Diálogo de los muertos: Alfonso Reyes y José Vasconcelos. Por José Emilio Pacheco

A Jesús Arellano: In Memoriam

Son las cinco de La mañana. La hora del Lobo. La hora en que, dice López Velarde, se nace, se muere y se ama. México parece un cementerio. Nadie se aventura a pie por las calles en que será invariablemente asaltado, si no por los ladrones por la patrulla. Con todo, no cesa el estruendo de los vehículos. En la esquina de lo que fueron calzada de Tacubaya y Juanacatlán aparece el fantasma de Alfonso Reyes. Cruza el Circuito Interior el espectro de José Vasconcelos y se aproxima a su amigo de juventud.

Vasconcelos: ¿Qué haces a estas horas, Alfonso?

Reyes: Contemplo mi calle. Un poco triste ¿no?

Vasconcelos: Cuando menos la animan alguna putas. En cambio la mía ni siquiera es calle. Un puente sin agua, un viaducto, algo hecho para las máquinas y no para los seres humanos.

Reyes: Después de muertos seguimos unidos: nuestras calles hacen esquina. Y en Tacubaya. Para nuestra generación fue muy importante Tacubaya.

Vasconcelos: Como verás, no queda nada de Tacubaya. No era un lugar de ricos como San Ángel. Acabaron con ella las obras viales, todas inconclusas, de no sé cuántos sexenios. Oye ¿qué es eso que se levanta donde estaban las bombas de la Condesa?

Reyes: El lmcé, más conocido como el monumento a la devaluación. ¿No quieres caminar un poco? Me gustaría aparecerme en mi casa. Hace veinte años que no la veo.

Reyes y Vasconcelos atraviesan la calle entre camiones que no se detienen, pero como no los ven tampoco pueden atropellarlos. Tomados del brazo caminan lentamente por la acera del Circuito Interior.

Vasconcelos: Veinte años. Llevamos muertos veinte años.

Reyes: Parecen veinte siglos. Es otro mundo. No me gustaría nada seguir viviendo en él.

Vasconcelos: Hay cosas buenas. Me da gusto comprobar que al fin se adoptaron oficialmente mis tesis sobre el criollismo.

Reyes: Cambiemos de tema. No critico al régimen ni me gusta hablar de política.

Vasconcelos: Ni la muerte pudo curarte de tu trauma, Alfonso; el general Reyes murió hace mucho tiempo. Todo es política en la vida.

Reyes: Todo es violencia. Jamás pude aceptarlo. Nunca quise el sufrimiento ni el exterminio de los demás.

Vasconcelos: Nadie te lo agradeció. Por eso no te leen. Tus virtudes no son de este siglo. Tu obra es una gratísima conversación, un salón literario portátil. Eres el compañero ideal para endulzar las incomodidades y abolir el tedio del viaje. Tu mundo es el siglo dieciocho, antes de la Revolución francesa por supuesto.

Reyes: ¿Y tú?

Vasconcelos: Hablé el lenguaje de la pasión, sacudí las conciencias como decíamos entonces. Ante mí nadie puede ser indiferente. Me odian o me veneran, Alfonso: no se limitan a respetarme. Soy algo más que una gloria literaria, una estatua a la que pocos vuelven la mirada. Soy muchos, no soy uno. En mí encamaron todas las contradicciones que forman la miseria y la gloria humana.

Reyes: Te admiro y me horrorizas, José. Por tu causa se derramó la sangre. Yo no conduje a nadie a su muerte.

Vasconcelos: Traté de redimir a este país de infamias, a esta tierra de asesinos, ladrones y fariseos.

Reyes: Tu tierra.

Vasconcelos: La nuestra, Alfonso. Somos lo que México hizo de nosotros.

Reyes: México y tu ambición y vanidad sin medida. ¿Por qué no te conformaste con ser lo mejor que fuiste? Tu sitio no estaba en la república del poder, al menos no de ese poder que buscaste.

Vasconcelos: Me robaron las elecciones.

Reyes: Y si no te las hubieran robado ¿sabes cuál hubiese sido tu destino? A los tres meses los generales, los empresarios y el embajador norteamericano te hubieran echado a patadas. Acuérdate de Madero, de Rómulo Gallegos y de Juan Bosch.

Vasconcelos: Tú no te arriesgaste, Alfonso. Por eso cometiste menos errores.

Reyes: Me arriesgué a ser nada más escritor, a darle a mi país lo único y lo mejor que podía darle.

Vasconcelos: Si, una obra encantadora e inconclusa. Proyectos, esquemas, puntos de partida, resúmenes, glosas. Muy bien escrita, claro. El estilismo. Siempre odié el estilismo, consuelo de los estériles y los cobardes.

Reyes: Lo odiaste porque no podías escribir prosa como Martín Luis ni como yo. Sin embargo, a pesar tuyo, fuiste un gran escritor. Ulises criollo es un libro prodigioso. Lo más parecido, junto con El águila y la serpiente y La sombra del caudillo, a una novela en una generación de extraordinarios prosistas y narradores que jamás pudimos escribir novelas ni dramas ni verdaderos poemas.

Vasconcelos: Fui un filósofo, intenté crear un sistema filosófico. En cambio tú, Alfonso -con toda la admiración que mereces y con medio siglo de afecto- no fuiste sino esa cosa amorfa y horrible que llamamos «hombre de letras» porque no podemos nombrarlo de una manera más precisa.

Reyes: Fui un escritor, a secas. Un ensayista.

Vasconcelos: Un especialista en generalidades. Alguien que mariposea sobre todos los temas y no se compromete con ninguno. Tu obra entera es periodismo, sin duda magistral y de suprema calidad literaria, pero al fin y al cabo periodismo.

Reyes: ¿Por qué te parece mal el periodismo? Democraticé hasta donde pude el saber de los pocos y lo llevé a quienes habían aprendido el alfabeto gracias a tu labor como secretario de Educación Pública. Además, Pepe, casi toda la literatura española de nuestra época es periodismo: Ortega, Unamuno, Azorín, Díez-Canedo. Tú también fuiste un gran periodista. Lástima que hayas puesto ese talento al servicio de las peores causas. Qué pena ver que terminaste tus días como editorialista estrella del coronel García Valseca.

Vasconcelos: No robé. Tenía que ganarme la vida. Acepto, si tú quieres, que me equivoqué trágicamente respecto a Hitler, Franco y Mussolini. Pero lo hice por antimperialismo, por creer que los enemigos de nuestros enemigos eran nuestros amigos.

Reyes: Pepe, no contribuyamos a la confusión general. Tu antiyanquismo fue tan de derecha como el de Federico Gamboa o Carlos Pereyra.

Inmersos en la discusión, Reyes y Vasconcelos han llegado sin darse cuenta frente a la casa del primero. Atraviesan las paredes y entran en la biblioteca.

Reyes: Todo está como lo dejé hace veinte años.

Vasconcelos: Un museo. Qué espanto.

Reyes: Pepe, estás a punto de alcanzar tu centenario (te quitabas la edad, como tu coterráneo don Porfirio). Los desplantes juveniles ya no te quedan. ¿Por qué no te sientas?

Vasconcelos: Déjame ver tus libros. Qué antiguallas. Mira, Toynbee. Dedicado. Ya nadie cita a Toynbee. Sic transit.

Reyes: Pero Toynbee fue el único que predijo adecuadamente lo que iban a ser los terribles setentas. Fortuna nuestra no haberlos vivido. Nadie, basado en el pensamiento socioeconómico ni en el pensamiento mágico, supo ver lo que nos esperaba, de la crisis petrolera a la crisis de Irán, de Camboya al Cono Sur. El 16 de diciembre de 1969 Arnold dijo: «En la próxima década la violencia llegará a extremos infernales. La situación será espantosa para todo el planeta, especialmente para el Tercer Mundo».

Vasconcelos: Te da miedo la situación, Alfonso.

Reyes: Me aterra. Pienso siempre en lo que dijo T. W. Adorno: “Del mundo, tal como existe, uno nunca estará lo suficientemente asustado”.

Vasconcelos: Buscaste la paz. Paz en la guerra. Por eso a tu manera fuiste un freak. Perdona el pochismo: formamos, qué curioso, la primera generación mexicana que habló fluidamente el inglés. En un mundo donde todos quieren pelea, tú intentaste no hacerle daño a nadie. Por tanto interrumpiste la maquinaria. Todo se vino encima. Tu ideal hubiera sido no el siglo dieciocho -me equivoqué- sino el monasterio del siglo doce: libros, manuscritos, tranquilidad, buena mesa, buena cama. La isla rodeada de barbarie por todas partes. Alfonso, «fuego y sangre ha sido nuestro tiempo”. Tus virtudes -tolerancia, concordia, respeto humano- no son de este mundo. Aun muerto, eres un anacronismo viviente.

Reyes: Objeta lo que desees a esos rasgos. Cuando todo se ha dicho son preferibles a sus contrarios: intolerancia, inhumanidad, tortura, exterminio de quien no es o no piensa como yo.

Vasconcelos: El mundo es de los fuertes y de los crueles, Alfonso. Tu proyecto de vida es una utopía.

Reyes: Hace setenta años traducíamos en voz alta a Wilde. ¿Te acuerdas?: «No vale la pena ningún mapa que no incluya la isla de Utopía».

La luz de la mañana invade la Capilla Alfonsina.

Vasconcelos: Adiós, Alfonso. Nos veremos en mi cementerio.

Reyes: Hasta muy pronto, Pepe, hasta el 82. Mientras tanto, no dejaré que mueras; te seguiré leyendo. A pesar de todo.

Vasconcelos: Yo también te seguiré leyendo, Alfonsito.

Desaparecen. La Capilla Alfonsina queda en silencio.

"Diálogo de los muertos: Alfonso Reyes y José Vasconcelos”. Proceso No. 164, 24 de diciembre de 1979. pp. 50-51, recogido en Asedio a Alfonso Reyes 1889-1989. México, IMSS -UAM-A, 1989, pp. 141-145.

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