ENTRE los aciertos prácticos de la humanidad —todos a la cuenta de nuestros abuelos remotos— se destacan seguramente la domesticación del fuego y el descubrimiento de la rueda; algo después, la escritura y el alfabeto. Entre los aciertos teóricos, el haber dado con nociones como el uno y el cero, que dicen vienen de la India y acaso pasaron a Europa por mediación de los árabes españoles, pero a los que ya consagraban los antiguos mayas una celebración anual como a dioses benéficos. Y es muy singular que, para la flotación gráfica del cero, hayamos caído en algo como una imagen espectral de la rueda, rueda olvidada y recordada, última palpitación del objeto “rueda”, antes de borrarse de la conciencia. A la rueda, como al cero y como a la “O”, se la conoce por lo redonda, y quien no conoce la “O” por lo redonda será que tampoco entiende el cero ni venera la rueda: no sólo imbécil, sino renegado de la humana virtud.
¡La rueda! Esta hada entró sin ruido hace ya mucho tiempo en la historia. Los constructores de las Pirámides habían usado rodillos y cilindros para acarrear sus piedras talladas, pero rodillos y cilindros no son ya la rueda, sino un elemento de la rueda. Para que la rueda llegue a ser útil es fuerza que el hombre haya sometido previamente a alguna bestia de tiro. De lo contrario, la rueda o el carro poco aprovechan. Pero los constructores egipcios no conocían más “mano de obra” que la humana. Allá en el segundo milenio antes de nuestra Era aparece el delicado conjunto del rodillo, el eje, el cubo de rueda, ajustados por algún artesano de genio, predecesor de Papin y Edison, cuyo nombre hemos perdido, y tal fue el paso hacia la rueda. Ella vino a ser la primera de nuestras invenciones mecánicas, o mejor, la primera máquina.
Antes de la rueda, ya había útiles, ciertamente. Pero entre el útil y la máquina hay harta diferencia. El útil se adapta a los órganos del hombre, los prolonga y los refuerza: el bastón y la caña de pescar continúan el brazo; el martillo aumenta el peso del puño; el garfio o garabato no es más que un dedo encorvado; el rastrillo es un haz de dedos suplementarios. El útil sólo tiene poder cuando es manejado por el hombre, sólo tiene poder enlazado al organismo humano mediante la mano que lo sujeta. La rueda, en cambio, en vez de enlazarse al cuerpo del hombre, se le separa; y más aún, sé aleja de toda la naturaleza viva para brindar así, a los humanos, como desde lejos, un progreso fantástico.
La naturaleza, decían los escolásticos, tiene horror al vacío, y la fórmula se ha quedado en nuestra memoria porque habla a la imaginación y porque responde a la experiencia. La naturaleza, en efecto —según la perciben los sentidos—, es toda ella plenitud y contacto, y así pudo decir el poeta Francis Thompson que no puede arrancarse una flor sin perturbar a una estrella. La naturaleza produce y nutre a sus criaturas siempre por acercamiento y penetración. Y el útil, como lo hemos dicho, también pertenece a este sistema. El obrero necesita y pide que el útil le acomode en la mano. Pero no la rueda. El carretero, el constructor de la rueda, se ingenia, al contrario, para reducir los frotamientos al mínimo; su ideal sería anularlos y lograr que la rueda girara a toda velocidad en el vacío. Aquel señor que pasa en coche forma un cuerpo con el asiento y la carrocería del vehículo. Pero la rueda, motriz del conjunto, no forma cuerpo con nada. Su medio favorable es, en torno al eje, una gota de grasa, gota que no sirve para alimentar sino sólo para emancipar o libertar. La vocación de la rueda es la libertad. Tiene ante sí el infinito, el infinito del número y el infinito mecánico. ¡Qué bien lo entendió el artista griego cuando imaginó a la Fortuna como una mujer sobre una rueda! El anhelo, el sueño de esa mujer es la riqueza, el gozo inacabable solo la rueda puede dárselo. Y nunca la mitología fue mas lejos. Y toda maquina fundada en la rueda eso es lo que quiere, escapar: de aquí la rebelión de las máquinas que hoy estudia la Cibernética, espantada de sus propios engendros.
Diciembre de 1955.
Alfonso Reyes, «Divagación de la rueda», Las burlas veras. Segundo ciento, Obras Completas XXII, FCE, México, 1989, pp. 616-617