Los desaparecidos. Por Alfonso Reyes

UNA ESTADÍSTICA reciente nos hace saber que, del primero de enero al primero de octubre, la policía de Nueva York fue requerida para buscar, en total, a mil quinientos ochenta y cinco hombres y a setecientas sesenta y seis mujeres desaparecidos de sus casas. No se trata de desapariciones violentas ni de persecución de criminales, sino de desapariciones voluntarias y de pesquisas privadas en cierto modo, hechas a solicitud de la familia y los allegados.

Ignoro si la poesía futurista habrá pensado ya en aprovechar las emociones de la estadística. Marinetti debiera considerarlo con detenimiento. Junto al amor a las máquinas —que tanto alarmaría a Platón y tanto alarmaría a ese deplorable Ruskin, como Marinetti le llama—, junto al amor a la guerra, junto al elogio de la velocidad, de la bicicleta, del automóvil, de todo ese mundo agitado cuyo amuleto es Billiken, el futurista pudiera muy bien añadir, en el estilo imperatorio de sus proclamas:

—¡Queremos cantar las emociones de la estadística: de la estadística que destuerce y analiza —terriblemente— las fibras del tejido social: ley de reiteración por quien la sonrisa se transforma en mueca, la gota de agua logra taladrar las rocas, y la humanidad toda aparece como una grey que tira atropelladamente del carro, cuesta arriba o cuesta abajo!

La estadística de los neoyorkinos desaparecidos es una manifestación elocuente de esas fuerzas oscuras e inanimadas que trabajan la entraña de la sociedad; es un caso precioso de la anomalía frecuente; ejemplo palmario de la evolución descendente —o ascendente, nadie lo sabe; por lo menos, de la evolución contraria, del progreso hacia lo anormal, hacia el milagro. Es el instante crítico en que San Antonio oye decir al tentador: ¡supón que el absurdo sea la verdad! Estamos, en plena sociedad sedentaria, bajo la impresión de que una caravana invisible desfila por nuestras calles sin que lo sepamos; de que todo un pueblo, un pueblo de nómadas, nos está abandonando constantemente, está huyendo nadie sabe adónde, no se sabe adónde. Es el mito del Judío Errante realizado al impulso de una ansiedad genuina y humana, la del poeta que se decía siempre dispuesto a saltar a un estribo.

Y la naturaleza favorece la fuga. El dinamismo universal —la filosofía en que vivimos— es una manera de la fuga; su símbolo pudiera consistir en una serpiente de fuego cuya cola está huyendo siempre de la amenazante cabeza. Para el que quiere huir, como en el Metzengerstein de Edgar Allan Poe, los caballos de los tapices se animan y se hacen de carne. La fuga no es precisamente una esca-atoria del peligro: es un desahogo necesario de la actividad: es el miedo a lo inmóvil. La ninfa Siringa, en Jules Laforgue, no puede oír la palabra “caza” sin echarse a correr, gritando, como una Walkiria, por los campos:

¡Hoyotoho!
¡Heiaha!
¡ Hahei! Heiaho! ¡ Floyohei!

Imaginad, en efecto, que os arrancáis súbitamente a vuestra ciudad, a vuestra vida ordinaria, a vuestros amigos y a vuestra casa. Si conserváis aún vivas las energías del ser, las capacidades plásticas de vivir, no podréis menos de experimentar una saludable ansiedad, un inquieto regocijo: la alegría mística del guerrero que siempre está pronto a partir. No lo entendió el fabulista cuando hizo decir a la ardilla: “subo y bajo, no me estoy quieta jamás”, y al caballo objetarle groseramente que si tantas idas y venidas, vueltas y revueltas, eran de alguna utilidad. Desaparecer de Nueva York puede ser, indudablemente, de alguna utilidad: para el delincuente que elude la ley, o para la enamorada romántica que sigue al sujeto de sus cuidados, o para el plagiario que se lleva la presa a cuestas. Pero tales casos particulares quedan ahogados en la masa de los que se van a buscar otra vida, a probar fortuna como cualquier personaje de novela vieja española, o en pos de constelaciones nuevas como los Conquistadores en Val-buena y en Heredia.

Yo no sé si los estadistas se creerán obligados a desazonarse ante tan desenfrenado apetito romántico: impulso de echar la suerte, de quemar las naves, de pasar el Rubicón. Lo cierto es que aquí se descubre algo de la fuerza misma de la humanidad. Mientras haya hombres que emigren, habrá aventureros y conquistadores; es decir, reyes de la tierra. ¡Hora funesta aquella en que nadie salga de su casa, ni menos se escape por la ventana, y en que el último hombre de Nietzsche se asome todos los días al balcón para conversar con el vecino! De los que se van nos vienen las mayores virtudes. La ingratitud, el desamor a lo que nos abriga y guarece, o en otra forma, la inadaptación, son cosas necesarias para que la vida se mueva. Los inadaptados son los motores de la sociedad.

Rasselas, el príncipe de Abisinia —héroe de la novela de Johnson—, vivía en un espacioso valle del reino de Amhara, circundado de montañas, fértil y hermoso, morada de todos los placeres. Pero los hijos de aquel pueblo eran verdaderos prisioneros del Valle Feliz, y el más noble de ellos, Rasselas, acabó por sentirse torturado de felicidad y padecer las necesidades del que nada necesita. Imlac, un poeta venido de lejanísimas tierras, le cuenta historias del mundo, le pinta el cuadro de sus errores y desgracias. Rasselas, de oírlo, decide fugarse y, ayudado por el poeta y por su hermana Nekayah, taladra la montaña y consigue escapar. Ésta es, más o menos, la historia de todos los desaparecidos.

En Stevenson, el perfecto y delicado cuentista, hay, por el contrario, un mártir de la inmovilidad que, para colmo de dolor, vive junto a un camino y mira diariamente correr la vida ante sus ojos, sin decidirse nunca a abandonar el molino paterno. Se llama Will (Will O’The Mill). Frente a la puerta de su molino, que estaba sobre las laderas de la montaña, una carretera serpea y desaparece; cuesta abajo pasan todos los días coches y caballos; cuesta abajo corre, junto a la carretera, un río; cuesta abajo sopla siempre el viento. Es una conjuración de la naturaleza. Su padre le cuenta que el río pasa bajo los puentes de una ciudad, de diez ciudades, y al fin, desemboca en el mar. “El mar—le dice—, hijo, es la cosa más grande que ha hecho Dios.”

Los hombres de ciencia, observa el cuentista, afirman que las aventuras de los navegantes y las emigraciones de las tribus, borradas al polvo de los tiempos, no obedecen más que a la ley de la oferta y la demanda, y a cierto amor instintivo por los precios baratos. Y no es así: las tribus que llegan hormigueando del Norte y del Oriente, si es cierto que venían arrojadas por otras, vinieron también atraídas por la influencia del Sur y del Oeste.

Así los desaparecidos de Nueva York. Yo no quiero entender razones de materialismo, ni de aventura amorosa, ni de derecho penal. Yo creo que salieron, uno a uno, a juntarse con la caravana que se encamina hacia la Ciudad Eterna, hacia la Roma Espiritual de las Emigraciones… ¡Todos mis anhelos se van tras de los dos mil trescientos cincuenta y un desaparecidos de Nueva York! Y ¿puede considerarse esta desaparición como un suicidio relativo? No, porque ella admite la posibilidad de corregir el mundo. Pero al que se quiera suicidar sin tener suficientes ánimos, puede aconsejársele, como ensayo, una desaparición, una fuga. Que se vaya sin despedirse. Que se escape una noche por la ventana, descolgándose por una cuerda y con un revólver en la mano. Procure llevar deshecho el lazo de la corbata y el sombrero abollado; algún desgarrón en el traje no estará de más, y tanto mejor si se cala un antifaz de terciopelo negro. Trate, en fin, de tener el aire de un malhechor, de uno que va contra la vida, y escápese así. Si su ansia de suicidio no fuere más que un mal pasajero —producto de una mala digestión, como el pesimismo de Carlyle juzgado por Nietzsche; producto de una orgía excesiva, como el que puede representar el Eclesiastés tras de los espasmos de Sulamita; o producto, tal vez, de una reciente lectura de Los trabajos del joven Werther—entonces pudiera curarse con un cambio de actividad. Los casos de doble personalidad no son ya un misterio para nadie; proceden —dice la ciencia— de una fatiga. Son una escapatoria, una fuga; una pequeña juerga psicológica, como las que, en su doble yo, se permitía cierto piadoso pastor protestante de que nos habla James. El impecable Dr. Jekyll—para volver a Stevenson— se escapa periódicamente de sí mismo; busca a medianoche el escondite de Mr. Hyde, y sale de él transfigurado. Este cuento de Stevenson es lo más profundo que se ha escrito: hondo y teológicamente absoluto, en redor de él podrían construirse mil filosofías; pero el maestro ha tenido la bravura, la “garra” de contar-lo como un simple hecho, sin divagaciones ni cosquilleos simbólicos, con la desnudez leal de la materia y sin la brumosa atmósfera de la metafísica. En cierto modo, pudiera decirse que ese cuento es una representación de la hipocresía, y aun de la hipocresía inglesa: el señor se entrega en su alcoba a todos los horrores de la cocaína y de la danza ante el espejo, pero eso apenas su camarero lo sospecha; porque el señor cumple todos los días sus obligaciones, y se presenta a sus compromisos con el traje de exquisito planchado, pulcro el afeite y apenas una ligera sombra en la ojera, que hasta le da mayor distinción: el guante, como en un retrato de Velázquez, cuelga de su mano, impecable.

Este modo de entender la vida, más que hipócrita, me resulta intenso y viril. Lo ideal es no tener abismos en el alma; pero, quien los tenga, conviene que sepa salir, todas las mañanas —buzo de sí propio—, desde el fondo del mar, sin siquiera una alga marina enredada en los confusos cabellos.

Y, en todo caso, ¿quién no es interiormente múltiple?A algunos es dable realizar una, dos personalidades. Pero el resto lo dejan como las estatuas de Rodin, que están ya quebradas antes de haber sido acabadas; cuál sin cabeza, y cuál sin extremidades. Entonces no queda más refugio que el arte inventivo: el teatro y la novela, en que el autor realiza todas las posibilidades de ser que en la vida no le ha sido dable desarrollar. Donde Bergson funda su explicación psicológica del arte. Y en cada hombre hay varios: uno que afirma, otro que niega, otro que a ambos los admira, el que de todos juntos se ríe, y otro —¿el último?—que a todos los justifica y se echa a dormir después tranquilamente. De modo que la mejor representación del hombre es la de un Eneas que huyera del incendio con un padre, una esposa y un hijo a cuestas, doblegado al peso del fardo. Y Eneas hay que se sacude parte del fardo, y deja morir entre las llamas a la esposa y al padre, para consagrarse a su hijo, por ejemplo. Y este Eneas, no suficientemente robusto, es el que se fuga, es el que renuncia a su integridad psicológica, para consagrarse al hijo; a la parte aún no conocida de sí mismo: a la novedad, a la invención.

Siento que mis fábulas se entrecruzan, y el hilo de Ariadna, que ha de conducirnos por el laberinto, tiembla entre mis dedos. Resumamos, pues, nuestras principales conclusiones: El hombre no quiere aceptar; lo que quiere el hombre es innovar, desde innovarse a sí mismo hasta innovar el ambiente. En medio de nuestras ciudades estables, cruza una invisible caravana de los que están yendo a otra ciudad; de los que se marchan por marcharse. Si el hombre quiere la renovación, es porque no le satisface lo actual; es porque, en el fondo, protesta, sonríe. Su arma de renovación es la libertad. Y la libertad es lo que no existe, es el otro mundo, de donde el hombre quisiera atraer virtudes a la tierra.

Y he aquí, ciertamente, una palabra terrible: libertad. Porque si ella es ilusoria, toda la inquietud de los hombres es tan inútil como la de la ardilla en la fábula; y entonces, casi vale más dormirla bajo los toneles de Margarita. Casi vale más, como en Rimbaud, “un sueño de ebrio sobre una playa desierta”.

Grave cosa es plantearse, bajo el criterio provisional del sentido común, los problemas del especialista. Pero mientras el especialista recalienta sus alquitaras y destila, gota a gota, el licor precioso, tenemos necesidad de pertrecharnos contra los ataques de la confusión mental; y si no hay granadas de mano, las haremos con latas de conservas alimenticias. En la guerra, como en la guerra. Ánimo, pues.

Alfonso Reyes, «Los desaparecidos», El suicida, Obras completas II, FCE, México, 1995, pp. 243-248

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