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«Nota preliminar»; Universidad, política y pueblo de Alfonso Reyes. Por José Emilio Pacheco

En Inglaterra un libro de C. P. Snow, Las dos culturas y la revolución científica, planteó el problema que entraña para la sociedad contemporánea el abismo que separa a los intelectuales de los científicos. La rapidez con que se desarrollan los procesos de cambio en nuestra época, la urgencia de terminar con la disparidad entre las naciones industrializadas y los países subdesarrollados que forman el Tercer Mundo, demuestran que salvar ese abismo resulta una obligación inaplazable. Si las humanidades y las ciencias se apartan no habrá sociedad capaz de pensar con cordura. Por la vida intelectual, por la sociedad de Occidente que vive rodeada de la extrema miseria, por los pobres que dejarán de serlo si hay inteligencia en el mundo, la educación debe mirarse con nuevos ojos. Ciertamente, no solucionará todos los problemas; pero sin la educación no podemos enfrentarnos a ellos. Todos tenemos que aprender unos de otros. Queda muy poco tiempo. Y lo peligroso es que nos criaron como si tuviéramos el tiempo de los siglos.

Casi treinta años antes de C. P. Snow, Alfonso Reyes manifestó propósitos en gran medida coincidentes al intentar una filosofía de la cultura, orientada hacia el caso concreto de Hispanoamérica, que defiende la universalidad y la tradición como condiciones de nuestro porvenir intelectual.

En Reyes la palabra «humanista» define antes que al estudioso de la antigüedad clásica al hombre consciente de sus responsabilidades sociales, dueño de una cultura no asediada por las limitaciones de la especialización excesiva, aficionado a otras disciplinas que le permitan conocer mejor la propia, ávido en fin de mantenerse al tanto del progreso científico para tratar de que su empleo se encauce en beneficio del mundo. Al advertirnos contra los peligros crecientes de la especialización, Reyes no defiende la superficialidad, el conocimiento ligero de todo y profundo de nada: «defiende la profesión general del hombre», afín a la corriente enciclopedista del XVIII que propició la independencia para combatir las iniquidades sociales mediante la difusión del conocimiento científico y filosófico.

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Así, Reyes se propone definir la naturaleza de la cultura y los deberes que impone a quienes la sirven, trata de hallar un medio que eleve a Hispanoamérica al plano de la cultura universal sin que ello implique la renuncia a los valores humanos fundamentales de su tradición. La cultura es el patrimonio común a todos los miembros de una sociedad. Es la obra en que se expresa la inteligencia -la facultad más específicamente humana- cuyo objeto característico es unificar, establecer sistemas regulares de conexiones. Esta función en el orden del espacio comunica a los coetáneos y se llama cosmopolitismo; en el orden del tiempo comunica a las generaciones y se llama tradición.

Al incorporar a sus Obras completas varios de los ensayos que forman este libro, Reyes señalaba que algunas palabras han cambiado de sentido y hasta se han vuelto de revés. «No se impacienten las Furias Políticas y procuren entender las cosas conforme al lenguaje de su momento.» Por eso, aunque él empleaba «cosmopolitismo» en su sentido griego y no en la trivial connotación de nuestros días, acaso sea preferible ahora el impreciso término de «universalidad» para referirse al esfuerzo de la inteligencia por unificar espiritualmente al hombre, hacer triunfar la unidad del género humano contra el racismo o el clasismo, convertir la Tierra en una morada menos injusta y menos infeliz para todos.

Por su parte, la tradición es el esfuerzo de la cultura que busca unificarse a sí misma, establecer la continuidad de su obra a través del tiempo, asegurar el aprovechamiento de las anteriores conquistas por las nuevas generaciones. Si el deber del intelectual, de todo hombre que ha tenido acceso a los beneficios de la cultura, es fomentar el mutuo conocimiento que acerque espiritualmente a los hombres, ello es aún más imperioso en nuestros países cuyo progreso depende su unión y la democratización de las instituciones. El cauce natural para aglutinar tales elementos es la tradición hispano-latina. Estos valores y no los de las culturas aborígenes, constituyen el núcleo de la cultura en Hispanoamérica. De ellos debe partir a la realización de su destino: ser cuna de la «raza cósmica», del nuevo mundo.

No hay que olvidar que estas nociones preceden al redescubrimiento del legado prehispánico y son anteriores al trágico sentido que el término raza adquirió bajo el nazismo. Ya en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Reyes combatió la idea de superioridad y definió la raza como un concepto sin fundamento científico ni consecuencia ninguna sobre la dignidad e inteligencia humanas, uniformes en principio cuando se ofrecen iguales oportunidades. En vez de razas, habló de culturas: porque todos los pueblos son mestizos y las grandes civilizaciones fueron producto del hibridismo. Olvidarlo es poner la ciencia al servicio del fraude. En otro ensayo de esta época Reyes defendió cómo la defensa de la cultura y la civilización podía ser una de las falacias del imperialismo moderno -al lado de «espacio vital», «supremacía racial», «prestigio de país»- falacias con que se trata de rodear de misticismo a la guerra y enmascarar de cruzada heroica, patriótica y civilizadora lo que sólo es la lucha de privilegios, mercados y colonias. De esta manera, un escritor como Alfonso Reyes que fue censurado por su excesivo respeto a la opinión ajena, no vaciló en escribir que a fin de alcanzar la paz y la armonía entre los pueblos, hay que luchar contra las naciones imperialistas y conquistadoras hasta vencerlas para siempre.

Reyes entendió la tarea del escritor como obra de servicio y esclarecimiento. No es otra la unidad en la diversidad que liga los diferentes ensayos de este libro. Maestro en el mejor sentido de nuestra idea moderna de la Universidad que no nos hace oyentes o lectores pasivos, sino que orienta el juicio y la voluntad para que cada uno libre y espontáneamente derive sus propias conclusiones, «la importancia de Reyes -escribió Octavio Paz- reside sobre todo en que leerlo es una lección de claridad y transparencia. Al enseñarnos a decir, nos enseña a pensar».

Es difícil encontrar una respuesta más precisa al debate sobre el nacionalismo que un concepto de Reyes presente en muchos de sus textos pero resumibles en dos sencillas frases: Nada puede sernos ajeno sino lo que ignoramos. Seremos mejores mexicanos en la medida en que hagamos mejores cosas.

No es otra la voluntad que alienta en el Discurso por Virgilio, tentativa de rescatar las humanidades para el conocimiento mexicano, borrar la creencia de que la tradición cultural es un peso muerto o el privilegio de una casta, y que no importa al pueblo atareado en las urgencias vitales. «Quiero el latín para las izquierdas, porque no veo la ventaja de dejar caer conquistas ya alcanzadas. Y quiero las humanidades como vehículo natural para todo lo autóctono». Aquí Reyes comprueba que Virgilio también nos pertenece. En las Geórgicas se cumple el sueño del hombre libre: no hay capataz ni peón sino el campo poseído por el mismo que lo cultiva. Hidalgo es un héroe virgiliano. La actitud de Moctezuma ante Cortés se diría idéntica a la del rey Latino ante Eneas. Incluso una comparación inscrita en La Eneida nos da la figura exacta del escudo de México, tal como se le ve en las armas nacionales.

Quizá lo más importante de este capítulo sea la reducción del optimismo americanista a sus justas, fecundas proporciones. La hora de América no significa que se hunda Europa y nos levantemos bajo una lluvia de virtudes ofrendadas por gracia. Quiere decir que apenas comenzamos a dominar el utensilio europeo, a igualar el cuadro de la civilización en que Europa nos metió de repente. Aunque se opere según las leyes del combate, el alzamiento de los pueblos postrados será una incorporación: el vencedor absorberá las virtudes del enemigo muerto como sucedió entre Grecia y Roma. A nada conduce insistir desde América en la división de Oriente y Occidente. Faltos de un criterio para proceder a esa síntesis sobrehumana, viviremos en crisis por más de un siglo. El resultado no será oriental ni occidental sino amplia y totalmente humano. Mientras tanto debemos acoger todas las conquistas, procurando con todas ellas una elaboración sintética.

Atenea política aclara lo que Reyes entiende por tarea unificadora de la inteligencia. Unificar no entraña la renuncia a los sabores individuales de las cosas, a lo inesperado, a la parte de la aventura que la vida ha de ofrecer para ser vida. No estanca: facilita el movimiento. No despoja a las cosas de su expresión propia: establece entre todas ellas un sistema regular de conexiones. El ideal de la unificación, la más noble conquista de la inteligencia, se llama idea de paz. Cuando la inteligencia trabaja como agente unificador se llama cultura, se desarrolla en el pasado, se recoge en el presente y se orienta hacia el porvenir. Todos sabemos que al asegurar el presente afirmamos el porvenir. Pero no todos estamos convencidos de que sólo se puede asegurar el futuro mediante la asimilación del pasado, lo cual no significa ser retrógado ni conservador. Aprovechar las tradiciones no es un paso atrás sino un paso adelante, si sabemos orientarlo en una línea maestra que desdeñe el azar. Por lo demás, no todo lo que ha existido funda tradición.

Reyes se pronuncia contra la teoría que nos hace héroes ante nuestros ojos por el solo hecho de vivir en estos tiempos difíciles. «Además, nos sentimos incitados a la pereza, lo cual parece que es muy agradable: si nada nos enseña el pasado, ¡a cerrar los libros! Así se distrae a la juventud del ejercicio y el estudio que han de ser toda su defensa para mañana, con la consoladora perspectiva del fin del mundo, propio consuelo de cobardes.»

El fruto verdadero de las culturas es, en suma, la resistencia moral para los reveses y casualidades exteriores. Reyes, estudiante perpetuo, aconsejaba la vida de la cultura como garantía de equilibrio en medio de las crisis morales. Querer encontrar este equilibrio -añade en Homilía para la cultura- en el solo ejercicio de una actividad técnica sin dejar abierta la ventana a la circulación de las corrientes espirituales, conduce a una manera de desnutrición y de escorbuto. Este mal afecta al espíritu, a la felicidad, al bienestar y hasta la misma economía. Después de todo, economía quiere decir recto aprovechamiento y armoniosa repartición entre los recursos de subsistencia. El desvincular la especialidad de la universalidad equivale a cortar la raíz, la línea de la alimentación. La realidad se empeña siempre en destrozarnos. El objeto de la cultura es reconstruirnos incesantemente. Los distintos órdenes del saber se interrelacionan, unas disciplinas ayudan a las otras. El estudio de materias distintas no desvía la personal afición, ante las nutre y enriquece. Una sola rama del conocimiento puede conducirnos al más amplio contacto humano si nos mantenemos en el propósito de abrir los vasos comunicantes.

La segunda parte de este libro agrupa ensayos sobre temas nacionales: «México en una nuez», introducción a nuestra historia conveniente para públicos extranjeros y recordatorio de las líneas esenciales para el lector mexicanos, es un modelo de resumen y un ejemplo de lo que pueden ser los trabajos en clase. «Recuerdos preparatorianos», evocación e invocación de la adolescencia, iba a integrarse a las Memorias de Alfonso Reyes, obra de la que sólo alcanzó a terminar los dos primeros tomos: Parentalia (1959) y Albores (1960).

Pasado inmediato examina la atmósfera política y universitaria del tiempo en que se formaron Reyes y su generación: la etapa del Centenario, cuando al pueblo,  en el despertar de un sueño prolongado, quería ya escoger por sí mismo y pasar a nuevo capítulo de su historia. Porque la historia parecía ya parte de la prehistoria. México era -a juicio de la clase dominante- un país maduro, no pasible de cambio, en equilibrio final que había superado las revoluciones y también la era metafísica. Los antiguos positivistas, reunidos en colegio político con el nombre de los Científicos, creadores de grandes negocios nacionales, eran dueños de la enseñanza superior. No se esforzaron por dotar al país de escuelas industriales y técnicas, y prescindieron de las humanidades. El pueblo estaba condenado a trabajar empíricamente y con los procedimientos más atrasados; a ser siempre discípulo, empleado o siervo del maestro, del patrón o del capataz extranjeros, que venían de afuera a ordenarle, sin enseñarle, lo que había que hacer en el país.

El régimen de Porfirio Díaz duraba más de lo que la naturaleza puede consentir y daba síntomas de absoluta caducidad. La paz envejecida reinaba en las calles y en las plazas, pero no en las conciencias. Junto al espejismo de la celebración, cundían ya los primeros latidos revolucionarios. Los hechos de la cultura no fueron determinantes pero si concomitantes. La joven generación de 1910 no creyó en lo que habían creído sus mayores. Alumnos de todas las profesiones manifestaron que se sentían llamados a entenderse con los deberes públicos. El Congreso Nacional de Estudiantes fue una prueba de que se acercaba una renovación de las ideas petrificadas en esa raridad de campana neumática donde los jóvenes habían perdido el gusto por las tradiciones y se iban insensiblemente descastando en una imitación europea más elegante que el interés por las realidades inmediatas. Pero esa generación dio señales de una conciencia pública emancipada del régimen. Los esfuerzos de Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso y José Vasconcelos -entre otros- culminaron en la creación de la Sociedad de Conferencias y el Ateneo de la Juventud. Pronto se dejaría sentir en todas partes el sacudimiento político. Al triunfo de la Revolución, la campaña de los ateneístas prosigue en la cátedra y se funda la Universidad Popular que va a ilustrar al pueblo en sus talleres y en sus centros, llevan a quienes no pueden costearse estudios superiores los conocimientos indispensables que no caben en los programas de primaria.

El año del Centenario está muy lejos; se le recuerda con dificultad pero entre vagidos y titubeos «abrió la salida al porvenir, puso en marcha el pensamiento, propuso interrogaciones y emprendió promesas que, atajadas por la discordia, habrá que reatar otra vez al carro del tiempo».

Esta mínima antología no pretende más que ser una invitación a la lectura de Alfonso Reyes, una muestra de la variedad temática de su obra, animada con el propósito central de crear una base sobre la que pueda edificarse una auténtica cultura mexicana y el afán de no dejar que el porvenir quede entregado a la desesperación ni al violencia.

José Emilio Pacheco, «Nota preliminar», Universidad, política y pueblo, Lecturas universitarias, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, 1967, pp. 7- 16.