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Compás poético. Por Alfonso Reyes

I. Un divino desorden

Con cielo y mar, con día y noche, con luna y sol, con hora y luz, con sombra y duelo, con duelo y alegría (a condición de ser siempre la alegría sin causa), con todas las cosas grandes y vitales -faros, montes, espadas y constelaciones-; con agua y fragancia, con fruta de árboles y miradas de hombres; con todo lo que, siendo todavía de este mundo, anda ya, a fuerza sin duda de plenitud, en las orillas de lo sobrenatural. Con todo ello hizo Juana de Ibarbourou un libro de poesía: La rosa de los vientos. A lo largo del libro, frecuencia de imágenes totales, que quisieran de un intento abarcarlo todo: metáforas de torres y albas, vendimias y sueños, rosas y números, que de propósito voy nombrando en desorden. Porque Juana, también de propósito, «rompió el timón y la hélice de su navío», renunció de golpe a las esperanzas convencionales de salvación (entre las cuales se cuentan también la rima, la estrofa y el metro autorizado por los reglamentos de aduana), para entregarse definitivamente al misterio destrozón, a la verdad agresora y arremetedora, que usa de todos los sentidos sin dejarse ya engañar por ninguno. De manera, Juana, que sola en tu barca ebria, y despeinada en el viento, eres, terriblemente pura, un testimonio fehaciente de la catástrofe: la catástrofe que la presencia del Dios desata en las cosas, cada vez que se acerca a ellas.

II. Un orden divino

Dije, Enrique mío, que éstos son veinte años de labor poética ejemplar: Poesía, de 1909 a 1929. Cuando González Martínez llegó a México -de su soledad, de su provincia- ya habíamos hecho, a su espera, un gran silencio respetuoso. ¡Su poesía, tan casta! ¡No se nos asuste, toda ella escultura de aire! Pajarero con una jaula llena de alas. Pero -¡qué sorpresa!- el pajarero adelgazó tanto la liga que, en vez de pájaros, fue enredando  ángeles y ángeles. Sus ángeles temblaban de asombro y eran los primeros en no entender cómo había sido aquello. No se imaginaban que se les pudiera cazar con palabras. Era la primera vez que pisaban tierra, que respiraban tierra. Y el caso fue de lo más astuto que se ha visto en las letras. Porque la inspiración salía prendidita con sus cuatro alfileres, disfrazada de razonamiento, arrastrando larga cola de secuencias lógicas. ¿Quién iba a sospechar que aquella hija de familia se proponía provocar tentaciones tan irreales? Y, al acabar cada poema -¡qué sorpresa!-, ya estaban ahí, quietos y cautivos, los ángeles. Así se demuestra el patético milagro de Orfeo, que consiste precisamente en raptar a Eurídice dormida. ¡Cuidado: si despierta se escapa, es una escultura de aire! Y todo como quien toca música, como quien hace otra cosa. Parece un discurso, parece un razonamiento. Finta hacia el orden: pega en el milagro. Grande utilidad, pues, la de la poesía, Enrique mío.

III. Tirote y galope

Por ahí salieron trotando unos cuantos versos de  ocho sílabas, repique tan contagioso que da fatiga reducirse a contarlo en prosa. El Romance del gaucho perdido, de Ángel Aller, suena desde que comienza sus buenas espuelas castellanas del Uruguay. Espuelas tocadas, aquí y allá, de platería andaluza y oro cordobés, de aquéllos de Góngora. Porque la penetración de Góngora es, en nuestra América -con otro imperialismo más y la difusa esperanza de otra política más brava-, una realidad que está en el aire.

 

Hacia San José de Mayo

Hacia San José de Mayoarca de la valentía,

tres hombres, tres soledades,

iban haciendo su vía.

Van a buscar a Espínola, montado cada uno en sus ocho sílabas. Trote ligero por esas huellas, trote ligero con lamento y todo en subjuntivo («Lenta se alzara una voz»), porque se trata de que los humanistas lo entiendan. Pero ¿qué tendrán que ver aquí -diréis- entre gauchos los humanistas? Objeción vulgarísima: el aristócrata Marqués de Santillana fue el primero en juntar los refranes que dicen las viejas tras el fuego; y el erudito  varón Rodrigo Caro es abuelo de los folkloristas. El pueblo y los sabios bien se entienden. Se ha visto a Keyserling en la rueda del mate, departiendo entre los «paisanos». Y varios siglos de romance español, a trote ligero, corren los campos americanos desde que, a la vista de San Juan de Ulúa, Hernán Cortés y Hernández Puertocarrero comentaban, de caballo a caballo, aquello de: «Cata Francia, Montesinos». Pero, de repente, sobre el oro de un alcor, el jinete Espínola que se vuelve nube y, quebrando tréboles, desaparece en un galope. Ya no quiere nada con el mundo, ya es ermitaño: tiene un lirio en el pecho. El caballo vaga por la bruma, con esa locura fantasmal del que ha olvidado su destino. Galopa -que es multiplicar dos veces sus cuatro pezuñas- y ya tenemos los ocho pies del romance, desamparado por ahí en los campos de América. Hora sús, poeta del Uruguay, campero diestro: lazo con él, y músculos de domador. Y otra vez lo oigamos piafar a nuestra puerta, rechinando arneses.

IV. Soberbio juego

¿No nos encontramos una vez a don Segundo de  la Mancha conversando con don Quijote Sombra? (Dicho sea con toda proporción, y exagerando símbolos). Tampoco tiene miedo a España Eugenio Florit, porque ya es suya -porque ya es nuestra, americanos. Tampoco tiene miedo al Rengifo, a la Preceptiva, porque ya somos tan libres que es lícito, si nos da la gana, componer todo un Trópico en rigurosas y bien contadas décimas. Triunfo de la voluntad, voluntariamente ceñirse a todo. Y más cuando el poeta cubano siente, en el tonillo de la décima, el compás de esas canciones nativas, tan de su pueblo, tan de América, que por toda ella andan vestidas con diferentes nombres y, siendo «llaneras» en Veracruz, son «estilos» en las tierras del Plata. Y otra vez, entre las ocho y las ocho sílabas -quién sabe si a través de los españoles de treinta años- la insinuación de don Luis de Góngora, «como entre flor y flor sierpe escondida». Si «al mar le salen brisas», Florit, a esas décimas les nace solo, a pesar de tanto cultismo congénito, un punteo de guitarra, vibrado a la espina de la espinela: un son de ingenio, de rancho, de estancia, de quinta o como se diga en nuestras veinte repúblicas (Porque ya hay que hablar para todas ellas y, aunque con instantes grotescos, Tirano  Banderas es la obra de un precursor). Y yo no estoy cierto de que el campo americano haya dejado jamás de ser cultista. Caña, banana, piña y mango, tabaco, cacao y café son ya palabras aromáticas, como para edificar sobre ellas otro confitado Polifemo. Le faltó el ímpetu, pero no la jugosa materia prima, a la Agricultura de la zona tórrida. Luis Alberto Sánchez me lo explique: el peruano de certera mirada que encontró a Góngora haciendo de las suyas hasta en nuestros hábitos políticos. Tanto peor para los que nacieron sin raza y les da vergüenza que haga calor. Y salimos, Florit, de las doce más doce décimas, por ese procedimiento mágico que está en reducir la flor y el pájaro a un esquema de geometría, como se sale de un ejercicio austero, de un ejercicio militar: quién sabe qué fiesta de espadas, qué esgrima de florete -parada y respuesta al tac-au-tac– donde cada palabra se encuentra, exactamente a los tantos versos, con la horma de su zapato; cada imagen choca a tiempo con su hermana enemiga y se gana su merecido; cada oveja va con su pareja, y los ecos juegan por todo el libro al toma y daca. Divina juglaría de cuchillos, soberbio juego la poesía.

V. Ofrenda de palabras

Premática primera: que nadie confunda la poesía con los estados poéticos de la mente. Instantes de emoción poética -porque se lo dan ya hechos la luz y el aire y, sobre todo, el claro de luna- hasta un pobre can suele tenerlos. Como verdadera creación, la poesía está fuera de su creador. Y viene a ser la otra creación, la que fue delegada en la persona de Adán, cuando puso nombres a las cosas. La poesía: ente posterior a la palabra. Una anécdota de Mallarmé y Degas viene a punto. Degas tenía su violín de Ingres; cuando dejaba el pincel, se empeñaba en hacer sonetos. De ellos acabó unos veinticinco, a fuerza de fatigas. «En todo un día no he podido dar término a éste -se quejaba con Mallarmé-, y, sin embargo, ideas no me faltan». «Pero, Degas -le contestaba el Maestro con dulzura-, ¡los versos no se hacen con ideas, sino con palabras!». Ya todos lo admiten así, teóricamente. Y casi todos lo olvidan al enfrentarse con los libros de versos. Y aquí empieza lo de si se entiende o no se entiende. Por lo cual, premática segunda: que nadie confunda la poesía con las cuentas de la lavandera. Y todo esto, que ya lo tenemos tan oído y tan repetido, lo vuelvo a decir para usted, Ricardo E. Molinari. Para usted que, un alegre día (tiempo después de El Imaginero) me trajo a los Cuadernos del Plata ese delicado enigma de El pez y la manzana. Lo descargó ahí, en torrecitas de versos, como quien aporta cestos de palabras frutales. Cestos de ofrenda a los pies de Góngora. Compendio -diría él- de la primavera, apretada en mimbres y tejida en racimos. Pero el Panegírico de Nuestra Señora del Luján -también con sus florecitas al ojal, en epígrafes de Villasandino o de Fray Luis; también con esos sabrosos humillos del Siglo de Oro, epístolas, cartas nuncupatorias y cosas así en letra grande; también con esos dibujos de Norah donde parece que cada objeto acaba de ser inventado y apenas va a comenzar su vida- me convence ahora de otro mandamiento más de la poesía. Ahora ya estoy por jurar que no sólo es palabra, sino palabra impresa, bien impresa, bien impresa en papel de Auvernia, tirada en pocos ejemplares, y con un ex libris al cabo -delfín en caduceo con el áncora- que venga a decir: festina lente. Ahora pienso que el poeta total no es ya sólo músico, no  sólo trabaja con aire modulado, sino que también es impresor o componedor de páginas con tipos. Y mucho más si sabe captar la gota de agua destilada -aquello que apenas significa ya cosa alguna- para luego irla cuajando en diamante: «Ofrecido acero, transparente goce. No importa ya perder el mundo…». No importa perderlo, Molinari, porque ya lo hemos usado todo: para hacer palabras con él, para hacer poesía.

Río de Janeiro, XI, 1930.

Divagación de la rueda. Por Alfonso Reyes

ENTRE los aciertos prácticos de la humanidad —todos a la cuenta de nuestros abuelos remotos— se destacan seguramente la domesticación del fuego y el descubrimiento de la rueda; algo después, la escritura y el alfabeto. Entre los aciertos teóricos, el haber dado con nociones como el uno y el cero, que dicen vienen de la India y acaso pasaron a Europa por mediación de los árabes españoles, pero a los que ya consagraban los antiguos mayas una celebración anual como a dioses benéficos. Y es muy singular que, para la flotación gráfica del cero, hayamos caído en algo como una imagen espectral de la rueda, rueda olvidada y recordada, última palpitación del objeto “rueda”, antes de borrarse de la conciencia. A la rueda, como al cero y como a la “O”, se la conoce por lo redonda, y quien no conoce la “O” por lo redonda será que tampoco entiende el cero ni venera la rueda: no sólo imbécil, sino renegado de la humana virtud.

¡La rueda! Esta hada entró sin ruido hace ya mucho tiempo en la historia. Los constructores de las Pirámides habían usado rodillos y cilindros para acarrear sus piedras talladas, pero rodillos y cilindros no son ya la rueda, sino un elemento de la rueda. Para que la rueda llegue a ser útil es fuerza que el hombre haya sometido previamente a alguna bestia de tiro. De lo contrario, la rueda o el carro poco aprovechan. Pero los constructores egipcios no conocían más “mano de obra” que la humana. Allá en el segundo milenio antes de nuestra Era aparece el delicado conjunto del rodillo, el eje, el cubo de rueda, ajustados por algún artesano de genio, predecesor de Papin y Edison, cuyo nombre hemos perdido, y tal fue el paso hacia la rueda. Ella vino a ser la primera de nuestras invenciones mecánicas, o mejor, la primera máquina.

Antes de la rueda, ya había útiles, ciertamente. Pero entre el útil y la máquina hay harta diferencia. El útil se adapta a los órganos del hombre, los prolonga y los refuerza: el bastón y la caña de pescar continúan el brazo; el martillo aumenta el peso del puño; el garfio o garabato no es más que un dedo encorvado; el rastrillo es un haz de dedos suplementarios. El útil sólo tiene poder cuando es manejado por el hombre, sólo tiene poder enlazado al organismo humano mediante la mano que lo sujeta. La rueda, en cambio, en vez de enlazarse al cuerpo del hombre, se le separa; y más aún, sé aleja de toda la naturaleza viva para brindar así, a los humanos, como desde lejos, un progreso fantástico.

La naturaleza, decían los escolásticos, tiene horror al vacío, y la fórmula se ha quedado en nuestra memoria porque habla a la imaginación y porque responde a la experiencia. La naturaleza, en efecto —según la perciben los sentidos—, es toda ella plenitud y contacto, y así pudo decir el poeta Francis Thompson que no puede arrancarse una flor sin perturbar a una estrella. La naturaleza produce y nutre a sus criaturas siempre por acercamiento y penetración. Y el útil, como lo hemos dicho, también pertenece a este sistema. El obrero necesita y pide que el útil le acomode en la mano. Pero no la rueda. El carretero, el constructor de la rueda, se ingenia, al contrario, para reducir los frotamientos al mínimo; su ideal sería anularlos y lograr que la rueda girara a toda velocidad en el vacío. Aquel señor que pasa en coche forma un cuerpo con el asiento y la carrocería del vehículo. Pero la rueda, motriz del conjunto, no forma cuerpo con nada. Su medio favorable es, en torno al eje, una gota de grasa, gota que no sirve para alimentar sino sólo para emancipar o libertar. La vocación de la rueda es la libertad. Tiene ante sí el infinito, el infinito del número y el infinito mecánico. ¡Qué bien lo entendió el artista griego cuando imaginó a la Fortuna como una mujer sobre una rueda! El anhelo, el sueño de esa mujer es la riqueza, el gozo inacabable solo la rueda puede dárselo. Y nunca la mitología fue mas lejos. Y toda maquina fundada en la rueda eso es lo que quiere, escapar: de aquí la rebelión de las máquinas que hoy estudia la Cibernética, espantada de sus propios engendros.

Diciembre de 1955.

Alfonso Reyes, «Divagación de la rueda», Las burlas veras. Segundo ciento, Obras Completas XXIIFCE, México, 1989, pp. 616-617

Correspondencia entre Jorge Isaacs, Justo Sierra y Alfonso Reyes

Madrid, mayo, 1921.

Sr. D. Cipriano Rivas Cherif.

La Pluma.

Mi querido amigo: Pocas figuras más representativas en la literatura americana que el autor de María. Jorge Isaacs toma la pluma—y al punto se le saltan las lágrimas. Y cunde por América y España el dulce contagio sensitivo, el gran consuelo de llorar.

El romántico caballero judío, hijo de un judío inglés establecido en Cauca, está hecho —afortunadamente— para despistar cierta tendencia a sustituir la crítica literaria con artimañas sociológicas. Tendencia según la cual este creador de la novela de lágrimas debiera ser indio por los cuatro costados.

Caudillo liberal, escritor doliente, hombre de aventura y de ensueño, vive peligrosamente y muere en la pobreza —como muere la gente honrada— buscando unas utópicas minas en unas tierras inexploradas y salvajes, con la ambición de dejar cierto bienestar a los suyos. Los editores lo han robado. Sus enemigos políticos lo persiguen. Pero él tiene fe en la bondad humana, porque le rebosa el corazón.

En nuestras combatidas tierras de generales y poetas ¡gozan y sufren tanto los hombres! A veces me pregunto si los europeos entenderán alguna vez el trabajo que nos cuesta a los americanos llegar hasta la muerte con la antorcha encendida. ¡Qué espectáculo el de América, amigo mío! Aquéllos caen de muerte violenta, y éstos se matan a sí mismos en un esfuerzo sobrehumano de superación, para adquirir el derecho de asomarse al mundo. «Poetas y generales», decía Rubén Darío. Y algunos, que sólo quisiéramos ser poetas; acaso nos pasamos la vida tratando de traducir en impulso lírico lo que fue, por ejemplo, para nuestros padres, la emoción de una hermosa carga de caballería, a pecho descubierto y atacando sobre la metralla.

Jorge Isaacs se dirige un día a Justo Sierra, el gran mexicano de los tiempos de Porfirio Díaz. Le pide auxilio: siente que puede abrirse con él. Justo Sierra fue toda su vida un consejero y un maestro. Protegió a los poetas y educó a tres generaciones. Gran prosista, historiador elocuente, hombre de ademán apostólico, pero contenido en la mesura académica, escribió sobre nuestra historia páginas tan sinceras y valientes, que todavía nos asombran, como nos asombra que se hayan podido escribir— y sin escándalo ni falsas actitudes heroicas, sino llenas de serenidad, de inteligencia en aquella época de pax augusta cuyo secreto parece haber sido no poner nunca el dedo en la llaga. Justo Sierra ponía el dedo en la llaga y, como en el consejo de Kipling, siendo muy bueno y muy sabio, ni hacía, aspavientos de muy bueno ni hablaba a lo muy sabio. Junto a la naturaleza ardiente y solitaria de Jorge Isaacs, contrasta la vida del gran mexicano, recortada en el perfil impecable, a gusto de una sociedad elegante y exigente. Justo Sierra es ese hombre prudente de Vauvenargues que no necesita abandonar el bullicio de la corte para ser bueno y superior, y tal vez por sólo eso lo es más que quien se aísla en la Tebaida egoísta, donde no hay tentaciones ni conflictos de la conducta.

He aquí tres cartas de Jorge Isaacs a Justo Sierra. La Pluma las publicará por primera vez. Las debo a la amabilidad de Luis G. Urbina. Los críticos colombianos sacarán de ellas algunas noticias curiosas. Yo no puedo leerlas sin conmoverme. Veo—al trasluz— todos los dolores de mi América; y algo muy mío, que no acierto a formular yo mismo, se agita y despierta en mí: algo entre recuerdo y amenaza. Tal vez sea el contagio de las lágrimas.

Justo Sierra no pudo hacer Cónsul de México a Jorge Isaacs. ¿Lograría auxiliarlo de algún modo? ¿Cuándo aprenderemos a dar a los hombres lo que es suyo? Pero ya lo entiendo: lo propio de Jorge Isaacs eran las lágrimas.

Mis amigos de México podrán imaginar conmigo —¡ellos que lo conocieron!— cómo habrán resonado en el alma de Justo Sierra las lamentaciones del autor de María.

Y usted, amigo Cipriano, perdone estos desahogos sentimentales que tan pocas veces me consiento, y dé cabida en La Pluma a las cartas de Jorge Isaacs.

Muy suyo,

Alfonso Reyes

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Érase un perro. Por Alfonso Reyes

POR la terraza del hotel, en Cuernavaca, como los inacabables mendigos y los insolentes muchachillos del chicle, van y vienen perros callejeros, en busca de un bocado. Uno ha logrado conmoverme.

Es un pobre perro feo, pintado de negro y blanco, legañoso y despeinado siempre. Carece de encantos y de raza definida, pero posee imaginación, lo que lo enaltece en su escala. Como el hombre en el sofista griego —fundamento del arte y condición de nuestra dignidad filosófica—, es capaz de engañarse solo.

Se acerca siempre sin pedir nada, a objeto de que la realidad no lo defraude. Se tiende y enreda por los pies de los clientes, y así se figura tener amo. ¿Algún puntapié, algún mal modo, alguien que lo quiere echar de la terraza? El perro disimula, acepta el maltrato y vuelve, fiel: nada solicita, sólo quiere sentirse en dependencia, en domesticidad humana, su segunda naturaleza.

Los amos no son siempre afables, pero él entiende; los tiempos son duros, la gente no está de buen humor, los países andan revueltos, el dinero padece inflación, o sea que el trozo de carne está por las nubes. Toynbee diría que cruzamos una “era de tribulaciones” (age of troubles), algo como haberse metido en una densa polvareda. El perro entiende. Por lo pronto, ya es mucha suerte tener amos, o forjárselos a voluntad.

A veces, una mano ociosa, a fuerza de hábito, le acaricia el lomo. Esto lo compensa de sus afanes: “Sí —se dice meneando el rabo—, tengo amo, amo tengo.”

Hay algo todavía más expresivo cuanto a la ilusión del pobre perro, y es que se siente guardián del hotel, y gruñe a los demás perros y los persigue para que nadie moleste a sus señores ni mancille su propiedad.

Así, de espaldas a sus semejantes, sentado frente a su humana quimera, alza la cabeza, entra en éxtasis de adoración—y menea el rabo. (¿La “servidumbre voluntaria”?)

Novedades, México, 27 de diciembre de 1953.

Alfonso Reyes, «Érase un perro», Las burlas veras, Obras Completas XXII, FCE, México,  1989, págs. 429-430.

La creación. Por Alfonso Reyes

JEHOVÁ se aburría divinamente.

—Me siento poeta creacionista —dijo al fin—. ¡Sea la luz!

Y fue la luz. Y creó la tierra y los cielos, las aves, los peces, los camellos y el hombre.

Y el hombre —Adán— recibió el encargo de poner nombre a los objetos de la creación. Y cuando acabó de enumerarlos todos, siguió creando objetos con la palabra.

Y Jehová observó:

—Privemos a Adán del don de crear por la palabra. De otra suerte, el mundo será pequeño para tanta creación, y el contenido será superior al continente.

Y Jehová, no pudiendo evitar que la palabra creara, inventó el ripio —que es como una falsa palabra— e inventó la palabra misteriosa, la que no se debe pronunciar, so pena de provocar catástrofes; por ejemplo, el nombre secreto de Alá, entre los antiguos árabes; el nombre secreto de Roma, sólo conocido de pocos iniciados y perdido ya para los sabios modernos.

Y de aquí el hermetismo: quien posee el nombre del dios, posee al dios; hay identidad entre el nombre y lo nombrado; luego conviene a la policía del universo que haya palabras misteriosas. Quien sabe mi nombre —mi nombre substancial— ése dispone de mí a su antojo.

—Y de aquí —opina un iniciado—, de aquí que Ivonne, Germaine y Georgette se resistan tanto a decirnos cómo se llaman.

Basta con enunciar una cosa para que exista. Pero hay que enunciarla “bien” (como en el Derecho Formulario); de lo contrario, sobreviene el ripio, que no crea.

Así pues, “crear” es hablar “bien”. No “crean” todos los que “hablan” (o escriben).

El Universal Ilustrado, México, 26 de agosto de 1920.

Alfonso Reyes, «La creación», Anecdotario inédito [1914-1959], Obras Completas XXIII, FCE, México, 1994, p. 423