Cosas del tiempo. Por Alfonso Reyes

SAN PASCUAL BAILÓN, hijo de campesinos, pastor, mandadero y lego de conventos, fraile franciscano, mensajero de su orden por tierra de hugonotes —que sufrió, a la ida y a la vuelta entre España y Francia, males y persecuciones sin cuento—, gran ayunador, alma y cuerpo de roble para sufrir mortificaciones y penitencias, nació el 17 de mayo de 1592 (le he dedicado por ahí, como a mi patrono, una “estampa popular” en romance), y fue canonizado 70 años más tarde. No sé dónde se le pegó un motivo folklórico que lo emparienta en la tradición de Rip van Winkle y de los milagros contados por don Alfonso el Sabio, motivo que, desde luego, no consta en las hagiografías oficiales.

La leyenda lo hace cocinero en un convento de religiosas. Yo lo he oído invocar por viejas guisanderas a la hora de encender el brasero:

San Pascual Bailón,

baila en mi fogón.

Y dice, además, la leyenda —no se agravie la historia—que salió un día al jardín del convento para tirar el agua en que había lavado los trastos, oyó cantar un pajarito, se detuvo —extasiado— a oírlo, y cuando volvió al convento lo encontró mudado en cuartel; preguntó, asombrado: «¿Y el convento? ¿Y las monjas?” —“Sí —le contestaron—. Hace un siglo hubo aquí un convento de monjas.” ¡El santo se había pasado cien años, en unos minutos, oyendo cantar al Pajarito de la Gloria!

La interpretación físico-matemática del caso no es hoy difícil, hoy que conocemos las travesuras del tiempo. Uno de los Breviarios recién publicados por el Fondo de Cultura Económica (La física del siglo xx, por Pascual Jordan, excelente obra de vulgarización) expone así, con nitidez, un ejemplo de Einstein sobre la “relatividad de lo simultáneo”:

Supongamos un navío aéreo que marcha a una velocidad enorme, casi equivalente a la de la luz (300 000 kilómetros por segundo). Supongamos también que su tripulación vuelve a la Tierra después de un año de viajar a tal velocidad algo menor que la luz (exactamente, 0.05% menos). Los relojes de los tripulantes han marcado, dentro del navío aéreo, justamente un año de tiempo, las provisiones para el año se han agotado; los cabellos han encanecido según las penalidades de un viaje de un año por los espacios estelares. Pero he aquí que, llegados a la Tierra, los tripulantes se encuentran con que, en ese tiempo, la especie humana ha envejecido ¡en cien años!

¿Será que, de modo parecido, y con una velocidad todavía mayor, San Pascual, en su éxtasis, fue transportado por los ángeles? Y que la velocidad angélica sea mucho mayor que la velocidad de la luz lo damos por admitido.

Resulta que, cuando hablamos del tiempo, hablamos de muchas cosas distintas, y hay que entenderse previamente. Hay el tiempo que define Bergson y que en castellano correcto, aunque anticuado, pudiéramos decir “la durada real”: sentimiento del fluir, conciencia del constante tránsito en cuyo fondo Heidegger ve agitarse la nada, música sin melodía o melodía sin música. Hay el tiempo físico de los relojes, que ahora se entiende implícito en el espacio inseparable de él, de donde la “relatividad” y las varias soluciones propuestas para explicar cómo es que Aquiles da alcance a la tortuga, aunque ésta, en la proyección estática del suelo, le llevaba de ventaja diez metros, un metro, un centímetro, un milímetro, un diezmilímetro, etcétera. Hay el tiempo psicológico de que dice Jorge Manrique “¡cuán presto se va el placer!” y que a la inversa hace sentir a Oscar Wilde el sufrimiento como “un momento muy largo”, o que hace encanecer de dolor a María Antonieta en una noche, y del que cantaba Baudelaire: “¡Tengo más recuerdos que si tuviera mil años!” Todo ello, concepto métrico de las cargas emocionales. Hay ese tiempo biológico de laboratorio, que permite sospechar el compás de una vida y su duración por lo que tarda en cicatrizar un rasguño, etc., etc. ¿Y por qué no el sentimiento romántico del tiempo?

A la luz de un relámpago nacimos

y aún dura su fulgor cuando expiramos.

Donde cae la queja de Teofrasto moribundo, y de tantos otros: ¿Por qué dio la naturaleza tan larga vida a ciertos brutos, que no saben cómo emplearla, y a nosotros nos interrumpe en lo mejor del trabajo y el estudio? Lo que el adagio antiguo compendia en aquella moneda hipocrática tan bien acuñada: Ars longa, vita brevis.

Y todavía J. W. Dunne —un ingeniero militar que entretiene con filosofía matemática los ocios de la guarnición— viene a inquietarnos con la ocurrencia de que el porvenir no está por venir, que ahí está esperándonos de toda eternidad, y que somos nosotros quienes caminamos hacia él como por una carretera. En su libro Un experimento con el Tiempo, que ignoro si se ha traducido del inglés, se gasta confianzas con el tiempo, pretende pulverizar a Bergson, y deshacer con dos o tres fórmulas algebraicas la teoría de la evolución creadora, del tiempo henchido de novedades, y viene a decir —casi textualmente- que los sueños premonitorios (o proféticos) no son otra cosa que “recuerdos del porvenir”, adulterados y refractados en el durmiente, como se adulteran y refractan las imágenes de los hechos pasados.

Aún falta quien nos venga a decir que el tiempo vital es reversible, como las cintas cinematográficas en que el nadador sale de pies por el agua y sube fantásticamente hasta el trampolín; o como en El recién nacido de Becerro de Bengoa, donde un sabio de ochenta y cinco años, más afortunado que el doctor Alexis Carrel, acierta con el método para prolongar la vida; pero le hicieron la operación al revés, y comenzó a decrecer en años y murió de niño de teta. Por cierto que, al final del cuento, el propio cuentista se encuentra a bordo de un tren que desanda el camino. Y horrorizado por la historia que nos acaba de narrar, entabla este diálogo con un pasajero:

—Pues, señor, volvemos atrás!
—¡Volverá usted! . . . ¡Yo no vuelvo atrás nunca! El tren vuelve, nuestros cuerpos parece que vuelven también; pero, señor mío, nuestras vidas siguen marchando hacia adelante, y no retroceden nunca. ¿Está usted?

Pero tomemos en serio al tiempo, y sea por la fase que mejor se deja aprehender: no la naturaleza filosófica ni el concepto del tiempo, sino el tiempo práctico, el que mide la ciencia, el que sirve para medir la historia, el de los relojes y los calendarios.

No siempre se lo entendió como un flujo continuo. La idea de la continuidad del tiempo es una idea muy elaborada, tras varios siglos de titubeos en la mente del primitivo. Y de ello quedan residuos. Porque ¿habrá cosa más natural para el labriego que medir el tiempo por cosechas? Me aseguran que el campesino sueco suele aún medir el tiempo por las cosechas de centeno o de patata. De la joven se dice que cuenta veinte primaveras; del viejo, que suma ochenta inviernos. La sucesión de los días y las noches, el periodo de las fases lunares, todos los ritmos naturales y biológicos parece que inclinan a la concepción del “tiempo discontinuo”, como dicen hoy los investigadores; y el tic-tac del segundero traslada el latido del corazón. Las noches parecen ser las pausas, y los días el tiempo verdadero. Los griegos midieron lo que hoy llamamos las veinticuatro horas comenzando por la noche, y todavía la palabra inglesa fortnight es abreviatura de forteen nights, catorce noches o quince días.

Luego vino el año luni-solar, conflicto del principio tenido por femenino y del principio tenido por masculino, con que lucharon los babilonios, y que resolvieron insertando meses irregulares. Y los griegos, con ser tan audaces, nunca lograron desterrar del todo a la caprichosa luna de su calendario de Olimpíadas, ni ajustar del todo su calendario a las necesidades sociales. Los romanos, en el trato corriente, preferían contar por cónsules. Los egipcios lograron superar la imagen de los hitos creados por las inundaciones periódicas del Nilo, y dieron con el año estelar —primero de 360 y al fin de 365 días—, base de los sistemas futuros. Todavía Hesíodo, hacia el siglo VIII a.c., comienza su año agrícola con la reaparición de las pléyades en mayo. Paulatinamente se llegó al calendario gregoriano, y el Venerable Beda —un anglosajón que escribía en latín por los siglos VII y VIII de nuestra era— impuso la partición de la historia en “antes de Cristo” y “después de Cristo” (si es que no se hizo en España). El mes nació de la luna, pero se perfeccionó con las prácticas religiosas y sociales, que engendraron paulatinamente la semana. El día de los relojes solares, estelares y acuáticos se encerró en el reloj mecánico. Las divisiones del día se redujeron a las horas, las horas a los minutos, los minutos a los segundos, y así en una partición infinita.

Y hoy —según la repetida frase de un filósofo que, por llevado y traído, no me da la gana de citar— la humanidad se nos representa como un hombre inmenso que adelanta sin pausa por las continuas avenidas del tiempo. Y cada uno se ve a sí mismo como si arrastrara un inmenso caudal de tiempo (los “gusanos de cuatro dimensiones” que decía Proust: tres del espacio y uno del tiempo), o mejor aún, devorado lentamente por el monstruo invisible, como en el soneto de Góngora, puesto que nacer es empezar a morir:

Mal te perdonarán a ti las horas,

las horas que limando están los días,

los días que royendo están los años.

Clara imagen del tiempo, entendido como la corriente de un río, aquel viejo romance anónimo:

Yo soy Duero,

que todas las aguas bebo…

Los niños dijeron taita

y los llaman taita a ellos;

las niñas mamaron leche,

y ya crían hijos tiernos;

los gallos fueron pollitos,

y los pollos fueron huevos.

Yo soy Duero,

que todas las aguas bebo.

Pero la discontinuidad se ha deslizado en la evolución biológica con las “mutaciones súbitas”, y en la estructura de la materia con los misteriosos “cuantos”, ojos del cedazo de la nada en que está bordada toda sustancia. ¿Y si la discontinuidad se entromete un día con el tiempo, ya no en el candoroso sentido de los primitivos, sino en la estructura misma de la cadena? ¿Y qué, si el tiempo se ataja sin decir: “agua va”? ¡Ay, señor, en estos días de la desintegración atómica—casi la aniquilación de la mónada leibniziana—, todo, todo puede suceder!

IV-1950

Alfonso Reyes, «Cosas del tiempo», Obras completas XXIIFondo de Cultura Económica, México, 1989, pp. 125-129.

Visión de Anáhuac (1519). Por Alfonso Reyes

En 1915, luego de haber dejado México y ya establecido en Madrid con su esposa y su hijo, Alfonso Reyes escribió uno de sus textos más conocidos: Visión de Anáhuac (1519). El ensayo –publicado por primera vez en 1917 en la editorial costarricense Imprenta Alsina– despliega una recreación de la mirada que los navegantes españoles tuvieron al observar el Valle de México por primera vez. El texto es un registro de asombros, un ensayo que va y viene de la crónica a la viñeta histórica, del poema en prosa a la estampa costumbrista. Lo mismo describe la vida cotidiana de los mexicas que establece una relación entre la naturaleza y la poesía: obra que huye de la exaltación regionalista –acostumbrada cuando se hablaba de lo nacional– para establecer un diálogo con la literatura y el arte universal a partir de la geografía y la poesía de las antiguas culturas mesoamericanas. Escrito desde el exilio, Visión de Anáhuac hace un recuento de México y su cultura en un momento en que la inestabilidad política era la moneda corriente del país.

 

Enlace para descarga el documento en la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes:

http://www.cervantesvirtual.com/obra/vision-de-anahuac-1519/

La intelectualidad mexicana y la guerra europea. Por Alfonso Reyes

El Universal, diario de México, publica en su número del 20 de junio de 1917 las opiniones de los intelectuales mexicanos sobre la conveniencia de que México intervenga en la guerra europea. Todas las opiniones se inclinan en favor de los aliados.

Además de las transcritas a continuación —y que hemos ordenado, en lo posible, según su importancia—, se publicaron las del autor dramático Marcelino Dávalos, el poeta anacreóntico Enrique Fernández Granados, los jóvenes poetas Ramón López Velarde y José D. Frías, el poeta parnasiano Rafael López, el novelista Rubén M. Campos, el fuerte pintor Saturnino Herrán, los periodistas Hipólito Seijas, Arturo Cisneros, José Coellar y Luis Alva, y los médicos Luis Coyula y Manuel Mestre Ghigliazza.

Tienen singular importancia, por el mérito intelectual de las personas que los emiten, el juicio de Antonio Caso, filósofo y director espiritual do la juventud, y el de Julio Torri, fino escritor y sutil ensayista que dirige actualmente la colección de publicaciones “Cvltvra”.

Adviértase, en la opinión de Caso —francófilo de corazón que alguna vez nos decía que en México se debiera alzar un monumento a la cultura francesa—, ese primer movimiento de reserva propio del hombre acostumbrado a considerar históricamente el pro y el contra de las cuestiones. Y adviértase, en Torri, la decisión rápida y certera del artista que vive en contacto con las realidades inmediatas.

Con contadas excepciones (como el erudito González Obregón y el académico Revilla), la gran mayoría de los que han sido interrogados por El Universal pertenecen a la última generación literaria, inmediatamente posterior a la de Nervo, Urbina, Urueta. No es extraño, en todo caso, que sus simpatías estén por los aliados. Algunos, hipnotizados por lo apremiante del actual problema mexicano, procuran dar a sus juicios cierta apariencia de frialdad, y parecen inferir su actitud, favorable a los aliados, de consideraciones meramente interamericanas. Pero, en el fondo, a la mayoría, y a los jóvenes sobre todo, los inspira un desinteresado amor a Francia.

México debe en parte a Francia su verdadera independencia, que es la del espíritu: los grandes creadores de su fisonomía intelectual han sido, para lo oficial y universitario, Gabino Barreda, un discípulo de Auguste Comte, fundador de la Escuela Preparatoria y organizador de la enseñanza liberal, y para el mundo más libre de la literatura y de la poesía, Manuel Gutiérrez Nájera, glorioso discípulo de las Musas de Francia, uno de los primeros propulsores de las nuevas corrientes que han transformado nuestro lenguaje poético, y uno de los primeros en escribir la prosa española con esa sintaxis ligera y concisa que todos procuramos ahora.

Esto, por lo que atañe al pasado. Para el porvenir, en tanto que México no haya acabado esa penosa tarea de equilibrar su situación, a la que actualmente se entrega con todo empeño, tendrá que recibir influencias extrañas, y aun después seguramente, como es lo normal entre los pueblos. Por muy firme que se desee la amistad entre México y los Estados Unidos del Norte, aquella gran república podrá hacernos muchos beneficios, pero no en el robustecimiento del alma nacional. Aparte de las divergencias fundamentales, de orden psicológico y moral, nunca se ha dado en la historia el caso monstruosamente hermoso de que un pueblo fuerte y expansivo influya sobre su vecino débil y desorganizado en un sentido ventajoso para la dignidad nacional de éste. Y las fuerzas mecánicas de la historia pasan por sobre las buenas intenciones individuales.

Así pues, México tiene que volver los ojos a Europa. Volverlos a la antigua Metrópoli es obvio, pero teniendo en cuenta que ésta reacciona ahora, tratando de rectificar todo su pasado. México la ha precedido en esta tarea dolorosa de rectificación. Y de todos los demás países europeos, sólo Francia puede servirnos como fuerza espiritual orientadora, según lo ha probado ya la experiencia de nuestros educadores desde mediados del siglo XIX, tanto por la facilidad de aprender su lengua y lo muy difundida que está ya entre nosotros, como por ciertas internas afinidades mentales que algún día me propongo analizar largamente, y que comienzan a definirse desde el primer siglo de la Conquista, entre los criollos y mestizos de la vetusta Nueva España.

Madrid, agosto, 1917.

Publicado solamente en francés en el Bulletin de l’Amérique Latine VII, 1º y 2º, París, X y XI-1917.

Alfonso Reyes, «La intelectualidad mexicana y la guerra europea», Obras completas VIIFondo de Cultura Económica, México, 1996, pp, 475-477.

Compás poético. Por Alfonso Reyes

I. Un divino desorden

Con cielo y mar, con día y noche, con luna y sol, con hora y luz, con sombra y duelo, con duelo y alegría (a condición de ser siempre la alegría sin causa), con todas las cosas grandes y vitales -faros, montes, espadas y constelaciones-; con agua y fragancia, con fruta de árboles y miradas de hombres; con todo lo que, siendo todavía de este mundo, anda ya, a fuerza sin duda de plenitud, en las orillas de lo sobrenatural. Con todo ello hizo Juana de Ibarbourou un libro de poesía: La rosa de los vientos. A lo largo del libro, frecuencia de imágenes totales, que quisieran de un intento abarcarlo todo: metáforas de torres y albas, vendimias y sueños, rosas y números, que de propósito voy nombrando en desorden. Porque Juana, también de propósito, «rompió el timón y la hélice de su navío», renunció de golpe a las esperanzas convencionales de salvación (entre las cuales se cuentan también la rima, la estrofa y el metro autorizado por los reglamentos de aduana), para entregarse definitivamente al misterio destrozón, a la verdad agresora y arremetedora, que usa de todos los sentidos sin dejarse ya engañar por ninguno. De manera, Juana, que sola en tu barca ebria, y despeinada en el viento, eres, terriblemente pura, un testimonio fehaciente de la catástrofe: la catástrofe que la presencia del Dios desata en las cosas, cada vez que se acerca a ellas.

II. Un orden divino

Dije, Enrique mío, que éstos son veinte años de labor poética ejemplar: Poesía, de 1909 a 1929. Cuando González Martínez llegó a México -de su soledad, de su provincia- ya habíamos hecho, a su espera, un gran silencio respetuoso. ¡Su poesía, tan casta! ¡No se nos asuste, toda ella escultura de aire! Pajarero con una jaula llena de alas. Pero -¡qué sorpresa!- el pajarero adelgazó tanto la liga que, en vez de pájaros, fue enredando  ángeles y ángeles. Sus ángeles temblaban de asombro y eran los primeros en no entender cómo había sido aquello. No se imaginaban que se les pudiera cazar con palabras. Era la primera vez que pisaban tierra, que respiraban tierra. Y el caso fue de lo más astuto que se ha visto en las letras. Porque la inspiración salía prendidita con sus cuatro alfileres, disfrazada de razonamiento, arrastrando larga cola de secuencias lógicas. ¿Quién iba a sospechar que aquella hija de familia se proponía provocar tentaciones tan irreales? Y, al acabar cada poema -¡qué sorpresa!-, ya estaban ahí, quietos y cautivos, los ángeles. Así se demuestra el patético milagro de Orfeo, que consiste precisamente en raptar a Eurídice dormida. ¡Cuidado: si despierta se escapa, es una escultura de aire! Y todo como quien toca música, como quien hace otra cosa. Parece un discurso, parece un razonamiento. Finta hacia el orden: pega en el milagro. Grande utilidad, pues, la de la poesía, Enrique mío.

III. Tirote y galope

Por ahí salieron trotando unos cuantos versos de  ocho sílabas, repique tan contagioso que da fatiga reducirse a contarlo en prosa. El Romance del gaucho perdido, de Ángel Aller, suena desde que comienza sus buenas espuelas castellanas del Uruguay. Espuelas tocadas, aquí y allá, de platería andaluza y oro cordobés, de aquéllos de Góngora. Porque la penetración de Góngora es, en nuestra América -con otro imperialismo más y la difusa esperanza de otra política más brava-, una realidad que está en el aire.

 

Hacia San José de Mayo

Hacia San José de Mayoarca de la valentía,

tres hombres, tres soledades,

iban haciendo su vía.

Van a buscar a Espínola, montado cada uno en sus ocho sílabas. Trote ligero por esas huellas, trote ligero con lamento y todo en subjuntivo («Lenta se alzara una voz»), porque se trata de que los humanistas lo entiendan. Pero ¿qué tendrán que ver aquí -diréis- entre gauchos los humanistas? Objeción vulgarísima: el aristócrata Marqués de Santillana fue el primero en juntar los refranes que dicen las viejas tras el fuego; y el erudito  varón Rodrigo Caro es abuelo de los folkloristas. El pueblo y los sabios bien se entienden. Se ha visto a Keyserling en la rueda del mate, departiendo entre los «paisanos». Y varios siglos de romance español, a trote ligero, corren los campos americanos desde que, a la vista de San Juan de Ulúa, Hernán Cortés y Hernández Puertocarrero comentaban, de caballo a caballo, aquello de: «Cata Francia, Montesinos». Pero, de repente, sobre el oro de un alcor, el jinete Espínola que se vuelve nube y, quebrando tréboles, desaparece en un galope. Ya no quiere nada con el mundo, ya es ermitaño: tiene un lirio en el pecho. El caballo vaga por la bruma, con esa locura fantasmal del que ha olvidado su destino. Galopa -que es multiplicar dos veces sus cuatro pezuñas- y ya tenemos los ocho pies del romance, desamparado por ahí en los campos de América. Hora sús, poeta del Uruguay, campero diestro: lazo con él, y músculos de domador. Y otra vez lo oigamos piafar a nuestra puerta, rechinando arneses.

IV. Soberbio juego

¿No nos encontramos una vez a don Segundo de  la Mancha conversando con don Quijote Sombra? (Dicho sea con toda proporción, y exagerando símbolos). Tampoco tiene miedo a España Eugenio Florit, porque ya es suya -porque ya es nuestra, americanos. Tampoco tiene miedo al Rengifo, a la Preceptiva, porque ya somos tan libres que es lícito, si nos da la gana, componer todo un Trópico en rigurosas y bien contadas décimas. Triunfo de la voluntad, voluntariamente ceñirse a todo. Y más cuando el poeta cubano siente, en el tonillo de la décima, el compás de esas canciones nativas, tan de su pueblo, tan de América, que por toda ella andan vestidas con diferentes nombres y, siendo «llaneras» en Veracruz, son «estilos» en las tierras del Plata. Y otra vez, entre las ocho y las ocho sílabas -quién sabe si a través de los españoles de treinta años- la insinuación de don Luis de Góngora, «como entre flor y flor sierpe escondida». Si «al mar le salen brisas», Florit, a esas décimas les nace solo, a pesar de tanto cultismo congénito, un punteo de guitarra, vibrado a la espina de la espinela: un son de ingenio, de rancho, de estancia, de quinta o como se diga en nuestras veinte repúblicas (Porque ya hay que hablar para todas ellas y, aunque con instantes grotescos, Tirano  Banderas es la obra de un precursor). Y yo no estoy cierto de que el campo americano haya dejado jamás de ser cultista. Caña, banana, piña y mango, tabaco, cacao y café son ya palabras aromáticas, como para edificar sobre ellas otro confitado Polifemo. Le faltó el ímpetu, pero no la jugosa materia prima, a la Agricultura de la zona tórrida. Luis Alberto Sánchez me lo explique: el peruano de certera mirada que encontró a Góngora haciendo de las suyas hasta en nuestros hábitos políticos. Tanto peor para los que nacieron sin raza y les da vergüenza que haga calor. Y salimos, Florit, de las doce más doce décimas, por ese procedimiento mágico que está en reducir la flor y el pájaro a un esquema de geometría, como se sale de un ejercicio austero, de un ejercicio militar: quién sabe qué fiesta de espadas, qué esgrima de florete -parada y respuesta al tac-au-tac– donde cada palabra se encuentra, exactamente a los tantos versos, con la horma de su zapato; cada imagen choca a tiempo con su hermana enemiga y se gana su merecido; cada oveja va con su pareja, y los ecos juegan por todo el libro al toma y daca. Divina juglaría de cuchillos, soberbio juego la poesía.

V. Ofrenda de palabras

Premática primera: que nadie confunda la poesía con los estados poéticos de la mente. Instantes de emoción poética -porque se lo dan ya hechos la luz y el aire y, sobre todo, el claro de luna- hasta un pobre can suele tenerlos. Como verdadera creación, la poesía está fuera de su creador. Y viene a ser la otra creación, la que fue delegada en la persona de Adán, cuando puso nombres a las cosas. La poesía: ente posterior a la palabra. Una anécdota de Mallarmé y Degas viene a punto. Degas tenía su violín de Ingres; cuando dejaba el pincel, se empeñaba en hacer sonetos. De ellos acabó unos veinticinco, a fuerza de fatigas. «En todo un día no he podido dar término a éste -se quejaba con Mallarmé-, y, sin embargo, ideas no me faltan». «Pero, Degas -le contestaba el Maestro con dulzura-, ¡los versos no se hacen con ideas, sino con palabras!». Ya todos lo admiten así, teóricamente. Y casi todos lo olvidan al enfrentarse con los libros de versos. Y aquí empieza lo de si se entiende o no se entiende. Por lo cual, premática segunda: que nadie confunda la poesía con las cuentas de la lavandera. Y todo esto, que ya lo tenemos tan oído y tan repetido, lo vuelvo a decir para usted, Ricardo E. Molinari. Para usted que, un alegre día (tiempo después de El Imaginero) me trajo a los Cuadernos del Plata ese delicado enigma de El pez y la manzana. Lo descargó ahí, en torrecitas de versos, como quien aporta cestos de palabras frutales. Cestos de ofrenda a los pies de Góngora. Compendio -diría él- de la primavera, apretada en mimbres y tejida en racimos. Pero el Panegírico de Nuestra Señora del Luján -también con sus florecitas al ojal, en epígrafes de Villasandino o de Fray Luis; también con esos sabrosos humillos del Siglo de Oro, epístolas, cartas nuncupatorias y cosas así en letra grande; también con esos dibujos de Norah donde parece que cada objeto acaba de ser inventado y apenas va a comenzar su vida- me convence ahora de otro mandamiento más de la poesía. Ahora ya estoy por jurar que no sólo es palabra, sino palabra impresa, bien impresa, bien impresa en papel de Auvernia, tirada en pocos ejemplares, y con un ex libris al cabo -delfín en caduceo con el áncora- que venga a decir: festina lente. Ahora pienso que el poeta total no es ya sólo músico, no  sólo trabaja con aire modulado, sino que también es impresor o componedor de páginas con tipos. Y mucho más si sabe captar la gota de agua destilada -aquello que apenas significa ya cosa alguna- para luego irla cuajando en diamante: «Ofrecido acero, transparente goce. No importa ya perder el mundo…». No importa perderlo, Molinari, porque ya lo hemos usado todo: para hacer palabras con él, para hacer poesía.

Río de Janeiro, XI, 1930.