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La intelectualidad mexicana y la guerra europea. Por Alfonso Reyes

El Universal, diario de México, publica en su número del 20 de junio de 1917 las opiniones de los intelectuales mexicanos sobre la conveniencia de que México intervenga en la guerra europea. Todas las opiniones se inclinan en favor de los aliados.

Además de las transcritas a continuación —y que hemos ordenado, en lo posible, según su importancia—, se publicaron las del autor dramático Marcelino Dávalos, el poeta anacreóntico Enrique Fernández Granados, los jóvenes poetas Ramón López Velarde y José D. Frías, el poeta parnasiano Rafael López, el novelista Rubén M. Campos, el fuerte pintor Saturnino Herrán, los periodistas Hipólito Seijas, Arturo Cisneros, José Coellar y Luis Alva, y los médicos Luis Coyula y Manuel Mestre Ghigliazza.

Tienen singular importancia, por el mérito intelectual de las personas que los emiten, el juicio de Antonio Caso, filósofo y director espiritual do la juventud, y el de Julio Torri, fino escritor y sutil ensayista que dirige actualmente la colección de publicaciones “Cvltvra”.

Adviértase, en la opinión de Caso —francófilo de corazón que alguna vez nos decía que en México se debiera alzar un monumento a la cultura francesa—, ese primer movimiento de reserva propio del hombre acostumbrado a considerar históricamente el pro y el contra de las cuestiones. Y adviértase, en Torri, la decisión rápida y certera del artista que vive en contacto con las realidades inmediatas.

Con contadas excepciones (como el erudito González Obregón y el académico Revilla), la gran mayoría de los que han sido interrogados por El Universal pertenecen a la última generación literaria, inmediatamente posterior a la de Nervo, Urbina, Urueta. No es extraño, en todo caso, que sus simpatías estén por los aliados. Algunos, hipnotizados por lo apremiante del actual problema mexicano, procuran dar a sus juicios cierta apariencia de frialdad, y parecen inferir su actitud, favorable a los aliados, de consideraciones meramente interamericanas. Pero, en el fondo, a la mayoría, y a los jóvenes sobre todo, los inspira un desinteresado amor a Francia.

México debe en parte a Francia su verdadera independencia, que es la del espíritu: los grandes creadores de su fisonomía intelectual han sido, para lo oficial y universitario, Gabino Barreda, un discípulo de Auguste Comte, fundador de la Escuela Preparatoria y organizador de la enseñanza liberal, y para el mundo más libre de la literatura y de la poesía, Manuel Gutiérrez Nájera, glorioso discípulo de las Musas de Francia, uno de los primeros propulsores de las nuevas corrientes que han transformado nuestro lenguaje poético, y uno de los primeros en escribir la prosa española con esa sintaxis ligera y concisa que todos procuramos ahora.

Esto, por lo que atañe al pasado. Para el porvenir, en tanto que México no haya acabado esa penosa tarea de equilibrar su situación, a la que actualmente se entrega con todo empeño, tendrá que recibir influencias extrañas, y aun después seguramente, como es lo normal entre los pueblos. Por muy firme que se desee la amistad entre México y los Estados Unidos del Norte, aquella gran república podrá hacernos muchos beneficios, pero no en el robustecimiento del alma nacional. Aparte de las divergencias fundamentales, de orden psicológico y moral, nunca se ha dado en la historia el caso monstruosamente hermoso de que un pueblo fuerte y expansivo influya sobre su vecino débil y desorganizado en un sentido ventajoso para la dignidad nacional de éste. Y las fuerzas mecánicas de la historia pasan por sobre las buenas intenciones individuales.

Así pues, México tiene que volver los ojos a Europa. Volverlos a la antigua Metrópoli es obvio, pero teniendo en cuenta que ésta reacciona ahora, tratando de rectificar todo su pasado. México la ha precedido en esta tarea dolorosa de rectificación. Y de todos los demás países europeos, sólo Francia puede servirnos como fuerza espiritual orientadora, según lo ha probado ya la experiencia de nuestros educadores desde mediados del siglo XIX, tanto por la facilidad de aprender su lengua y lo muy difundida que está ya entre nosotros, como por ciertas internas afinidades mentales que algún día me propongo analizar largamente, y que comienzan a definirse desde el primer siglo de la Conquista, entre los criollos y mestizos de la vetusta Nueva España.

Madrid, agosto, 1917.

Publicado solamente en francés en el Bulletin de l’Amérique Latine VII, 1º y 2º, París, X y XI-1917.

Alfonso Reyes, «La intelectualidad mexicana y la guerra europea», Obras completas VIIFondo de Cultura Económica, México, 1996, pp, 475-477.

El coleccionista. Por Alfonso Reyes

1. Por qué ya no colecciono sonrisas

“He dejado de coleccionar sonrisas —a que antes fui tan aficionado— porque la experiencia del trato humano al fin enseña que se abusa más de la sonrisa que de la risa. Es más difícil fingir una risa que una sonrisa. Y los hombres suelen usar de la sonrisa como ripio social, para llenar todos los huecos de la conversación, o suplir las frases rituales del saludo, la despedida, el agradecimiento, la enhorabuena y demás mecánica de la cortesía.

“Yo mismo que, a fuer de especialista, he procurado en lo posible que mi sonrisa tenga siempre un contenido sustancioso y real, me sorprendí hace pocos meses dando un pésame con una sonrisa: una sonrisa externa, obligada, inconsciente, disciplinaria, muerta. Desde entonces desconfío mucho de las sonrisas.

“Las sonrisas sólo me interesan ya cuando vienen a ser, como alguna otra vez lo he dicho, el fulgor de un pensamiento solitario; de un pensamiento que tiene henchida del toda la conciencia, y se va escapando, manando, en breves vibraciones faciales. Entonces las sonrisas tienen el valor de una confesión, y hay que recogerlas con el ánimo tembloroso y codicioso. Pero, adquirido el hábito de distinguir estas sonrisas de las otras —de las sonrisas muertas—, ya no hay que preocuparse más; hay que pasar de largo. Dios escoge a los suyos: las buenas sonrisas se coleccionan solas. Por eso he dejado de coleccionar sonrisas desde hace algunos meses.

Además, hay ya muchos aficionados; el mercado ha perdido su su virginidad encantadora de antaño; entre la viciosa oferta y la excesiva demanda, los valores justos han desaparecido. Cualquiera mujer vende a precios fabulosos una sonrisa embustera, recién fabricada, pretendiendo que es una sonrisa Luis XIV o una sonrisa Directorio.

“Y no es que las falsificaciones carezcan necesariamente de valor, no. Hay, por ejemplo, sonrisas ‘sevillanas’, que valen por sí mismas mucho más que las de cuño oficial; las hay hechas por la noche en casa, de tapadillo, que no se pagarían con nada. Pero es que al verdadero coleccionador le puede gustar el artículo falsificado, a condición de que se lo propongan franca y expresamente como artículo falsificado. Yo tenía por ahí, arrumbadas en mi colección, dos o tres sonrisas completamente artificiales, hechizas, por las cuales he pagado varios años de adoración rendida. Pienso, entre los demás despojos de mi tesoro, legarlas a mis amigos para experiencia.

“Hay, sobre todo, algo que me inquieta: he dado en pensar que la sonrisa es una risa sin entrañas, una risa insalubre, sin eficacia vital; una risa que se ha vuelto loca y ha olvidado su propósito a medio camino, como flecha que se pierde en el aire. He dado en pensar que la sonrisa es una risa marchita, que ha crecido falta de luz y aire —planta blanquecina y sin sol—, anémica, raquítica, con unas piernecitas flacas y un cuerpo jorobadito; que la sonrisa es una risa de mal humor; una risa a la que tuercen el pescuezo a última hora: una ‘catarsis’ mancada, un desahogo que se arrepiente.

“Yo sé bien, en mi fuero interno, que todas éstas son malas ideas. Antes, en mi mejor época, aunque tales ideas me asaltaran, no me inquietaban ni hacían mella. Las tenía yo descontadas de antemano. Lo que me importaba era llegar a las almas colgado del hilo de araña de una sonrisa, como el amante que trepa hasta el balcón por las trenzas de oro de Ruiponche.

“Entonces solía yo perseguir con dolor la entrevista imagen de una Gioconda callejera, y era mi oración favorita aquella página de Pater dedicada a descifrar los mil y un sentidos del lienzo de Leonardo, de aquella insondable sonrisa, ‘siempre adornada con un toque siniestro’, perseguida siempre en múltiples tanteos juveniles en torno a los trazos del Verrocchio, que un día se deja aprisionar, adormecida al halago de las flautas de los bufones, como una paloma viva que cae, poco a poco, bajo el hipnotismo de la serpiente.

(Es más antigua que las rocas que la circundan; como el vampiro, ha muerto ya muchas veces y ha arrebatado su secreto a la tumba; y ha buceado en mares profundos, de donde trajo esa luz mortecina en que aparece bañada; y ha traficado en telas extrañas con los mercaderes de Oriente; y fue, como Leda, madre de la Elena de Troya y, como Santa Ana, fue madre de María; y todo esto no significa más para ella que el rumor de aquellas liras y flautas que la hacían sonreír, ni vive ya todo ello sino en la delicada insistencia con que ha logrado modelar sus rasgos mudables y teñir sus párpados y sus manos…)

“…Pero imaginad lo que sería una Mona Lisa exagerada, por la fatiga, en bruja ganchuda y rugosa: pues algo semejante ha venido a ser el misterio de la sonrisa para el coleccionador hastiado. Y cuando se llena uno de malas ideas, hay que cambiar de ambiente, de oficio. He dejado de coleccionar sonrisas, en busca de algo más serio, más directo, más cristalino.”

2. Ahora colecciono miradas

“Ahora colecciono miradas. Los ojos son unas ventanas por donde entra y sale la conciencia a toda hora. Hay conciencias de gusto amargo, y otras de gusto dulce. Las hay cálidas, las hay gélidas. Las hay que tienen el frío cariñoso de la primavera, o el calor discreto del nido. Todo eso se gusta por los ojos. Ese abandono de los ojos —ese “impudor”, exageraba Longino— nos cura un poco, nos revive un poco a los que estamos hastiados de descifrar sonrisas. Esa tremenda confesión de los ojos ha logrado al fin devolverme las emociones que me embotó el abuso de las sonrisas. Una mirada me sumerge en suaves delirios: “siembra mi corazón de estrellas”. Y, a poco de interrogarlas, no hay mirada que no responda: todas se entregan.

“Y voy, bajo los árboles de la primavera, como un Don Juan de las miradas, sorprendiendo, robando fuegos rojos, azules, fuegos castaños, fuegos grises. Las hay que convidan con la serenidad zarca de Atenea, y las hay que arrastran a la negra meditación del búho. Y éstas y las otras se me antojan: se me antojan imperiosamente como al sediento el vino.

“Cuando veo venir unos ojos abiertos (no todos los ojos abiertos están abiertos), de esos que van —sin saberlo— derramando el contenido secreto, hay algo que se estremece en mí: algo como un escozor de quemadura que quiere ser quemada otra vez. En este delicioso rebusco del dolor, “¡Quiero que me quemen esos ojos!”, digo al pasar. Y soy tan desdichado cuando pasan de largo, como Dante con su Beatriz, junto al puente aquel donde ella no quiso devolverle el saludo.

“Cuando yo muera y los médicos me abran el cuerpo para sacarme el alma, la van a encontrar llena de quemaduras del color de todos los ojos de las mujeres; si ya no es que encuentran un miserable puñado de cenizas: ¡toda se me habrá consumido en esta posesión imposible de las miradas, tonel sin fondo a los deseos! ¡Oh, dadme, dadme la mirada que fija y clava, la mirada que sacia como el vaso plenamente apurado!”

Alfonso Reyes, «El coleccionista», Calendario, Obras completas II, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, pp. 352-355.

Rubén Darío, genio municipal. Por Alfonso Reyes

Con todo,  yo tuve que hablar en una Glorieta de Madrid, en la última Fiesta de la Raza. Cuando sepáis que se trataba de bautizar esa Glorieta con el nombre de Rubén Darío, me perdonaréis mi alarde oratorio. Dije así:

Por delegación del Excelentísimo Señor Ministro de Cuba (a quien corresponde el derecho de antigüedad), toca al representante de México la honra inapreciable, de dar las gracias al Ayuntamiento de Madrid, en nombre del Cuerpo Diplomático hispano-americano —y seguramente interpretando él sentir de tantas naciones—, por la consagración que acabáis de hacer, señor Alcalde, de la Glorieta del Cisne, al alto poeta de los cisnes.

Pero habéis pronunciado, junto al nombre de Rubén Darío, otros nombres, para los americanos sagrados, que arrebatan mi atención a otra parte. Felicitémonos porque nos ha sido dable presenciar la hora en que las glorias de América pueden redundar en gloria de España. Renuncio a evocar siquiera la enorme suma de esfuerzos de comprensión que a uno y otro lado del mar ha hecho falta para que sea posible proponer, en la capital del orbe hispano, homenajes y recuerdos a los padres de América. Sois, españoles, ejemplares en la cordialidad generosa al reconocer y aceptar los valores humanos definitivos, así sean los del otro campo, y (según acabamos de verlo, por la vibrante carta de Grandmontagne) la misma severidad excesiva que adoptáis para juzgaros a vosotros mismos —heroica condición crítica de la mente, que alguna vez ha sido explotada en contra vuestra— se convierte en un extraño y viril desprendimiento, casi impolítico en ocasiones, siempre conmovedor y valiente, para reconocer, cuando es justo, la grandeza del contrincante. Habéis hecho, en la larga historia, un viaje a la tierra de las ambiciones y los poderes. Y estáis de regreso, entre el asombro de los que no siempre aciertan a entenderos, con una filosofía sencilla, en que muchas veces las contradicciones se avienen, formando una síntesis moral superior a los extravíos que todavía están costando a los pueblos lágrimas y sangre.

¡Feliz acuerdo el de consagrar en la Fiesta de la Raza un homenaje a la memoria del mayor poeta de la lengua durante los últimos siglos! Su nombre, desde hoy, queda incorporado a la vida diaria, callejera, de vuestra graciosa ciudad. Y, por justa paradoja y compensación, he aquí que convertís al solitario, al desigual, al rebelde y altivo genio, al pecador torturado y elegante, al león entre tímido y bravío, que de pronto se acobardaba y de pronto comenzaba a rugir, al melancólico que cruzaba la vida “ciego de ensueño y loco de armonía”, al hijo terrible de un Continente que es todo el un grito de insaciados anhelos, a nuestro Rubén Darío, el menos municipal de los hombres, en algo tan benéfico y manso como un Genio Municipal. Acógelo la divinidad que reina en las plazas y en las calles, y nosotros —buenos hijos de Roma— saludamos con ritos públicos, bajo el cielo de otoño, al héroe mensajero de las primaveras americanas.

La obra de Rubén Darío fue obra de concordia latina. América, desde la hora de su autonomía, venía padeciendo las dos circulaciones contrarias del ser que se arranca de la madre. Y mientras, por una parte, la expresión del alma española se purificaba en los mejores gramáticos que ha tenido la lengua —los americanos Andrés Bello, Rufino José Cuervo, Rafael Ángel de la Peña, Marco Fidel Suárez—, por otra se dejaba sentir una honda conmoción de sublevaciones más que juveniles: «¡Desespañolicémonos!», gritaba el argentino Sarmiento. «¡Desespañolicémonos!», gritaba el mexicano Ignacio Ramírez, en controversia contra vuestro gran Castelar… Éstos no eran independientes; no están aún desarticulados del centro hispano; eran todavía hijos adolescentes que se alzan contra las tradiciones y costumbres caseras, por su misma incapacidad de reformarlas a su gusto. Más tarde llegará la hora adulta, la hora ‘en que el americano pueda amar a España sin compromisos, sin explicaciones y sin protestas. La hora en que, sintiéndose otro, el hombre se siente semejante a sus familiares y como justificado en ellos. Los Dióscuros americanos Rubén Darío y José Enrique Rodó trazan, en trayectorias gemelas, esta elocuente declinación hacia España. Habéis escogido la más alta realización de América para sellar, con su recuerdo, la Fiesta de la Raza, y resulta que, de paso, habéis escogido el nombre de aquel en quien con más plenitud se expresa esta voluntad de amor a España por parte de una América ya emancipada y ya consciente de sus destinos. Porque ya no está a discusión —sino entre los necios y los sordos— el radical casticismo de Rubén Darío. “Francesismo”, se ha dicho. Y es verdad, porque Rubén Darío trajo a la masa de la lengua española, trajo a la atmósfera del alma española, cuanto el mundo tenía entonces que aprender de Francia. Acaso su condición de hijo de América le ayudaba a dar el salto mortal del espíritu. Nicaragua pesa sobre la mente mucho menos que España, y fue uno de los hijos más pobres el que se echó al mundo a conquistar, para toda la familia, las cosas buenas que entonces había por el mundo. Y un día volvió —hoy así lo vemos— cargado y reluciente de joyas, como un rey de fábulas.

En la gran renovación de la sensibilidad española, que precipita a América sobre España —donde España puede ya sacar el consuelo de sentirse reivindicada por los mismos a quienes se pretendía presentar como víctimas del error hispano—, Rubén Darío desató la palabra mágica en que todos habíamos de reconocernos como herederos de igual dolor y caballeros de la misma promesa. Poeta sumo, hombre vertiginoso, alma traspasada de sol, tramó con lo más íntimo de sus ternuras y lo más atronador de sus furores la escala de hexámetros de oro, el himno de esperanza más grande que vuela sobre las alas de la lengua:

¡Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda!

¡Espíritus fraternos, luminosas almas, salve!

Alfonso Reyes, «Rubén Darío, genio municipal», Glorieta de Rubén Darío, América, Obras completas IV, Fondo de Cultura Económica, México, 1956, pp. 318-320.