¿En qué rincón del tiempo nos aguardas, desde qué pliegue de la luz nos miras? ¿Adónde estás, varón de siete llagas, sangre manando en la mitad del día? Febrero de Caín y de metralla: humean los cadáveres en pila. Los estribos y riendas olvidabas y, Cristo militar, te nos morías... Desde entonces mi noche tiene voces, huésped mi soledad, gusto mi llanto. Y si seguí viviendo desde entonces es porque en mí te llevo, en mí te salvo, y me hago adelantar como a empellones, en el afán de poseerte tanto. Río de Janeiro, 24 de diciembre, 1932.-VS
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La melancolía del viajero. Por Alfonso Reyes
A veces, los que vuelven de un largo viaje conservan para toda la vida una melancolía secreta, como de querer juntar en un solo sitio los encantos de todas las tierras recorridas.
La Odisea no nos hace asistir a los últimos días de Ulises. Cuando Ulises hubo recobrado sus playas y arrojado de su palacio a los pretendientes, dando así término a la gran empresa de su vida, ¿quién duda que se abrió a sus ojos una melancólica perspectiva de ocios y recuerdos, en las noches inacabables de Ítaca, junto a la afanosa rueca de Penélope? Se puede huir a la seducción de las sirenas, amarrándose bárbaramente al mástil. Pero ¿cómo olvidar después las canciones de las sirenas? Apenas ha reposado Ulises, y ya anuncia a su fiel Penélope que nuevos trabajos le reclaman: “Los dioses —le dice— me mandan recorrer todavía muchas ciudades, hasta que no encuentre la tierra de los hombres que ignoran el mar y que cocinan sin sal sus alimentos”. La larga ausencia y los trabajos habían quebrantado seguramente la gallardía de Ulises. Penélope tampoco era ya la que él había dejado, porque, con ser plaza inexpugnable, no había podido resistir al asalto de los años, comprobando la sentencia de Calderón:
que a lo fácil del tiempo
no hay conquista difícil.
Había cenizas en las inextintas ascuas del hogar. Ya no sabía Ulises qué desear más —como todo el que ha recorrido mucho mundo—: si el reposo o las aventuras. Hombre que ha perdido su centro, casi nunca vuelve a recobrarlo. ¡Ay! Los que viajan por mar y tierra han de tener un corazón hecho a todos los embates de la alegría y el duelo, y un ánimo de renunciamiento casi de santos. Temen regresar a sus playas, y las desean. No encuentran a la vuelta lo que habían dejado a la partida. Ya no saben dónde ha quedado la tierra y la casa que soñaban. En vano los consuela el poeta:
Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage, ou comme celui-là qui conquit la Toison, et puis est retourné, plein d’usage et raison, vivre entre ses parents le reste de son age.
Ulises tiene que seguir viajando, como piedra condenada a rodar. Él cuenta que los dioses lo mandan… Algunos hemos creído siempre que ya, Ulises, lo único que quiere es volver a la pecadora Isla de las Canciones.
En El Cazador
La campeona. Por Alfonso Reyes
Cuando el Presidente del Club de Natación y los Síndicos de París —chisteras, abultados abdómenes, bandas tricolores sobre el pecho— vieron acercarse a la triunfadora, prorrumpieron en aplausos y entusiastas exclamaciones:
—¡Si parece un delfín!
—Querrá usted decir una sirena.
—No, una náyade.
—¡Una oceánida, una “oceánida ojiverde”, como dijo el poeta!
La triunfadora, francesita comestible que hablaba con dejo italiano para más silbar las sibilantes y mejor suspenderse en un pie sobre las dobles consonantes, comenzó a coquetear:
—Non, mais vous m’accablez! Mon Dieu, que je suis confuse! Et une naiade, encore! C’est pas de ma faute, vous savez? Si j’avais sû…!
Y todo aquello de:
—Toque usted; sí, señor. No hay nada postizo. Eso también me lo dio mi madre con lo demás que traje al mundo, etcétera.
—Vamos a ver, señorita —interrumpió, profesional, el señor Presidente, poniendo fin a esos desvaríos con una tosecilla muy al caso— ¡Ejem! ¡Ejem! Para llenar este diploma hacen falta algunos datos. Decline usted sus generales.
—¿Aquí, en público?
Risas. El Presidente, protector:
—Su nombre, su edad… ¿En qué trabaja usted, cuál es su oficio?
—Mi oficio es muy modesto, señores. Porque, sin agraviar a nadie, yo, como decimos los del pueblo, soy puta.
Pánico. Silencio seguido de rumores.
—¿Ha dicho usted…?
—Puta.
¡……………………………………………………………………..!
Dominando la estupefacción general, Monsieur Machin, siempre analítico, interroga:
—Pero, entonces, delfín o sirena, náyade, oceánida o demonio… sin faldas, ¿quiere usted decirnos cómo, cuándo, dónde adquirió usted esa agilidad y esa gracia en el nadar, esa perfección deportiva, ese dominio extraordinario del… de la… de los… de las…
Y la oceánida, cándidamente, le ataja:
—C’est que… vous savez? Avant de venir ici je faisais le trottoir á Venise.
De Árbol de pólvora
El cocinero. Por Alfonso Reyes
Un gran letrero: —“Cocina”—, llamaba la atención del transeúnte. Junto a la puerta, los sabios hacían cola, como en los estancos la gente el día del tabaco. Cada uno llevaba una bandeja, con toda pulcritud y el mayor cuidado. Sobre la bandeja, un espejo de cristal. Y bajo el cristal, una palabra recién fabricada en el gabinete, mediante la yuxtaposición de raíces y desinencias de distintos tiempos y lugares.
El cocinero —hombre gordo y de buen humor— iba cociendo aquellos bollos crudos, aquellas palabras a medio hacer, con mucha paciencia y comedimiento.
Metía al horno una palabra hechiza, y un rato después la sacaba, humeante y apetitosa, convertida en algo mejor. La espolvoreaba un poco, con polvo de acentos locales, y la devolvía a su inventor, que se iba tan alegre, comiéndosela por la calle y repartiendo pedazos a todo el que encontraba.
Un día entró al horno la palabra artículo, y salió del horno hecha artejo. Fingir se metamorfoseó en heñir; sexta, en siesta; cátedra, en cadera. Pero cuando un sabio —que pretendía reformar las instituciones sociales con grandes remedios— hizo meter al horno la palabra huelga, y se vio que resultaba juerga, hubo protesta popular estruendosa, que paró en un levantamiento, un motín.
El cocinero, impertérrito, espumó —sobre las cabezas de los amotinados— la palabra flotante: motín; y, mediante una leve cocción, la hizo digerible, convirtiéndola y “civilizándola” en mitin. Esto se consideró como un gran adelanto, y el cocinero recibió, en premio, el cordón azul.
Entusiasmados, los sabios quisieron aclarar el enigma de los enigmas, y hacerlo deglutible mediante la acción metafísica del fuego. Y una mañana —hace mucho tiempo— se presentaron en la cocina con un vocablo enorme, como una inmensa tortuga, que apenas cabía en el fuego.
Y echaron el vocablo al fuego. Este vocablo era Dios.
…Y no sabemos lo que saldrá, porque todavía sigue cociendo.
La cultura Alfonsina: todo lo sabemos entre todos. Por Carolina Moreno
Alfonso Reyes fue un hombre nacido para las letras. Su vocación creadora fue certera y decidida. Desde su primer trabajo publicado cuando tenía sólo quince años hasta su muerte, el “mexicano universal” —al decir de Jorge Luis Borges— creó una obra monumental en su extensión, compleja en sus derivaciones, ascendente en el espacio y en el tiempo. Nada de lo relativo al hombre le fue indiferente. Sus escritos abarcaron diversas disciplinas: arte y ciencia, filosofía y política, literatura e historia, sociología y economía; la profusión de su pensamiento se manifestó en artículos y ensayos, críticas y teorías, cuentos y fábulas, poemas y obras dramáticas. Polímata y polígrafo, Reyes no sólo fue un creador de una obra, sino de “toda una literatura” —como dice Octavio Paz; no fue un simple autor, sino todo un grupo de escritores representado en una sola persona.
La edición de las Obras completas de Reyes duró treinta y ocho años: los primeros doce volúmenes estuvieron bajo el cuidado del propio autor; luego, el poeta y erudito nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez editó nueve y finalmente su discípulo y amigo José Luis Martínez ultimó la edición de los cinco restantes para alcanzar así los veintiséis tomos. Un total de 13, 404 páginas componen el legado alfonsino; herencia a la que se suma el Diario, las ediciones críticas, los epistolarios, los informes y escritos diplomáticos, las traducciones en verso y prosa; además de las antologías y selecciones que han ido surgiendo desde los años en que Reyes vivió; así como las cátedras, conferencias, discursos, entrevistas, estudios, grabaciones, obras críticas que suman Páginas y Más páginas; sin dejar a un lado el trabajo realizado en El Colegio de México y El Colegio Nacional, instituciones que contribuyó decididamente a crear. El “Erasmo americano” —como lo nombra Julio Cortázar— fue un intelectual de todas las horas y de variadas empresas; hombre dotado de un raudal de impulsos y virtudes, cuya obra es una “hazaña de la voluntad y de la imaginación”.
Si bien es cierto que la obra alfonsina desconcierta por su amplitud y parece sugerir dispersión, nada hay más alejado de la verdad. Reyes reivindica en su legado la voluntad de unificar: “todo lo sabemos entre todos”, repitió con insistencia. La unificación no estanca: facilita el movimiento; establece un sistema regular de conexiones. Los distintos órdenes del saber se interrelacionan, unas disciplinas ayudan a las otras con el propósito de establecer vasos comunicantes. Y cuando la inteligencia trabaja como agente unificador se llama cultura. Más allá de las especialidades y profesiones limitadas que la época contemporánea obliga dada la multiplicación de conocimientos y de técnicas, al humanista le corresponde ejercer “la profesión general del hombre”.
Para Reyes, el humanismo —antes que restringirse al estudio de la Antigüedad clásica, a un cuerpo de conocimientos o a una escuela— establece una orientación. El humanista, dueño de una cultura no limitada por la excesiva especialización, propenso al estudio de otras disciplinas que le permitan conocer mejor la propia, ávido de mantenerse informado sobre los avances del conocimiento en general, orienta su saber y experiencia al servicio del bien humano; orientación que no debe confundirse con el humanitarismo, actividad filantrópica con un ámbito de aplicación muy diferente. La orientación del humanismo sólo puede ejercerse plenamente en libertad; y no sólo la libertad política, sino también la libertad del espíritu y del intelecto: libertad de sentirse hijos de la cultura, como bien recuerda Pedro Henríquez Ureña.