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Los gestos prohibidos. Por Alfonso Reyes

MÁS ALLÁ del preciosismo verbal, hay cierto preciosismo de los sentidos que se opone a la representación literaria de nuestros gestos animales. La teoría de las palabras “nobles” y de las palabras “innobles”, del admirable Longino, resulta sin duda discutible, por lo que pudiera tener de oculta ponzoña académica. Pero, cuando de actos se trata, ya no de palabras, el concierto es unánime; todos estamos de acuerdo en rechazar la alusión a ciertas pequeñas miserias, sobre todo en lo que el retórico llamaría “estilo elevado”: estornudar, toser, “ni hacer otras cosas que la soledad y libertad traen consigo”, decía Cervantes.

El genio pantagruélico puede dispensarse ciertas libertades. Y asimismo la Picaresca Española. A su “culta latiniparla”, que es su “preciosa ridícula”, Quevedo la enseña a decir todas las cosas llanas de mil modos enrevesados, para burlarse de los que huyen del pan, pan: vino, vino.

El bostezo —ese “aullido silencioso”, de Chesterton—a lo sumo puede inspirar bufonadas, como la de aquel muchacho de escuela que se entretenía las horas largas en la misteriosa ocupación de echar a volar un bostezo; y el bostezo, por simpatía no bien explicada aún, iba de una en otra cara, hasta que hacía presa en el maestro.

En el estornudo sólo se puede fundar un chascarrillo. Y véase, en cambio, la dignidad literaria del ruido animal que más se le parece: el relincho del caballo, que se oye, como en el piso bajo, en el fondo de algunas comedias de Lope y de Ruiz de Alarcón. Entre otros, un estornudo sublime conozco en la literatura: el de “Zaratustra” cuando se enfrenta de nuevo con la soledad y, cosquilleada por el aire vivo como por vinos espumosos, su alma “estornuda” y exclama gozosa: “!A tu salud!”

Ya la muerte del Rey don Sancho, herido a mansalva en ocasión de una materialidad tan humilde, es uno de los rasgos más típicamente crueles, más heroicamente prosaicos, del Romance Viejo.

Fuera de los cuentos licenciosos (como aquel del Conde de Benavente que dijo al que arrastraba la silla: “No le busquéis la consonante”), los gestos prohibidos rondan inútilmente el castillo de la literatura.

Pero el pañuelo —que, aunque evoca una pequeña servidumbre del cuerpo, ha venido a ser el símbolo de las despedidas románticas y se ha ennoblecido en grado máximo con la metáfora de las gaviotas—, el pañuelo que flota con austera belleza en el adiós de las mujeres pescadoras de Arteta— ¿sabéis que el pañuelo mismo fue, en un tiempo, cosa prohibida?

Hubo días en que los escritores y el público sentían así. ¿Un pañuelo en la literatura? ¡Despropósito! Y, sobre todo, ¿un pañuelo en un episodio trágico? ¡Abominación! Los franceses del siglo XVIII —Voltaire, Ducis— traducían a Shakespeare, pero lo expurgaban, lo reducían a la peluquería del gusto decente. Cuando Vigny se puso, con ánimo bravo, a parafrasear el Otelo, pudo burlarse ingeniosamente de sus predecesores. Y nos describe los aspavientos de la antigua Melpómene ante el pañuelo de Desdémona —este inocente rasgo casero del realismo…

En Zaïre —primera adaptación del Otelo— el vitando objeto es sustituído por una carta de la heroína que Orosmane llega a sorprender. Más tarde, el púdico Ducis reemplazará el pañuelo por un “bandeau de diamant”. Tartufo, al menos, había sentido el pudor de la ausencia del pañuelo, cuando, alargándole el suyo, decía a Dorina:

. . .Ah, mon Dieu! je voas prie,

Avant que de parler, prenez-moi ce mouchoir.

—Comment!

—Couvrez ce sein que je ne saurais voir. . . *

 

* Ver «Estornudos literarios», A lápiz, México, 1943, págs. 173-182.

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