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Pasado inmediato. Alfonso Reyes. México, septiembre de 1939

La filosofía moral de Don Eugenio M. de Hostos. Antonio Caso. México, 25 de julio de 1910

CANTATA. En la tumba de Federico García Lorca. Por Alfonso Reyes

Voces

El padre

La madre

La hermana

La novia

Guardianes de milicianos (Coro)

La Cantata salió como brota un quejido, aunque naturalmente tuvo que pasar por la razón.

Precisamente el esfuerzo consistió en darle cierta expresión objetiva de «epos». Por eso, en vez de acudir a resortes de la propia sensibilidad, se acudió a los símbolos eternos; el tributo de la naturaleza amontonado sobre una tumba: las regiones, la geografía humana de España; el Padre, la Madre, en el espacio físico y en el «espacio del alma», había que situarla en el tiempo. El trueno de los Milicianos, desde el fondo, la arraiga en el presente: la evocación de los temas líricos gratos a Lorca, la reminiscencia del Caballero de Olmedo, la atan a la tradición, al pasado: y el grito vengador final (tras los esfuerzos abortados de la Madre, que por más que hace no logra salir de la obsesión de una frase trunca: «¡Pero tu sangre…!»), la lanza al porvenir, al porvenir que es nuestro.

Una preocupación musical, que Pahissa interpretó cabalmente, domina la elaboración del poema. Tras la recitación de Mony Ermello, el poema quedó confiado a la teatralización de Margarita Xirgu.

La traducción francesa de L. Z. de Galtier fue recitada por Georgina de Uriarte en el Teatro Marigny de París, 1951.

EL PADRE

Madre de luto, suelta tus coronas.

LA HERMANA

La flor de ojeras, la risa de los llanos,
tus azucenas y tus amapolas,
claveles de pudor, jacintos pálidos,
y tréboles y fucsias y retamas,
y espliegos y laureles,
y hasta juncos, sarmientos y gavillas,
acres rastrojos, sápida verbena,
menta de ardor y cuasia de amargura;
y vengan estambradas
todas las trenzas de la tierra.
Madre de luto, suelta tus coronas.

LA NOVIA

Junta y apila en la silvestre tumba
los fragantes limones y naranjas,
túmulo vegetal, cerro de aromas,
la carne cristalina de las uvas,
gusto seco de nueces y castañas,
la granada vinosa,
la cidra vaporosa,
paltas y tunas y piñas de América,
y las anonas y los tamarindos,
y las lanzas del cacto mexicano...

GUARDIA

Y el trueno, fruto de la carabina.

EL PADRE

Madre de luto, suelta tus coronas
sobre la fiel desolación de España,
sacudido rosal, zarza entre lumbres.

LA NOVIA

Inquieto jardín
que hoy mecen clamores,
ayer castas flores
en olor de abril.

EL PADRE

Hay cóleras negras, llamaradas rojas,
espadas de cardos, banderas de hojas,
jardín; y en las sienes y en el corazón,
tónicos de buena y mala intención.

LA HERMANA

Perdida canción
de flauta y rabel.

LA NOVIA

Mustio girasol,
tronchado clavel.

LA HERMANA

Lo lloran los montes,
lo lloran los ríos.

LA NOVIA

Y los de las otras,
y los ojos míos.

LA MADRE

¡Pero tu sangre, tu secreta sangre!
¡Abel, clavel tronchado!
¡Pero tu sangre, tu secreta sangre
que revuelve la tierra y ciega el puente,
colma los surcos y amenaza el vado,
Abel, clavel tronchado!

EL PADRE

Presente tú donde el vino se cuela,
los crótalos redoblan y las palmas,
mana la voz y la guitarra vuela;
presente tú donde la gente baila,
donde la moza cesaraugustana
lanza en palillos de tambor de piernas...

LA HERMANA

Y las espuelas de Amozoc repican,
las barbas del rebozo de la china
cosquillean el vello de la boca,
y el gaucho zapatea,
el suelo santiguando con las botas.

EL PADRE

Hoy te lloren los pueblos,
el gitano solemne y el andaluz exacto,
el "maño" terco y bueno como el agua y el pan,
ebrio de luz el lírico huertano,
el catalán de las sagradas cóleras,
el forzudo gallego melancólico,
el dulce, hercúleo vasco,
el recio astur y el castellano santo.

LA NOVIA

El lazador de América y el fiero mexicano.

LA HERMANA

Matronas con los senos agitados,
vírgenes con las manos compasivas...

GUARDIA

Y el trueno, fruto de la carabina.

LA MADRE

¡Pero tu sangre, tu secreta sangre,
Abel, clavel tronchado!

EL PADRE

Te lloren la garúa y el tornado,
el turbio meteoro,
la gota del orvallo,
la pedriza que siega las mazorcas...

GUARDIA

Y el trueno, fruto de la carabina.

LA NOVIA

Que de noche lo mataron
al caballero,
la gala de Granada,
la flor del suelo.

LA HERMANA

En Fuentevaqueros
nació la gala:
traía cascabeles
entre las alas.

LA NOVIA

Crezcan la mejorana,
la yerbabuena,
dalia y clavel del aire,
flores de América.

LA HERMANA

Que de noche lo enterraron
entre cuatro velas,
cuatro ángeles mudos
por centinelas.

EL PADRE

Madre de luto, suelta tus coronas
sobre la fiel desolación de España.
Ascuas los ojos, muerte los colmillos,
bufa en fiestas de fango el jabalí de Adonis,
mientras en el torrente de picas y caballos
se oye venir el grito de los campeadores:

«¡Aprisa cantan los gallos

y quieren quebrar los albores!»

LA MADRE

¡Pero tu sangre, tu secreta sangre!
¡Pero tu sangre, tu secreta sangre!

TODOS

¡Pero tu sangre, tu secreta sangre,

Abel, clavel tronchado,

colma los surcos y amenaza el vado!

¡Aprisa cantan los gallos

y quieren quebrar los albores!

Buenos Aires, mayo de 1937 .-VS.

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Aviso sobre la trayectoria de la modernidad. Por Octavio Paz

La expresión poesía mexicana es ambigua: ¿poesía escrita por mexicanos o poesía que de alguna manera revela el espíritu, la realidad o el carácter de México? Nuestros poetas escriben un español de mexicanos del siglo XX pero la mexicanidad de sus poemas es tan dudosa como la idea misma de genio nacional. Se dice que López Velarde es el más mexicano de nuestros poetas y, no obstante, se afirma que su obra es de tal modo personal que sería inútil buscar una parecida entre sus contemporáneos y descendientes. Si aquello que le distingue es su mexicanidad, habría que concluir que ésta consiste en no parecerse a la de ningún otro mexicano. No sería un carácter general sino una anomalía personal. En realidad la obra de López Velarde tiene más de un parecido con la del argentino Lugones que, a su vez, se parece a la del francés Laforgue. No es el genio nacional sino el espíritu de la época lo que une a estos tres poetas tan distinto entre sí. Esta observación es aplicable a otras literaturas: Manrique se parece más a Villon que a Garcilaso, y Góngora está más cerca de Marino que de Berceo. Es discutible la existencia de una poesía barroca, romántica o simbolista. No niego las tradiciones nacionales ni el temperamento de los pueblos; afirmo que los estilos son universales o, más bien, internacionales. Lo que llamamos tradiciones nacionales son, casi siempre, versiones y adaptaciones de estilos que fueron universales. Por último, una obra es algo más que una tradición y un estilo: una creación única, una visión singular. A medida que la obra es más perfecta son menos visibles la tradición y el estilo. El arte aspira a la transparencia.

La poesía de los mexicanos es parte de una tradición más vasta: la de poesía de lengua castellana escrita en Hispanoamérica en la época moderna. Esta tradición no es la misma que la de España. Nuestra tradición es también y sobre todo un estilo polémico, en lucha constante con la tradición española y consigo mismo: al casticismo español opone un cosmopolitismo a su propio cosmopolitismo, una voluntad de ser americano. Apenas se hizo patente esta voluntad de estilo a partir del «modernismo», se entabló un diálogo entre España e Hispanoamérica. Ese diálogo es la historia de nuestra poesía: Darío y Jiménez, Machado y Lugones, Huidobro y Guillén, Neruda y García Lorca. Los poetas mexicanos participan en ese diálogo desde los tiempos de Gutiérrez Nájera y la Revista Azul. Sin este diálogo no habría poetas modernos en México pero asimismo, sin los mexicanos la poesía de nuestra lengua no sería lo que es. Subrayo el carácter hispanoamericano de nuestros autores porque creo que la poesía escrita en nuestro país es parte de un movimiento generacional que se inicia hacia 1885 en la porción hispánica de América. No hay poesía argentina, mexicana, venezolana: hay una poesía hispanoamericana o, más exactamente, una tradición y un estilo hispanoamericanos. Las historias nacionales de nuestra literatura son tan artificiales como nuestras fronteras políticas. Unas y otras son consecuencia del gran fracaso de las guerras de independencia. Nuestros libertadores y sus sucesores nos dividieron. Ahora bien, lo que separaron los caudillos ¿no lo unirá la poesía? Así pues, este libro sólo presenta un fragmento, la porción mexicana, de la poesía hispanoamericana. Esta limitación nacional, por más antipática que parezca, no es demasiado grave. Nuestro libro no es sino una contribución al diálogo hispanoamericano.

Si el criterio de nacionalidad me parece insuficiente, ¿qué decir del prejuicio de la modernidad? Escribo prejuicio porque convengo en que lo es. Ahora que es un prejuicio inseparable de nuestro ser mismo: la modernidad, desde hace cien años, es nuestro estilo. Es el estilo universal. Querer ser moderno parece locura: estamos condenados a serlo, ya que el futuro y el pasado nos están vedados. Pero la modernidad no consiste en resignarse a vivir este ahora fantasma que llamamos siglo XX. La modernidad es una decisión, un deseo de no ser como los que nos antecedieron y un querer ser el comienzo de otro tiempo. La sabiduría antigua predicaba vivir el instante -un instante único y, sin embargo, idéntico a todos los instantes que lo habían precedido. La modernidad afirma que el instante es único porque no se parece a los otros: nada hay nuevo bajo el sol, excepto las creaciones e inventos del hombre; nada es nuevo sobre la tierra, excepto el hombre que cambia cada día. Aquello que distingue el instante de los otros instantes es su carga de futuro desconocido. No repetición sino inauguración, ruptura y no continuidad. La tradición moderna es la tradición de la ruptura. Ilusoria o no, esta idea enciende al joven Rubén Darío y lo lleva a proclamar una estética nueva. El segundo gran movimiento del siglo se inicia también como ruptura: Huidobro y los ultraístas niegan con violencia el pasado inmediato.

El proceso es circular: la búsqueda de un futura termina siempre con la reconquista de un pasado. Ese pasado no es menos nuevo que el futuro: es un pasado reintentado. Cada instante nace un pasado y se apaga un futuro. La tradición también es un invento de la modernidad. O dicho de otro modo: la modernidad construye su pasado con la misma violencia con que edifica su futuro. Castillos en el aire, no menos fantásticos y vulnerables que los edificios intemporales de otras épocas. En suma, nuestro perjuicio  es más un destino: es asumir el tiempo que nos tocó vivir no como algo impuesto sino como algo querido -un tiempo que no se parece a los otros tiempos y que es siempre hasta en sus cacofonías y repeticiones, la encarnación de lo inesperado. La modernidad nace de la desesperación y está perpetuamente enamorada de lo inesperado. Su gloria y su castigo no son de este mundo: son las maravillas y los desengaños del futuro. Nuestro libro pretende reflejar la trayectoria de la modernidad en México: poesía en movimiento, poesía en rotación.

Las antologías aspiran a presentar los mejores poemas de un autor o de un período y, así, postulan implícitamente una visión más o menos estática de la literatura. Inclusive si admite que los gustos cambian, la crítica afirma casi siempre que las obras permanecen aunque la visión de un crítico sea distinta de la de otro crítico, el paisaje que contemplan es el mismo. Este libro está inspirado por una idea distinta: el paisaje también cambia, las obras no son nunca las mismas, los lectores son igualmente autores (actores). Las obras que nos apasionan son aquellas que se transforman indefinidamente; los poemas que amamos son mecanismos de significaciones sucesivas -una arquitectura que sin cesar se deshace y se rehace, un organismo en perpetua rotación. No la belleza quieta sino las mutaciones, las transformaciones. El poema no significa pero engendra las significaciones: es es lenguaje en su forma más pura.

Movilidad del paisaje contemplado y movilidad de punto de vista: no es lo mismo leer a Segovia o a Sabines desde la perspectiva de un lector de González Martínez que leer a Tablada o a Gorostiza desde la de Montes de Oca o de Aridjis. En el primer caso nuestro punto de vista será estático: vemos al presente desde un pasado consumado; en el segundo, vemos al pasado desde un presente en movimiento: el pasado insensible se anima, cambia, marcha hacia nosotros. En general la crítica busca la continuidad de una literatura a partir de autores consagrados: ve al pasado como un comienzo y al presente como un fin provisional; nosotros pretendemos alterar la visión acostumbrada: ver en el presente un comienzo, en el pasado un fin. Este fin también es provisional porque cambia a medida que cambia el presente. Si el presente es un comienzo, la obra de Pellicer, Villaurrutia y Novo es la consecuencia natural de la poesía de los jóvenes y no a la inversa. La prueba de la juventud de estos tres poetas es que soporta la cercanía de los jóvenes. El presente la cambia, le otorga nuevo sentido. En cambio, si no hay una relación viva entre el presente y el pasado, si el pasado es insensible a la acción de los jóvenes, no es aventurado afirmar que hay una ruptura: ese pasado no nos pertenece. Por supuesto, no quiero decir que sea desdeñable: simplemente no es nuestro, no forma parte de nuestro presente.

Este libro no es una antología sino un experimento. Lo es en dos sentidos: por la idea que lo anima y por ser una obra colectiva. Sobre lo segundo diré que nuestra coincidencia no ha sido absoluta. Desde el principio se manifestaron ciertas diferencias de interpretación. Nada más natural. Uno de nosotros observó que la idea de «tradición de la ruptura» es contradictoria: si hay tradición, algo permanece (sustancia o forma) y la cadena no se rompe; si hay ruptura, la tradición se quebranta e, inclusive, se extingue. Otro repuso que la tradición se preserva gracias a la ruptura: los cambios son su continuidad. Una tradición que se petrifica sólo prolonga a la muerte. Y más: transmite muerte. Réplica: el ejemplo de las sociedades tradicionales desmiente las supuestas virtudes vivificadoras de la ruptura. Nada cambia en ellas y, no obstante, la tradición está viva. Contestación: la tradición es una invención moderna. Los llamados pueblos tradicionales no saben que lo son; repiten unos gestos heredados de la historia, fuera del tiempo -o, más bien, inmersos en otro tiempo, cíclico y cerrado. Sólo la ruptura nos da conciencia de la tradición. Nueva réplica: lo contrario es cierto: gracias a la tradición tenemos conciencia de los cambios…

No repetiré aquí todo lo que dijimos. En un momento de la discusión surgió la verdadera divergencia: Alí Chumacero y José Emilio Pacheco sostuvieron que, al lado del criterio central del cambio, deberíamos tomar en cuenta otros valores: la dignidad estética, el decoro -en el sentido horaciano de la palabra-, la perfección. Aridjis y yo nos opusimos. Nos parecía que aceptar esa proposición era recaer en el eclecticismo que domina desde hace muchos años la crítica y la vida intelectual de México. Ni los convencimos ni nos convencieron. Se me ocurrió que no quedaba otro remedio que publicar, en el mismo libro, dos selecciones. Nueva dificultad: algunos poetas figurarían en ambas, aunque con poemas diferentes. Alguien propuso una solución intermedia: incluir también a los autores que cultivan el «decoro» pero que, en algún momento, han coincido con la tradición del cambio. A pesar de que Aridjis y yo queríamos un libro parcial, nos inclinamos sin alegría. Esto explica la presencia de nombres que sólo de una manera tangencial pertenecen a la tradición del movimiento y la ruptura. Al mismo tiempo procuramos al seleccionar sus poemas, ajustarnos dentro de lo posible a la idea de mutación. No creo que lo hayamos conseguido en todos los casos. No importa: a despecho de este libro, el lector percibirá la continuidad de una corriente que comienza con José Juan Tablada, avanza y se ensancha en la obra de 4 o 5 poetas del grupo siguiente, más tarde se desvía y oculta -aunque sólo para reaparecer con mayor violencia en tres o cuatro poetas de mi generación- y, en fin, acaba por animar a la mayoría de los nuevos poetas.

Dividimos el libro en cuatro partes. La primera está consagrada a los jóvenes. No es ni puede ser una selección completa. Más que un cuadro de la poesía reciente es una ventana abierta a un paisaje que cambia con velocidad. La segunda parte nos enfrentó a un grupo disperso y cuya obra de verdad significativa se inicia no en la juventud sino en la madurez. Es una generación marcada por la segunda Guerra Mundial y por las querellas ideológicas que la precedieron y siguieron. Más tarde que las otras, como para recobrar el tiempo perdido, da un salto hacia adelante, hacia su juventud. Omitimos a Neftalí Beltrán y a Manuel Ponce porque pensamos que lo mejor de su obra no corresponde a la «tradición de la ruptura». Confieso que, ya en prensa este libro, pensé que su exclusión no se justifica enteramente: su caso no es distinto al de varios poetas que figuran en esta sección y en la siguiente. La tercera parte es más homogénea. Las obras decisivas de este grupo, con la excepción de José Gorostiza, son las de juventud. No faltará quien nos reproche la ausencia de Jorge Cuesta. La influencia de su pensamiento fue muy profunda en los poetas de su generación y aún en la mía, pero su poesía no está en sus poemas sino en la obra de aquellos que tuvimos la suerte de escucharlo. A media que nos internamos en el tiempo los nombres disminuyen. Por eso no es extraño que el cuarto grupo (1915) sólo incluya a cuatro poetas. Uno de ellos, Alfonso Reyes, no pertenece realmente a la tradición moderna pero una porción limitada de su obra sí revela ese espíritu de aventura y exploración que nos interesa destacar. El caso de López Velarde también parece, a primera vista, dudoso. No lo es. Cierto, es el poeta de la tradición: ¿será necesario recordar que para él esa palabra era sinónimo de novedad? El tercer poeta de este grupo es un solitario que nunca ha publicado un libro de versos: Julio Torri. Fue uno de los primeros que, entre nosotros, escribieron poemas en prosa. Con él aparece en nuestra lengua el humor moderno. El cuarto poeta es un tránsfuga del modernismo: José Juan Tablada. Tal vez es nuestro poeta más joven.

 

Enrico Mario Santí y Octavio Paz

Ensayo

A propósito de uno de los ensayos más importantes de Octavio Paz, Enrico Mario Santí establece:

«El laberinto de la soledad (1950), del poeta mexicano Octavio Paz (1914-1998), es una de las piezas claves de la literatura moderna: ensayo él mismo moderno y reflexión crítica sobre la modernidad. En la historia de la literatura hispanoamericana se trata de la prosa ensayística más importante de este siglo, la que ha influido más en el pensamiento y en la literatura de lengua española y resonado más en los de otras lenguas. En el contexto intelectual hispánico, pertenece a la tradición del ensayo de identidad nacional -lo que en Alemania se llamó, en cierto momento la Völkerpsychologie (psicología de los pueblos) y que durante el siglo XIX repercutió en todo el continente, incluyendo España.

Santí. Laberinto de la soledad
19ª edición, 2013 Ilustración de cubierta: Marie-José Paz, El hilo de Ariadna (collage). @Octavio Paz

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