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Del perfecto gobernante. Por Alfonso Reyes

Ya se entiende que el perfecto gobernante no era perfecto: estaba lleno de pequeños errores para que sus enemigos tuvieran donde morder. De este modo, todos vivían contentos.

El pueblo tampoco era perfecto: lleno estaba de extraños impulsos de rencor. Cada año, el gobernante entregaba a la cólera popular una víctima propiciatoria por todos los errores del año.

Había dos ministros: uno de la guerra, otro de la paz. El ministro de la guerra era muy prudente y metódico, porque en esto de declarar la guerra hay que irse con pies de plomo, y en esto de administrarla, con manos de araña. El ministro de la paz era muy impetuoso y bárbaro, a fin de dar a los pueblos ese equivalente moral de la guerra, sin el cual, durante la paz, los pueblos desfallecen.

El gobernante procuraba que todas las ruedas de su gobierno giraran sin cesar, porque el uso gasta menos que el abandono. De tiempo en tiempo, al pasar por las alcantarillas, dejaba caer algunas monedas, que luego distribuía entre los que habían bajado a buscarlas.

Un día advirtió el gobernante que los funcionarios no cumplían con eficacia sus cargos: el servicio público era para ellos cosa impuesta, ajena. Entonces dejó que los funcionarios se organizaran en juntas secretas y sociedades carbonarias, con el fin de mandarse solos.

Desde aquel día, el servicio público tuvo para los servidores del Estado todo el atractivo de un complot. Ellos encontraron en el desempeño de sus deberes los deleites de los Siete Pecados, y el pueblo prosperaba, dichoso.

 

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Encuentro con un diablo. Por Alfonso Reyes

En una posada donde sólo se detiene uno a mudar cabalgadura, no puede escogerse la compañía. Se habla con el primero que llega, y acepta uno un trago o lo ofrece.

Era casi la medianoche. Aquel impecable señor, prendido con cuatro alfileres, viajaba en carroza. El chambergo dejaba escapar ricillos negros por sus sienes. Tenía unos bigotitos y una perilla de puñal.

No recuerdo cómo, entre copa y copa, me dejé arrastrar por él, yo que sé tan poco, hasta las encumbradas regiones de la teología.

Y el desconocido habló del problema del mal, tan debatido por los filósofos.

—¿Cómo puede ser que Dios —me decía— en su omnipotencia y su bondad, consienta el mal y el sufrimiento, azotes de la humana familia?

Hice un esfuerzo —pues confieso que me sentía mareado y se me figuraba que las llamas de la chimenea chisporroteaban por todo el ámbito— y recordando mi Ripalda de a cinco centavos, le contesté con otra pregunta:

—¿Y no será por lo mismo que consiente en que haya pecados?

—¿Es decir?…

—Es decir —cité textualmente— “para nuestro ejercicio y mayor corona”. Para encaminarnos, por la prueba y el merecimiento, a la salvación.

—Eso se lo enseñaron a usted cuando era un doctrino, y veo que no se le ha olvidado. ¡Bravo, bravísimo! ¿Otra copa?

—Ya no, gracias. Claro que hay también la solución de Pangloss, pero dejemos eso.

—Bien, ¿y si yo le dijera a usted que el mal y el sufrimiento humanos son perfectamente explicables sin acudir a la hipótesis cristiana, sencillamente porque el hombre no es el objeto final de la Creación?

Decididamente la estancia daba vueltas. Pero hacía rato que yo oía un leve silbidito, un tenue “jui-jua” que se dejaba escuchar rítmicamente a lo largo de nuestra charla. Y por eso comprendí que mi interlocutor era nada menos que un diablo, y se entretenía en menear la cola mientras bebía y conversaba conmigo.

“Si usa cola —dije yo para mi coleto— no es el Diablo en persona, pues Su Majestad Infernal bien puede dispensarse de estos juguetes y boberías. Éste no será más que un diablo, un pobre diablo. Ni Belfegor, ni Belial siquiera, ni otro espíritu de alto copete.”

Y en llegando a esta conclusión y descubierta ya su maniobra, preferí despedirme respetuosamente, barriendo el piso con la pluma de mi sombrero, y salí precipitadamente para continuar mi jornada, sin dar a entender al diablejo que había logrado descubrirlo, porque temí alguna mala jugada. Pues, como dice Tomás Moro, y antes lo había dicho Martín Lutero, los diablos no soportan burlas.

Septiembre de 1958

 

Alfonso Reyes, «Encuentro con un diablo», Vida y Ficción (1910-1959), Obras completas XXIII, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, pp. 105-106.

El cocinero. Por Alfonso Reyes

Un gran letrero: —“Cocina”—, llamaba la atención del transeúnte. Junto a la puerta, los sabios hacían cola, como en los estancos la gente el día del tabaco. Cada uno llevaba una bandeja, con toda pulcritud y el mayor cuidado. Sobre la bandeja, un espejo de cristal. Y bajo el cristal, una palabra recién fabricada en el gabinete, mediante la yuxtaposición de raíces y desinencias de distintos tiempos y lugares.

El cocinero —hombre gordo y de buen humor— iba cociendo aquellos bollos crudos, aquellas palabras a medio hacer, con mucha paciencia y comedimiento.

Metía al horno una palabra hechiza, y un rato después la sacaba, humeante y apetitosa, convertida en algo mejor. La espolvoreaba un poco, con polvo de acentos locales, y la devolvía a su inventor, que se iba tan alegre, comiéndosela por la calle y repartiendo pedazos a todo el que encontraba.

Un día entró al horno la palabra artículo, y salió del horno hecha artejo. Fingir se metamorfoseó en heñir; sexta, en siesta; cátedra, en cadera. Pero cuando un sabio —que pretendía reformar las instituciones sociales con grandes remedios— hizo meter al horno la palabra huelga, y se vio que resultaba juerga, hubo protesta popular estruendosa, que paró en un levantamiento, un motín.

El cocinero, impertérrito, espumó —sobre las cabezas de los amotinados— la palabra flotante: motín; y, mediante una leve cocción, la hizo digerible, convirtiéndola y “civilizándola” en mitin. Esto se consideró como un gran adelanto, y el cocinero recibió, en premio, el cordón azul.

Entusiasmados, los sabios quisieron aclarar el enigma de los enigmas, y hacerlo deglutible mediante la acción metafísica del fuego. Y una mañana —hace mucho tiempo— se presentaron en la cocina con un vocablo enorme, como una inmensa tortuga, que apenas cabía en el fuego.

Y echaron el vocablo al fuego. Este vocablo era Dios.

…Y no sabemos lo que saldrá, porque todavía sigue cociendo.

La cena. Por Alfonso Reyes

La cena es un relato fantástico de Alfonso Reyes de 1912 que se incluyó en el libro El plano oblicuo publicado en 1920. En este cuento, el sueño y la realidad, así como las dimensiones temporales y espaciales, se confunden en una experiencia irracional, mágica. La riqueza de símbolos y referencias literarias que Reyes teje a lo largo de la historia son una característica de esta pieza fundacional de la literatura fantástica latinoamericana.

La versión de La cena que se presenta en esta ocasión cuenta con la voz de Juan Stack y la dirección de Eduardo Ruiz Saviñón. Sobre este autor, en Descarga Cultura.UNAM también puedes escuchar “Oración del 9 de febrero”.

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Disponible en: http://descargacultura.unam.mx/app1#

Editorial: Almadía
Lectura a cargo de: Juan Stack
Estudio de grabación: Radio UNAM
Dirección: Eduardo Ruiz Saviñón
Música: Juan Pablo Villa
Operación y postproducción: Gustavo Páez / Fabiola Rodríguez
Año de grabación: 2015

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