Buenos Aires, 19 de junio de 1934.
De Baldomero Sanín Cano* a Alfonso Reyes:
… He estado a punto de entender por qué volamos prácticamente, y si usted hubiera llevado más adelante las pesquisas en esa esfera del conocimiento, acaso hubiera logrado convencerme de la necesidad moral de que exista la navegación aérea. Sin duda había una necesidad moral para ello, pero a mí se me escapa, dentro de los límites de mi información en materias de ética y de metafísica. Algunos han dicho que tampoco existe la necesidad moral de la navegación en los mares y los ríos; pero razonan sin conocer los orígenes y la naturaleza del hombre. Nosotros salimos del agua (véase Quinton) y en rigor somos un medio marino; vivimos todavía en un medio marino. Nuestro cuerpo contiene setenta por ciento de agua salada. Usar de la canoa era una cosa tan natural como usar de las albarcas o las botas. Además, nuestro cuerpo flota naturalmente en el agua. El barco de vela y el barco de vapor no fueron más que la ampliación de una tendencia natural del cuerpo, como la locomotora y los vagones por ella arrastrados no son más que la prolongación de una capacidad humana a rodar en un plano a nivel o ligeramente inclinado.
Al revés, nosotros somos más pesados que el aire y, por una ley inexplicable pero existente, la tierra nos llama hacia su centro materialmente con una fuerza vigilante, y moralmente nos debe de llamar también con fascinaciones irresistibles, porque allí han colocado el infierno varias religiones, entre ellas el cristianismo, no sin observar que para llegar a él la vía es amplia y cómoda y tumultuosamente frecuentada.
Para navegar en el agua, el hombre siguió el ejemplo de algunos animales y su natural inclinación. Para volar no ha seguido el ejemplo de las aves (llegadas al festín de la vida después de él) sino el de una de sus propias invenciones, que es la corneta. El aeroplano es un ave sólo en apariencia, en verdad es una cometa. La cuerda es la hélice. Para imitar al ave en la aeronáutica, sería menester crear un aparato que por la movilidad de sus partes pudiera convertirse en cuerpo más ligero que el aire. La invención del cojinete de bolas y la producción de acero muy resistente y muy liviano han hecho posibles los adelantos de la mecánica aplicada al transporte. Para conquistar el aire es todavía necesario (pues en rigor aún no ha sido conquistado) que se logre producir un metal tan liviano y tan resistente como el hueso de la gaviota. Se contarán entonces menos bajadas intempestivas, con frecuencia involuntarias y las más de las veces fatales.
Río de Janeiro, agosto de 1935.
De Alfonso Reyes a Baldomero Sanín Cano, en Bogotá:
Su grata carta me reta a una discusión académica sobre el derecho de volar. No tuve, en efecto, ocasión de tocar el punto en mis vagabundeos recientes por el campo de la aviación, sin duda porque, con inspiración semejante a la que Aristóteles trae a la política, di por sentado que el hombre es un animal tan naturalmente volátil como es naturalmente sociable, y pasé de ahí a examinar los recursos de que se vale. Ahora, pues, vamos a intentar en lo posible una justificación del vuelo humano.
Pero, antes de entrar en mi argumento, permítame que reduzca mis ambiciones. Usted defiende en el hombre el derecho a navegar y le niega, en cambio, el derecho a volar. Para ello, aunque habla de paso de “necesidad moral”, “ética” y “metafísica”, más bien acude a razones físicas y biológicas. ¿Me da usted permiso de que yo, a mi vez, me desembarace de mi problema con sólo la ayuda de la biología y de la física? Pues, entonces, manos a la obra.
Yo le concedo a usted, con Quinton, que nosotros hayamos salido del agua, y aun le concedo —con la misma autoridad que usted usa sobrentendiéndola— que los pájaros hayan llegado más tarde que el hombre al banquete de la vida. Y conste que estas dos concesiones no implican una convicción científica establecida, sino una simplificación o higiene previa de la discusión que vamos a emprender. Porque yo para mí tengo notado que los actuales maestros sonríen un poco cuando hablan de Quinton, no porque le nieguen aquel punto de su teoría —que al cabo no es tan suyo— sobre la reducción de la sangre animal al agua marina, sino porque, sobre todo, ponen en duda aquella su perspectiva lineal de la producción de animales cada vez más calientes, que tendiesen con su propia temperatura a restablecer el calor original, en que se engendró la primera vida, a medida que nuestra habitación, la tierra, se va enfriando paulatinamente con la paulatina vejez del sol. Y de aquí precisamente, según Quinton, que el hombre (ya no rey de la creación, sino by-product del transformismo) sea más antiguo que el ave, por lo mismo que es menos cálido. Dejemos, pues, a Quinton, en su buena opinión y fama, y en las de Rémy de Gourmont, donde nuestra admiración lo encontró hace lustros, y sigamos el vuelo.
Concedo que nuestro cuerpo contiene una alta proporción de agua salada, concedo que vivimos en un medio marítimo, y concedo que, en consecuencia, “usar de la canoa —como usted dice— era una cosa tan natural como usar de las albarcas o las botas”. Es decir, que, merced a una simple metáfora biológica, la “barca” y la “abarca” o “albarca” son, no sólo casi la misma palabra, sino también casi el mismo objeto. En suma: concedo a usted toda la dignidad natural de la navegación. Y sólo niego que el vuelo carezca de dignidad semejante. Los antiguos se agotaban en increpaciones contra la ambición marítima de los hombres, culpándola de males sin cuento. Por lo visto, algunos sabios modernos se sienten animados de igual indignación por lo que hace a la ambición volátil. Y el vuelo no viola ninguna cuarta dimensión inaccesible a la arquitectura humana, sino que también se brujulea, como el andar y el correr, por ese sutil aparatito de canales semicirculares que llevamos dentro de las orejas —presente que nos dio nuestra madre la gravitación, precioso estuche y cajita contra sorpresas.
Porque —definamos antes como quería Sócrates— ¿qué es volar? Volar es cruzar el espacio sin apoyo en el suelo. Luego el elemento del vuelo es el espacio. El espacio puede o no estar cargado de aire. La noción humana del vuelo —aun cuando no la estricta noción científica— no se opone a decir que las estrellas vuelan en el espacio, o que vuela un átomo bombardeado por el vacío. Sentimos que las estrellas vuelan, desde que no ruedan sobre un suelo determinado, sino que ruedan en el espacio mismo. Pero con aire o sin aire, que esto no hace al caso, ¿ha considerado usted el porciento de espacio vacío que el cuerpo humano contiene, y la cantidad que los intersticios intercelulares, intermoleculares, interatómicos e interelectrónicos representan en la arquitectura de nuestro cuerpo? Porque si mucha agua marina contenemos, todavía contenemos mayor porción de espacio y de aire.
A tal punto, que avergüenza la imaginación recoger el dato que el especialista nos proporciona. ¿Queremos figurarnos a lo que quedaría reducido el cuerpo humano, si sólo contuviera sustancia líquida y sólida compacta, sin cavidades de aire ni interespacios? ¿Ha visto usted en sus muchos viajes, esas “zanzas” de los jíbaros, esas reducciones horribles de cabezas humanas a una proporción de miniatura? Pues eso no es nada. En el aire mismo hay 2,000 veces más vacío que lleno. En el interior de las moléculas el vacío es mucho mayor que el lleno. Eddington dice:
Si en el cuerpo de un hombre eliminásemos todo el espacio desprovisto de materia, y si yuxtapusiésemos en una sola masa sus últimos corpúsculos, el cuerpo humano se reduciría a un pedacito de materia que, pesando todavía sus buenos 65 kilos, sería apenas visible con una lente de aumento.
Si somos, pues, un medio acuático, con mayor razón somos un medio de espacio, espacio lleno de aire en una proporción respetabilísima. Y adviértase que el espacio no es ya una noción de ausencia o meramente negativa —de Einstein acá particularmente—, puesto que el espacio tiene ya, de las existencias corpóreas y positivas, hasta el trágico destino de estar limitado en el universo. El espacio tiene convexidades y concavidades, subidas y bajadas. Como ruedan las bolas de metal por los hombros y los brazos del malabarista, así ruedan los cuerpos celestes por sobre los miembros del espacio.
Y no se me diga que la navegación “contraría” menos la gravedad de lo que la contraría el vuelo. En rigor, no se trata de contrariar, sino, en ambos casos, de aprovechar y refractar; de jugarle una mala pasada a la ley universal de la caída y, usando de sus propios recursos, hacernos caer hacia adelante o hacia arriba. Y este aprovechamiento o refracción lo hacen igualmente todos los animales —hasta la tortuga de Aquiles, tan pobre como ilustre— pues, combinando entre sí los impulsos de estabilidad que oscuramente los amarran al suelo, consiguen el misterio de la locomoción y, a pesar de la adivinanza eléata, se echan a andar y se trasladan. Andar es despegarse del suelo. Volar en avión es dar otro paso un poco más grande: nada más. El aire mismo vuela en el aire: cada molécula del aire posee —como todo el mundo lo sabe— una velocidad de medio kilómetro por segundo. ¿Y el suelo mismo que pisamos? Según los trabajos de Clarke, en un espesor de quince kilómetros, la corteza terrestre está constituida, en primer lugar y en una proporción de 47.10 %, por oxígeno, y sólo después vienen los demás componentes, representando el segundo, que es el silicio, apenas un 27.90 %, y todos los otros mucho menos. Y la numerosa zarabanda browniana nos hace saber que nuestra forma es sólo un equilibrio estadístico entre los empellones continuos de unas partículas contra otras: un racimo de mariposas en vuelo o, si usted prefiere imagen más bíblica, una columna de fuego en marcha. El universo todo, en una constante expansión, no es más que una bocanada de humo, dicen los astrónomos de hoy en día. ¡Oh, amigo mío, convénzase usted de que existir es volar!
Claro es que ese afán de ganar cada día un palmo más allá del terreno que originariamente nos fue asignado es la enfermedad divina del hombre, animal único entre todos y que, mucho más que por el “medio”, se modela por el “fin”: mucho más que por lo que ya existe, por lo que todavía no existe o aun por lo que nunca existirá. El más humano de los proverbios dice que lo mejor es enemigo de lo bueno. ¿Para qué querrá echarse a andar quien ya está sentado, y echarse a correr quien ya anda, y romper a volar quien corre? ¡Quién sabe! Tal vez, en el diálogo abierto entre la criatura y el Creador, el hombre sea la frase más acelerada, el instrumento mejor para traer a la incorporación de la vida lo que todavía flota en el limbo de los arquetipos o en el seno de las Madres, del Fausto. Llega Adán, y empieza por bautizar cuanto encuentra. En medio siglo, el hombre realiza evoluciones que la naturaleza logra solamente en milenios.
* Baldomero Sanín Cano (Rionegro, 27 de junio de 1861-Bogotá, 12 de mayo de 1957) fue un escritor, ensayista y periodista colombiano
Alfonso Reyes, «El derecho a volar», Obras completas IX, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, pp. 199-204