El estoico. Por Alfonso Reyes

—Qué fácil es la virtud!—decía el Estoico—. Casi se reduce a un acto de renunciamiento, el cual, como cosa pasiva, es más hacedero que todos los actos positivos, supone mayor economía de esfuerzo y hasta se parece un tanto a la pereza. De suerte que un poco de inmovilidad conviene a la virtud, y mejor si se la interpreta, si se la “siente”, como desgana o dejadez, y no como rigidez o coerción. Luego hay un matiz de imaginación, un saborcillo de fantasía en las decisiones virtuosas. El secreto está en decirse a sí mismo: “No, si no me obligo ni me violento; más bien me dejo llevar, o más bien me quedo donde estoy.” Sentarse a la sombra de sí mismo, en vez de correr en pos de sí mismo: aquí está el secreto. ¡Oh, qué fácil es la virtud! Cultivad la imaginación, alumnos del bien. El Oriente siempre lo hizo así; pero el Occidente quiere convertir el alivio de la imaginación en la hipertensión de la voluntad. ¿Habéis advertido la diferencia? Lo que uno busca por el arduo camino de las restricciones y tiesuras, el otro lo busca por la cómoda senda, por la poética senda donde el alma, bien encaminada, se deja ir como en día de asueto.

(Y el Estoico no se daba cuenta, como acontece con todos los reformadores de la moral, de que sólo tenía razón y sólo acertaba por cuanto, tácitamente y sin saberlo, él ya era bueno de antemano, por inclinación natural y no por seguir tal o cual doctrina.)

Junio de 1955.

Alfonso Reyes, «El estoico», Las burlas veras, Obras completas XXII, Fondo de Cultura Económica, México, 1989, p. 553.

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