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El nombre de don Alfonso Reyes evoca, no solamente el del "maestro, el mexicano universal... renovador de la prosa castellana” al decir de Borges. También el de un polígrafo infatigable, autor de una obra vastísima, elegante y compleja, creador no sólo de una obra sino de “toda una literatura”. De esta manera establece Octavio Paz la dimensión de la obra alfonsina. Entendámonos, Reyes no es un simple escritor, sino todo un sindicato, una legión de escritores encarnados en una sola persona. Narrativa, ensayo, crítica, teoría e historia literaria, filosofía, divulgación de la ciencia, memorias, dramaturgia y poesía son algunos de los cauces principales que desembocan en el mar de la Cátedra Alfonso Reyes en Cuernavaca www.catedrareyes.org

La cultura Alfonsina: todo lo sabemos entre todos. Por Carolina Moreno

Alfonso Reyes fue un hombre nacido para las letras. Su vocación creadora fue certera y decidida. Desde su primer trabajo publicado cuando tenía sólo quince años hasta su muerte, el “mexicano universal” —al decir de Jorge Luis Borges— creó una obra monumental en su extensión, compleja en sus derivaciones, ascendente en el espacio y en el tiempo. Nada de lo relativo al hombre le fue indiferente. Sus escritos abarcaron diversas disciplinas: arte y ciencia, filosofía y política, literatura e historia, sociología y economía; la profusión de su pensamiento se manifestó en artículos y ensayos, críticas y teorías, cuentos y fábulas, poemas y obras dramáticas. Polímata y polígrafo, Reyes no sólo fue un creador de una obra, sino de “toda una literatura” —como dice Octavio Paz; no fue un simple autor, sino todo un grupo de escritores representado en una sola persona.

La edición de las Obras completas de Reyes duró treinta y ocho años: los primeros doce volúmenes estuvieron bajo el cuidado del propio autor; luego, el poeta y erudito nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez editó nueve y finalmente su discípulo y amigo José Luis Martínez ultimó la edición de los cinco restantes para alcanzar así los veintiséis tomos. Un total de 13, 404 páginas componen el legado alfonsino; herencia a la que se suma el Diario, las ediciones críticas, los epistolarios, los informes y escritos diplomáticos, las traducciones en verso y prosa; además de las antologías y selecciones que han ido surgiendo desde los años en que Reyes vivió; así como las cátedras, conferencias, discursos, entrevistas, estudios, grabaciones, obras críticas que suman Páginas y Más páginas; sin dejar a un lado el trabajo realizado en El Colegio de México y El Colegio Nacional, instituciones que contribuyó decididamente a crear. El “Erasmo americano” —como lo nombra Julio Cortázar— fue un intelectual de todas las horas y de variadas empresas; hombre dotado de un raudal de impulsos y virtudes, cuya obra es una “hazaña de la voluntad y de la imaginación”.

Si bien es cierto que la obra alfonsina desconcierta por su amplitud y parece sugerir dispersión, nada hay más alejado de la verdad. Reyes reivindica en su legado la voluntad de unificar: “todo lo sabemos entre todos”, repitió con insistencia. La unificación no estanca: facilita el movimiento; establece un sistema regular de conexiones. Los distintos órdenes del saber se interrelacionan, unas disciplinas ayudan a las otras con el propósito de establecer vasos comunicantes. Y cuando la inteligencia trabaja como agente unificador se llama cultura. Más allá de las especialidades y profesiones limitadas que la época contemporánea obliga dada la multiplicación de conocimientos y de técnicas, al humanista le corresponde ejercer “la profesión general del hombre”.

Para Reyes, el humanismo —antes que restringirse al estudio de la Antigüedad clásica, a un cuerpo de conocimientos o a una escuela— establece una orientación. El humanista, dueño de una cultura no limitada por la excesiva especialización, propenso al estudio de otras disciplinas que le permitan conocer mejor la propia, ávido de mantenerse informado sobre los avances del conocimiento en general, orienta su saber y experiencia al servicio del bien humano; orientación que no debe confundirse con el humanitarismo, actividad filantrópica con un ámbito de aplicación muy diferente. La orientación del humanismo sólo puede ejercerse plenamente en libertad; y no sólo la libertad política, sino también la libertad del espíritu y del intelecto: libertad de sentirse hijos de la cultura, como bien recuerda Pedro Henríquez Ureña.

Retrato de Alfonso Reyes. Por Carlos Pellicer

I
La palabra a la mano y en la mano
toda la flor de la sabiduría.
Era un bosque y hablaba como el día;
noche de lucidez tuvo su arcano .

Fue como un príncipe republicano;
un diamante de toda garantía.
Un diamante engarzado en la alegría
de tener siempre cerca lo lejano.

Si de la Poesía los confines
alcanzó, los antiguos paladines
le vieron junto al mar armando el viaje

que entre sirenas y constelaciones
colocó, a la manera de un paisaje
lleno de misteriosas relaciones.

II

En el espacio de una perla, cabe;
es todo el mar y sólo es una gota.
Escribe con ternura de gaviota
Poniéndole la sal a su jarabe.

Hay un rincón en el que todo cabe:
el arpa abandonada y lo que brota
de tanta soledad. De odio, ni jota.
Nada que la armonía menoscabe

Si con los ojos la palabra hechiza
y sonríe al mirar, su voz maciza
de pájaro barítono clarea.

¡Ay, Alfonso, qué hermoso haber estado
contigo tantas veces! Lisonjea
toda una vida haberte siempre amado.

III

Si sacar las palomas del sombrero
aun cuando en el sombrero no hay palomas …
Esto fue así ¿no es cierto? Las palomas
a veces fueron águilas primero.

Toda Tenoxtitlán y todo Homero
y diagonales límpidas de aromas.
y las Grecias, las Francias y las Romas
le dieron de sus luces el lucero.

Si Góngora y el Cid —alma y diadema—
diéronle conjunción y no dilema;
si habitar el idioma fue su silla

y comprender, el drama de su juego,
Alfonso Reyes, hombre y maravilla
tuvo del solla luz y el amor ciego.

Las Lomas, junio 4 y 5 de 1960

Revista Sur (1931) en línea

Los primeros números de la revista Sur, una de las publicaciones más emblemáticas de la Argentina del siglo XX, ahora se pueden consultar en internet. La Biblioteca Digital Trapalanda publicó fotos de gran calidad de los primeros 15 números, verdaderas joyas literarias.

Historia

Sur apareció en 1931, bajo la dirección de Victoria Ocampo. La integró un consejo integrado por notorias personalidades de la literatura universal: Ernest Ansermet, Drieu La Rochelle, Leo Ferrero, Waldo Frank, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Jules Supervielle y José Ortega y Gasset; su consejo de redacción por Jorge Luis Borges, Eduardo J. Bullrich, Oliverio Girondo, Alfredo González Garaño, Eduardo Mallea, Maria Rosa Oliver y Guillermo de Torre.

Fue el pensamiento de Victoria, el que le dio a la publicación su toque de originalidad y vanguardismo que le valió ser considerada una de las principales revistas literarias en lengua española  de su época. La revista se convirtió en un referente obligado de la cultura argentina.

Consulta de la revista Sur en línea:

http://trapalanda.bn.gov.ar/jspui/handle/123456789/11371?page=1

Ifigenia cruel. Por Alfonso Reyes

Ifigenia Cruel es uno de los poemas clásicos de nuestras letras. Clásico en el sentido en que lo son Sindbad el Varado o Muerte sin Fin, y no sólo por su referencia griega. Junto con otros trece o catorce poemas, constituye lo que Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-1959), dejó de perdurable en poesía, a la altura de su vasta obra de polígrafo, la obra de mayor dimensión de nuestras letras (es bueno recordar esto ahora, cuando en nuestro país la inteligencia y la cultura se confunden con muchas cosas).
Reyes dedicó algunas páginas para justificar este espléndido poema dramático. No eran necesarias, pero constituyen una de las interpretaciones más nítidas que sobre el poema pueden hacerse. El tema es el sacerdocio de Ifigenia en Táuride. En Eurípides, Ifigenia se
vengaba de lo padecido en Áulide; en Reyes, lo hace sin venganza y sin memoria. En Eurípides, su hermano la cree inmolada; en Reyes, viene en su busca, pues sabe que está ahí. En Eurípides, el monarca es bárbaro; en Reyes, es sabio y compasivo. En Eurípides, Ifigenia regresa como sacerdotisa de la diosa; en Reyes, regresaría para desposarse con otro y asegurar descendencia, ya no como virgen sagrada.
Además de esta diferencia, hay una dualidad permanente en el poema de Reyes, que lo hace un poema fundamentalmente moderno. No acosa a Ifigenia el pasado, sino su conciencia; la acosa una oscura sensación de no ser sólo ella, sino también la otra, la que
recuerda subterráneamente, sin compartirse. En hechos sangrientos vive, creyendo que nace; así recuerda que en sangrientos festines ha nacido: su linaje nuevo es como el antiguo. Ella olvida, pero después recuerda lo que Orestes ignora; el olvido tiene más recuerdos que nosotros. Ella debió morir, pero vive; debió ser sacrificada, y es sacrificadora; es el castigo para los que a esas playas llegan y, sin embargo, es la castigada. Se divide ella misma entre la imaginación, poblada de fantasmas, y la lealtad del cuerpo (división difícil de plantear en una Ifigenia antigua). Su cuerpo fue leal con ese pueblo bárbaro; su deseo, con su linaje. Ella, la sacerdotisa, fue conminada por su hermano a descender de ese desdoblamiento y ser mujer, ser madre, ser cuidadora de su telar familiar. Se le pidió que fuera lo opuesto, no la que mata, sino la dadora de vida. Ifigenia se negó a hacerlo. Más parece con esto una versión suavizada de una diosa mexicana, dadora de muerte, que la sacerdotisa griega que en Eurípides retorna amorosa a su país.
Ahora bien, el punto central del poema es cómo llega Ifigenia a ser libre. Ya abriste pausa en los destinos, dice el Coro cuando lo ha logrado. Tal libertad no lo fue de lo sangriento; tampoco de su linaje; tampoco de la diosa, del país o de Orestes: su libertad consistió no en haber detenido los sangrientos hechos de los hijos de Tántalo, sino en aceptarlos, en continuarlos aún, resistiéndose a convertirse en madre de muchos hijos. En sí misma reunió los sacrificios antiguos con los suyos, elevados ya a rituales: su libertad fue haber
elevado la muerte a un altar, a una sacralidad. Reyes creyó haber expresado otra cosa: la superación de hechos políticos dolorosos en su familia, pero se engañó. Lo que pudo lograr fue que esos hechos permanecieran en las manos sangrientas de Ifigenia sacralizados, voluntarios. En Eurípides, Ifigenia logró el deseo de Reyes; en este poema, lo rechazó. Y el acto de libertad no provino de una emancipación de su familia: no fue la salvación de su familia o estirpe, sino de ella misma respecto a la otra, la oscura que por fin llegó a mostrarse ante las palabras de Orestes: la que apartó, la que expulsó de sí misma para quedar libre, vencida por el peso propio de la sangre de los sacrificados, defendida y oculta en el templo, cual virgen cruel, sola, amando este bárbaro país donde los sacrificios humanos continúan.

CARLOS MONTEMAYOR

Texto disponible en:

http://www.materialdelectura.unam.mx/images/stories/pdf5/alfonso-reyes-50.pdf

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La originalidad. Por Alfonso Reyes

Se nos dice que una de las ideas motrices del Romanticismo fue la preocupación por la originalidad, entendida como fin en sí, como meta directa… ¡y es un by-product!

Aunque tal angustia hace crisis en los extremosos, tanto que todos acaban por resultar triviales, habría que meditar mucho la sentencia de un maestro ultra, Lautréamont, quien dice que el milagro no puede ser obra individual, sino sólo colectiva. Ya lo sabíamos por el coro de sátiros, a cuya solicitud multánime aparece el dios, y funda la tragedia.

De donde, por largo rodeo, la teoría de la «pintura al collage» de Aragón. Tal teoría es aplicable a las letras, sobre todo en las apariciones o milagros. No escribimos entre todos el Quijote, claro es —aunque si en mucha parte—; pero, en cambio, la Ilíada… ¡Alto! Este ejemplo nos corrige y da a la idea su propio dibujo. Homero combina y organiza, pero es uno. No entendamos groseramente la doctrina. No se trata de collage, sino de absorción, digestión, refundición de los temas tradicionales. Toda creación es re-creación y recreación.

Alfonso Reyes, «La originalidad», De viva voz, Obras completas VIII, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, pág. 207