Encuentro con un diablo. Por Alfonso Reyes

En una posada donde sólo se detiene uno a mudar cabalgadura, no puede escogerse la compañía. Se habla con el primero que llega, y acepta uno un trago o lo ofrece.

Era casi la medianoche. Aquel impecable señor, prendido con cuatro alfileres, viajaba en carroza. El chambergo dejaba escapar ricillos negros por sus sienes. Tenía unos bigotitos y una perilla de puñal.

No recuerdo cómo, entre copa y copa, me dejé arrastrar por él, yo que sé tan poco, hasta las encumbradas regiones de la teología.

Y el desconocido habló del problema del mal, tan debatido por los filósofos.

—¿Cómo puede ser que Dios —me decía— en su omnipotencia y su bondad, consienta el mal y el sufrimiento, azotes de la humana familia?

Hice un esfuerzo —pues confieso que me sentía mareado y se me figuraba que las llamas de la chimenea chisporroteaban por todo el ámbito— y recordando mi Ripalda de a cinco centavos, le contesté con otra pregunta:

—¿Y no será por lo mismo que consiente en que haya pecados?

—¿Es decir?…

—Es decir —cité textualmente— “para nuestro ejercicio y mayor corona”. Para encaminarnos, por la prueba y el merecimiento, a la salvación.

—Eso se lo enseñaron a usted cuando era un doctrino, y veo que no se le ha olvidado. ¡Bravo, bravísimo! ¿Otra copa?

—Ya no, gracias. Claro que hay también la solución de Pangloss, pero dejemos eso.

—Bien, ¿y si yo le dijera a usted que el mal y el sufrimiento humanos son perfectamente explicables sin acudir a la hipótesis cristiana, sencillamente porque el hombre no es el objeto final de la Creación?

Decididamente la estancia daba vueltas. Pero hacía rato que yo oía un leve silbidito, un tenue “jui-jua” que se dejaba escuchar rítmicamente a lo largo de nuestra charla. Y por eso comprendí que mi interlocutor era nada menos que un diablo, y se entretenía en menear la cola mientras bebía y conversaba conmigo.

“Si usa cola —dije yo para mi coleto— no es el Diablo en persona, pues Su Majestad Infernal bien puede dispensarse de estos juguetes y boberías. Éste no será más que un diablo, un pobre diablo. Ni Belfegor, ni Belial siquiera, ni otro espíritu de alto copete.”

Y en llegando a esta conclusión y descubierta ya su maniobra, preferí despedirme respetuosamente, barriendo el piso con la pluma de mi sombrero, y salí precipitadamente para continuar mi jornada, sin dar a entender al diablejo que había logrado descubrirlo, porque temí alguna mala jugada. Pues, como dice Tomás Moro, y antes lo había dicho Martín Lutero, los diablos no soportan burlas.

Septiembre de 1958

 

Alfonso Reyes, «Encuentro con un diablo», Vida y Ficción (1910-1959), Obras completas XXIII, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, pp. 105-106.

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