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Palabras sobre el humanismo. Por Alfonso Reyes

A MUCHAS cosas se ha llamado humanismo. En el sentido más lato, el término abarca todo lo humano, y por aquí, el conjunto del mundo, que al fin y a la postre sólo percibimos como una función humana y a través de nosotros mismos. Como todas las nociones demasiado amplias, esta explicación, sin ser verdadera ni falsa, no explica nada, no aprovecha o, como se dice en portugués, “no adelanta”. En el sentido más estrecho, el término suele reducirse al estudio y práctica de las disciplinas lingüísticas y las literarias, lo cual restringe demasiado el concepto y no señala con nitidez suficiente su orientación definitiva. En el sentido más equívoco se ha llegado a confundir el humanismo con el humanitarismo, especie filantrópica que nos lleva a terrenos muy diferentes. Cierto escritor, que precisamente acababa de publicar un libro sobre el humanismo, me dijo que él no era humanista porque, si en un viaje por mar veía caerse por la borda a un pasajero insignificante y, a la vez, un cuadro de Velázquez, preferiría arrojarse al agua para salvar el cuadro y no al pasajero. Después de esto, yo ya no vi el objeto de leer su libro.

En aquel proceso de reeducación que, durante la Edad Media, sucedió a la sumersión de Europa por los bárbaros, se llamó “humanidades” a los estudios consagrados a la tradición grecolatina. Mediante ellos se procuraba modelar otra vez al hombre civilizado, al hombre. Y no sin una grave conciencia de la responsabilidad, por cierto: tal vez se oye decir a un austero doctor medieval que quienes están profesionahnente obligados a la frecuentación de los autores gentiles deben cuidarse mucho de que con ello no padezca su alma.

Durante el Renacimiento, el humanismo procura contemplar el pensamiento teológico, y más de una vez rompe el cuadro férreo en que éste llegó a encerrar la educación. Pues el hombre como ser terrestre merecía un sitio junto al hombre entendido como criatura divina. Esta actitud naturalista asumió, en ocasiones, la forma de una polémica entre el laico y el religioso y hasta se extremó en alardes de neopaganismo artificial. En La vida es sueño, de Calderón, tan teólogo como poeta, todavía se recogen los ecos del diálogo entre la dignidad natural y la dignidad sobrenatural del hombre.

De modo general, el humanismo se mantiene como agencia útil y progresista. Recomienda el uso de la preciosa razón frente a los bajos arrestos del instinto y de la pura animalidad. Propone el ideal del homo sapiens, el hombre como sujeto de sabiduría humana.

Sobreviene luego el desenvolvimiento de las ciencias positivas. Éstas insisten en el homo faber, el hombre como dueño de técnicas para dominar el mundo físico. Y un buen día, el humanismo aparece, por eso, como un vago y atrasado espiritualismo.

Semejante confusión se aclara fácilmente: más que en el cuerpo cambiante de conocimientos determinados, el humanismo se ocupa en las características estables del hombre, características que tales conocimientos meramente atraviesan dejando en ellas sus depósitos. Y así, hasta los libreros saben que las bibliotecas privadas de los humanistas conservan mejor su precio con los años que las de los hombres científicos.

Por de contado que ambos puntos de vista, el de la ciencia positiva y el del humanismo, se concilian en la armoniosa cultura. También, en principio, siempre es dable conciliarlos con el sentimiento religioso, a pesar de los desvíos históricos a uno y a otro extremo. ¿Por qué ha de haber siempre reyertas para disputarse la codiciada presa que es la educación humana? La disputa entre el humanismo y la ciencia, o entre el sentir laico y el religioso, continuarán aquí, con nuevos acentos, la disputa abierta en la Antigüedad entre la filosofía y la retórica.

Max Scheler predice la futura y deseable integración de los tres órdenes del saber que él enumera: 1) el saber de salvación, ejemplificado con la India; 2) el saber de cultura, ejemplificado con China y Grecia; 3) el saber de técnica, ejemplificado con el Occidente moderno.**

Hoy el humanismo no es, pues, un cuerpo determinado de conocimientos, ni tampoco una escuela. Más que como un contenido específico, se entiende como una orientación. La orientación está en poner al servicio del bien humano todo nuestro saber y todas nuestras actividades. Para adquirir esta orientación no hace falta ser especialista en ninguna ciencia o técnica determinada, pero sí registrar sus saldos. Luego es necesario contar con una topografía general del saber y fijar su sitio a cada noción. Por lo demás, toda disciplina particular, por ser disciplina, ejercita la estrategia del conocimiento, robustece la aptitud de investigación y no estorba, antes ayuda, al viaje por el océano de las humanidades. En Aristóteles hay un naturalista; en Bergson, un biólogo; y nuestra Sor Juana Inés de la Cruz pedía a las artes musicales algunos esclarecimientos teológicos.

Y es así como se establece la conversación —tan orillada a la controversia— entre el hombre y el mundo, o, como alguna vez hemos dicho, entre el yo y el no yo, el Segis y el Mundo, que tal viene a ser el eterno soliloquio de Segismundo.

Digamos para terminar que esta función del humanismo sólo puede plenamente ejercerse y sólo fructifica sobre el suelo de la libertad: el suelo seguro. Y no sólo la libertad política —lo cual es obvio y ni siquiera admitimos discutirlo por no agraviar a quien nos lea o nos escuche rebajándolo al nivel de la deficiencia mental—, sino también la libertad del espíritu y del intelecto en el más amplio y cabal sentido, la perfecta independencia ante toda tentación o todo intento por subordinar la investigación de la verdad a cualquier otro orden de intereses que aquí, por contraste, resultarían bastardos.

México, 8-VI-1949

* “México en la Cultura”, suplemento de Novedades, México, 12 de junio de 1949, núm. 19, p. 1, con el título de “Idea elemental del humanismo”.

** Más ampliamente se había referido Reyes a esta concepción de Scheler al final de su ensayo sobre la “Posición de América” (1942), en Obras Completas XI, p. 270. (Ver www.alfonsoreyes.org)

Alfonso Reyes, «Palabras sobre el humanismo», Andrenio: perfiles del hombre, Obras Completas XXFondo de Cultura Económica, México, 1979, pp. 402-404.

 

Homero y Hesíodo. Por Alfonso Reyes

HOMERO y Hesíodo son los primeros poetas de la mitología. Heródoto, ya racionalista, pretende que la figura, el bautismo y las funciones de los dioses son obra de Homero y Hesíodo: brillante paradoja. Hoy sabemos bien que Grecia no comenzó en el siglo VIII, ni se fabrican de este modo las religiones. Homero es un “pensador de vanguardia”; Hesíodo, aunque posterior a él y aunque haya sido un justo, es un retardado. Cuando Homero ha concebido ya un panteón o conjunto de dioses panhelénico y superior a los feudalismos, un culto simplificado, una religión purgada de supersticiones, Hesíodo está lleno de pavor primitivo y de consejas vulgares. El claro jonio refleja el adelanto y el señorío de los griegos de Asia; el áspero labriego de Ascra, el atraso de las costumbres aldeanas que por entonces privaban todavía en la Grecia continental. Así se comprende el que Homero se atreviese siempre como un entreacto en la continuidad de las tradiciones religiosas de Grecia, y también el que los maestros de Grecia lo propongan como un ideal de cultura.

Entre las concepciones religiosas de ambos poetas media un abismo. El jonio pertenece a una sociedad principesca con la cual vive satisfecho: mundo penetrado de cielo y mar, de caballeros sin mucho arraigo popular, que desoyen ciertas tradiciones de la tierra o las consideran con una sonrisa tolerante. Su Grecia arcaica está ya muy cerca de la clásica y la supera en algo. Sus divinidades aparecen ya bien definidas y desligadas del terruño. Su panteón o conjunto de dioses es ya una entidad helénica superior a los regionalismos y encaminada a las futuras creencias oficiales, a lo que suele llamarse “el legalismo olímpico”. Nos muestra una única religión de jefes y reyes, no la del pueblo. Junto a los silvestres Dióniso y Deméter, pasa de largo. Sus cultos son simplificados y abstractos, desdeñosos de circunstancias menores. Calla sobre la purificación del homicida y sustituye la vendetta por la indemnización, la romántica por la jurídica. No entiende que se implore a los muertos, ni siquiera a los héroes (héroes, seres mitológicos, no los héroes en el sentido moderno), sino solamente a los dioses, como conviene a una religión aséptica. Ignora la mántica inspirada, que más tarde hará la celebridad de Delfos; calla sobre los grandes festivales sagrados y aun sobre la consulta de los difuntos en los verdaderos centros oraculares (pues la visita de Odiseo al otro mundo acontece en un país fabuloso que Homero llama el sombrío país de los cimerios para de algún modo llamarle). Nada dice sobre la guirnalda del oficiante o la aspersión del altar con sangre del animal sacrificado, todo lo cual parece tener a sus ojos un aire de vulgaridad infantil. Su siglo VIII, el siglo en que vive, queda escamoteado en un siglo XII algo nebuloso y etéreo, el siglo que canta y al que ha dirigido su mirada trascendental de “ciego”. Pese a sus arcaísmos artificiosos y a sus involuntarios anacronismos, no nos permite reconstruir cabalmente una ni otra época, y menos figurarnos el tránsito. Los arqueólogos poco a poco han comenzado a completar aquel cuadro, hasta hoy en retazos, y cuando se acabe el desciframiento de las inscripciones cretenses, se habrá levantado el telón.

Por su parte, el áspero labriego de Ascra, el genealogista de los dioses, que enmarafió todas las leyendas para crear un sistema de mitología, está lleno de sufrimiento y de pavor primitivo. Clama contra las iniquidades y se indigna como los Profetas. Recoge candorosamente las humildes supersticiones y no retrocede ante el horror de su Génesis. En su angustia política, hasta pretende, trasladando al cielo las nuevas inquietudes sociales, que Zeus, tras la victoria contra los Titanes, sea un monarca electo. Tal vez prefiramos el Olimpo homérico, de soberanía divina. Una es la tierra, otro es el cielo. ¿Las leyes universales sujetas al voto electoral? Eso se queda para nosotros, los humanos, no para el gobierno del universo. Ante los mitos sanguinarios y espantables de Hesíodo, no podemos menos de agradecer a Homero el haber labrado sus mitos en oro y en marfil, para alivio de la fantasía humana. Gilbert Murray emprendió hace años un examen sobre la depuración del mito en Homero. Sea una modesta contribución:

La Nereida Tetis echaba invariablemente al fuego a sus criaturas. Como inmortal, no soportaba la idea de concebir hijos mortales. Su esposo, el mortal Peleo, logró salvar de sus garras al indefenso niño Aquiles. De aquella funesta historia ¿qué ha quedado en Homero? Sólo estas palabras de perfecta decencia, llenas de ternura maternal, con que Tetis contesta —en mi traducción— a las imploraciones de Aquiles:

¿Te di a luz en aciaga hora, criatura mía?
¡Viérate en paz tus naves sereno gobernando,
sin que nublase el lloro tus efímeros días!
Mas tu vida es muy breve, tu sino el más nefando;
fue funesto engendrarte en casa de Peleo.*

Las colonias asiáticas en que se ha formado la mentalidad de Homero han visto nacer el racionalismo. Los colonos se reclutaron entre hombres que se sentían responsables de su propia vida y que se lanzaron, cuchillo en mano, a las islas de los litorales y a las desembocaduras de ios ríos anatolios. Dueños del tráfico, prosperaron en el trato con las tribus interiores y con el mar. Olvidaron las tradiciones caseras, se crearon una nueva existencia. La solemnidad supersticiosa de los asiáticos no les infundió el menor respeto. Abrieron los ojos al mundo, con soma y con audacia. La Grecia materna, entretanto, continuaba las rutinas de los abuelos, y cuando aparece en la historia, tiene el aire de una graciosa provinciana y trae los cultos trasnochados. Homero refleja y traduce la “modernidad” del griego asiático. Supieron muy bien lo que hacían los maestros griegos, cuando convirtieron los Poemas Homéricos en textos escolares. Hubieran querido levantar de una vez la imaginación del pueblo heleno a la altura alcanzada por una sola de sus familias, la familia jonia.**

* Ilíada, 413-417. [En el presente volumen, p. 110.]
* * [De acuerdo con la “Noticia bibliográfica”, “El [presente] núm. 6 apareció en Vida Universitaria de Monterrey (11-111-1959)”; pero examinada la colección de esa revista aparece realmente el 18 del mismo mes y año. El error puede achacarse a errata de imprenta. Por otra parte, el boletín de la Biblioteca Alfonsina, de abril de 1959, Nº 4, p. 13, lo registra correctamente publicado en Vida Universitaria el 18 de marzo de 1959. Reyes no le puso fecha al calce ni se refiere a este trabajo en su Diario; con todo, puede fecharse sin mucho riesgo en 1959, año de su publicación. Sobre Hesíodo, véanse en estas Obras Completas, vol. XVII, pp. 265.268, y vol. XVIII, pp. 36-59, 170 y 172]

 

Alfonso Reyes, «Homero y Hesíodo», La afición de Grecia, Obras Completas XIXFondo de Cultura Económica, México, 1982, pp. 373-375 (www.alfonsoreyes.org)

«Visión de México» de Adolfo Castañón

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Adolfo Castañón nació en la ciudad de México el 8 de agosto de 1952. Desde el 23 de octubre de 2003 es el sexto ocupante de la silla II de la Academia Mexicana de la Lengua.

Este poeta, ensayista, editor, crítico literario y bibliófilo estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Gastrónomo autodidacta, ha sido miembro del consejo de redacción de varias revistas en Latinoamérica, entre las que se encuentran La Cultura en México, el suplemento de Siempre!, Vuelta, Letras Libres y Gradivia. Ha sido colaborador de Cuadrivio, Imagen Latinoamericana, La Cultura en México, La Gaceta del FCE, Letras Libres, Nexos, Novedades, Plural, Revista Universidad de México, Sábado, Siempre!, y Vuelta. Gran lector de todos los géneros, es también admirador y estudioso de la obra de Alfonso Reyes, de quien ha dicho que fue «el poeta y crítico que sentó las bases de un canon moderno de la prosa y del verso para las letras mexicanas e hispanoamericanas». Entre sus obras destacan Alfonso Reyes, caballero de la voz errante (1988), Arbitrario de literatura mexicana (1995), La campana y el tiempo (2003), Viaje a México: ensayos, crónicas y retratos (2008), y Grano de Sal (2009). Entre las traducciones importantes en su carrera están Después de Babel, de George Steiner, y Ensayo sobre el origen de las lenguas, de J. J. Rousseau (ambos publicados por el FCE). Durante casi tres décadas trabajó para el Fondo de Cultura Económica, donde tuvo a su cargo diversas obras de Alfonso Reyes, Octavio Paz y Juan José Arreola, entre otros muchos autores. Ha sido investigador del Centro de Estudios Literarios, del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.

Ha obtenido diversos premios, entre los que cabe señalar el Nacional de Literatura de Mazatlán 1996; el Nacional de Periodismo 1998; el Xavier Villaurrutia 2008, y el Nacional de Periodismo José Pagés Llergo 2010. En 2003 fue reconocido como Caballero de la Orden de las Artes y de las Letras por el gobierno de la república francesa. En 2015 recibió el Premio Internacional de Ensayo de Argentina.

 

 

La insolencia jonia. Por Alfonso Reyes

MUCHO se habló ayer del “milagro griego”, aunque hoy se usa la palabra con temor por si pareciere algo ingenua. Sí, hubo un milagro griego, y puede reducírselo a una “mutación” en el pensamiento humano. Los pensadores milesios abandonan las explicaciones mitológicas y sobrenaturales del universo, con que hasta entonces se habían contentado los pueblos del Oriente clásico, y proponen una explicación racional. Pero, entendámonos: estos filósofos —llamados generalmente los presocráticos o los jonios o ios milesios—, aunque no han alcanzado el dominio de la ciencia experimental propiamente dicha, tampoco se enclaustran en el dominio de lo puramente abstracto o especulativo. Sus teorías, contra lo que suele suponerse, andaban muy cerca de la práctica. Ni siquiera eran meros observadores de la naturaleza, sino que intervenían en ella, pues todavía entonces el filósofo era como un hombre de acción.

Todos saben y admiten que los griegos fueron grandes pensadores. Pero generalmente —fuera del orden de las artes plásticas— se dice que los griegos no éstaban, como ejecutores, a la altura de su pensamiento. Toda la admiración se la lleva la fase contemplativa del pensamiento griego. Conviene rectificar esta opinión que se ha encontrado en el juicio de las mayorías. No es difícil probar que el mejor y más excelso pensamiento del griego siempre aparecía acompañado de una acción vigorosa y de un vivo anhelo de ejecución, como el que urge a las Ideas, en Plotino, por imponer su sello sobre la materia, según la oportuna expresión de Farrington.

Hoy por hoy, el excesivo desarrollo de “lo libresco” —valga la palabreja— hace que la gente olvide el valor “intelectual” de lo que no está embarrado en los libros. Una granja, una fábrica, un taller, un barco, el árbol de un motor, una carretilla o volquete, una caña de pescar, no se ven como una conquista de la inteligencia; —digo, por el vulgo con letras, el más antipático de ios vulgos. El filósofo suele repetirse, anda en las nubes. Tales se cayó en el pozo por ver las estrellas. ¡Ah, sí! Pero previó a tiempo la escasez de las cosechas de aceite y acaparó a tiempo todas las prensas de los olivares para enriquecerse con el monopolio. Si esto fuere fábula, aquélla lo será también: los dos argumentos se despuntan.

Sin duda que algunas mentes poderosas, en Grecia como en todas partes, han tenido que ponerse a cubierto de los rumores de la calle si es que de veras habían de alcanzar sus conclusiones en el término de una vida. Pero esto no es siempre necesario, ni siempre ha sucedido así. No sucedió así a ojos de Esquilo, cuyo Prometeo cataloga con tan pintorescos detalles los oficios que el Titán enseñó a los hombres. No a ojos de Sófocles, que canta la ingeniosidad increíble de la inventiva técnica, como alta cualidad humana. Tampoco lo vio así Heródoto ciertamente, cuando consagra todo un capítulo a la isla de Samos por haber sido la patria de tres grandes hazañas de la ingeniería. Ni Jenofonte, que nos ha dejado una descripción entusiasta del variado equipo y el orden exquisito que se admiran en una embarcación fenicia. Ni los médicos hipocráticos, quiroprácticos por oficio. Ni finalmente Anaxágoras, quien vio con nitidez la función decisiva que ha correspondido a la mano para distinguir al hombre de la bestia.

Félix Sartiaux, eminente historiador de la cultura, entiende que la metafísica de los griegos todavía recuerda en mucho la de otros pueblos antiguos. Según él, la mutación característica que Grecia trajo a la mente humana está en el reino de la ciencia y la técnica. ¿Por qué no es esto claro y evidente para todos? Porque sobre los primeros pensadores griegos no poseemos más que fragmentos, y nos atenemos más bien a lo que quiso decirnos Aristóteles. Y Aristóteles tuerce y refracta los documentos de los jonios, como explica Cherniss, para adaptarlos a su propia tendencia, para meterlos en su propio camino. Pero recuérdese que todavía Critias, antiguo discípulo de Sócrates y más tarde uno de los Treinta Tiranos, reprochaba así a su antiguo maestro.

—¡A ver, Sócrates, si dejas en paz a ios zapateros, “metalistas” y otros artesanos, pues creo que están hartos de que los mezcles en tus charlas!

A lo que Sócrates contesta:

—¿Tendré, pues, que renunciar a las consecuencias que yo saco de estos oficios con respecto a la justicia, la piedad, las virtudes todas?

Sócrates, que ha trasladado ya su atención del campo de la naturaleza al campo de la humana conducta, seguía, al modo de los milesios o jonios, aplicando los conocimientos prácticos como método de la investigación filosófica. Sobre este punto, me refiero a los autorizados estudios del helenista argentino Rodolfo Mondolfo.

Anaximandro, el primer filósofo milesio que usó la escritura, nos pinta el mundo como el efecto de un proceso de diferenciación o separación entre los elementos que integraban una masa original indeterminada. Primero, se separa el fuego y envuelve a los demás ingredientes. La acción del fuego sobre la masa restante ocasiona en ella una nueva separación. El vapor y el aire son “chupados”, y la tierra comienza a segregarse del agua. El vapor rompe o revienta la cubierta de fuego que lo envolvía todo; se adueña de los fragmentos ígneos y forma volutas de niebla en torno a verdaderas ruedas de fuego, que rotan en torno a la tierra. La tierra aparece como un cilindro de poca altura que flota sobre las aguas del mar. Las ruedas de fuego giran en el plano de la eclíptica. Los cuerpos celestes son agujeros en las capas de niebla, por donde asoma el fuego opreso. En este cuadro, a la vez grandioso y candoroso, los intérpretes no han podido menos de ver una variedad de conceptos derivados del saber técnico. Los viejos mitólogos habían visto ya en el sol una rueda o carro de ruedas, e imaginaban al dios solar como un auriga o cochero. También ellos usaban aquí una noción de la técnica, pero su propósito principal era hacer honor al dios sol. Los dioses, como los príncipes, deben viajar en carro. Pero Anaximandro interpreta la moción del sol, no conforme a la acción de un carro de ruedas para el transporte, sino conforme a la acción de una rueda que gira sin cambiar de sitio: es decir, rueda de alfarero. Al hacerlo así, lastimaba los melindres de los conservadores porque, en vez de honrar a la deidad del mito, prescindía de ella. Zeus quedaba destronado y dejaba el puesto a un nuevo dios: Dinos o Rotación, Torbellino, que ahora ocupaba su lugar. De paso, la protesta del conservador Aristófanes en su comedia Las Nubes no va contra el racionalismo, sino contra la idea de interpretar los fenómenos celestes a la luz de las técnicas. En efecto, esta interpretación incomodaba mucho. Incomodaban también aquellos chorros de fuego empujados por los vientos, con que Anaximandro explicaba las estrellas, explicación que sólo pueden inspirarse en los fuelles de fraguas. Igualmente, es claro que el plano en que se revuelven las ruedas ígneas implica el conocimiento del polos, o sea el reloj solar cóncavo y de media esfera que se había inventado en Mesopotamia. El primer griego a quien se le ocurre escribir una obra Sobre la naturaleza se deja llevar por la imagen de la rueda de alfar, el reloj de sol y los fuelles.

El sucesor de Anaximandro, Anaxímenes, pudo lograr, mediante el empleo de igual método, dos adelantos. Trazó una pintura más coherente que la de su maestro sobre el proceso conforme al cual una materia se cambia en otra. Anaximandro le había legado un universo dividido en cuatro elementos de densidad distinta: Fuego, Niebla, Agua y Tierra. Ahora Anaxímenes discurre que la diferencia cualitativa entre estos cuatro elementos puede reducirse a una diferencia cuantitativa. Piensa que el Fuego, al hacerse más compacto, se muda en Niebla; ésta, en Agua; y el Agua, en Tierra. ¿De dónde pudo venirle esta noción? Según los comentaristas y según el testimonio mismo del vocabulario que emplea el filósofo, esta noción proviene de las artes del fieltro, tal como se las practicaba en Mileto, tierra natal de Anaxímenes, famosa por sus manufacturas de lana. En esta industria, los hilos del tejido son sometidos al calor y a la presión y salen al fin reducidos en volumen, pero acrecidos en densidad. La metáfora del universo fue sugerida por el batán. Y el segundo paso que Anaxímenes dio por su cuenta es algo que realmente le honra. Anaximandro había ordenado los elementos según su densidad, desde la Tierra central hasta el Fuego en la periferia. Los cuerpos celestes estaban hechos, para él, de puro Fuego. Pero su discípulo Anaxímenes, sin duda en su empeño de explicar la caída de los meteoritos, no teme poner piedras y tierra en el mismo cielo. Y se funda para ello en la imagen de la honda. En efecto, la honda, que se ata a la mano del hombre, revela mejor que la rueda de alfar la naturaleza de la fuerza centrífuga. Después de Anaxímenes, será ya posible considerar los cuerpos celestes como pedazos de tierra: interpretación no racional, sino “operacional” de la naturaleza. Platón, que era un racionalista en la tradición de Parménides, luchó siempre, del principio al fin —desde la Apología hasta las Leyes— por quitar otra vez del cielo los pedazos de tierra y las piedras. Aristóteles, mientras siguió igual tradición, completó la obra de Platón, imaginando que los cuerpos celestes están hechos de una especial sustancia celeste. Pero estas ideas ocurrieron después. La clave del mundo que nos presentan los milesios deriva del alfar, los fuelles, el batán y la honda.

El vasto fenómeno de la naturaleza, cuya regularidad o cuyos caprichos tanto impresionan y espantan, por sus efectos benéficos o maléficos, había sido hasta entonces objeto de interpretaciones míticas. Ahora resulta que no difiere en esencia de los procesos ordinarios y modestos confiados a la mano del hombre: la obra del cocinero, el agricultor, el alfarero, el herrero. Asalto contra la majestad celeste, dignificación de la inteligencia, la técnica y el poder humanos. Tal es el sentido de este desperezo de la mente que he llamado alguna vez “la insolencia jonia”. (Entiéndase bien, la insolencia ante los errores humanos y la inútil solemnidad, no ante las propias normas éticas y religiosas, que sería hybris o desmesura, el error más abominable para los griegos.) El mercenario griego graba con el cuchillo el nombre de su querida en los pies del ídolo africano, que no le inspira ningún respeto; llama “pasteles” a las pirámides, “gorriones” a los ibis sagrados, y suelta la risa si los misteriosos sacerdotes egipcios le aseguran que el Nilo baja del cielo. La insolencia jonia es el arranque del pensamiento científico.*

*Enviada a la ALA de Nueva York, se divulgó en varios periódicos en 1958: México en la Cultura, Suplemento de Novedades, México, 21 de sept., N° 497, p. 3; El Tiempo, Bogotá, 19 de oct., p. 1; El Universal, Caracas. 13 de nov.; El Diario de Nueva York, Nueva York; y trad. portuguesa, en Á Tribuna, Santos, Brasil; de las dos últimas inserciones hay recorte s. f. en el Archivo de Reyes. No trae fecha al pie ni hay referencia a su elaboración en el Diario de Reyes; pero la fecha de sus publicaciones en la prensa periódica puede fecharse en 1958.

Alfonso Reyes, «La insolencia jonia», La afición de Grecia, Obras completas XIX, Fondo de Cultura Económica, México, 1982, pp. 364-368

El arte de perdurar de Hugo Hiriart

Con la audacia que caracteriza sus ensayos, Hugo Hiriart se pregunta por qué algunos autores, sin importar la medida de su talento, no alcanzaron el terreno movedizo de la fama y qué recursos han permitido que una obra se instale durante generaciones en la preferencia del público lector. En esta inusitada reflexión literaria sobre lo que transcurre y lo que permanece, diseñada como una conversación espoleada por la argumentación serena y el ataque frontal, Hiriart analiza la valía de una obra en relación con su peso en la fluctuante posteridad. Luego de acechar y definir magistralmente el estilo de Alfonso Reyes, Hiriart compara la prosa ensayística del anterior con la de Jorge Luis Borges… y la de éstos dos con la de George Orwell, a fin de cavilar sobre el virtuosismo y el talento, y de analizar reveladores ejemplos de escritores que lograron trascender su espacio y su tiempo. Tomando como pretexto a Velázquez y a Rubens, así como los autorretratos de escritores famosos, la segunda parte de este libro traduce al arte de la pintura la teoría antes expuesta y propone una indagación cuyo centro es la perdurabilidad de la creación artística. Con su disertar siempre asombroso, Hiriart se mueve de una pasión a otra -de la literatura a la pintura- e invita al lector a asediar los misterios del arte y la búsqueda de la inmortalidad a la que todo artista aspira en la memoria humana.

Hiriart. Arte