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Respuesta. Por Alfonso Reyes

1º No sé, verdaderamente, cuál libro prefiero entre los míos. Así lo declaraba yo hace un par de meses al director de L’Amérique Latine, de París, y ahora lo repito al periodista de mi tierra que me interroga. Me interesan, de cierto modo especial, El suicida y El plano oblicuo, pero tampoco puedo olvidar a mis otros hijos. Yo siempre escribo bajo el estímulo de sentimientos —¿cómo diré?— constructivos. Lo que me deprime o me angustia nunca es fuente de inspiración en mí. Cada libro me recuerda un orden de estados de ánimo que me es grato, que me ha sido útil —íntimamente útil— dejar definido. Cuestiones estéticas, aunque escrito en la lengua tortuosa de la adolescencia, me recuerda las orientaciones fundamentales de mis estudios, mis primeros entusiasmos por los grandes libros. Cartones de Madrid es para mí, en su brevedad, toda una época de mi vida: la de mis alegres pobrezas. Los tomos de Simpatías y diferencias serán, a la larga, como un plano de fondo, como el nivel habitual de mis conversaciones literarias. Porque siempre estoy queriendo comunicar y cambiar ideas con los demás; y como no tengo ocasión de hablarlo todo, escribo lo que se me va acumulando. Es muy frecuente que el recuerdo de mis amigos me ande rondando al tiempo que me pongo a escribir. Hay, entre las mías, muchas páginas que llevan una dedicatoria entre líneas. De igual modo, tras de cada libro me aparece el cuadro de las emociones que lo empujaron, que lo produjeron. En mí, el razonamiento más clarificado y dialéctico procede siempre de un largo empellón de sentimientos que, a lo mejor, han venido obrando durante varios años. Así, cuando se me pregunta por un libro mío, corro el riesgo de contestar algo que no corresponde al libro en cuestión, sino a ese doble fondo invisible que las obras tienen a los ojos de su creador; a ese otro libro no escrito, de que el libro publicado es sólo un efecto final, un hemisferio visible; a ese libro fantasma que nunca conocen los lectores, y que los críticos nos esforzamos a veces por adivinar. (Me figuro, por lo demás, que otro tanto acontece a todos.) Pero, por regla general, libro escrito es deseo apagado. Esta ansia inagotable de encontrar sentido a nuestra vida, de hacer, con la materia fugaz de la conciencia, un ser congruente y objetivo, un poema; esta ansia, no bien acabamos una tarea, busca nuevos rumbos y aspira hacia la confusa obra en gestación. Es un anhelo que se parece tanto al amor. Los físicos demostrarían fácilmente que, cuando llega el apremio de escribir, hay palpitaciones cardíacas semejantes al sobresalto amoroso, e iguales descargas de adrenalina en la entraña romántica. Hoy por hoy, no sé ya qué pienso de mis libros escritos. Estoy ocupado, torturado y gozoso, con los que llevo dentro.

¿Qué fin persigo al escribir? Me guía seguramente una necesidad interior. Escribir es como la respiración de mi alma, la válvula de mi moral. Siempre he confiado a la pluma la tarea de consolarme o devolverme el equilibrio, que el envite de las impresiones exteriores amenaza todos los días. Escribo porque vivo. Y nunca he creído que escribir sea otra cosa que disciplinar todos los órdenes de la actividad espiritual, y, por consecuencia, depurar de paso todos los motivos de la conducta. Ya sé que hay grandes artistas que escriben con el puñal o mojan la pluma en veneno. Respeto el misterio, pero yo me siento de otro modo. Vuelvo a nuestro Platón, y soy fiel a un ideal estético y ético a la vez, hecho de bien y de belleza.

¿Obras en preparación? Eso es una cuestión doméstica. Yo acostumbro cerrar las persianas para estas cosas. Hablemos más bien de las obras de próxima publicación; es decir, ya dadas a la imprenta. Dejé en Madrid los originales de un libro de ensayos breves que se llama Calendario, el apunte cotidiano en la hojita de papel. Mi amigo Díez- Canedo me hace el favor de corregir las pruebas. Quien haya hecho otro tanto para el libro de un compañero, sabe lo que debo a este hombre sin par. Dejé también en manos de Rafael Calleja un poema dramático en verso libre, Ifigenia cruel, cuyas pruebas fueron ya revisadas por mí. Los último cuidados quedan al amigo Rafael, que, además de un editor excelente, es un fino hombre de letras. Me es muy grato no poder hablar de mis trabajos sin nombrar a mis amigos. Al cabo —decía Stevenson— toda obra impresa es como una carta circular dirigida a nuestros amigos.

4º No sé cuál será mi mejor poesía. Tengo, de algún tiempo a esta parte, cierta predilección por el Descastado, acaso porque me parece una poesía sincera y personal. La he publicado a renglón seguido, sin disposición de versículos, por razones de comodidad objetiva, y porque cada párrafo de ella, por llamarlo así, quiero que revele a los ojos su unidad interior. Pero el oído habituado percibe fácilmente ritmos y cadencias más allá de la regularidad métrica. Esta poesía no representa, afortunadamente, mi estado de ánimo habitual, sino el de un momento de caprichosa melancolía, de mal humor casi, en que sentí dentro de mí algo como la guerra civil psicológica que a todos nos amenaza, y más a los hijos de pueblos en que hay mezclas o mestizajes relativamente recientes. Me interesan más, como es de suponer, otras composiciones de nueva fábrica, pero inéditas todavía, de que aún no tengo derecho a hablar. El libro Huellas, en que aparece el Descastado, es un libro poco construido, donde establecí divisiones caprichosas que sólo sirven para desorientar al lector, cuando sólo debí hacer dos partes: lo viejo y lo nuevo. Pagué allí el pecado de no haber ido recogiendo y publicando los ciclos poéticos en el momento mismo en que se producían. Y a pesar de los abnegados esfuerzos de Genaro Estrada, ni él ni yo logramos evitar por todo el libro una viciosa vegetación de erratas. El primer ejemplar que cayó en mis manos me obligó a meterme en cama, en estado de verdadera postración nerviosa. Ventura García Calderón decía, en París: “Nuestro amigo Reyes ha publicado un libro de erratas acompañadas de algunos versos.”

Me cuidaré, en adelante, de dar más unidad a los libros de versos. Y tanto mejor si llegara a conseguir que cada libro fuera un poema.

México, junio de 1924.

 

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22 de febrero de 1926: nace Miguel León-Portilla

Un 22 de febrero de 1926 nace Miguel León-Portilla, historiador mexicano, destacado antropólogo por su conocimiento sobre la cultura náhuatl; eminente profesor e investigador de importantes universidades nacionales y extranjeras, miembro de academias como la de Historia y de la Lengua. Entre sus obras destacan “La filosofía náhuatl”, “La visión de los vencidos” y “Tonantzin Guadalupe”, traducidos a varios idiomas.

Se puede escuchar a Miguel León-Portilla hablar sobre su vida y obra en el programa “Letras y voces” en conversación con Adolfo Castañón, transmitido en 2015:

https://www.imer.mx/22-de-febrero-de-1926-nace-miguel-leon…/

En agosto de 2018, a propósito del Día Internacional de los Pueblos Indígenas y con la claridad que le caracteriza, el maestro de generaciones dijo: “Exhorto a todos los que tengan un ancestro náhuatl, zapoteca, purépecha, maya o ñañu, o de cualquier pueblo, que a sus hijos les conserven la lengua. A veces, antes les daba vergüenza hablarlas porque les decían ‘indio’… que te digan indio, que te digan pueblo originario, ¡es una cosa ma-ra-vi-llo-sa!”.

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Teoría y práctica. Por Alfonso Reyes

DE TIEMPO en tiempo nos lo aseguran: la gran enfermedad de esta cultura de Occidente que nos ha criado a los pechos, la enfermedad congénita de que ella habrá de morir, es el haber dividido el mundo fatalmente en dos: a un lado la teoría, a otro la práctica. Y los maestros de teoría afirmamos de tiempo en tiempo que ambos órdenes se confunden. En el fondo, lo que quisiéramos es adueñamos maliciosamente de la práctica, que casi siempre se nos va de las manos. Por eso le negamos entidad propia, autonomía. Y sin embargo, todos los días la práctica nos da con la puerta en las narices, nos deja fuera y sigue viviendo tan contenta, sin necesidad de nosotros. Desde mitad de la calle, oímos sus risotadas y envidiamos sus fiestas.

¿Pues sabían ustedes que el pueblo conquistador por excelencia en la antigüedad; el que ocupó mayores extensiones y territorios, y todos los ligó a la metrópoli con un sistema de carreteras y correos que todavía nos asombra; en suma, el que más practicó la geografía —el pueblo romano— fue el que menos contribuyó al desarrollo de la teoría geográfica? Fuera del derecho, se conformó con la ciencia que heredó de Grecia. La Historia Natural de Plinio el Viejo, obra -voluminosa y absurda, indigestión de noticias ciertas y falsas, datos reales y patrañas amontonados sin criterio; pero fuente inestimable en su confusión, que servirá de base al saber medieval; contribución la más importante que Roma dio a la geografía teórica, nos permite formarnos una idea de los extremos que pudo alcanzar la ignorancia de las cosas terrestres entre aquellos hombres que dominaron prácticamente la tierra entonces conocida.

Figúrense ustedes que un marino griego, un tal Hipalo, allá por el siglo —es decir, estricto contemporáneo de Plinio—, había aprendido de los árabes el secreto de los monzones que soplan periódicamente sobre el Océano Índico. El precioso descubrimiento permitió a los navegantes atreverse por aquel mar “con conocimiento de causa”, y cruzarlo tranquilamente en vez de pegarse a las costas árabes y persas en su tránsito para la India; con lo cual el tráfico comercial de Roma ganó en un ciento por ciento. Era de creer que Roma supiera lo que pasaba, y sobre todo el sabio de Roma, Plinio el Viejo. Pero he aquí que Plinio lo ignoraba todo a tal punto que, “habiendo oído campanas” como dice el vulgo, se creía que ¡“hipalo” era nada menos que un viento marítimo! . . – ¡Para que luego le cuenten a uno!

VI-1948.

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Martí a la luz de la nueva física. Por Alfonso Reyes

LA NUEVA física nos ayuda a entenderlo mucho mejor de lo que pudieron entenderlo sus contemporáneos. Martí era un ser en estado radiante. Aun cuando no hubiera muerto en Dos Ríos, tenía que desaparecer pronto, por una como disgregación atómica. Por eso su vida es apresurada: todas las simpatías y los amores, todos los estímulos del mundo se dieron cita en su corazón, atropellándose por entrar. Una existencia así no se puede soportar mucho tiempo, a menos de enloquecer o huir a la gloria y apagarse como lo hizo el pobre Rimbaud.

Que en tan corta vida haya podido hacer cuanto hizo —ser ese escritor que parece llenar un siglo o más de literatura, ser ese amigo de todos y ese hombre único que fue, ser el político, el combatiente, el héroe— raya en milagro, de veras que raya en milagro.

Entre otros afanes implacables, lo consumía la sed de escribir, de dar a los instantes forma durable —como en el prólogo del Fausto dice el Señor—; y cada día descubrimos nuevos yacimientos de su obra, hasta verdaderas minucias (pero nunca insignificancias), hebrillas de oro que andan flotando por ahí: tal esa antología de curiosidades periodísticas ha poco aparecidas en Caracas (Sección constante, 1955).

A la velocidad externa de su vida corresponde con perfecta adecuación la velocidad interna de su pensamiento. ¡Iba tan de prisa! No tenía más remedio que escribir a las volandas, todos los días, todas las horas, todos los instantes: traía este encargo del Creador, y no quería irse sin cumplirlo. Se puede escribir a las volandas y escribir, como él, muy bien y con singular donosura, siempre que haya liebre para el guiso, porque donde naturaleza no da, ni siquiera Salamanca aprovecha. Y de aquí su estilo, sólo explicable por esta singular condición: estilo de continuos disparos, de ondas cortas, ultracortas, que son las más rígidas y penetrantes; de aquí su estilo de ametralladora.

En el Misántropo, ‘Alcestes’ ha dicho a ‘Orontes’: “El tiempo no hace al caso.” Se engaña: el tiempo hace al caso en ciertos casos, y a propósito de Martí es mejor decir el tempo, en el lenguaje de los músicos.

Por su ardor sin desmayo —fuego al rojo azul— y por su buena puntería de arquero, él realizó esta paradoja: dar ejemplo de lo que puede llegar a ser la precisión tropical, aunque bufen los que nos ignoran. Cuando pasa Martí a caballo (o “a pegaso”), todo a su alrededor, parece dormido e indeciso. La belleza martiana no teme siquiera el movimiento qui déplace les lignes, porque el suyo no es un movimiento ordinario, sino una vibración cósmica que escapa a los ojos normales: es la danza browniana, es la zarabanda atómica. Los electrones se agitan a 2 200 kilómetros por segundo, y no nos percatamos de ello. Las pirámides de Egipto allí están contemplándonos desde el fondo de todos los siglos que quiera el general Bonaparte y, sin embargo, no hacen más que temblar por dentro.*

24-XI-1958.

* Ver “El amor de los libertadores” en la 2a serie de mis Marginalia.

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El vendedor de felicidad. Por Alfonso Reyes

COMO en el verso de Rubén Darío, “fue en alguna extraña ciudad”. El nombre no importa. Basta saber que era una de esas horas en que todas las cosas parecen irreales. La gente iba y venía y nadie hacía caso de un vendedor ambulante que anunciaba alguna mercancía invisible. Temí que fuera uno de esos traficantes en tentaciones vulgares. Era hombre de edad indefinida. En sus ojos había muchos siglos de malicia y, de repente, destellos de juventud y candor. La curiosidad me atrajo.

—Vendo —me dijo— el secreto de la felicidad. Vendo la felicidad por cinco centavos, y nadie quiere hacerme caso.

—Buena mercancía en los tiempos que corren —le contesté— y sin duda en todos los tiempos. Pero los hombres somos desconfiados por naturaleza. Un negocio demasiado bueno nos pone recelosos. “No caerá esa breva”, decimos, y nos alejamos llenos de dudas. Santiago Rusiñol salió por la plaza de un pueblo de Cataluña un día de feria, disfrazado de campesino. Quería probar la estupidez humana. Llevaba una cesta llena de “duros”, monedas de a cinco pesetas, y anunciaba que vendía duros a tres pesetas. Todos se detenían un instante, examinaban los duros, los mordían, los hacían sonar sobre el suelo, y no se decidían a comprarlos. No hubo uno solo que creyera en la felicidad.

—Sin embargo —me dijo el vendedor ambulante—, por cinco centavos bien vale la pena de probar. ¿Se atreve usted?

Me atreví. Nos sentamos en el umbral de una puerta. Y mi embaucador comenzó:

—No voy a venderle a usted un sermón moral o religioso. Si usted es hombre de sólidas bases religiosas o morales, mi secreto no le sirve a usted para nada, porque entonces cuenta usted con sostenes superiores al anhelo de felicidad práctica. No quiero defraudarlo a usted. Mi mercancía sólo aprovecha a los escépticos absolutos.

—Pues yo soy uno de ellos —le dije, por seguirle el humor y para conocer el fin de la historia—. Estoy asqueado de la humanidad, lo que hoy por hoy no tiene nada de insólito. Es posible que la vida humana esté llamada a mejorar después de la catástrofe que hoy presenciamos. Pero eso no puede consolarme. Lo que me importaría es ser feliz yo mismo, en mi existencia actual y en el tiempo que me ha tocado. Y mi disgusto por cuanto veo y experimento ha asumido tales proporciones, que declaro, sin paradoja, que cuanto existe, el universo, la creación, han comenzado a incomodarme.

—Entonces usted es mi hombre, mi comprador ideal —me dijo el mago—. Me guardo sus cinco centavos y le doy en cambio mi receta: suicídese usted.

—¿Y eso es todo lo que tenía usted que decirme?

—Calma, no se impaciente, no he acabado. El valor de mi consejo está todo en el procedimiento. Hay muchos modos de suicidarse. El que yo propongo es el siguiente: suicídese usted mediante el único método del suicidio filosófico.

—¿Y es?

—Esperando que le llegue la muerte. Desinterésese un instante, olvídese de su persona, dése por muerto, considérese como cosa transitoria llamada necesariamente a extinguirse. En cuanto logre usted posesionarse de este estado de ánimo, todas las cosas que le afectan pasarán a la categoría de ilusiones intrascendentes, y usted deseará continuar sus experiencias de la vida por una mera curiosidad intelectual, seguro como está de que la liberación lo espera. Entonces, con gran sorpresa suya, comenzará usted a sentir que la vida le divierte en sí misma, fuera de usted y de sus intereses y exigencias personales. Y como habrá usted hecho, en su interior, tabla rasa, cuanto le acontezca le parecerá ganancia y un bien con el que ya usted no contaba. Al cabo de unos cuantos días, el mundo le sonreirá de tal suerte que ya no deseará usted morir, y entonces su problema será el contrario. Voy a darle a usted un ejemplo que encuentro en un autor predilecto. Usted, en su actual situación, ¿qué atención puede prestarle a un hacha de mano? Pero si usted fuera Robinsón, el náufrago, el que todo lo ha dado ya por perdido al rodar sobre la playa desierta ¿se imagina usted la alegría de rescatar una hacha? Pues aplíquelo usted a las cosas que le rodean, y hasta a los objetos que lleva en los bolsillos, el reloj y la pluma.

Medité un instante, y repuse:

—Tome usted otros cinco centavos, porque después de esto, voy a necesitar que me venda usted otra receta cuando, enamorado de la vida, vea venir la muerte con terror.

Cadena “Anta”, México, V-1943.

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