A Circe. Por Julio Torri

¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.

¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.

1917

Origen de la poesía. Por Alfonso Reyes

[Fragmento]

El instinto de imitación, tan imperioso en el niño y que amanece tanto como el hombre, es en sí una fuente de goce, relacionado con el goce del conocimiento. La sinonimia filosófica lo mismo preside a la realización de la idea artística que a la contemplación de la obra ya realizada, y aun al reconocimiento del común denominador que sirve de base a la metáfora (S369 y 466). El placer imitativo lo mismo se experimenta en el ejercicio propio que en el disfrute de la obra ajena. La cosa imitada bien podrá ser en sí misma placentera o penosa: el efecto de la expresión será siempre placentero. El goce intelectual del conocer, origen de todo progreso humano, se matiza y madura con los halagos sensoriales de la vista y del oído. El instinto hacia la imitación y la armonía es el complejo impulso que late en el origen del arte. Tal impulso es una necesidad del alma, y no un lujo más o menos superfluo. Sabemos por la Ética hasta qué punto contribuye a la integración humana el júbilo que resulta de poner en juego nuestras facultades. Cuando aquel impulso, cuando estas facultades imitativas —patrimonio general de los hombres— son eminentes e imperiosos, nace el artista. En nuestro caso, nace el poeta.

Alfonso Reyes, «Origen de la poesía y relación entre sus géneros», Crítica de la edad ateniense, Obras completas XIII, Fondo de Cultura Económica, México, 1997, p. 256

Diálogo de mi ingenio y de mi conciencia. Por Alfonso Reyes

(Pesadilla)

ERA YO mismo; pero más esbelto y adelgazado: sutil. En el rostro estaban marcadas las rayas de la risa. Las miradas picaban como puntas agudas. La voz se atiplaba, llena de firmeza; y el andar parecía volar.

Al lado de esta extraña visión, y como arrastrado por ella, también me acercaba yo mismo; pero, esta vez, torpe y obeso, bajo, lento. La mirada perdía fijeza y se disipaba, fatigada. El rostro se hacía ancho y vulgar; gruesa y bronca el habla, honda y tenebrosísima.

Y el último y definitivo yo mismo, el que yo no veía ni casi sentía, pero que, en poridad, me explicaba las apariciones del sueño, me dijo así:

—Aquél es tu ingenio; ésta, tu conciencia. Entre ambos se reparten tu alma; y así, no es raro que en medio de las risas llores, y en mitad del llanto sonrías . . .

Iba a continuar cuando, súbitamente, y con una voz de clarín,

—Todo soy yo ímpetu —comenzó mi ingenio; y

—Toda soy yo derrota —salmodió mi conciencia, como desde abajo de la tierra.

—A mí las flores y los cascabeles —gritaba mi ingenio, danzando—; a mí las coronas y los frutos llenos de miel. A mí todos los perfumes de Arabia; a mí todo el oro de la tierra; a mí la risa varonil, la sana soledad y la vida libre de los viajeros. Por mí hay una bandera de gala en la cumbre de la Creación. Por mí pasa mi dueño horas amables; y, en la charla de los amigos y dentro de la sala abrigada, el día es igual a la noche, la noche es igual al día, y las horas arden en el hilo azul del tabaco, o se diluyen, como los terrones de azúcar, en las tazas del té.

—A mí los cardos, para mí las esquilas fúnebres —gemía, en sordina, mi conciencia—; para mí el sabor de la ceniza, y la brasa ardiente sobre los labios de la sed. A mí el amor, y las bocas que se destiñen con los besos; y los ojos fulgurantes en la oscuridad, y los relámpagos de carne desnuda, y el grito y la fiebre y los puñales. A mí todo el hierro de la tierra, y la sombra de los árboles que envenenan. A mí todo el llanto del duelo y todo el sudor de la fatiga. Para mí el mal sueño de la posada extranjera, y el rápido ensillar de los caballos y la fuga trágica en el frío del amanecer. Por mí flota una mortaja en trizas sobre la cumbre de la Creación. Por mí pasa mi dueño horas crueles; y en el diálogo eterno de los que se entienden y de los que se adivinan, el amor se enfría y apaga, mientras crece la antorcha helada de la inteligencia, que consume sin calentar.

Y mi tercer yo me dijo entonces:

—Cuando crees en la seriedad de tu vida, tu conciencia se te adelanta como un obrero que se acerca al taller, la frente estoica y con los brazos desnudos. Tu ingenio entonces, que supera en talla a tu conciencia, si ésta lo supera en vigor, tu ingenio —que es un elegante desdeñoso— se asomará sobre el hombro del pobre obrero, y le hará un guiño, una muequecilla imperceptible: bastante para que la vida te parezca al punto un hormiguero miserable, digno de aplastarlo con los pies. Mas, si te dispones a reír, tu conciencia te lo impedirá. Y así vivirás en un estropearse de tus lágrimas con tus risas —cuando no te asiles en los libros. Porque los libros son, como la libertad, el refugio de los pecadores. Y vivirás para ir satisfaciendo a cada uno de estos lobos hambrientos: tu ingenio, tu conciencia. Y ellos se disputarán el señorío de tu alma.

A este punto llegaba yo en la exégesis de mí mismo, cuando sucedió algo que, aun en la vigilia, me conmueve y me turba. Y fue notar lo que hasta entonces no había notado: que mi ingenio era un hombre, y mi conciencia era una mujer: y mi ingenio la galanteaba, y ella se le rendía, llorando. Y me sublevé y empecé a gritar:

—¡Oh, frívolo, insensato! ¿Qué sabes tú de sus lágrimas? ¿Qué entiendes tú de sus dolores? Tú que sólo eres la sonrisa del conocimiento; tú que sólo eres la opinión del espíritu sobre la materia, ¿qué engendrarás en sus entrañas fecundas? Y tú, necia, vulgar y supersticiosa, que crees en duendes y en endriagos, ¿qué sabes tú de sus sonrisas? ¿Qué entenderás tú de sus alegrías terribles? Tú que sólo eres la amargura de la voluntad; tú que sólo eres la desesperación de la materia ante el espíritu, y el rayo de duda en los ojos del barro, ¿qué aprovecharás de sus inefables semillas? Pues ¿qué imposible maridaje es éste? ¿Qué monstruo de dos cabezas ofrecéis a mi sublevado albedrío?

Pero me detuve temblando. Aquellos dos fantasmas, el varón dotado de alas y la hembra armada de cuchillo, se reproducían en numerosa prole de gnomos, que todos se parecían a mí. Cuando abrí los ojos, sobresaltado, tratando de descifrar las sombras, me llegaron todavía palabras del sueño. Y oí claramente que mi ingenio decía a mi conciencia, significando el entusiasmo ético que ella, vagamente, le despertaba:

—Tu cuello, como la torre de David, edificada para enseñamientos: mil escudos cuelgan de ella: todos de valientes. (Cant. Cant. IV, 4.)

Y que mi conciencia requebraba a mi ingenio, significando la borrachera vital que él, vagamente, le infundía:

—Tus ojos, bermejos del vino; tus dientes, blancos de leche. (Cant. Cant. XLIX, 12.) *

 

 

* En la “Carta a dos amigos”, recogida en alguna serie de mis Simpatías y diferencias, me atreví a observar que esta pagina juvenil anuncia, por caminos independientes, la parábola de Paul Claudel Animus et anima, primeramente publicada en la Nouvelle Revise Française, París, octubre de 1925. (Referencia a Lucrecio, a la Psychomachia de Prudencio, y a Jung.)

 

 

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Vida de los poetas. Por José Emilio Pacheco

En la poesía no hay final feliz.

Los poetas acaban

viviendo su locura.

Y son descuartizados como reses

(sucedió con Darío).

O bien los apedrean y terminan

arrojándose al mar o con cristales

de cianuro en la boca.

O muertos de alcoholismo, drogadicción, miseria.

O lo que es peor: poetas oficiales,

amargos pobladores de un sarcófago

llamado Obras completas.

 

José Emilio Pacheco, Irás y no volverás. Poemas 1969-1972. Era, México, 2001, p. 99.

La basura. Por Alfonso Reyes

Los Caballeros de la Basura, escoba en ristre, desfilan al son de una campanita, como el Viático en España, acompañando ese monumento, ese carro alegórico donde van juntando los desperdicios de la ciudad. La muchedumbre famularia —mujeres con aire de códice azteca— sale por todas partes, acarreando su tributo en cestas y en botes. Hay un alboroto, un rumor de charla desordenada y hasta un aire carnavalesco. Todos, parece, están alegres; tal vez por la hora matinal, fresca y prometedora; tal vez por el afán del aseo, que comunica a los ánimos el contento de la virtud.

Por la basura se deshace el mundo y se vuelve a hacer. La inmensa Penélope teje y desteje su velo de átomos, polvo de la Creación. Un barrendero se detiene, extático. Lo ha entendido todo, o de repente se han apoderado de él los ángeles y, sin que él lo sepa, sin que nadie se percate más que yo, abre la boca irresponsable como el mascarón de la fuente, y se le sale por la boca, a chorro continuo, algo como un poema de Lucrecio sobre la naturaleza de las cosas, de las cosas hechas con la basura, con el desperdicio y el polvo de sí mismas. El mundo se muerde la cola y empieza donde acaba.

Allá va, calle arriba, el carro alegórico de la mañana, juntando las reliquias del mundo para comenzar otro día. Allá, escoba en ristre, van los Caballeros de la Basura. Suena la campanita del Viático. Debiéramos arrodillamos todos.

14-V111-1959.

 

Alfonso Reyes, “La basura”, Obras completas XXII, FCE, México, 1989, p. 842.