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El camino de la moral. Por Alfonso Reyes

ESTOS Deberes de Cicerón,* límpida versión de Millares Carlo, límpida edición que cuidó Giner de los Ríos —un tomito que acomoda bien en la mano del estudiante y, sobre todo, de la estudiante, en quien siempre conviene pensar cuando se trata de la Facultad de San Cosme—, nos traen a la mente, como tan a punto lo explica García Bacca en su prólogo, la transición de las ideas morales en lo que va de Grecia a Roma.

Sin repetir una vez más cuanto aquí aprendemos, espumando apenas el manjar, apenas hojeando el tomo al capricho de la plegadera, se nos ocurre, de golpe, un contraste nítido: el contraste entre la política y la moral. Pero antes, para entendernos, acomodemos un poco el mundo. Pues ¿qué fue Grecia, qué fue Roma? Y, de paso, y sin remedio —a riesgo de no poder continuar con la historia humana—, ¿qué fue Israel? Estas tres interrogaciones se imponen a todo espíritu filosófico, es decir, cuidadoso de los orígenes.

Grecia nos permite apreciar, como en el centro del huevo divino, los primeros latidos de la evolución. Cuanto sirve de honor y de ornamento a la especie, de allá nos viene. El cuadro de su cultura es completo en todas sus partes, aunque admite ser indefinidamente ensanchado. Todo progreso consistirá en desarrollar el programa, las intenciones que Grecia nos dejó como en muestras. Pero esta cultura admirable tiene una laguna, y la laguna es inmensa: no amó suficientemente a los humildes ni experimentó la necesidad imperiosa de un Dios justo.

Y aquí es donde este concierto de liras —o de flautas, según que sea Apolo o Dionysos— se interrumpe de pronto, y se oye venir la charanga de las cornetas judías, largos alaridos de reivindicación y dolor. Toda política racional, tipo griego, deberá contar, en adelante, con este rumor de sobresaltos. Y aun nuestros socialistas, sin saberlo ellos mismos, no son más que unos herederos de los profetas.

En cuanto a Roma, para ella el laurel del triunfo. Antes de la Iglesia, no se vio igual prueba sobre la solidez de las instituciones humanas. Roma, gracias a verdaderos prodigios de virtud cívica, inventó la fuerza. Y la fuerza, en definitiva, vino a difundir por el mundo la obra de Grecia y de Israel, la obra de la civilización.

Grecia había arreglado su ajedrez en el tablero de los Estados-Ciudades. Los grandes imperios de ayer —egipcios y babilonios, hetitas y persas— eran monstruosidades bárbaras, como los de hoy, engendros del grosero apetito. La patria medida a la planta humana, abarcable a los ojos

(que, a tanta vista, el Líbico desnudo

registra el campo de su adarga breve);

la nación casera y diminuta, captable a los modestos sentidos, de tal suerte acomodaban al hombre, que éste no tenía, casi, necesidad de hogar: vivía en calles, plazas, mercados y embarcaderos. Casi no tenía intimidad, sino solamente sociedad. En suma, que la moral se le volvía política. Y esto a tal grado, que aun le era soportable, a modo de fiesta municipal, la religión cívica y olímpica, en que sólo a medias creía.

Pero he aquí que Alejandro, más audaz que su maestro Aristóteles, concibió, un día, un mundo unificado, híbrido de helenos y bárbaros, todo igual para los iguales, un imperio universal del hombre, una homónoia. La Grecia alejandrina, esta Grecia ya en expansión, no tuvo tiempo de realizar tal sueño. Lo heredaría Roma, para encarnarlo un día en el portento histórico de la Pax Augusta. Entre tanto, y en el paso de la economía doméstica y a corto alcance hacia la economía perpetua y sin fronteras, el alma humana naufragaba.

Los estoicos redoblaban en vano sus persuasiones de orden puramente intelectual. (¡Los griegos se volvieron locos con la razón!) Inútilmente redoblaban sus promesas los mesianismos mediterráneos, las creencias en dioses que atraviesan la muerte, los asiatizados “misterios” y otras místicas aventureras, las cuales pronto dejarían el paso libre al único misterio que estaba llamado a perdurar, el misterio cristiano. Por lo pronto, el ciudadano del mundo (que no ya de la graciosa Ciudad) se sentía un desterrado del mundo.

Y entonces, en su afán de devolver al hombre la confianza perdida, la moral, como también los nuevos intentos religiosos, se encaminaron hacia la intimidad de la persona. La moral perdió en ganga política lo que ganó en moral pura. Como la razón la tenía ya algo decepcionada, la mente buscaba consuelos, primero en los sentidos, y pronto, en los vahos espirituales que vienen aún de más hondo. Tal es, después de Aristóteles y hasta el día del neoplatonismo, involuntario precursor de la Iglesia, el declive de las doctrinas. El bien ya no está hecho tan sólo de conocimiento, como en los días candorosos de Sócrates. Y Cicerón, ecuestre romano acrisolado al fuego del Pórtico igual que al fuego de la Academia, recoge de pronto, para edificación de su hijo, el trazo movedizo y cambiante que va asumiendo la figura del bien. En la posada siguiente hay ya un establo. Lo ilumina suavemente una antorcha que se llama la Caridad.

Alfonso Reyes, «El camino de la moral», Ancorajes, Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 88-90

* Cicerón, De los Deberes, El Colegio de México, 1945 (Colección de Textos Clásicos de Filosofía).

La Ley de Constancia Vital. Por Alfonso Reyes

Américo: Con todo, este punto de vista vuelve de revés toda nuestra concepción científica sobre la vida en el planeta. Habría que desandar, por ejemplo, el camino de René Quinton.

Epónimo: Lo que no es fácil, porque las teorías biológicas de Quinton han tenido una aplicación terapéutica que todos admiten: las inyecciones de agua de mar, que producen tan evidentes resultados para vigorizar el organismo decaído, resultados casi invariables en los casos infantiles, y algo menos, naturalmente, en los adultos.

Américo: Sin embargo, tales teorías biológicas, en sí mismas, son consideradas con cierta desconfianza por los especialistas, hombres concentrados en dos o tres puntos definidos, a quienes generalmente infunde sospechas toda explicación demasiado ambiciosa.

Epónimo: Pero el estudioso no puede dispensarse ya de conocer los trabajos de Quinton; primero, porque todo está en todo, y alguna verdad ha de haber en hipótesis biológicas cuyas aplicaciones terapéuticas no fracasan; y después porque, en torno a tales hipótesis, se ha fomentado ya una atmósfera de cultura. El sistema de Quinton, su interpretación de la vida —a que llega mediante un proceso complicado de supuestos y comprobaciones—, quedan resumidos en la Ley de Constancia Vital.

Oceana: ¿Y cómo fue eso?

Epónimo: Aquí va, por indeciso que sea el asunto, y por sólo el gusto de exponerlo. La vida animal, reducida a su último elemento, a su unidad —la célula viva— tiende a mantener, a través del tiempo y a pesar de todas las variaciones ambientes, las condiciones de su existencia primitiva. Estas condiciones son: 1ª el medio acuático marítimo (el contenido de la célula es el agua del mar: en el mar se produjo la primera vida); 2ª la concentración salina de ocho por mil, y 33 la temperatura de 440 centígrados.

Américo: Como se ve, la Ley se funda en tres postulados: 1º la constancia marítima; 2º la constancia térmica, y 3º la constancia osmótica y salina. Estos postulados sólo podrían realizarse como tendencias.

Oceana: He aquí, pues, una idea que corrige, en un profundo sentido, la antigua imagen de la adaptación al medio. La vida, sí, se adapta al medio, pero no como cosa pasiva y maleable, sino como elemento combativo y terco, que va haciendo transacciones provisionales con el ambiente, a fin de salvar, hasta donde puede, el mantenimiento del estado primitivo. Esto resuelve como desde arriba la antinomia entre el espíritu de conservación y el espíritu de reforma. Si, por ejemplo, lo que se trata de conservar como aspiración primitiva es la felicidad, y si el ambiente está en movimiento, habrá que reformar incesantemente las instituciones, para que rindan el mismo tanto de felicidad, postulado a la vez conservador y revolucionario.

Epónimo: Esa teoría procede de anteriores nociones y descubrimientos, a los que pretende dar la congruencia que les faltaba. Ella permite dibujar así la historia de la vida: —La vida aparece en el planeta a una temperatura ambiente de 44°, la temperatura más favorable a los procesos vitales y la más elevada que la célula animal tolera. En esta época de la Tierra, pudieron aparecer los animales de sangre fría, cuya temperatura es la misma del medio. Pero, en su lentísimo enfriamiento, la temperatura terrestre bajó, digamos, a 42°. Entonces los reptiles, térmicamente equilibrados con el medio y dóciles al estado exterior, se enfriaron también hasta los 420. Y así, a medida que desciende la temperatura de nuestro planeta, descenderá también la de los reptiles, que acaban por serlo de veras, es decir, por arrastrarse en el suelo a modo de tristes supervivencias. De esta suerte se explica la aparición de nuevos animales, los de sangre caliente. Ante el enfriamiento progresivo, la tendencia a la constancia vital procura un calentamiento progresivo de la sangre o jugo animal (agua marítima). Y surgen nuevas especies, dotadas del poder de recuperar por sí solas el calor que el ambiente ha ido perdiendo.

Américo: Es decir, que cuando la temperatura terrestre bajó de 44° a 42°, se produjo una especie capaz de calentar sus células hasta dos grados más arriba que el medio ambiente. Cuando la temperatura bajó a 40º la especie anterior, que sólo puede calentarse dos grados más, se enfría y queda en 42°. Pero entonces se produce un nuevo organismo, capaz de subir por sí solo su energía calórica en cuatro grados más, para recobrar los 44° primitivos. De este modo, aparecen animales cada vez más cálidos, en tanto que las primeras especies van decayendo y, al fin, desaparecen.

Oceana (como quien repite una lección para niños): La vida, con el frío, languidece. La vida quiere actividad, y la actividad requiere calor. Cuando el animal no resiste al frío por su propia energía, se arrastra y vive como en sueños. De aquí el estado “hiberante”, el sueño invernal que se apodera de ciertas especies sin duda ya enfriadas.

Américo: Tan cierto, que fue el fenómeno de la “hiberación” lo que dio a Quinton el primer vislumbre de su teoría. La naturaleza, se dijo, no puede producir seres para que duerman: esto tiene que ser una enfermedad, una decadencia.

Oceana: Esto explicaría que, en las regiones frías, el animal humano haga, dentro de su propia especie, esfuerzos desesperados, y produzca esos monstruos calóricos de que es ejemplo Rasputín, fruto de Siberia.

Epónimo: La hipótesis de Quinton exigía: 1º que los mamíferos y aves se escalonasen térmicamente según su orden de aparición en la Tierra; 2º que los más antiguos vertebrados de sangre caliente tuviesen una temperatura específica casi reptiliana; 3º que la temperatura animal fuese creciendo a medida que nos acercamos a las especies más recientes, y 4º que los organismos más recientes tuviesen tina temperatura muy próxima a 44°. Cuando Quinton formuló su hipótesis, estos hechos no estaban aún demostrados en su totalidad. Después, dice él, todos lo han sido. Y, sin embargo, no puede decirse que su hipótesis haya alcanzado la sanción ortodoxa. Es una hipótesis provisional, lanzada como salvavidas en un instante de naufragio, en que todo parecía revuelto y confuso, ante las reacciones provocadas por la teoría evolucionista.

Oceana: La hipótesis en sí no puede ser más sugestiva. Desde luego, asigna a la inteligencia, orgullo del hombre en otro tiempo, un papel secundario de recurso de calefacción, lo que hoy por hoy parece muy halagüeño a los hijos de Adán. Pues los hombres han comenzado a dudar si son inteligentes, y antes que humillarse, prefieren desmonetizar la inteligencia. La naturaleza, dicen, produjo un día la inteligencia y siguió adelante. El pájaro es una creación más reciente que el hombre: ya lo sospechábamos, por su sobriedad y su elegancia. Al antropocentrismo sucede un “masoquismo” antropológico. El ser humano se complace en sentirse inferior a todo lo no-humano.

Epónimo: No es extraño que las mentes de orientación filosófica hayan sentido también la atracción de estas lucubraciones, por lo que tienen de novedad y de aventura, y se hayan lanzado a adquirir sus consecuencias. Jules de Gaultier, en La dependencia de la moral y la independencia de las costumbres, dice más o menos: La vida emplea todo su genio en ponerse al amparo del cambio, en construirse defensas para mantener la constancia de las condiciones que acompañaron su génesis. El cambio no está en la vida. Hay, pues, que corregir a Spencer. El cambio está en los aparatos que la vida crea para mantener su fijeza. La fijeza domina la evolución. La fijeza es el principio, y la evolución el corolario. La inteligencia, que no es ya el producto último de la vida como Oceana lo ha entendido al instante (al fin mujer), sólo aparece como un transitorio procedimiento de constancia, paralelo a los procedimientos directos que emplean otros organismos. La ética misma y el desarrollo de las sociedades pueden, finalmente, explicarse como una función del enfriamiento exterior. ¿Quién dijo, pues, que la Tierra no se está enfriando?

Oceana: Tú mismo, hace un instante, y nos arrastraste en tu ilusión.

Américo: Afirma Raymond de Passillé que la moral aparece cuando la lucha contra el ambiente frío se vuelve tan ruda, que ya la humanidad, para continuar sobreviviendo, debe modificar sus instintos al punto de refrenarlos. De aquí a explicar el Protestantismo y el Puritanismo como productos de climas fríos no hay más que un paso, y entonces tu Rasputín, Oceana, no sería una solución al conflicto, sino precisamente un rechinido del sistema, un síntoma de dislocación. La teoría de los deseos reprimidos, de Freud, resulta típicamente septentrional. Y la actividad considerable de las razas del Norte, una defensa contra el frío: ¡lo mismo que sus vocales cerradas y su pronunciación de boca fruncida!

Epónimo: Tu ironía nos hace ver las insensateces a que puede conducir el buscar la génesis del espíritu en sus concomitancias de fenómeno natural. Sospecho que el más modesto de los teólogos podría limpiar con tres escobazos todo este yacimiento de desperdicios científicos en que nos debatimos. Y entre uno y otro sueño ¿por qué no preferir el de mayor nobleza? Por lo demás, la Iglesia, que va quedando como uno de los baluartes de la razón, a pesar de lo que se creyó hace un siglo, no se opone a que las cosas naturales sean interpretadas y estudiadas con medios naturales. Sin salirnos, pues, de este terreno modesto, podemos continuar nuestras divagaciones sin temor al Índice. Rémy de Gourmont, que ha contribuido a propagar la hipótesis de Quinton, traslada la ley de Constancia Térmica al orden de la Psicología: Él siempre había sospechado —confiesa—, aunque sin poder fundarlo, que el nivel de la inteligencia humana se mantiene a través de los siglos. Quinton ha venido a confirmar su creencia de que, en cuanto la especie humana quedó constituida, sus posibilidades intelectuales quedaron establecidas y fijadas, lo mismo que su fisiología. Naturalmente, esto se aplica a la especie y no al individuo, siempre susceptible de nuevos desarrollos dentro de ciertos límites. Además, hay que distinguir la facultad en sí, constante por hipótesis, del contenido de nociones siempre mudable.

Oceana: ¿Y los otros modos posibles de pensar que Bergson anuncia y que la etnografía demuestra? Comprendo: son meras orientaciones posibles de la misma energía. ¿Y aquel sueño del Superhombre? Acaso era una bastarda inserción del naturalismo a la moda en la filosofía. ¿Y el plan progresivo de la Eugenesia? Un limitado aseo interior dentro de la cárcel de que no podemos escapar.

Epónimo: Es de creer que aparecerán nuevos rasgos para nuevos esfuerzos térmicos. Gourmont se explica así que, cuando ya la civilización egipcia supera las fuerzas de la inteligencia egipcia, aparezca la inteligencia griega y produzca el nuevo esfuerzo requerido; cuando ésta ya no basta, sobreviene la romana y, después, la celtogermánica. Pero, tras las anteriores reflexiones, esta idea no parece clara, y aun acaso sea contradictoria, pues que supone un escalonamiento y una superación gradual.—Esto de saber si somos más o menos inteligentes que nuestros remotos abuelos fue materia de una divertida encuesta de verano, emprendida por Robert Kemp en la Liberté de París.

Américo: ¿Y los resultados?

Epónimo: Desordenados y confusos; pero, al menos, dieron ocasión de reparar en el inmenso lugar que ocupa el olvido en la historia de la cultura. Nadie sospecharía, por ejemplo, que Villon era muy leído en tiempos de Voltaire, y que se hacían ediciones de Alain Chartier a principios del siglo XVII. Nadie se acordaba que, en Montesquieu, están previstos y descritos los fenómenos de la “inflación” y la “estabilización” de la moneda, recientemente experimentados, y muy conocidos ya de los romanos, a quienes el fantasma volvía a presentarse después de cada nueva guerra. De tiempo en tiempo, redescubrimos lo que teníamos abandonado.

Alfonso Reyes, «La ley de Constancia Vital», Los siete sobre Deva, Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 26-31

El pensar matemático. Por Alfonso Reyes

Pasemos ahora a la organización matemática.—Con respecto al número, los filósofos de la matemática nos explican el largo y laborioso proceso que llevó al hombre a despegar de los objetos la noción de las cantidades de objetos, su aumento o disminución, su orden, etc.

El hombre poseía seguramente desde los orígenes aquel vago instinto numérico —acaso prendido en los ritmos fisiológicos: latido, resuello, paso— que, según parece, poseen también ciertas aves y aun ciertos insectos, no digamos ya los primates superiores. Pero el carácter progresivo de las nociones matemáticas y la dificultad con que adelantan se demuestra por la supervivencia de ciertas etapas atrasadas. Todavía hay tribus australianas o del Mar del Sur que, por no haber alcanzado siquiera la etapa de contar con los dedos o de asociar las confrontaciones visuales y las táctiles —lo que según los psicólogos resulta de la disposición de las capas externas e internas de la córnea del ojo— no han llegado a la percepción del número. Hay otras poblaciones que cuentan por gestos y mímica corpórea, de suerte que, como lo observaba Rousseau a propósito del lenguaje, no pueden transmitir un cómputo en la oscuridad. Algunas mezclan palabras que designan órdenes (por ejemplo, decenas), con mímica digital que completa las unidades.

El origen del número debe considerarse desde un doble punto de vista: el lógico y el místico. Desde el punto de vista lógico, como ya lo sintió Descartes, la matemática es un orden mental que deriva de la función lingüística. Se refiere a las operaciones de abstracción, correspondencia y sucesión. La abstracción del primitivo se ejerce sobre los centros de interés de su vida y sólo se desarrolla conforme va haciendo falta. Al modo que hay lenguas primitivas que tienen nombres para cada color del arco iris y no poseen todavía el término general “color”, se concibe que el hombre haya tardado en darse cuenta de que había algo común entre una pareja de faisanes y un par de días, según dice Russell. Y así como hay lenguas que poseen numerosas palabras para la espada o para el león, según las condiciones de su existencia (el árabe), se comprende que ciertos grupos del Congo Belga muden su terminología para enumerar seres animados u objetos inanimados. Pero el carecer de un nombre hecho para la abstracción sólo significa que tal nombre es todavía inútil, y no que se carezca de la noción misma. Hay salvajes que tienen una sola palabra para el verde y el azul y, sin embargo, los distinguen perfectamente. Los famosos tests de eficiencia mental suelen descuidar esta calificación relativa del distinto interés vital, que para nada afecta a la eficiencia misma del sujeto estudiado.

Considérese, además, como lo nota agudamente Pécaut (“El niño y el número”, en la Revue Pédagogique, nueva serie, tomo LXXIX, nº 10, octubre de 1921, p. 247) que “contar es función casi opuesta a la de abstraer”, aun cuando sin duda la presupone. Esto nos conduce a las otras dos operaciones lógicas, la correspondencia y la sucesión. La correspondencia de objeto a objeto nos deja ver la existencia de la noción del número sin la necesidad de una cuenta, como cuando en un salón comparamos a simple vista el número de asientos y el de personas, y según que todos estén sentados o haya personas de pie o asientos vacíos, calculamos el más y el menos o el completo ajuste de ambas clases. Método de que queda resabio en nuestro verbo “calcular”, de “cálculo” o piedrecita, por cada piedrecita que se adjudica a cada objeto y que es el origen del número cardinal. La sucesión, que es ya la cuenta y de que a la larga resulta el número ordinal, nos permite establecer una serie estricta u orden determinado, y la consecuente previsión de que, tras este número cardinal, tiene que venir tal otro número cardinal. Ambos números aparecen imbricados en la invención y se los puede significar del modo siguiente en un ademán de primitivo: si se muestran al mismo tiempo tres dedos de la mano, se propone un número cardinal; y si se alzan los tres dedos uno tras otro, se propone un número ordinal. El ordinal deja ocioso, a la larga, el sistema de referencia o clase de objetos usados para la confrontación, objetos que equivalen a la colección de piedrecitas.

El sistema decimal que hoy usamos no es el único empleado en todos los pueblos. Hay vestigios de sistemas binarios, a los que Leibniz aconsejaba volver por lo que simplifican las operaciones aunque complican la notación gráfica. Hay también vestigios de sistemas quinarios. Los hay cuya base es doce, de que quedan huellas en los doce meses del año y en sistemas métricos todavía usados: doce peniques en un chelín, doce docenas en una gruesa, doce pulgadas en un pie, etc. Y todavía la base de veinte aparece en el score inglés y en el número francés quatrevingt o “cuatroveintes”, por “ochenta”. El sistema decimal se ha impuesto por economía, y en parte también por el accidente fisiológico de que el hombre tenga en las manos diez dedos plegables que permiten la cuenta.

Redondeada así la noción lógica del número, con el correlato de la noción de unidad, que es un descubrimiento difícil, falta todavía descubrir la misteriosa noción del “cero”, o nada cargada de sentido, y luego expandirla hacia arriba en la serie de las magnitudes crecientes, y hacia abajo en la serie de las decrecientes. Los tasmanios cuentan: uno, dos, muchos. Para ciertos hotentotes el infinito empieza más allá del tres, número máximo que alcanzan a percibir. Los guaraníes alcanzaban hasta el cuatro. Se ha admitido que todavía las lenguas europeas usan para el tres ciertos nombres que traen resabios de un primitivo significado equivalente a “mucho” o a “más allá”: “ter, trans”, “tras, trois”, etc. (J. Dantzig, El número, lenguaje de la ciencia, I, 2). Aquí juegan secundariamente las nociones de “unidad”, “pares” o correspondencias, “nones”, o falta de correspondencia, y “mucho” o “más allá”. Los números grandes sólo aparecen claramente analizados por el griego Arquímedes, en su apólogo del “computador de arenas” o “arenario”; y el verdadero infinito matemático, sólo en el siglo XIX. Respecto al decrecimiento por debajo del “cero”, supone ya una abstracción muy ejercitada. La fracción no se impone objetivamente a la contemplación del primitivo. Pues si con el fraccionamiento la cosa se destruye, como para los seres animados, no hay fracción sino aniquilamiento, muerte. Y si se trata de un objeto inanimado, una vara que se parte en dos no le aparece como media vara más media vara, sino como una reproducción de la vara en dos varas. Y para llegar a la noción del fraccionamiento infinitesimal han de pasar muchos siglos.

Tal es el número lógico. Pero todo conocimiento insuficiente desarrolla campos de fuerzas místicas. No es posible entrar aquí en la descripción de las preocupaciones místicas emanadas del número, y que van desde el pitagorismo hasta la matemática sublime o aplicación de la matemática a las pruebas de la existencia de Dios (A. Reyes, El Deslinde, Obras Completas XV). La magia, el folklore, las supersticiones, conservan la huella de estas humedades emocionales que suelen empapar al número, y que se relacionan también con la función lingüística o poder oscuro de dominio concedido al nombre de la cosa, o con la pintura o estatuaria mágicas a que se atribuye una virtud sobre la persona representada, como en la novela de Wilde, El retrato de Dorian Gray. Así se ve que el salvaje huye de la cámara fotográfica, y la mujer que se lanza a la vida libre toma un nombre de guerra, a manera de escudo místico. El enamorado esconde el nombre de su dama. Parafraseando a Musset, dice Gutiérrez Nájera en la Canción de Fortunio:

Si de la que amo con tal misterio

pensáis que el nombre revelaré,

sabedlo todos, por un imperio,

por un imperio no lo diré.

Entre las tribus atrasadas, que son nuestro único documento sobre la mentalidad primitiva, y también en numerosos testimonios de la literatura más arcaica, es fácil advertir que se han atribuido virtudes secretas al 3 (teologías trinitarias de la India o del cristianismo elaborado por la Grecia tardía, etc.), al 7 y a otros números. La aritmología pitagórica de los griegos ofrece los ejemplos más abundantes; y luego, la cabalística desarrolla la seudociencia de la aritmomancia, en que se conjugan las letras de los nombres con números y símbolos, la onomatomancia aritmética, etc., que son persistencias de la mentalidad prehistórica. Estos juegos de simetría han servido de inspiraciones artísticas y hasta de casuales inspiraciones científicas, porque el hombre no es pura y exclusivamente razón.

Aun dejando a un lado el álgebra o abstracción superior sobre los números, en funciones y relaciones representadas con letras, que es fruto muy tardío, hay que considerar, para el caso de los primitivos, otro concepto matemático fundamental: la figura geométrica. Tampoco ésta pudo ser abstraída en un instante. No lo lograron del todo los egipcios, que aún la veían pegada a la forma de un terreno material, y sólo llegaron a ella los filósofos griegos. Se dirá que los primitivos usaron ornamentaciones de forma geométrica, pero éstas son meras aplicaciones cualitativas de la forma y no abstracciones matemáticas. La geometría brota de la medición de propiedades, lo que no existe para el primitivo por no ser un centro de interés en su vida. La abstracción, que es siempre un esfuerzo, sólo se ejercita donde hace falta. No es que al primitivo le fuera imposible abstraer la noción de figura: es que no le hacía falta. Si quiere hablar de algo redondo, dirá “como la luna llena”, al modo que Pascal a los doce años redescubría la geometría euclidiana hablando de “redondos y barras”. Más aún, las experiencias psicológicas de Verlaine (no el poeta) comprueban aquellas doctrinas filosóficas que conceden a la mente humana una posibilidad de construcción abstracta, previa y aun indispensable a la captación de conocimientos experimentales concretos y derivados de las impresiones de los sentidos. Las intuiciones de la forma geométrica bien podían existir en la mente del primitivo, sin que experimentara necesidad alguna de expresarlas en abstracción matemática. Nótese que también ha habido en el orden geométrico cierta floración de emociones místicas, como el sentimiento de las direcciones privilegiadas del espacio, que todavía nos hacen ceder la derecha a la persona de respeto.

Lo que sabemos de la matemática prehistórica se reduce casi a la posibilidad de que ciertas barras y puntos, dibujados en ocre rojo en planchas de esquisto del aziliense o mesolítico, pueden representar cómputos (Capitant, La prehistoria).

En cuanto a las unidades de medida en sí misma, ya se entiende que su “desantropomorfización” no era indispensable al nacimiento de la ciencia abstracta, puesto que aún se usan pulgadas, pies, codos, jornadas, etcétera.

 

Alfonso Reyes, «El pensar matemático», Sirtes, Obras completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 186-190.

Para recordar a Mariano Azuela

MarianoAzuela

Mariano Azuela González, médico y novelista, nació en Lagos de Moreno, Jalisco, el 1º de enero de 1873. Cursó sus primeros estudios en instituciones docentes de Lagos; más tarde se trasladó a Guadalajara, donde siguió la carrera de médico cirujano en el instituto que por entonces sustituía a la universidad jalisciense. Terminó sus estudios de medicina en 1898, y en 1899 regresó a Lagos de Moreno, donde adquirió una botica y contrajo matrimonio con Carmen Rivera. En este lugar ejerció la medicina hasta 1911. Su carrera como escritor se había iniciado varios años antes, estimulado por la lectura de los novelistas franceses realistas traducidos al español.

En 1896, siendo practicante en un hospital de Guadalajara, escribió para una revista de la Ciudad de México algunos artículos que fueron bien recibidos. En 1903 obtuvo en los Juegos Florales de Lagos un diploma por su narración “De mi tierra”, y en 1907 publicó su primera novela, María Luisa, que se deriva de una de aquellas primeras publicaciones. En 1908 apareció Los fracasados, donde se observan sus preocupaciones sociales. Mala yerba (1909) es su primera obra importante; en ella pinta la corrupción de hacendados y autoridades. Esta última se continuaría en otra novela, Esa sangre, publicada póstumamente en 1956.

Su afiliación maderista lo llevó a ser nombrado jefe político de Lagos, cargo al que renunció cuando todavía era presidente provisional León de la Barra. Desilusionado de la nueva política, publicó Andrés Pérez, maderista (1911).

A la muerte de Madero y perseguido por sus enemigos huertistas, Azuela se incorporó a las fuerzas villistas de Julián Medina. De sus experiencias militares y de lo que contempló en el campo de batalla surgirá el tema para Los de abajo (1915), la novela que lo haría famoso, publicada primero como folletín en Texas: “…novela de ese primer momento de la Revolución Mexicana en que principia la lucha con una cólera ciega” —según Castro Leal—, inaugura un estilo nuevo acorde con la lucha armada en la que destacan los cuadros rápidos, violentos, realistas; en ella predominan el caos, la cólera y el afán de venganza.

Tras ser derrotado Villa, Azuela se refugió en El Paso, Texas. En 1916, ya retirado de la política, regresó a la Ciudad de México para ejercer la medicina y escribir más disciplinadamente. Mientras laboraba en un dispensario público de la colonia Peralvillo se dedicó a observar el medio que lo rodeaba, observaciones que utilizaría en varias de sus novelas.
Novelista por vocación, Mariano Azuela también escribió cuentos y relatos, cultivó el ensayo y adaptó para el teatro algunas de sus novelas. A través de éstas, Azuela nos da su visión de la sociedad mexicana durante la primera mitad del siglo xx. Partió del realismo describiendo el ambiente lugareño y denunciando injusticias y se situó, temporalmente, en cuanto a su técnica, entre los escritores de vanguardia, especialmente con La Luciérnaga (1932).

En 1924, al serle reconocido el mérito de Los de abajo a consecuencia de una disputa literaria, fundó con ella el ciclo de “La novela de la Revolución”, que tanta repercusión e importancia tendría en nuestras letras, y de entre las numerosas novelas de los cultivadores de esta corriente sigue siendo ésta la novela de la Revolución por excelencia, además de haber adquirido, por derecho propio, el título de clásico de la literatura mexicana. Los de abajo ha sido traducida a muchos idiomas, y tiene, en español, más de un millón de ejemplares vendidos. Novelista fecundo, al final de su vida publicó varias novelas realistas: Regina Landa (1941), Nueva burguesía (1944), La marchanta (1944) y La mujer domada (1946), entre otras.

Mariano Azuela fue miembro fundador del Seminario de Cultura Mexicana y, en 1942, la Sociedad Arte y Letras le otorgó el Premio de Literatura. Un año después, en 1943, se integró a El Colegio Nacional como miembro fundador. En esta última institución impartió una serie de conferencias sobre novelistas franceses, españoles y mexicanos, parte de cuyo material le serviría de base para componer el libro Cien años de novela mexicana (1947). Obras como Los de abajo, Los caciques, Pedro Moreno y El desquite dieron lugar a otras tantas escenificaciones. En 1949 recibió el Premio Nacional de Artes y Ciencias. De ese mismo año data su última novela, Sendas perdidas. Son póstumas Esa sangre (1956) y La maldición (1955).

Mariano Azuela tomó posesión como Miembro Fundador de El Colegio Nacional el 15 de mayo de 1943. Murió el 1º de marzo de 1952 en la Ciudad de México. Sus restos descansan en la Rotonda de las Personas Ilustres del Panteón Civil de Dolores de la Ciudad de México.

Fuentes:

El Colegio Nacional http://colnal.mx/members/mariano-azuela

Nuestros humanistas: http://www.humanistas.org.mx 

 

Palabras sobre el humanismo. Por Alfonso Reyes

A MUCHAS cosas se ha llamado humanismo. En el sentido más lato, el término abarca todo lo humano, y por aquí, el conjunto del mundo, que al fin y a la postre sólo percibimos como una función humana y a través de nosotros mismos. Como todas las nociones demasiado amplias, esta explicación, sin ser verdadera ni falsa, no explica nada, no aprovecha o, como se dice en portugués, “no adelanta”. En el sentido más estrecho, el término suele reducirse al estudio y práctica de las disciplinas lingüísticas y las literarias, lo cual restringe demasiado el concepto y no señala con nitidez suficiente su orientación definitiva. En el sentido más equívoco se ha llegado a confundir el humanismo con el humanitarismo, especie filantrópica que nos lleva a terrenos muy diferentes. Cierto escritor, que precisamente acababa de publicar un libro sobre el humanismo, me dijo que él no era humanista porque, si en un viaje por mar veía caerse por la borda a un pasajero insignificante y, a la vez, un cuadro de Velázquez, preferiría arrojarse al agua para salvar el cuadro y no al pasajero. Después de esto, yo ya no vi el objeto de leer su libro.

En aquel proceso de reeducación que, durante la Edad Media, sucedió a la sumersión de Europa por los bárbaros, se llamó “humanidades” a los estudios consagrados a la tradición grecolatina. Mediante ellos se procuraba modelar otra vez al hombre civilizado, al hombre. Y no sin una grave conciencia de la responsabilidad, por cierto: tal vez se oye decir a un austero doctor medieval que quienes están profesionahnente obligados a la frecuentación de los autores gentiles deben cuidarse mucho de que con ello no padezca su alma.

Durante el Renacimiento, el humanismo procura contemplar el pensamiento teológico, y más de una vez rompe el cuadro férreo en que éste llegó a encerrar la educación. Pues el hombre como ser terrestre merecía un sitio junto al hombre entendido como criatura divina. Esta actitud naturalista asumió, en ocasiones, la forma de una polémica entre el laico y el religioso y hasta se extremó en alardes de neopaganismo artificial. En La vida es sueño, de Calderón, tan teólogo como poeta, todavía se recogen los ecos del diálogo entre la dignidad natural y la dignidad sobrenatural del hombre.

De modo general, el humanismo se mantiene como agencia útil y progresista. Recomienda el uso de la preciosa razón frente a los bajos arrestos del instinto y de la pura animalidad. Propone el ideal del homo sapiens, el hombre como sujeto de sabiduría humana.

Sobreviene luego el desenvolvimiento de las ciencias positivas. Éstas insisten en el homo faber, el hombre como dueño de técnicas para dominar el mundo físico. Y un buen día, el humanismo aparece, por eso, como un vago y atrasado espiritualismo.

Semejante confusión se aclara fácilmente: más que en el cuerpo cambiante de conocimientos determinados, el humanismo se ocupa en las características estables del hombre, características que tales conocimientos meramente atraviesan dejando en ellas sus depósitos. Y así, hasta los libreros saben que las bibliotecas privadas de los humanistas conservan mejor su precio con los años que las de los hombres científicos.

Por de contado que ambos puntos de vista, el de la ciencia positiva y el del humanismo, se concilian en la armoniosa cultura. También, en principio, siempre es dable conciliarlos con el sentimiento religioso, a pesar de los desvíos históricos a uno y a otro extremo. ¿Por qué ha de haber siempre reyertas para disputarse la codiciada presa que es la educación humana? La disputa entre el humanismo y la ciencia, o entre el sentir laico y el religioso, continuarán aquí, con nuevos acentos, la disputa abierta en la Antigüedad entre la filosofía y la retórica.

Max Scheler predice la futura y deseable integración de los tres órdenes del saber que él enumera: 1) el saber de salvación, ejemplificado con la India; 2) el saber de cultura, ejemplificado con China y Grecia; 3) el saber de técnica, ejemplificado con el Occidente moderno.**

Hoy el humanismo no es, pues, un cuerpo determinado de conocimientos, ni tampoco una escuela. Más que como un contenido específico, se entiende como una orientación. La orientación está en poner al servicio del bien humano todo nuestro saber y todas nuestras actividades. Para adquirir esta orientación no hace falta ser especialista en ninguna ciencia o técnica determinada, pero sí registrar sus saldos. Luego es necesario contar con una topografía general del saber y fijar su sitio a cada noción. Por lo demás, toda disciplina particular, por ser disciplina, ejercita la estrategia del conocimiento, robustece la aptitud de investigación y no estorba, antes ayuda, al viaje por el océano de las humanidades. En Aristóteles hay un naturalista; en Bergson, un biólogo; y nuestra Sor Juana Inés de la Cruz pedía a las artes musicales algunos esclarecimientos teológicos.

Y es así como se establece la conversación —tan orillada a la controversia— entre el hombre y el mundo, o, como alguna vez hemos dicho, entre el yo y el no yo, el Segis y el Mundo, que tal viene a ser el eterno soliloquio de Segismundo.

Digamos para terminar que esta función del humanismo sólo puede plenamente ejercerse y sólo fructifica sobre el suelo de la libertad: el suelo seguro. Y no sólo la libertad política —lo cual es obvio y ni siquiera admitimos discutirlo por no agraviar a quien nos lea o nos escuche rebajándolo al nivel de la deficiencia mental—, sino también la libertad del espíritu y del intelecto en el más amplio y cabal sentido, la perfecta independencia ante toda tentación o todo intento por subordinar la investigación de la verdad a cualquier otro orden de intereses que aquí, por contraste, resultarían bastardos.

México, 8-VI-1949

* “México en la Cultura”, suplemento de Novedades, México, 12 de junio de 1949, núm. 19, p. 1, con el título de “Idea elemental del humanismo”.

** Más ampliamente se había referido Reyes a esta concepción de Scheler al final de su ensayo sobre la “Posición de América” (1942), en Obras Completas XI, p. 270. (Ver www.alfonsoreyes.org)

Alfonso Reyes, «Palabras sobre el humanismo», Andrenio: perfiles del hombre, Obras Completas XXFondo de Cultura Económica, México, 1979, pp. 402-404.