Arma virumque (El creador literario y su creación). Por Alfonso Reyes

DICE Aristóteles que el comienzo de toda filosofía es el asombro. “Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y el lujo específico del intelectual. Por eso su gesto gremial consiste en mirar el mundo con los ojos dilatados por la extrañeza” (Ortega y Gasset, La rebelión de las masas). Para Schopenhauer, el indicio de la facultad filosófica es sentir que “la vida es sueño”. Y aseguran que por estos días se trata de hacer partir la flecha filosófica desde el arco de la soberbia. ¿Y de dónde arranca la literatura, por qué brota el grito poético?

Para contestar esta pregunta, enfoquemos la lírica, caso el más agudo y límpido de la creación literaria. Toda génesis literaria es de tipo lírico, cualquiera sea después el desarrollo de la obra, y aun cuando ella alcance más tarde una objetividad lejana, al punto que Thackeray se asombra de lo que “oye decir” a sus personajes, al punto que François Mauriac prefiere sentir que “sus personajes le ofrecen resistencia”.

La creación comienza por dos vibraciones que se suceden o yuxtaponen en diversa manera: la investigación subjetiva (un sondearse), y la proyección objetiva (un dar a luz). La primera predomina en la lírica; la segunda, en lo que podemos llamar la episódica, ya movimiento narrativo o épico-novelístico, ya movimiento dramático; el cual, en este concepto, no es más que una eminente modalidad ejecutiva de la episódica. Ninguna de las dos maneras vale más que la otra (dejémonos de beaterías sobre la “creación pura”): hay que abandonar la “axiología pueril”, el sentimiento de pugnacidad inútil que quiere someterlo todo a esta pregunta: “¿Quién gana en el pleito?” ¿Gana el abanico o gana el piano? —dicen los niños. Ni gana la lírica ni la episódica. Pero la lírica aparece empapada en el humor genético, menos desprendida que la episódica del yo creador. Es posible que los poetas no pudieran explicarse ante Sócrates; tampoco los novelistas aciertan siempre a hacerlo. Pérez Galdós, creador si los hay, preguntado sobre estos extremos, solía contestar simplemente: “Es muy sencillo. Para hacer una novela, primero veo mis personajes y luego los oigo hablar.” Explíquense o no los creadores, la crítica, en cuanto al estudio general de la génesis, se explica mejor interrogando a la lírica que no a la episódica, por lo mismo que la crítica trata de pulsar la vibración más cercana, el instante en que la criatura es todavía el creador. La génesis se sitúa en el yo como en un terreno donde brota la planta. Sea, pues, el terreno, y luego, la planta.

Todos los días pasan ante las conciencias no literarias provocaciones o estímulos que se desperdician. El terreno, si ha de aprovechar estas inoculaciones o semillas, ha de poseer cierta condición especial. Como en la parábola de San Mateo, parte de la simiente cae junto al camino, y la devoran las aves; parte cae en pedregales donde no hay sustento de tierra, y pronto el sol consume sus brotes; parte cae entre el espinero, y las espinas ahogan sus embriones; parte cae en el lugar propicio, y entonces y sólo entonces da fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta y cuál a treinta. Y todo conforme a la condición del terreno. Esta condición, ya se ve, es temperamento literario, y se lo define por su apetito de producir.

¿Qué habrá, pues, en el fondo de este apetito? En el fondo de este apetito, como en todo arte y aun en todo impulso desinteresado, yo creo que está el amor; pero no la pasión erótica inmediata, sino aquella última decantación que, por haber perdido ya sus objetivos útiles, produce otro nuevo modo de naturaleza. Pues ¿no se nos ha hablado también del “amor intelectual de Dios”? En torno al núcleo de amor, como en todo arte, hay un sentimiento de voluptuosidad; en el caso especial de la literatura, esta voluptuosidad encuentra su clima definitivo en la palabra. Ella —créase o no— representa la corona de la voluptuosidad verdadera. ¿El amor? La explicación es demasiado vasta, es verdad; queda muy lejos. Esencia tan abstracta y sublime, se confunde con la noción dantesca o platónica: “El amor que mueve al Sol y a las otras estrellas.” Tan ancho contorno abarca también la literatura, desde luego; pero, además, abarca de paso cuanto existe. El amor responde por todo. En su discurso sobre “El Duque Job”, decía Urueta: “Amor eres tú, Laocoonte trágico; y tú, tranquilo Apoxyómenos; amor es Satán que se rebela; amor es Dios que perdona.” (Revista Moderna, México, 2ª quincena de febrero, 1901). Lo hemos explicado todo, y no hemos explicado nada. ¿No será esto lo más sabio, lo único prudente? En todo caso, acerquémonos algo más.

La voluptuosidad como que nos acerca ya al sentimiento de lo artístico, una vez que la transportamos ya a sus planos simbólicos y no la dejamos untada en la piel. Con ella, damos un paso más hacia la literatura. (¿O nos lo figuramos metafóricamente?)

Alejemos las ideas superficiales. Los biólogos llaman ecología a la relación entre el ser y su ambiente (orgánico e inorgánico), relación que se equilibra en un proceso de adaptaciones. Estas adaptaciones no sólo significan un repliegue pasivo del ser ante la figura de su ambiente, como hasta hace poco lo pretendían algunos. Tampoco significa un puro avance imperial del ser, que al desarrollarse produzca del todo su ambiente, como de pronto dan a entenderlo el vitalismo y la biología finalista de Von Uexküll. Creo que la verdad está en el medio; creo que la función ecológica es doble, de endósmosis y exósmosis, a la vez activa y pasiva. El ser y su ambiente se acercan uno a otro abriendo los brazos, pero murmurando una reserva: “Bienvenido, a condición de. . .“ Pero ¿es otra cosa el matrimonio? Según esto, el ser recibe y crea: recibe el dato exterior, y en parte lo obedece y en parte también lo modifica; y al fin abre su cauce vital, el cual representa un mínimo de armonía indispensable. Cuando este mínimo se perturba, aparecen gradualmente el malestar, el dolor, la muerte. Cuando el mínimo se enriquece, una crispación voluptuosa anuncia el placer, la intensificación de la corriente vital. La cual puede darse aun en la lucha, a modo de anticipación o esperanza, que superan, por virtud simbólica, el accidente del combate o del choque.

Si ahora trasladamos estas especies hasta esa zona indeterminada, pero no por eso menos fértil, en que la sensibilidad y la emocionalidad se conciertan, hasta esa ceja indecisa donde se juntan cuerpo y alma, tendremos en el yo el mismo cuadro de reacciones ante el mundo exterior: malestar, dolor, muerte espiritual en la inarmonía; o bien agradecimiento y crispación voluptuosa, cuando la armonía se enriquece. Y tendremos también que este enriquecimiento se obtiene por una doble operación: ya la mera función pasiva que resulta de recibir y absorber un dato exterior placentero, proceda del mundo inorgánico o del orgánico (y ésta es toda la estética de la contemplación); o ya la función activa que resulta de producir un dato nuevo y plancentero (y ésta es toda la estética de la creación). Dar con la nota, la línea, el plano, el tinte, la palabra buscados, por ejemplo, puede traer lágrimas de gusto a los ojos: lo he visto en algunos. El arte, como aquí vemos, en una investigación hacia la voluptuosidad —en este sentido superior—, por la vía de la creación personal. (Sin negar que sea también muchas otras cosas de orden ético, político, económico: no discutamos lo obvio; duerman ya, por favor, los problemas de claustro materno, que todo escritor auténtico ha resuelto antes de nacer.)

Pero, en tanto que las otras artes se quedan en la región de lo sensible, y sólo de modo translaticio, o por nexos de evocaciones y asociaciones, pueden llegar a la sugestión de la idea (sin exceptuar a ese arte admirable de la música, que tanto se parece al fluir de la conciencia), el arte literario, por lo mismo que su materia es el habla, opera directamente con figuras intelectuales, con lo más humanizado del hombre, lo que está en la cuna del espíritu. Arte, pues, de inteligencia (hasta cuando la aprovecha para esconderla: ironía de su misma plétora, vuelco de energía superabundante que juega con burlarse a sí propia), la literatura nos da el remate a que puede llegar eso que llamamos la voluptuosidad de las artes, enriquecimiento de la armonía entre el yo humano y su mundo. Más arriba, sólo la mística; pero allá, según testimonios privilegiados, el deleite consiste en trascender el yo y el mundo, fundiéndolos en lo sobrenatural o siquiera lo cósmico, y por eso en aquellas alturas ya sería un contrasentido hablar de arte. Así es que toda la voluptuosidad activa o traducción placentera del no yo en el yo, provocada mediante el dato creado por el hombre, sólo se realiza de modo supremo en la palabra, donde alcanza reflejo ideal. Mientras no se ha llegado a este vértice, cualquier goce humano resulta áptero, y hasta el mismo amor se revuelve en rumia morbosa. Dejemos a la bestia muda en su disfrute centrípeto de entrañas adentro, que por serlo, más que a ella misma pertenece todavía a su materia. A nosotros nos corresponde regir el imperio de los hombres, somos los bautistas: “Y puso Adán nombres a toda bestia y ave de los cielos, y a todo animal del campo” (Gén., II, 20). Aun el silencio cobra vida en cuanto se lo llama “el silencio”. Aun la soledad está henchida cuando es “la soledad sonora”. El poeta, pues, quiere hacer poemas. ¿Por qué y para qué? A quien así pregunta nunca habrá manera de contestarle adecuadamente.

Alguna vez le expliqué a un señor, que encontró mi mesa llena de libros, cómo estaba yo tratando de documentarme sobre la experiencia amorosa de Rousseau y Madame de Warens… – “¿Y con qué objeto?”, me preguntó muy desconcertado. “Con el objeto de eso mismo”, le contesté, sintiendo que toda mi lógica se me venía abajo como “una Babel de cristal”, que dijo Rubén. ¡Señores! El poeta quiere hacer poemas para satisfacer un impulso contenido, un afán de acción imaginativa. Monsieur Teste, que se divierte pensando a solas, ha dejado de ser poeta, es una víctima del nihilismo intelectual. En esto temíamos que parase Amado Nervo cuando, hace muchos años, dijimos que comenzaba ya a preferir el balbuceo a la frase, y que acaso se encaminaba al silencio. (Pero derivó por el agua mansa.) El poeta tiene que defender su afán de expresión. El hombre, en su fase biológica, una vez cumplido su desarrollo, proyecta fuera de sí su necesidad de crecimiento; en su fase social, tampoco se queda encerrado dentro de sí mismo, sino que sale, fabrica y emprende; en su fase psicológica, anhela desbordar los límites de su propio ser en una criatura hecha de espíritu. En todo hombre hay un poeta latente, que se logrará o no según que el terreno sea fértil o sea estéril. Esa fertilidad propia de la infancia (el “paideuma demoniaco”); esa misma capacidad de juego que transforma en personajes de un teatro invisible los cinco dedos de la mano en el niño de Anatole France, ésa se conserva a lo largo de la existencia del poeta en nivel preemimente. De modo que domina sobre el “paideuma de los ideales”, de la edad juvenil y sobre el “paideuma de los hechos” de la edad viril. El demiurgo que llevamos dentro, en el corazón del artista clama con voz más imperiosa que en el corazón de los demás, y necesita saciarse descargando en expresiones un mundo que le crece en el alma. Esta descarga (“Si no me desahogo, reviento”) ha sido un apremio psicológico, y su efecto sobre el creador será un alivio. Por eso los afligidos de urgencia poética parecen siempre algo “chiflados” a los ojos de aquellos que Dostoyewski llamaba “hombres inmediatos”. Los acosa el tábano de los griegos, el “estro”. El escritor nato tiene siempre, a la cabecera de la cama, el “pliego de insomnio”. Cocteau dice que el poema detesta al poeta. Uno de los dos tiene que acabar con el otro. De aquí que el escribir sea un sistema de conservación, de defensa. Horacio se incorpora en mitad de la noche buscando el estilo y las tablillas de cera. Ovidio no logra dejar de hacer versos ni para ofrecer que deja de hacerlos. Y nuestra Sor Juana dice:

Si es malo, ya no lo sé;

sé que nací tan poeta,

que, azotada como Ovidio,

suenan en metro mis quejas.

Como San Francisco herido por el saetazo místico, el poeta abandona impensadamente la alegre partida, porque ha entrevisto otra amante más bella que todas las mujeres. Ella, en los revuelos de su manto, arrastra embriagado a su poeta. La poesía es, para el Marqués de Santillana, “un celo celeste, una afección divina, un insaciable cebo del ánimo”. El poeta es la figura de aquel árbol que impresionó al almirante don Diego Hurtado de Mendoza:

A aquel árbol que mueve la foja

algo se le antoja.

Aquel árbol del bel mirar

face de manyera flores quiere dar:

algo se le antoja.

Aquel árbol del bel veyer

face de manyera quiere florecer:

algo se le antoja.

Algo se le antojaba a Racine cuando paseaba por las Tullerías (o Tejerías, como debiera decirse), embarazado ya con la concepción de su Mitrídates. Y los obreros, que lo observaban ir y venir, gesticular y hablar a solas, lo fueron rodeando poco a poco, “temerosos —cuenta Valincour— de habérselas con un desesperado que quería arrojarse al estanque”.

Para el temperamento literario, producir literatura es como una respiración, y hasta una expulsión de morbos psicológicos que se transforman, como se transforma el chorro del almizclero, base de la perfumería. Aristóteles diría “una kátharsis”, una purificación del ánimo. Y esta fórmula vale todavía, aunque se la haya juzgado burlescamente, asegurando que Aristóteles, hijo y nieto de curanderos, aplicaba al análisis del poema un criterio de Doctor Purgón.

1947

Alfonso Reyes, «Etapas de la creación», Al Yunque, Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 274-279

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