Cuatro lecciones sobre la Ciencia de la Literatura, en el Colegio de San Nicolás, Morelia, entre mayo y junio de 1940, han sido la ocasión de este libro. Las lecciones formaban parte de los Cursos sobre el siglo XX, primera etapa de la Universidad de Primavera «Vasco de Quiroga«. Entre los actos con que se celebró el IV Centenario de aquel Colegio, ninguno más atinado que la creación de esta Universidad viajera, que de año en año ha de transportar su sede a otras ciudades de la provincia, corrigiendo así un aislamiento tan desventajoso para los intereses generales del país como incompatible con las más elementales conceptos de la cultura y de la política. Los dos mayores peligros que amenazan a las naciones, de que todos los demás dependen, son la deficiente respiración internacional y la deficiente circulación interna. A la luz de estos dos criterios podrían interpretarse algún día todas las vicisitudes mexicanas.
Las lecciones originales, necesariamente limitadas por la circunstancia, han sido objeto de sucesivas transformaciones posteriores y han ido dando de sí nuevos desarrollos. Entonces se trataba de situar nuestra materia dentro del cuadro general de una cultura, abarcando a grandes trazos un panorama inmenso, y prescindiendo, además, de muchos sondeos que hubieran resultado excesivos. Hubo, pues, que refundirlo todo. Esto produjo en el primitivo cuadro una proliferación interior. Sus especies implícitas afloraron a la superficie como en la placa fotográfica que poco a poco se revela.
Y de aquí han resultado varios ensayos que iré publicando uno tras otro: ya sobre la Ciencia de la Literatura propiamente tal, ya sobre la descripción de sus técnicas específicas, ya sobre los fundamentos de la Teoría Literaria, a la cual sirve de introducción este libro. Puedo decir de él que se parece al bosquejo original como se parece un huevo a una granja de avicultura.
Reduzco al mínimo mis referencias bibliográficas —puesto que la primitiva exposición se ha convertido en una tesis personal—, procurando que ellas correspondan a la necesidad de mis argumentos y sin entregarme a ostentaciones inútiles. Porque no quise hacer «un libro que los acote todos desde la A hasta la Z», y porque en esta ocasión al menos, yo también me sentí «poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos». Se ha escrito tanto sobre todas las cosas, que la sola consideración de la montaña acumulada en cada área del saber produce escalofríos y desmayos, y a menudo nos oculta los documentos primeros de nuestro estudio, los objetos mismos y las dos o tres interpretaciones fundamentales que bastan para tomar el contacto. Nuestra América, heredera hoy de un compromiso abrumador de cultura y llamada a continuarlo, no podrá arriesgar su palabra si no se decide a eliminar, en cierta medida, al intermediario. Esta candorosa declaración pudiera ser de funestas consecuencias como regla didáctica para los jóvenes —a quienes no queda otro remedio que confesarles: lo primero es conocerlo todo, y por ahí se comienza.
Pero es de correcta aplicación para los hombres maduros que, tras de navegar varios años entre las surtes de la información, han llegado ya a las urgencias creadoras. Los Chadwick nunca hubieran alcanzado sus preciosas conclusiones sobre la génesis de las literaturas orales si no se atreven a prescindir de lo que se llama «la literatura de la materia«. Para los americanos —una vez rebasados los intolerables linderos de la ignorancia, claro está— es mucho menos dañoso descubrir otra vez el Mediterráneo por cuenta propia (puesto que, de paso y por la originalidad del rumbo, habrá que ir descubriendo algunos otros mares inéditos), que no el mantenernos en postura de eternos lectores y repetidores de Europa.
La civilización americana, si ha de nacer, será el resultado de una síntesis que, por disfrutar a la vez de todo el pasado —con una naturalidad que otros pueblos no podrían tener, por lo mismo que ellos han sido partes en el debate—, suprima valientemente algunas etapas intermedias, las cuales han significado meras contingencias históricas para los que han tenido que recorrerlas, pero en modo alguno pueden aspirar a categoría de imprescindibles necesidades teóricas.
Tenemos que reconocer, aunque en lo particular nos duela y nos alarme a algunos profesionales de la Memoria, que toda neoformación cultural supone, junto con los acarreos de la tradición viva, una reducción económica y una buena dosis de olvido.
Entre mis pocas referencias expresa, disimulo algunas referencias tácitas a mis trabajos anteriores —particularmente a mis libros La crítica en la edad ateniense, La antigua retórica y La experiencia literaria, que hubiera sido necesario citar muchas veces, y donde constan anticipaciones o fundamentos de mis temas actuales—, pues prefiero repetirme a citarme.
Pero otras contadas veces me he consentido el recuerdo de la propia bibliografía. Era inevitable: primero, porque la tarea que con este libro inauguro obedece al anhelo de organizar las notas dispersas de mi experiencia; segundo, porque nada conocemos mejor que la experiencia propia. Et ego in Arcadia vixi.
Mucho debo, pues, agradecer a la Universidad Michoacana. Además del alto honor que me hizo incorporándome a sus labores, y de la acogida que sus autoridades y su claustro me dispensaron, de paso también se me dio el estímulo para emprender esta investigación retrospectiva del propio itinerario, que es un imperioso reclamo de la conciencia.
Y cuando, tras de dar al Servicio Exterior de mi país mis mejores años, me veo dichosamente recluido en mi oficio privado —aunque sea más por abandono que por premio— entonces, antes de que Octubre me invada, tomo la ocasión por los cabellos, como se dice en buen román paladino, y me concentro a interrogar mi imagen del mundo.
Grande es también mi gratitud para los amigos y compañeros de trabajo que siguieron pacientemente mis lecciones y aún me proporcionaron después observaciones valiosas. Su presencia en el aula me comunicaba aquella provechosa inquietud de sentirme vigilado por una atención a la vez benévola y avisada.
Pero todavía es mayor mi deuda para con los estudiantes de varios lugares de la República que concurrieron a mis charlas. Lo mejor de nuestra obligación se lo lleva la Juventud, cuando hemos llegado a aquella edad en que nada se ambiciona tanto como transferir a tierra nueva y jugosa el arbusto que nos ha tocado educar.
Pero todavía es mayor mi deuda para con los estudiantes de varios lugares de la República que concurrieron a mis charlas. Lo mejor de nuestra obligación se lo lleva la Juventud, cuando hemos llegado a aquella edad en que nada se ambiciona tanto como transferir a tierra nueva y jugosa el arbusto que nos ha tocada educar. Y más ahora, que el jardín humano se ve pisoteado por la locura. En la cara de la juventud que me escuchaba fui buscando mi rumbo; y orientando así magnéticamente, procedí después a una laboriosa refundición de mi materia, hasta dejarla en su forma actual y, por ahora, definitiva.
Aquel fuego en la mirada que decía Sainte-Beuve, en sus conferencias sobre Port-Royal, no nos fue, cierto, escatimado. Más tarde, en esa primera y temerosa confrontación de la obra que se va escribiendo, conté durante largas veladas con el diálogo de doctos censores, a quienes no menciono para objetivar mi mejor sentimiento, y con la abnegación incansable y los constantes alientos de aquella por quien dijo el Versículo:
Ciñóse de fortaleza y fortificó su brazo. Tomo gusto en el granjear. Su candela no se apagó de noche. Puso sus manos en la tortera, y sus dedos tomaron el huso.
Alfonso Reyes, México, 1944
Alfonso Reyes. «Prólogo», El deslinde, Obras completas de Alfonso Reyes, Tomo XV. Letras mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1997, pp. 17-20.