Conferencia «De la cibernética a la era sociodigital»

CAR-2018

Cátedra Alfonso Reyes en Cuernavaca.
Ciclo de conferencias conversaciones: Cibernética y sociedad.
M. H. Eloy Caloca Lafont, ITESM Ciudad de México
Miércoles 14 de marzo de 2018, 19:00 hrs.
Salón azul, Museo de la Ciudad de Cuernavaca. #MuCiC
Centro Histórico.

Entrada libre.

Arma virumque (El creador literario y su creación). Por Alfonso Reyes

DICE Aristóteles que el comienzo de toda filosofía es el asombro. “Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y el lujo específico del intelectual. Por eso su gesto gremial consiste en mirar el mundo con los ojos dilatados por la extrañeza” (Ortega y Gasset, La rebelión de las masas). Para Schopenhauer, el indicio de la facultad filosófica es sentir que “la vida es sueño”. Y aseguran que por estos días se trata de hacer partir la flecha filosófica desde el arco de la soberbia. ¿Y de dónde arranca la literatura, por qué brota el grito poético?

Para contestar esta pregunta, enfoquemos la lírica, caso el más agudo y límpido de la creación literaria. Toda génesis literaria es de tipo lírico, cualquiera sea después el desarrollo de la obra, y aun cuando ella alcance más tarde una objetividad lejana, al punto que Thackeray se asombra de lo que “oye decir” a sus personajes, al punto que François Mauriac prefiere sentir que “sus personajes le ofrecen resistencia”.

La creación comienza por dos vibraciones que se suceden o yuxtaponen en diversa manera: la investigación subjetiva (un sondearse), y la proyección objetiva (un dar a luz). La primera predomina en la lírica; la segunda, en lo que podemos llamar la episódica, ya movimiento narrativo o épico-novelístico, ya movimiento dramático; el cual, en este concepto, no es más que una eminente modalidad ejecutiva de la episódica. Ninguna de las dos maneras vale más que la otra (dejémonos de beaterías sobre la “creación pura”): hay que abandonar la “axiología pueril”, el sentimiento de pugnacidad inútil que quiere someterlo todo a esta pregunta: “¿Quién gana en el pleito?” ¿Gana el abanico o gana el piano? —dicen los niños. Ni gana la lírica ni la episódica. Pero la lírica aparece empapada en el humor genético, menos desprendida que la episódica del yo creador. Es posible que los poetas no pudieran explicarse ante Sócrates; tampoco los novelistas aciertan siempre a hacerlo. Pérez Galdós, creador si los hay, preguntado sobre estos extremos, solía contestar simplemente: “Es muy sencillo. Para hacer una novela, primero veo mis personajes y luego los oigo hablar.” Explíquense o no los creadores, la crítica, en cuanto al estudio general de la génesis, se explica mejor interrogando a la lírica que no a la episódica, por lo mismo que la crítica trata de pulsar la vibración más cercana, el instante en que la criatura es todavía el creador. La génesis se sitúa en el yo como en un terreno donde brota la planta. Sea, pues, el terreno, y luego, la planta.

Todos los días pasan ante las conciencias no literarias provocaciones o estímulos que se desperdician. El terreno, si ha de aprovechar estas inoculaciones o semillas, ha de poseer cierta condición especial. Como en la parábola de San Mateo, parte de la simiente cae junto al camino, y la devoran las aves; parte cae en pedregales donde no hay sustento de tierra, y pronto el sol consume sus brotes; parte cae entre el espinero, y las espinas ahogan sus embriones; parte cae en el lugar propicio, y entonces y sólo entonces da fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta y cuál a treinta. Y todo conforme a la condición del terreno. Esta condición, ya se ve, es temperamento literario, y se lo define por su apetito de producir.

¿Qué habrá, pues, en el fondo de este apetito? En el fondo de este apetito, como en todo arte y aun en todo impulso desinteresado, yo creo que está el amor; pero no la pasión erótica inmediata, sino aquella última decantación que, por haber perdido ya sus objetivos útiles, produce otro nuevo modo de naturaleza. Pues ¿no se nos ha hablado también del “amor intelectual de Dios”? En torno al núcleo de amor, como en todo arte, hay un sentimiento de voluptuosidad; en el caso especial de la literatura, esta voluptuosidad encuentra su clima definitivo en la palabra. Ella —créase o no— representa la corona de la voluptuosidad verdadera. ¿El amor? La explicación es demasiado vasta, es verdad; queda muy lejos. Esencia tan abstracta y sublime, se confunde con la noción dantesca o platónica: “El amor que mueve al Sol y a las otras estrellas.” Tan ancho contorno abarca también la literatura, desde luego; pero, además, abarca de paso cuanto existe. El amor responde por todo. En su discurso sobre “El Duque Job”, decía Urueta: “Amor eres tú, Laocoonte trágico; y tú, tranquilo Apoxyómenos; amor es Satán que se rebela; amor es Dios que perdona.” (Revista Moderna, México, 2ª quincena de febrero, 1901). Lo hemos explicado todo, y no hemos explicado nada. ¿No será esto lo más sabio, lo único prudente? En todo caso, acerquémonos algo más.

La voluptuosidad como que nos acerca ya al sentimiento de lo artístico, una vez que la transportamos ya a sus planos simbólicos y no la dejamos untada en la piel. Con ella, damos un paso más hacia la literatura. (¿O nos lo figuramos metafóricamente?)

Alejemos las ideas superficiales. Los biólogos llaman ecología a la relación entre el ser y su ambiente (orgánico e inorgánico), relación que se equilibra en un proceso de adaptaciones. Estas adaptaciones no sólo significan un repliegue pasivo del ser ante la figura de su ambiente, como hasta hace poco lo pretendían algunos. Tampoco significa un puro avance imperial del ser, que al desarrollarse produzca del todo su ambiente, como de pronto dan a entenderlo el vitalismo y la biología finalista de Von Uexküll. Creo que la verdad está en el medio; creo que la función ecológica es doble, de endósmosis y exósmosis, a la vez activa y pasiva. El ser y su ambiente se acercan uno a otro abriendo los brazos, pero murmurando una reserva: “Bienvenido, a condición de. . .“ Pero ¿es otra cosa el matrimonio? Según esto, el ser recibe y crea: recibe el dato exterior, y en parte lo obedece y en parte también lo modifica; y al fin abre su cauce vital, el cual representa un mínimo de armonía indispensable. Cuando este mínimo se perturba, aparecen gradualmente el malestar, el dolor, la muerte. Cuando el mínimo se enriquece, una crispación voluptuosa anuncia el placer, la intensificación de la corriente vital. La cual puede darse aun en la lucha, a modo de anticipación o esperanza, que superan, por virtud simbólica, el accidente del combate o del choque.

Si ahora trasladamos estas especies hasta esa zona indeterminada, pero no por eso menos fértil, en que la sensibilidad y la emocionalidad se conciertan, hasta esa ceja indecisa donde se juntan cuerpo y alma, tendremos en el yo el mismo cuadro de reacciones ante el mundo exterior: malestar, dolor, muerte espiritual en la inarmonía; o bien agradecimiento y crispación voluptuosa, cuando la armonía se enriquece. Y tendremos también que este enriquecimiento se obtiene por una doble operación: ya la mera función pasiva que resulta de recibir y absorber un dato exterior placentero, proceda del mundo inorgánico o del orgánico (y ésta es toda la estética de la contemplación); o ya la función activa que resulta de producir un dato nuevo y plancentero (y ésta es toda la estética de la creación). Dar con la nota, la línea, el plano, el tinte, la palabra buscados, por ejemplo, puede traer lágrimas de gusto a los ojos: lo he visto en algunos. El arte, como aquí vemos, en una investigación hacia la voluptuosidad —en este sentido superior—, por la vía de la creación personal. (Sin negar que sea también muchas otras cosas de orden ético, político, económico: no discutamos lo obvio; duerman ya, por favor, los problemas de claustro materno, que todo escritor auténtico ha resuelto antes de nacer.)

Pero, en tanto que las otras artes se quedan en la región de lo sensible, y sólo de modo translaticio, o por nexos de evocaciones y asociaciones, pueden llegar a la sugestión de la idea (sin exceptuar a ese arte admirable de la música, que tanto se parece al fluir de la conciencia), el arte literario, por lo mismo que su materia es el habla, opera directamente con figuras intelectuales, con lo más humanizado del hombre, lo que está en la cuna del espíritu. Arte, pues, de inteligencia (hasta cuando la aprovecha para esconderla: ironía de su misma plétora, vuelco de energía superabundante que juega con burlarse a sí propia), la literatura nos da el remate a que puede llegar eso que llamamos la voluptuosidad de las artes, enriquecimiento de la armonía entre el yo humano y su mundo. Más arriba, sólo la mística; pero allá, según testimonios privilegiados, el deleite consiste en trascender el yo y el mundo, fundiéndolos en lo sobrenatural o siquiera lo cósmico, y por eso en aquellas alturas ya sería un contrasentido hablar de arte. Así es que toda la voluptuosidad activa o traducción placentera del no yo en el yo, provocada mediante el dato creado por el hombre, sólo se realiza de modo supremo en la palabra, donde alcanza reflejo ideal. Mientras no se ha llegado a este vértice, cualquier goce humano resulta áptero, y hasta el mismo amor se revuelve en rumia morbosa. Dejemos a la bestia muda en su disfrute centrípeto de entrañas adentro, que por serlo, más que a ella misma pertenece todavía a su materia. A nosotros nos corresponde regir el imperio de los hombres, somos los bautistas: “Y puso Adán nombres a toda bestia y ave de los cielos, y a todo animal del campo” (Gén., II, 20). Aun el silencio cobra vida en cuanto se lo llama “el silencio”. Aun la soledad está henchida cuando es “la soledad sonora”. El poeta, pues, quiere hacer poemas. ¿Por qué y para qué? A quien así pregunta nunca habrá manera de contestarle adecuadamente.

Alguna vez le expliqué a un señor, que encontró mi mesa llena de libros, cómo estaba yo tratando de documentarme sobre la experiencia amorosa de Rousseau y Madame de Warens… – “¿Y con qué objeto?”, me preguntó muy desconcertado. “Con el objeto de eso mismo”, le contesté, sintiendo que toda mi lógica se me venía abajo como “una Babel de cristal”, que dijo Rubén. ¡Señores! El poeta quiere hacer poemas para satisfacer un impulso contenido, un afán de acción imaginativa. Monsieur Teste, que se divierte pensando a solas, ha dejado de ser poeta, es una víctima del nihilismo intelectual. En esto temíamos que parase Amado Nervo cuando, hace muchos años, dijimos que comenzaba ya a preferir el balbuceo a la frase, y que acaso se encaminaba al silencio. (Pero derivó por el agua mansa.) El poeta tiene que defender su afán de expresión. El hombre, en su fase biológica, una vez cumplido su desarrollo, proyecta fuera de sí su necesidad de crecimiento; en su fase social, tampoco se queda encerrado dentro de sí mismo, sino que sale, fabrica y emprende; en su fase psicológica, anhela desbordar los límites de su propio ser en una criatura hecha de espíritu. En todo hombre hay un poeta latente, que se logrará o no según que el terreno sea fértil o sea estéril. Esa fertilidad propia de la infancia (el “paideuma demoniaco”); esa misma capacidad de juego que transforma en personajes de un teatro invisible los cinco dedos de la mano en el niño de Anatole France, ésa se conserva a lo largo de la existencia del poeta en nivel preemimente. De modo que domina sobre el “paideuma de los ideales”, de la edad juvenil y sobre el “paideuma de los hechos” de la edad viril. El demiurgo que llevamos dentro, en el corazón del artista clama con voz más imperiosa que en el corazón de los demás, y necesita saciarse descargando en expresiones un mundo que le crece en el alma. Esta descarga (“Si no me desahogo, reviento”) ha sido un apremio psicológico, y su efecto sobre el creador será un alivio. Por eso los afligidos de urgencia poética parecen siempre algo “chiflados” a los ojos de aquellos que Dostoyewski llamaba “hombres inmediatos”. Los acosa el tábano de los griegos, el “estro”. El escritor nato tiene siempre, a la cabecera de la cama, el “pliego de insomnio”. Cocteau dice que el poema detesta al poeta. Uno de los dos tiene que acabar con el otro. De aquí que el escribir sea un sistema de conservación, de defensa. Horacio se incorpora en mitad de la noche buscando el estilo y las tablillas de cera. Ovidio no logra dejar de hacer versos ni para ofrecer que deja de hacerlos. Y nuestra Sor Juana dice:

Si es malo, ya no lo sé;

sé que nací tan poeta,

que, azotada como Ovidio,

suenan en metro mis quejas.

Como San Francisco herido por el saetazo místico, el poeta abandona impensadamente la alegre partida, porque ha entrevisto otra amante más bella que todas las mujeres. Ella, en los revuelos de su manto, arrastra embriagado a su poeta. La poesía es, para el Marqués de Santillana, “un celo celeste, una afección divina, un insaciable cebo del ánimo”. El poeta es la figura de aquel árbol que impresionó al almirante don Diego Hurtado de Mendoza:

A aquel árbol que mueve la foja

algo se le antoja.

Aquel árbol del bel mirar

face de manyera flores quiere dar:

algo se le antoja.

Aquel árbol del bel veyer

face de manyera quiere florecer:

algo se le antoja.

Algo se le antojaba a Racine cuando paseaba por las Tullerías (o Tejerías, como debiera decirse), embarazado ya con la concepción de su Mitrídates. Y los obreros, que lo observaban ir y venir, gesticular y hablar a solas, lo fueron rodeando poco a poco, “temerosos —cuenta Valincour— de habérselas con un desesperado que quería arrojarse al estanque”.

Para el temperamento literario, producir literatura es como una respiración, y hasta una expulsión de morbos psicológicos que se transforman, como se transforma el chorro del almizclero, base de la perfumería. Aristóteles diría “una kátharsis”, una purificación del ánimo. Y esta fórmula vale todavía, aunque se la haya juzgado burlescamente, asegurando que Aristóteles, hijo y nieto de curanderos, aplicaba al análisis del poema un criterio de Doctor Purgón.

1947

Alfonso Reyes, «Etapas de la creación», Al Yunque, Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 274-279

El camino de la moral. Por Alfonso Reyes

ESTOS Deberes de Cicerón,* límpida versión de Millares Carlo, límpida edición que cuidó Giner de los Ríos —un tomito que acomoda bien en la mano del estudiante y, sobre todo, de la estudiante, en quien siempre conviene pensar cuando se trata de la Facultad de San Cosme—, nos traen a la mente, como tan a punto lo explica García Bacca en su prólogo, la transición de las ideas morales en lo que va de Grecia a Roma.

Sin repetir una vez más cuanto aquí aprendemos, espumando apenas el manjar, apenas hojeando el tomo al capricho de la plegadera, se nos ocurre, de golpe, un contraste nítido: el contraste entre la política y la moral. Pero antes, para entendernos, acomodemos un poco el mundo. Pues ¿qué fue Grecia, qué fue Roma? Y, de paso, y sin remedio —a riesgo de no poder continuar con la historia humana—, ¿qué fue Israel? Estas tres interrogaciones se imponen a todo espíritu filosófico, es decir, cuidadoso de los orígenes.

Grecia nos permite apreciar, como en el centro del huevo divino, los primeros latidos de la evolución. Cuanto sirve de honor y de ornamento a la especie, de allá nos viene. El cuadro de su cultura es completo en todas sus partes, aunque admite ser indefinidamente ensanchado. Todo progreso consistirá en desarrollar el programa, las intenciones que Grecia nos dejó como en muestras. Pero esta cultura admirable tiene una laguna, y la laguna es inmensa: no amó suficientemente a los humildes ni experimentó la necesidad imperiosa de un Dios justo.

Y aquí es donde este concierto de liras —o de flautas, según que sea Apolo o Dionysos— se interrumpe de pronto, y se oye venir la charanga de las cornetas judías, largos alaridos de reivindicación y dolor. Toda política racional, tipo griego, deberá contar, en adelante, con este rumor de sobresaltos. Y aun nuestros socialistas, sin saberlo ellos mismos, no son más que unos herederos de los profetas.

En cuanto a Roma, para ella el laurel del triunfo. Antes de la Iglesia, no se vio igual prueba sobre la solidez de las instituciones humanas. Roma, gracias a verdaderos prodigios de virtud cívica, inventó la fuerza. Y la fuerza, en definitiva, vino a difundir por el mundo la obra de Grecia y de Israel, la obra de la civilización.

Grecia había arreglado su ajedrez en el tablero de los Estados-Ciudades. Los grandes imperios de ayer —egipcios y babilonios, hetitas y persas— eran monstruosidades bárbaras, como los de hoy, engendros del grosero apetito. La patria medida a la planta humana, abarcable a los ojos

(que, a tanta vista, el Líbico desnudo

registra el campo de su adarga breve);

la nación casera y diminuta, captable a los modestos sentidos, de tal suerte acomodaban al hombre, que éste no tenía, casi, necesidad de hogar: vivía en calles, plazas, mercados y embarcaderos. Casi no tenía intimidad, sino solamente sociedad. En suma, que la moral se le volvía política. Y esto a tal grado, que aun le era soportable, a modo de fiesta municipal, la religión cívica y olímpica, en que sólo a medias creía.

Pero he aquí que Alejandro, más audaz que su maestro Aristóteles, concibió, un día, un mundo unificado, híbrido de helenos y bárbaros, todo igual para los iguales, un imperio universal del hombre, una homónoia. La Grecia alejandrina, esta Grecia ya en expansión, no tuvo tiempo de realizar tal sueño. Lo heredaría Roma, para encarnarlo un día en el portento histórico de la Pax Augusta. Entre tanto, y en el paso de la economía doméstica y a corto alcance hacia la economía perpetua y sin fronteras, el alma humana naufragaba.

Los estoicos redoblaban en vano sus persuasiones de orden puramente intelectual. (¡Los griegos se volvieron locos con la razón!) Inútilmente redoblaban sus promesas los mesianismos mediterráneos, las creencias en dioses que atraviesan la muerte, los asiatizados “misterios” y otras místicas aventureras, las cuales pronto dejarían el paso libre al único misterio que estaba llamado a perdurar, el misterio cristiano. Por lo pronto, el ciudadano del mundo (que no ya de la graciosa Ciudad) se sentía un desterrado del mundo.

Y entonces, en su afán de devolver al hombre la confianza perdida, la moral, como también los nuevos intentos religiosos, se encaminaron hacia la intimidad de la persona. La moral perdió en ganga política lo que ganó en moral pura. Como la razón la tenía ya algo decepcionada, la mente buscaba consuelos, primero en los sentidos, y pronto, en los vahos espirituales que vienen aún de más hondo. Tal es, después de Aristóteles y hasta el día del neoplatonismo, involuntario precursor de la Iglesia, el declive de las doctrinas. El bien ya no está hecho tan sólo de conocimiento, como en los días candorosos de Sócrates. Y Cicerón, ecuestre romano acrisolado al fuego del Pórtico igual que al fuego de la Academia, recoge de pronto, para edificación de su hijo, el trazo movedizo y cambiante que va asumiendo la figura del bien. En la posada siguiente hay ya un establo. Lo ilumina suavemente una antorcha que se llama la Caridad.

Alfonso Reyes, «El camino de la moral», Ancorajes, Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 88-90

* Cicerón, De los Deberes, El Colegio de México, 1945 (Colección de Textos Clásicos de Filosofía).

La Ley de Constancia Vital. Por Alfonso Reyes

Américo: Con todo, este punto de vista vuelve de revés toda nuestra concepción científica sobre la vida en el planeta. Habría que desandar, por ejemplo, el camino de René Quinton.

Epónimo: Lo que no es fácil, porque las teorías biológicas de Quinton han tenido una aplicación terapéutica que todos admiten: las inyecciones de agua de mar, que producen tan evidentes resultados para vigorizar el organismo decaído, resultados casi invariables en los casos infantiles, y algo menos, naturalmente, en los adultos.

Américo: Sin embargo, tales teorías biológicas, en sí mismas, son consideradas con cierta desconfianza por los especialistas, hombres concentrados en dos o tres puntos definidos, a quienes generalmente infunde sospechas toda explicación demasiado ambiciosa.

Epónimo: Pero el estudioso no puede dispensarse ya de conocer los trabajos de Quinton; primero, porque todo está en todo, y alguna verdad ha de haber en hipótesis biológicas cuyas aplicaciones terapéuticas no fracasan; y después porque, en torno a tales hipótesis, se ha fomentado ya una atmósfera de cultura. El sistema de Quinton, su interpretación de la vida —a que llega mediante un proceso complicado de supuestos y comprobaciones—, quedan resumidos en la Ley de Constancia Vital.

Oceana: ¿Y cómo fue eso?

Epónimo: Aquí va, por indeciso que sea el asunto, y por sólo el gusto de exponerlo. La vida animal, reducida a su último elemento, a su unidad —la célula viva— tiende a mantener, a través del tiempo y a pesar de todas las variaciones ambientes, las condiciones de su existencia primitiva. Estas condiciones son: 1ª el medio acuático marítimo (el contenido de la célula es el agua del mar: en el mar se produjo la primera vida); 2ª la concentración salina de ocho por mil, y 33 la temperatura de 440 centígrados.

Américo: Como se ve, la Ley se funda en tres postulados: 1º la constancia marítima; 2º la constancia térmica, y 3º la constancia osmótica y salina. Estos postulados sólo podrían realizarse como tendencias.

Oceana: He aquí, pues, una idea que corrige, en un profundo sentido, la antigua imagen de la adaptación al medio. La vida, sí, se adapta al medio, pero no como cosa pasiva y maleable, sino como elemento combativo y terco, que va haciendo transacciones provisionales con el ambiente, a fin de salvar, hasta donde puede, el mantenimiento del estado primitivo. Esto resuelve como desde arriba la antinomia entre el espíritu de conservación y el espíritu de reforma. Si, por ejemplo, lo que se trata de conservar como aspiración primitiva es la felicidad, y si el ambiente está en movimiento, habrá que reformar incesantemente las instituciones, para que rindan el mismo tanto de felicidad, postulado a la vez conservador y revolucionario.

Epónimo: Esa teoría procede de anteriores nociones y descubrimientos, a los que pretende dar la congruencia que les faltaba. Ella permite dibujar así la historia de la vida: —La vida aparece en el planeta a una temperatura ambiente de 44°, la temperatura más favorable a los procesos vitales y la más elevada que la célula animal tolera. En esta época de la Tierra, pudieron aparecer los animales de sangre fría, cuya temperatura es la misma del medio. Pero, en su lentísimo enfriamiento, la temperatura terrestre bajó, digamos, a 42°. Entonces los reptiles, térmicamente equilibrados con el medio y dóciles al estado exterior, se enfriaron también hasta los 420. Y así, a medida que desciende la temperatura de nuestro planeta, descenderá también la de los reptiles, que acaban por serlo de veras, es decir, por arrastrarse en el suelo a modo de tristes supervivencias. De esta suerte se explica la aparición de nuevos animales, los de sangre caliente. Ante el enfriamiento progresivo, la tendencia a la constancia vital procura un calentamiento progresivo de la sangre o jugo animal (agua marítima). Y surgen nuevas especies, dotadas del poder de recuperar por sí solas el calor que el ambiente ha ido perdiendo.

Américo: Es decir, que cuando la temperatura terrestre bajó de 44° a 42°, se produjo una especie capaz de calentar sus células hasta dos grados más arriba que el medio ambiente. Cuando la temperatura bajó a 40º la especie anterior, que sólo puede calentarse dos grados más, se enfría y queda en 42°. Pero entonces se produce un nuevo organismo, capaz de subir por sí solo su energía calórica en cuatro grados más, para recobrar los 44° primitivos. De este modo, aparecen animales cada vez más cálidos, en tanto que las primeras especies van decayendo y, al fin, desaparecen.

Oceana (como quien repite una lección para niños): La vida, con el frío, languidece. La vida quiere actividad, y la actividad requiere calor. Cuando el animal no resiste al frío por su propia energía, se arrastra y vive como en sueños. De aquí el estado “hiberante”, el sueño invernal que se apodera de ciertas especies sin duda ya enfriadas.

Américo: Tan cierto, que fue el fenómeno de la “hiberación” lo que dio a Quinton el primer vislumbre de su teoría. La naturaleza, se dijo, no puede producir seres para que duerman: esto tiene que ser una enfermedad, una decadencia.

Oceana: Esto explicaría que, en las regiones frías, el animal humano haga, dentro de su propia especie, esfuerzos desesperados, y produzca esos monstruos calóricos de que es ejemplo Rasputín, fruto de Siberia.

Epónimo: La hipótesis de Quinton exigía: 1º que los mamíferos y aves se escalonasen térmicamente según su orden de aparición en la Tierra; 2º que los más antiguos vertebrados de sangre caliente tuviesen una temperatura específica casi reptiliana; 3º que la temperatura animal fuese creciendo a medida que nos acercamos a las especies más recientes, y 4º que los organismos más recientes tuviesen tina temperatura muy próxima a 44°. Cuando Quinton formuló su hipótesis, estos hechos no estaban aún demostrados en su totalidad. Después, dice él, todos lo han sido. Y, sin embargo, no puede decirse que su hipótesis haya alcanzado la sanción ortodoxa. Es una hipótesis provisional, lanzada como salvavidas en un instante de naufragio, en que todo parecía revuelto y confuso, ante las reacciones provocadas por la teoría evolucionista.

Oceana: La hipótesis en sí no puede ser más sugestiva. Desde luego, asigna a la inteligencia, orgullo del hombre en otro tiempo, un papel secundario de recurso de calefacción, lo que hoy por hoy parece muy halagüeño a los hijos de Adán. Pues los hombres han comenzado a dudar si son inteligentes, y antes que humillarse, prefieren desmonetizar la inteligencia. La naturaleza, dicen, produjo un día la inteligencia y siguió adelante. El pájaro es una creación más reciente que el hombre: ya lo sospechábamos, por su sobriedad y su elegancia. Al antropocentrismo sucede un “masoquismo” antropológico. El ser humano se complace en sentirse inferior a todo lo no-humano.

Epónimo: No es extraño que las mentes de orientación filosófica hayan sentido también la atracción de estas lucubraciones, por lo que tienen de novedad y de aventura, y se hayan lanzado a adquirir sus consecuencias. Jules de Gaultier, en La dependencia de la moral y la independencia de las costumbres, dice más o menos: La vida emplea todo su genio en ponerse al amparo del cambio, en construirse defensas para mantener la constancia de las condiciones que acompañaron su génesis. El cambio no está en la vida. Hay, pues, que corregir a Spencer. El cambio está en los aparatos que la vida crea para mantener su fijeza. La fijeza domina la evolución. La fijeza es el principio, y la evolución el corolario. La inteligencia, que no es ya el producto último de la vida como Oceana lo ha entendido al instante (al fin mujer), sólo aparece como un transitorio procedimiento de constancia, paralelo a los procedimientos directos que emplean otros organismos. La ética misma y el desarrollo de las sociedades pueden, finalmente, explicarse como una función del enfriamiento exterior. ¿Quién dijo, pues, que la Tierra no se está enfriando?

Oceana: Tú mismo, hace un instante, y nos arrastraste en tu ilusión.

Américo: Afirma Raymond de Passillé que la moral aparece cuando la lucha contra el ambiente frío se vuelve tan ruda, que ya la humanidad, para continuar sobreviviendo, debe modificar sus instintos al punto de refrenarlos. De aquí a explicar el Protestantismo y el Puritanismo como productos de climas fríos no hay más que un paso, y entonces tu Rasputín, Oceana, no sería una solución al conflicto, sino precisamente un rechinido del sistema, un síntoma de dislocación. La teoría de los deseos reprimidos, de Freud, resulta típicamente septentrional. Y la actividad considerable de las razas del Norte, una defensa contra el frío: ¡lo mismo que sus vocales cerradas y su pronunciación de boca fruncida!

Epónimo: Tu ironía nos hace ver las insensateces a que puede conducir el buscar la génesis del espíritu en sus concomitancias de fenómeno natural. Sospecho que el más modesto de los teólogos podría limpiar con tres escobazos todo este yacimiento de desperdicios científicos en que nos debatimos. Y entre uno y otro sueño ¿por qué no preferir el de mayor nobleza? Por lo demás, la Iglesia, que va quedando como uno de los baluartes de la razón, a pesar de lo que se creyó hace un siglo, no se opone a que las cosas naturales sean interpretadas y estudiadas con medios naturales. Sin salirnos, pues, de este terreno modesto, podemos continuar nuestras divagaciones sin temor al Índice. Rémy de Gourmont, que ha contribuido a propagar la hipótesis de Quinton, traslada la ley de Constancia Térmica al orden de la Psicología: Él siempre había sospechado —confiesa—, aunque sin poder fundarlo, que el nivel de la inteligencia humana se mantiene a través de los siglos. Quinton ha venido a confirmar su creencia de que, en cuanto la especie humana quedó constituida, sus posibilidades intelectuales quedaron establecidas y fijadas, lo mismo que su fisiología. Naturalmente, esto se aplica a la especie y no al individuo, siempre susceptible de nuevos desarrollos dentro de ciertos límites. Además, hay que distinguir la facultad en sí, constante por hipótesis, del contenido de nociones siempre mudable.

Oceana: ¿Y los otros modos posibles de pensar que Bergson anuncia y que la etnografía demuestra? Comprendo: son meras orientaciones posibles de la misma energía. ¿Y aquel sueño del Superhombre? Acaso era una bastarda inserción del naturalismo a la moda en la filosofía. ¿Y el plan progresivo de la Eugenesia? Un limitado aseo interior dentro de la cárcel de que no podemos escapar.

Epónimo: Es de creer que aparecerán nuevos rasgos para nuevos esfuerzos térmicos. Gourmont se explica así que, cuando ya la civilización egipcia supera las fuerzas de la inteligencia egipcia, aparezca la inteligencia griega y produzca el nuevo esfuerzo requerido; cuando ésta ya no basta, sobreviene la romana y, después, la celtogermánica. Pero, tras las anteriores reflexiones, esta idea no parece clara, y aun acaso sea contradictoria, pues que supone un escalonamiento y una superación gradual.—Esto de saber si somos más o menos inteligentes que nuestros remotos abuelos fue materia de una divertida encuesta de verano, emprendida por Robert Kemp en la Liberté de París.

Américo: ¿Y los resultados?

Epónimo: Desordenados y confusos; pero, al menos, dieron ocasión de reparar en el inmenso lugar que ocupa el olvido en la historia de la cultura. Nadie sospecharía, por ejemplo, que Villon era muy leído en tiempos de Voltaire, y que se hacían ediciones de Alain Chartier a principios del siglo XVII. Nadie se acordaba que, en Montesquieu, están previstos y descritos los fenómenos de la “inflación” y la “estabilización” de la moneda, recientemente experimentados, y muy conocidos ya de los romanos, a quienes el fantasma volvía a presentarse después de cada nueva guerra. De tiempo en tiempo, redescubrimos lo que teníamos abandonado.

Alfonso Reyes, «La ley de Constancia Vital», Los siete sobre Deva, Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 26-31

Carta a mi doble. Por Alfonso Reyes

Sr. D. Alfonso Reyes,
donde se encuentre.

Mi estimado y laborioso Doble:

AUNQUE tengo a la mano el “tú”, prefiero que sigamos, como hasta hoy, con el “usted” (ya que en el valle de Anáhuac el “vos” meridional sería insólito), porque entre nosotros ha habido siempre una tierra (o éter) de nadie —medio milímetro el espesor—, donde suelen acontecer leves torbellinos psicológicos. De modo que, como dice nuestro vulgo: “Juntos, pero no revueltos.”

Y voy a satisfacer sus dudas, sin más preámbulo. Y no se inquiete usted si me burlo un poco de mí mismo, que eso es señal de buena salud. En efecto, hubo un día, hace más de diez años y pronto completaremos quince, en que me dominó el afán de clavetear, más que poner, algunos puntos sobre las íes a propósito de la cuestión literaria. Incurrí entonces en El deslinde, cuyos análisis desconcertaban a algunos, porque comencé a ras del suelo, partí del cero, de lo obvio y evidente según la lección de Aristóteles, convencido de que bajar desde lo más alto es expuesto a deshacerse en el aire.

Otros, como usted recordará, más bien pensaron que el libro era de difícil lectura, cuando es mucho más fácil de lo que a primera vista parece. Lo hacen algo temible, es justo reconocerlo, las denominaciones abstrusas, su mucho aparato de párrafos numerados, las constantes referencias hacia adelante y hacia atrás, los resúmenes de resultados adquiridos y cuadros de resultados por adquirir; en fin, precisamente sus esfuerzos de claridad, el exceso de cuidados y explicaciones para ir conduciendo al lector. Me pasó lo que les pasa a esos mundanos primerizos que, cuando ofrecen una recepción, cansan a la gente con sus atenciones y no la dejan moverse por donde a ella se le antoja.

Yo conocí a un diplomático europeo, víctima de cierto tegumentoso temperamento nacional, que, para sus saraos, comenzaba por convidar telefónicamente a los colegas; después, les enviaba la aidemémoire de estilo; luego —al llegar el día de la fiesta—, volvía a
recordarles por teléfono la invitación; los esperaba a la puerta de su casa; les ayudaba a quitarse el abrigo y sombrero; les hacía firmar en el álbum de las visitas; los llevaba del brazo hasta el ambigú y les servía él mismo; les ofrecía recitaciones y actos musicales; brindaba en voz alta con el whisky de la media noche; devolvía a todos personalmente las prendas del vestuario; los acompañaba hasta el auto; a última hora, con un guiño de complicidad y como si se hiciera un hurto a sí propio, les deslizaba en el bolsillo un saquito de bombones; y casi puedo asegurar que, antes de cerrar la portezuela, les aseaba el calzado con su pañuelo. Al día siguiente, para agradecer la presencia de las damas, les enviaba un ramo de flores. Y aunque siempre me quejé de este agobio de miramientos, por lo visto no llegué a absorber la moraleja, o no supe aplicarla bien al caso de la investigación literaria.

Pude recordar algo que he leído en El cortesano de Castiglione, la célebre carta de Góngora a Lope sobre las ventajas de los enigmas poéticos —que varias veces he comentado con fruición— y toda esa insigne polémica de la antigüedad respecto al valor de la alegoría (o hypónoia, como se dijo antes), la utilidad de lo recóndito y misterioso, honor de los vetustos oráculos (sobre todo los de Apolo Loxias, “el tortuoso”, “el oblicuo”), la conveniencia de no adormecer el apetito por el posible sentido oculto, armas esgrimidas contra las acusaciones platónicas sobre los pasajes de Homero que parecían —y eran— irrespetuosos y blasfemos. Pues no conviene explicarse tanto a los lectores y, como decía Máximo de Tiro, esos peligrosos innovadores que han dado en esclarecerlo todo “nos brindan una pobre filosofía desnuda y vergonzosa, muchacha del arroyo que quisiera entregarse a todos”. (Or. XXVI, cap. II.) Pero todo esto parece que se me borró de la mente.

Muy posible es que, al llegar a cierto clima de mis estudios, haya yo cedido al afán de dejar caer como lastre aquella viciosa inflación que durante muchos años se había venido acumulando; lo que hacemos con esos residuos de la vida doméstica que conviene expulsar a tiempo: periódicos, botellas, ropa vieja, muebles inservibles, escribanías de obsequio recibidas los días de cumpleaños, miniaturas de estatuas clásicas. (¡Lujo de los gustos humildes, caro Juan Ramón, tú que clamabas contra la pequeña Venus de Milo en una mesita de la sala de Pepe!)

Pero creo que tambiéñ me movía un oculto afán de venganza. Me incomodaba que, entre nosotros —y aun en ambientes más cultivados —quien quiere escribir sobre la poesía se considere obligado a hacerlo en tono poético (¡ya con esa Musa hemos cumplido caballerosamente a su tiempo y lugar!), y se figure que el tono científico o discursivo es, en el caso, una vejación. “Yo sospecho —me decía José Gaos— que lo mismo les pasaba a los místicos cuando los teólogos comenzaron a establecer la ciencia de Dios.” Pero una cosa es orar, y otra filosofar sobre el sentido y alcance de la plegaria; una comer, y otra escribir sobre dietética. Si entre nosotros se usaran las prácticas de los liceos a la francesa, los niños mismos sabrían que se pueden examinar los textos poéticos mediante procedimientos intelectuales, sin que ello sea un desacato ni tampoco una impertinencia. En cambio, muchos, por acá y por allá, no sólo esperan el piquete del estro antes de emprender una labor puramente metódica, sino que, además, se desabrochan el cuello, se despeinan y hasta entornan los ojos.

Pude organizar, para los prolegómenos de mi teoría literaria, una respetable masa de papeles. Pero tuve que dejarme fuera algunos avances en el terreno mismo de esa teoría, páginas que venían a ser la continuación casi ofrecida en El deslinde. ¡Ay! Mi órbita de cometa se dejó ya atrás esa cierta zona del espacio. Medir la distancia a pequeños palmos me parece hoy menos tentador. Y además, no creo ya tener tiempo para levantar otra armazón semejante, y aun he llegado a creer, sinceramente, que le jeu ne vaut pas la chandelle, no sé si por el juego mismo o por los que lo ven jugar… Hasta la distinción entre “teoría de la literatura” y “ciencia de la literatura” es difícil —y aun ociosa— para quien no se haya fabricado, como yo, toda una máquina. Romperemos, pues, en adelante, el arreglo sistemático de esos capítulos inéditos; les extraeremos la sustancia, y la esparciremos por ahí en breves ensayos más fáciles de escribir, más cómodos de leer, y ojalá no por eso menos sustanciosos. Así acabó, pues, aquella tan ambiciosa teoría literaria. Alas, poor Yorick!

Temo, mi estimado Doble, haber contado con su sentido humorístico algo más de la cuenta, pues, como dijo el poeta, la ironía tiene sus peligros. Lo saluda muy atentamente esta sombra de la caverna” (pace Platón) de que usted es el paradigma.

Septiembre de 1957.

Alfonso Reyes, «Carta a mi doble», Proemio Al Yunque (1944-1958), Obras Completas XXI, Fondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 247-250.