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Fábula de los lectores reales. Por Alfonso Reyes

ÉSTE era un rey de Francia, por los días del Renacimiento, gran mecenas de las artes y de las letras, poeta él mismo, que se llamó Francisco I. Con él podían tratar de tú a tú los humanistas y sabios de la época, como Guillaume Budé, a quienes tenía por consejeros y amigos. A él se debe la institución de los “lectores reales”, institución que daría origen al Colegio de Francia. Esta ilustre casa de estudios vive aún en plena gloria y ha sido, más o menos, el modelo del Colegio Nacional creado en México hace diez años, para bien de nuestra cultura, por inspiración, sobre todo, del inolvidable Antonio Caso.

Entre los hechos más señalados del Renacimiento francés, ninguno iguala en trascendencia a la fundación del Colegio de Francia, el cual ejerció influjo profundísimo en la vida intelectual de Europa, mediante ese su nuevo régimen de enseñanza que Rabelais ha pintado en la carta de Gargantúa a Pantagruel:

“Hoy el mundo está lleno de sabios, preceptores muy doctos y muy abundantes bibliotecas.”

Hay que recordar, para ser justos, que el rey Francisco I, prisionero en España, había podido observar de cerca la admirable Universidad de Alcalá, obra del Cardenal Cisneros. El rey no olvidaría nunca la impresión entonces recibida, y por muchos años estuvo acariciando el proyecto de corregir en algún modo las ya lamentables deficiencias de la Sorbona.

En efecto, hacia el primer tercio del siglo XVI la Universidad de París, la inmortal Sorbona, padecía una de esas crisis que son meros reflejos de la desazón general. Sus enseñanzas, ya exangües y rutinarias, no acompañaban ni con mucho el ansia de renovación. Las luces que, de Italia, se difundían al resto del Occidente y derramaban por todas partes los tesoros de la antigua sabiduría, no lograban penetrar las densas nubes de la escolástica tradicional en que se envolvía la Sorbona. La Universidad, de espalda al tiempo, olvidaba su hermoso pasado y su misma razón de ser.

FranciscoIReyes

Pues ¿no llegó la Universidad a considerar con malos ojos el que la regia voluntad de Francisco I creara un cuerpo de profesores para enseñar el latín, el griego y el hebreo? Aun persiguió a algunos de estos profesores, acusándolos de entregarse a los pecaminosos contactos con la cultura pagana, y especialmente, de contaminarse con la herejía de los reformistas o luteranos, por el empeño de acercarse al texto de los Evangelios según el criterio científico.

Pero estos catedráticos de humanismo —los lectores reales— habían echado a andar una poderosa máquina que ya nadie lograría detener. Ellos contaban con el favor real, cierto; aunque hay que entender lo que eso significa. No todo fue para ellos vida y dulzura; no se crea que su magna obra ignoró el dolor y el sacrificio: al contrario.

Ya, diez años antes de nombrar a sus lectores reales, Francisco I había hecho un bosquejo de sus vastos planes, encomendando al erudito Juan Láscaris, de Milán, un curso de griego para una docena de estudiantes. ¿Y en qué paró este ensayo? Láscaris, mientras pudo, tuvo que sostener de su propio bolsillo aquella cátedra singular, sin recibir del rey más que ofrecimientos y buenas palabras. A los dos años, Láscaris se vio obligado a cerrar sus puertas.

Las preocupaciones políticas y militares, el malestar moral que pesaba sobre Francia, los progresos de la Reforma y, para colmo, el golpe teatral que vino a ser la derrota de Pavía hicieron que Francisco I abandonara por unos años sus sueños de cultura. Finalmente, le fue dable nombrar a sus lectores reales hacia 1530.

Pero véase la situación de estos campeones renacentistas. Desde luego, la Sorbona los perseguía con sus rayos y fulminaciones. El ambiente estaba tan cargado, que aun haría víctima del encono religioso y arrancaría algunos gritos de combate a un poeta cortesano como Clement Marot, nacido para la dulzura. En la práctica, los programas de lenguas clásicas y orientales resultaron realmente excesivos, y hubo quienes diesen lecciones durante cuatro y cinco horas diarias. Los cursos se diseminaban por varios sitios de París, pues los lectores reales aún carecían de inmueble propio y acudían a la hospitalidad de cinco o seis colegios que se escalonaban por la montaña de Santa Genoveva. Las salas eran muy exiguas para los numerosos auditorios, y algunos maestros tuvieron que profesar al aire libre. En teoría, y sólo en teoría, se les concedió una asignación de 450 libras al año; pero si el rey otorgaba generosamente estas subvenciones nominales, la Administración de Finanzas no podía pagarlas. Así, los salarios correspondientes al año de 1531 sólo se pudieron cobrar en 1533.

Cuando se ausentaba de París el Cardenal Du Bellay, los pobres lectores reales, faltos de valedor, se encontraban en tan aflictivas condiciones que Jacques Toussaint y François Vatable le escribían diciéndole sin ambages: “Nos dejan perecer de hambre”. Y le contaban también que el colega Jean Stracel había debido interrumpir los cursos e irse a su tierra natal de Flandes para allá juntar, entre sus parientes, algún dinero que le permitiera mantener su situación en París… Tales fueron los humildes orígenes del Colegio de Francia.

Moraleja: ¿ Será necesario repetir que en todas partes cuecen habas?*

III-1953

* Cadena “Informaciones de México”.

Alfonso Reyes, «Fábula de los lectores reales», A campo traviesa,  Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 426-429.