh Julio? La niebla de París, atravesada de sol, que quita su peso astronómico a las horas. ¡Qué difícil no salirse de la realidad, viviendo en París! Esta ciudad vive con un mecanismo de relojería, y —sin embargo— yo siempre siento (quizá por eso mismo) que estoy a punto, a riesgo de dar ese otro paso más, ese paso místico, fuera de sitio, que ha de convertirme en fantasma. ¡Oh gozoso miedo! Aprieto sobre mi pecho el fruto de la vida con una fruición de ladronzuelo.

—¿Nos juntaremos otra vez en Niza, en Chamonix, en Cannes?

—Quisiera dejarte un buen recuerdo. Te he visto palidecer en mis brazos, y por eso estoy orgulloso.

Y cierro los ojos, entro por el túnel del Simplón de la tournée diplomática, y ando dejando, en todas las puertas, tarjetas con los picos doblados. Detrás de una puertecita, quisiera dejar—con el pico doblado— mi corazón. Adiós, mientras tú y yo doblamos el pico, escríbeme. Nuestra comunicación es de lo mejor que tenemos.

Te abraza,

Alfonso

 

Julio Torri, Epistolarios. Edición de Serge I. Zaïtzeff, UNAM, México, 1995, pp. 169-170

http://www.alfonsoreyes.org/epistolas.htm 

Ángeles. Por Alfonso Reyes

A Jean Cocteau

Los ÁNGELES con joroba,

Juan Coqueto,

los ángeles con joroba

no llevan cruz en el pecho.

No llevan escapularios,

ni llevan nada.

Sólo —Dios sabe por qué—

cargan alas a la espalda.

En tiempo de mis abuelos,

los ángeles con joroba

solían contar un cuento,

sabían labrar, sabían

cocinar para el convento.

Se han olvidado de todo

ahora, con tanto invento.

Si antes, a todo apurar,

eran ángeles domésticos,

como no sirven de nada

son ahora más angélicos,

del modo que, sin la rima,

el verso ha de ser más verso.

Ya no ayudan, ya no velan,

ya no nos cuidan el sueño;

ya no vamos recostados

en ellos, como el poeta.

La ley de gravitación

los deja insensibles. Ellos

y los suspiros no hacen

nada por el Universo.

Ya no sirven para nada,

son ángeles, sólo eso.

Río de Janeiro, 1931.—OV. RA

Alfonso Reyes, Obras completas X, Constancia poética, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, pp. 132-133.

Conversación entre Valéry Larbaud y Alfonso Reyes

Virgilio es decididamente el poeta de todos los pueblos. A la vez que aparece la obra de T. J. Haarhoff, Vergil in the experience of South Africa (Oxford, Blackwell) -cuya tesis no tiene nada de caprichoso, al acercar hasta el alma de los boers ciertos ideales virgilianos- algunos, en México, hicimos un esfuerzo por demostrar que Virgilio también a nosotros nos pertenece. Por mi parte, y en mi medida, tomé la materia virgiliana, que lleva dos mil años en la elaboración en la mente de los hombres, como zona de pensamiento, y me atreví a ver a través de ella, como a través de una lente, el espectáculo de México. Mi punto de vista recibe la confirmación más hermosa en estas palabras de Valéry Larbaud:

París, 10 de noviembre de 1931.

Sí, la Eneida es el poema de la Conquista: en ella podrían insertarse las ilustraciones de aquellos libros de los siglos XVI y XVII que se refieren a los viajes y a las empresas de los conquistadores, a las entrevistas con los caciques, las guerras con los indios, la penetración por vía fluvial de países desconocidos. Todo es transportable del Mediterráneo y del Lacio al Atlántico, a las Antillas y a tierra firme. Por ejemplo, he aquí un epígrafe para una descripción de México, o del Perú, antes de la llegada de Cortés, o de Pizarro:

Nunc age, qui reges, Erato, quae tempora rerum, Quis Latio antiguo fuerit status, advena classem Quum primun Ausniis excersitus appulit oris Expediam…

Préstame ahora tu auxilio, ¡oh Erato!, para que diga cuáles fueron los reyes, cuáles los remotos sucesos, cuál el estado del antiguo Lacio, cuando un ejército extranjero arribó por primera vez en sus naves a las playas ausonias. 

A decir verdad, los hechos relatados en la Eneida son de corto alcance, en comparación con la conquista de América, pero el tono épico los magnifica. Y la igualdad poética es completa entre Colón, el Adelantado, Ojeda, Balboa, Cortés, etcétera, y Eneas; así como lo es entre los caciques de México y el Perú. En cuanto a las Geórgicas, es el poema que muestra cómo se da valor a los territorios conquistados, una vez pasada la «fiebre de oro» de los primeros momentos, y tal poema es aplicable dondequiera que haya valles y fértiles llanuras. Acaso Virgilio y la parte lírica de la Biblia (los Salmos, el Cantar de los Cantares en Sor Juana Inés de la Cruz) y, hasta cierto punto, Ovidio, estén en la base de la lírica del Nuevo Mundo.

Alfonso Reyes, «Apéndice sobre Virgilio y América», Universidad, política y pueblo, UNAM, 1967, pp. 65-66