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¿Como leer poesía? Por Gabriel Zaid

No hay receta posible. Cada lector es un mundo, cada lectura diferente. Nuevas aguas corren tras las aguas, dijo Heráclito; nadie embarca dos veces en el mismo río. Pero leer es otra forma de embarcarse: lo que pasa y corre es nuestra vida, sobre un texto inmóvil. El pasajero que desembarca es otro: ya no vuelve a leer con los mismos ojos.

La estadística, el psicoanálisis, la historia, la sociología, el estructuralismo, la glosa, la exégesis, la documentación, el estudio de las fuentes, de variantes, de influencias, el humor, el marxismo, la teología, la lingüística, la descripción, la traducción, todo puede servir para enriquecer la lectura. Un poema se deja leer de muchos modos (aunque no de cualquier modo: el texto condiciona las lecturas que admite). Y cada modo ayuda a ver esto o aquello que pone de relieve. Pero una vez que el método se convierte en receta (estadística, sociológica, psicoanalítica, semiótica, deconstructiva), restringe la lectura.

Leer de muchos modos (con los ojos que dan los métodos conocidos y los que se lleguen a inventar) puede ser otro método: el de leer por gusto.

Cuando se lee por gusto, la verdadera unidad «metodológica» está en la vida del lector que pasa, que se anima, que actúa, que se vuelve más real, gracias a la lectura.

¿Cómo leer poesía? Embarcándose. Lo que unos lectores nos digamos a otros puede ser útil, y hasta determinante. Pero lo mejor de la conversación, no es pasar tal juicio o tal receta: es compartir la animación del viaje.

Gabriel Zaid, «¿Cómo leer poesía?, Ensayos sobre poesía, El Colegio Nacional, México, 2004, pág. 111.

Ray Bradbury en el Colegio Nacional (México)

A cien años de su nacimiento, la enorme dimensión que ha tenido Ray Bradbury como escritor y a causa de sus aproximaciones a la ciencia y sus predicciones de lo que actualmente vivimos, su figura como escritor y pensador adquiere cada vez mayor relevancia. Para demostrarlo, un grupo de mujeres y hombres de ciencia y humanistas se congregarán para recordar su paso por la Tierra.

Coordina: Vicente Quirarte (Colnal).

El jueves 20 de agosto, participarán en el encuentro Ray Bradbury en El Colegio Nacional, el lingüista Luis Fernando Lara con el tema Cómo hablar con extraterrestres. El escritor Francisco Segovia desarrollará Poesía del planeta rojo. El biólogo Antonio Lazcano planteará las incógnitas ¿Marcianos?¿Extraterrestres? El geofísico Jaime Urrutia Fucugauchi,  disertará sobre Entre la ficción y la ciencia y la astrónoma Susana Lizano, hablará de Crónicas marcianas y la exploración de Marte.

El viernes 20 de agosto, el neurofisiólogo Pablo Rudomin, expondrá Fahrenheit 451 y la defensa del libro. El astrónomo Luis Felipe Rodríguez Jorge abordará  Arthur C. Clarke y Ray Bradbury. El matemático José Antonio de la Peña, analizará Los genios que vieron el futuro: Bradbury, Asimov, Dick, Clarke y otros. La escritora Gabriela Frías compartirá Entrevista con Sam Weller, biógrafo de Bradbury y el escritor Juan Villoro dictará la sesión Bradbury y Borges: la piel del tiempo.

Sobre el autor que trasciende fronteras y definiciones, hoy más vigente que nunca, como lo menciona Vicente Quirarte, el escritor argentino Jorge Luis Borges, a quien le entusiasmaron los textos El vino del estío y La feria de las tinieblas, escribió para la edición argentina de los cuentos sombríos publicados por el escritor estadounidense en el libro El país de octubre.

“¿Cómo pueden tocarme estas fantasías y de una manera tan íntima? Toda literatura (Me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo “fantástico” o a lo “real”, a Macbeth o a Raskólnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o la novelería, de la science fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad”.

Ray Douglas Bradbury, (Waukegan, Illinois, 1920- Los Ángeles, 5 de junio, 2012), quien durante su etapa de escritor amateur, en 1941, publicó textos breves para los que utilizó ocho seudónimos diferentes, incluido el nombre de su padre Leonard Spaulding. Considerado junto a Issac Asimov y Philip K. Dick y Arthur C. Clark, uno de los titanes de la literatura fantástica y de ciencia ficción, dejó una obra poseedora de luz y oscuridad, en defensa de la sobrevivencia del alma humana.

Reconocido por títulos como Crónicas marcianasFarenheit-451, Las doradas manzanas del solEl hombre ilustradoCementerio para lunáticos, y La muerte es un asunto solitario, entre muchos más, el autor de relatos, novela, poesía y teatro, fue también coautor del guion de Moby Dick en 1953, estrenado tres años más tarde bajo la dirección de John Huston, protagonizada por Gregory Peck, Richard Basehart y Orson Welles.

Ray Bradbury en El Colegio Nacional, se transmitirá en vivo los días 20 y 21 de agosto, a las 6 pm, a través de A través de las plataformas digitales de El Colegio Nacional:

Página web: www.colnal.mx, Youtube: elcolegionacionalmx, Facebook: ColegioNacional.mx, Twitter: @ColegioNal_mx. prensa@colnal.mx

Fábula de los lectores reales. Por Alfonso Reyes

ÉSTE era un rey de Francia, por los días del Renacimiento, gran mecenas de las artes y de las letras, poeta él mismo, que se llamó Francisco I. Con él podían tratar de tú a tú los humanistas y sabios de la época, como Guillaume Budé, a quienes tenía por consejeros y amigos. A él se debe la institución de los “lectores reales”, institución que daría origen al Colegio de Francia. Esta ilustre casa de estudios vive aún en plena gloria y ha sido, más o menos, el modelo del Colegio Nacional creado en México hace diez años, para bien de nuestra cultura, por inspiración, sobre todo, del inolvidable Antonio Caso.

Entre los hechos más señalados del Renacimiento francés, ninguno iguala en trascendencia a la fundación del Colegio de Francia, el cual ejerció influjo profundísimo en la vida intelectual de Europa, mediante ese su nuevo régimen de enseñanza que Rabelais ha pintado en la carta de Gargantúa a Pantagruel:

“Hoy el mundo está lleno de sabios, preceptores muy doctos y muy abundantes bibliotecas.”

Hay que recordar, para ser justos, que el rey Francisco I, prisionero en España, había podido observar de cerca la admirable Universidad de Alcalá, obra del Cardenal Cisneros. El rey no olvidaría nunca la impresión entonces recibida, y por muchos años estuvo acariciando el proyecto de corregir en algún modo las ya lamentables deficiencias de la Sorbona.

En efecto, hacia el primer tercio del siglo XVI la Universidad de París, la inmortal Sorbona, padecía una de esas crisis que son meros reflejos de la desazón general. Sus enseñanzas, ya exangües y rutinarias, no acompañaban ni con mucho el ansia de renovación. Las luces que, de Italia, se difundían al resto del Occidente y derramaban por todas partes los tesoros de la antigua sabiduría, no lograban penetrar las densas nubes de la escolástica tradicional en que se envolvía la Sorbona. La Universidad, de espalda al tiempo, olvidaba su hermoso pasado y su misma razón de ser.

FranciscoIReyes

Pues ¿no llegó la Universidad a considerar con malos ojos el que la regia voluntad de Francisco I creara un cuerpo de profesores para enseñar el latín, el griego y el hebreo? Aun persiguió a algunos de estos profesores, acusándolos de entregarse a los pecaminosos contactos con la cultura pagana, y especialmente, de contaminarse con la herejía de los reformistas o luteranos, por el empeño de acercarse al texto de los Evangelios según el criterio científico.

Pero estos catedráticos de humanismo —los lectores reales— habían echado a andar una poderosa máquina que ya nadie lograría detener. Ellos contaban con el favor real, cierto; aunque hay que entender lo que eso significa. No todo fue para ellos vida y dulzura; no se crea que su magna obra ignoró el dolor y el sacrificio: al contrario.

Ya, diez años antes de nombrar a sus lectores reales, Francisco I había hecho un bosquejo de sus vastos planes, encomendando al erudito Juan Láscaris, de Milán, un curso de griego para una docena de estudiantes. ¿Y en qué paró este ensayo? Láscaris, mientras pudo, tuvo que sostener de su propio bolsillo aquella cátedra singular, sin recibir del rey más que ofrecimientos y buenas palabras. A los dos años, Láscaris se vio obligado a cerrar sus puertas.

Las preocupaciones políticas y militares, el malestar moral que pesaba sobre Francia, los progresos de la Reforma y, para colmo, el golpe teatral que vino a ser la derrota de Pavía hicieron que Francisco I abandonara por unos años sus sueños de cultura. Finalmente, le fue dable nombrar a sus lectores reales hacia 1530.

Pero véase la situación de estos campeones renacentistas. Desde luego, la Sorbona los perseguía con sus rayos y fulminaciones. El ambiente estaba tan cargado, que aun haría víctima del encono religioso y arrancaría algunos gritos de combate a un poeta cortesano como Clement Marot, nacido para la dulzura. En la práctica, los programas de lenguas clásicas y orientales resultaron realmente excesivos, y hubo quienes diesen lecciones durante cuatro y cinco horas diarias. Los cursos se diseminaban por varios sitios de París, pues los lectores reales aún carecían de inmueble propio y acudían a la hospitalidad de cinco o seis colegios que se escalonaban por la montaña de Santa Genoveva. Las salas eran muy exiguas para los numerosos auditorios, y algunos maestros tuvieron que profesar al aire libre. En teoría, y sólo en teoría, se les concedió una asignación de 450 libras al año; pero si el rey otorgaba generosamente estas subvenciones nominales, la Administración de Finanzas no podía pagarlas. Así, los salarios correspondientes al año de 1531 sólo se pudieron cobrar en 1533.

Cuando se ausentaba de París el Cardenal Du Bellay, los pobres lectores reales, faltos de valedor, se encontraban en tan aflictivas condiciones que Jacques Toussaint y François Vatable le escribían diciéndole sin ambages: “Nos dejan perecer de hambre”. Y le contaban también que el colega Jean Stracel había debido interrumpir los cursos e irse a su tierra natal de Flandes para allá juntar, entre sus parientes, algún dinero que le permitiera mantener su situación en París… Tales fueron los humildes orígenes del Colegio de Francia.

Moraleja: ¿ Será necesario repetir que en todas partes cuecen habas?*

III-1953

* Cadena “Informaciones de México”.

Alfonso Reyes, «Fábula de los lectores reales», A campo traviesa,  Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 426-429.

 

 

El pensar matemático. Por Alfonso Reyes

Pasemos ahora a la organización matemática.—Con respecto al número, los filósofos de la matemática nos explican el largo y laborioso proceso que llevó al hombre a despegar de los objetos la noción de las cantidades de objetos, su aumento o disminución, su orden, etc.

El hombre poseía seguramente desde los orígenes aquel vago instinto numérico —acaso prendido en los ritmos fisiológicos: latido, resuello, paso— que, según parece, poseen también ciertas aves y aun ciertos insectos, no digamos ya los primates superiores. Pero el carácter progresivo de las nociones matemáticas y la dificultad con que adelantan se demuestra por la supervivencia de ciertas etapas atrasadas. Todavía hay tribus australianas o del Mar del Sur que, por no haber alcanzado siquiera la etapa de contar con los dedos o de asociar las confrontaciones visuales y las táctiles —lo que según los psicólogos resulta de la disposición de las capas externas e internas de la córnea del ojo— no han llegado a la percepción del número. Hay otras poblaciones que cuentan por gestos y mímica corpórea, de suerte que, como lo observaba Rousseau a propósito del lenguaje, no pueden transmitir un cómputo en la oscuridad. Algunas mezclan palabras que designan órdenes (por ejemplo, decenas), con mímica digital que completa las unidades.

El origen del número debe considerarse desde un doble punto de vista: el lógico y el místico. Desde el punto de vista lógico, como ya lo sintió Descartes, la matemática es un orden mental que deriva de la función lingüística. Se refiere a las operaciones de abstracción, correspondencia y sucesión. La abstracción del primitivo se ejerce sobre los centros de interés de su vida y sólo se desarrolla conforme va haciendo falta. Al modo que hay lenguas primitivas que tienen nombres para cada color del arco iris y no poseen todavía el término general “color”, se concibe que el hombre haya tardado en darse cuenta de que había algo común entre una pareja de faisanes y un par de días, según dice Russell. Y así como hay lenguas que poseen numerosas palabras para la espada o para el león, según las condiciones de su existencia (el árabe), se comprende que ciertos grupos del Congo Belga muden su terminología para enumerar seres animados u objetos inanimados. Pero el carecer de un nombre hecho para la abstracción sólo significa que tal nombre es todavía inútil, y no que se carezca de la noción misma. Hay salvajes que tienen una sola palabra para el verde y el azul y, sin embargo, los distinguen perfectamente. Los famosos tests de eficiencia mental suelen descuidar esta calificación relativa del distinto interés vital, que para nada afecta a la eficiencia misma del sujeto estudiado.

Considérese, además, como lo nota agudamente Pécaut (“El niño y el número”, en la Revue Pédagogique, nueva serie, tomo LXXIX, nº 10, octubre de 1921, p. 247) que “contar es función casi opuesta a la de abstraer”, aun cuando sin duda la presupone. Esto nos conduce a las otras dos operaciones lógicas, la correspondencia y la sucesión. La correspondencia de objeto a objeto nos deja ver la existencia de la noción del número sin la necesidad de una cuenta, como cuando en un salón comparamos a simple vista el número de asientos y el de personas, y según que todos estén sentados o haya personas de pie o asientos vacíos, calculamos el más y el menos o el completo ajuste de ambas clases. Método de que queda resabio en nuestro verbo “calcular”, de “cálculo” o piedrecita, por cada piedrecita que se adjudica a cada objeto y que es el origen del número cardinal. La sucesión, que es ya la cuenta y de que a la larga resulta el número ordinal, nos permite establecer una serie estricta u orden determinado, y la consecuente previsión de que, tras este número cardinal, tiene que venir tal otro número cardinal. Ambos números aparecen imbricados en la invención y se los puede significar del modo siguiente en un ademán de primitivo: si se muestran al mismo tiempo tres dedos de la mano, se propone un número cardinal; y si se alzan los tres dedos uno tras otro, se propone un número ordinal. El ordinal deja ocioso, a la larga, el sistema de referencia o clase de objetos usados para la confrontación, objetos que equivalen a la colección de piedrecitas.

El sistema decimal que hoy usamos no es el único empleado en todos los pueblos. Hay vestigios de sistemas binarios, a los que Leibniz aconsejaba volver por lo que simplifican las operaciones aunque complican la notación gráfica. Hay también vestigios de sistemas quinarios. Los hay cuya base es doce, de que quedan huellas en los doce meses del año y en sistemas métricos todavía usados: doce peniques en un chelín, doce docenas en una gruesa, doce pulgadas en un pie, etc. Y todavía la base de veinte aparece en el score inglés y en el número francés quatrevingt o “cuatroveintes”, por “ochenta”. El sistema decimal se ha impuesto por economía, y en parte también por el accidente fisiológico de que el hombre tenga en las manos diez dedos plegables que permiten la cuenta.

Redondeada así la noción lógica del número, con el correlato de la noción de unidad, que es un descubrimiento difícil, falta todavía descubrir la misteriosa noción del “cero”, o nada cargada de sentido, y luego expandirla hacia arriba en la serie de las magnitudes crecientes, y hacia abajo en la serie de las decrecientes. Los tasmanios cuentan: uno, dos, muchos. Para ciertos hotentotes el infinito empieza más allá del tres, número máximo que alcanzan a percibir. Los guaraníes alcanzaban hasta el cuatro. Se ha admitido que todavía las lenguas europeas usan para el tres ciertos nombres que traen resabios de un primitivo significado equivalente a “mucho” o a “más allá”: “ter, trans”, “tras, trois”, etc. (J. Dantzig, El número, lenguaje de la ciencia, I, 2). Aquí juegan secundariamente las nociones de “unidad”, “pares” o correspondencias, “nones”, o falta de correspondencia, y “mucho” o “más allá”. Los números grandes sólo aparecen claramente analizados por el griego Arquímedes, en su apólogo del “computador de arenas” o “arenario”; y el verdadero infinito matemático, sólo en el siglo XIX. Respecto al decrecimiento por debajo del “cero”, supone ya una abstracción muy ejercitada. La fracción no se impone objetivamente a la contemplación del primitivo. Pues si con el fraccionamiento la cosa se destruye, como para los seres animados, no hay fracción sino aniquilamiento, muerte. Y si se trata de un objeto inanimado, una vara que se parte en dos no le aparece como media vara más media vara, sino como una reproducción de la vara en dos varas. Y para llegar a la noción del fraccionamiento infinitesimal han de pasar muchos siglos.

Tal es el número lógico. Pero todo conocimiento insuficiente desarrolla campos de fuerzas místicas. No es posible entrar aquí en la descripción de las preocupaciones místicas emanadas del número, y que van desde el pitagorismo hasta la matemática sublime o aplicación de la matemática a las pruebas de la existencia de Dios (A. Reyes, El Deslinde, Obras Completas XV). La magia, el folklore, las supersticiones, conservan la huella de estas humedades emocionales que suelen empapar al número, y que se relacionan también con la función lingüística o poder oscuro de dominio concedido al nombre de la cosa, o con la pintura o estatuaria mágicas a que se atribuye una virtud sobre la persona representada, como en la novela de Wilde, El retrato de Dorian Gray. Así se ve que el salvaje huye de la cámara fotográfica, y la mujer que se lanza a la vida libre toma un nombre de guerra, a manera de escudo místico. El enamorado esconde el nombre de su dama. Parafraseando a Musset, dice Gutiérrez Nájera en la Canción de Fortunio:

Si de la que amo con tal misterio

pensáis que el nombre revelaré,

sabedlo todos, por un imperio,

por un imperio no lo diré.

Entre las tribus atrasadas, que son nuestro único documento sobre la mentalidad primitiva, y también en numerosos testimonios de la literatura más arcaica, es fácil advertir que se han atribuido virtudes secretas al 3 (teologías trinitarias de la India o del cristianismo elaborado por la Grecia tardía, etc.), al 7 y a otros números. La aritmología pitagórica de los griegos ofrece los ejemplos más abundantes; y luego, la cabalística desarrolla la seudociencia de la aritmomancia, en que se conjugan las letras de los nombres con números y símbolos, la onomatomancia aritmética, etc., que son persistencias de la mentalidad prehistórica. Estos juegos de simetría han servido de inspiraciones artísticas y hasta de casuales inspiraciones científicas, porque el hombre no es pura y exclusivamente razón.

Aun dejando a un lado el álgebra o abstracción superior sobre los números, en funciones y relaciones representadas con letras, que es fruto muy tardío, hay que considerar, para el caso de los primitivos, otro concepto matemático fundamental: la figura geométrica. Tampoco ésta pudo ser abstraída en un instante. No lo lograron del todo los egipcios, que aún la veían pegada a la forma de un terreno material, y sólo llegaron a ella los filósofos griegos. Se dirá que los primitivos usaron ornamentaciones de forma geométrica, pero éstas son meras aplicaciones cualitativas de la forma y no abstracciones matemáticas. La geometría brota de la medición de propiedades, lo que no existe para el primitivo por no ser un centro de interés en su vida. La abstracción, que es siempre un esfuerzo, sólo se ejercita donde hace falta. No es que al primitivo le fuera imposible abstraer la noción de figura: es que no le hacía falta. Si quiere hablar de algo redondo, dirá “como la luna llena”, al modo que Pascal a los doce años redescubría la geometría euclidiana hablando de “redondos y barras”. Más aún, las experiencias psicológicas de Verlaine (no el poeta) comprueban aquellas doctrinas filosóficas que conceden a la mente humana una posibilidad de construcción abstracta, previa y aun indispensable a la captación de conocimientos experimentales concretos y derivados de las impresiones de los sentidos. Las intuiciones de la forma geométrica bien podían existir en la mente del primitivo, sin que experimentara necesidad alguna de expresarlas en abstracción matemática. Nótese que también ha habido en el orden geométrico cierta floración de emociones místicas, como el sentimiento de las direcciones privilegiadas del espacio, que todavía nos hacen ceder la derecha a la persona de respeto.

Lo que sabemos de la matemática prehistórica se reduce casi a la posibilidad de que ciertas barras y puntos, dibujados en ocre rojo en planchas de esquisto del aziliense o mesolítico, pueden representar cómputos (Capitant, La prehistoria).

En cuanto a las unidades de medida en sí misma, ya se entiende que su “desantropomorfización” no era indispensable al nacimiento de la ciencia abstracta, puesto que aún se usan pulgadas, pies, codos, jornadas, etcétera.

 

Alfonso Reyes, «El pensar matemático», Sirtes, Obras completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 186-190.

Para recordar a Mariano Azuela

MarianoAzuela

Mariano Azuela González, médico y novelista, nació en Lagos de Moreno, Jalisco, el 1º de enero de 1873. Cursó sus primeros estudios en instituciones docentes de Lagos; más tarde se trasladó a Guadalajara, donde siguió la carrera de médico cirujano en el instituto que por entonces sustituía a la universidad jalisciense. Terminó sus estudios de medicina en 1898, y en 1899 regresó a Lagos de Moreno, donde adquirió una botica y contrajo matrimonio con Carmen Rivera. En este lugar ejerció la medicina hasta 1911. Su carrera como escritor se había iniciado varios años antes, estimulado por la lectura de los novelistas franceses realistas traducidos al español.

En 1896, siendo practicante en un hospital de Guadalajara, escribió para una revista de la Ciudad de México algunos artículos que fueron bien recibidos. En 1903 obtuvo en los Juegos Florales de Lagos un diploma por su narración “De mi tierra”, y en 1907 publicó su primera novela, María Luisa, que se deriva de una de aquellas primeras publicaciones. En 1908 apareció Los fracasados, donde se observan sus preocupaciones sociales. Mala yerba (1909) es su primera obra importante; en ella pinta la corrupción de hacendados y autoridades. Esta última se continuaría en otra novela, Esa sangre, publicada póstumamente en 1956.

Su afiliación maderista lo llevó a ser nombrado jefe político de Lagos, cargo al que renunció cuando todavía era presidente provisional León de la Barra. Desilusionado de la nueva política, publicó Andrés Pérez, maderista (1911).

A la muerte de Madero y perseguido por sus enemigos huertistas, Azuela se incorporó a las fuerzas villistas de Julián Medina. De sus experiencias militares y de lo que contempló en el campo de batalla surgirá el tema para Los de abajo (1915), la novela que lo haría famoso, publicada primero como folletín en Texas: “…novela de ese primer momento de la Revolución Mexicana en que principia la lucha con una cólera ciega” —según Castro Leal—, inaugura un estilo nuevo acorde con la lucha armada en la que destacan los cuadros rápidos, violentos, realistas; en ella predominan el caos, la cólera y el afán de venganza.

Tras ser derrotado Villa, Azuela se refugió en El Paso, Texas. En 1916, ya retirado de la política, regresó a la Ciudad de México para ejercer la medicina y escribir más disciplinadamente. Mientras laboraba en un dispensario público de la colonia Peralvillo se dedicó a observar el medio que lo rodeaba, observaciones que utilizaría en varias de sus novelas.
Novelista por vocación, Mariano Azuela también escribió cuentos y relatos, cultivó el ensayo y adaptó para el teatro algunas de sus novelas. A través de éstas, Azuela nos da su visión de la sociedad mexicana durante la primera mitad del siglo xx. Partió del realismo describiendo el ambiente lugareño y denunciando injusticias y se situó, temporalmente, en cuanto a su técnica, entre los escritores de vanguardia, especialmente con La Luciérnaga (1932).

En 1924, al serle reconocido el mérito de Los de abajo a consecuencia de una disputa literaria, fundó con ella el ciclo de “La novela de la Revolución”, que tanta repercusión e importancia tendría en nuestras letras, y de entre las numerosas novelas de los cultivadores de esta corriente sigue siendo ésta la novela de la Revolución por excelencia, además de haber adquirido, por derecho propio, el título de clásico de la literatura mexicana. Los de abajo ha sido traducida a muchos idiomas, y tiene, en español, más de un millón de ejemplares vendidos. Novelista fecundo, al final de su vida publicó varias novelas realistas: Regina Landa (1941), Nueva burguesía (1944), La marchanta (1944) y La mujer domada (1946), entre otras.

Mariano Azuela fue miembro fundador del Seminario de Cultura Mexicana y, en 1942, la Sociedad Arte y Letras le otorgó el Premio de Literatura. Un año después, en 1943, se integró a El Colegio Nacional como miembro fundador. En esta última institución impartió una serie de conferencias sobre novelistas franceses, españoles y mexicanos, parte de cuyo material le serviría de base para componer el libro Cien años de novela mexicana (1947). Obras como Los de abajo, Los caciques, Pedro Moreno y El desquite dieron lugar a otras tantas escenificaciones. En 1949 recibió el Premio Nacional de Artes y Ciencias. De ese mismo año data su última novela, Sendas perdidas. Son póstumas Esa sangre (1956) y La maldición (1955).

Mariano Azuela tomó posesión como Miembro Fundador de El Colegio Nacional el 15 de mayo de 1943. Murió el 1º de marzo de 1952 en la Ciudad de México. Sus restos descansan en la Rotonda de las Personas Ilustres del Panteón Civil de Dolores de la Ciudad de México.

Fuentes:

El Colegio Nacional http://colnal.mx/members/mariano-azuela

Nuestros humanistas: http://www.humanistas.org.mx