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Revista Sur (1931) en línea

Los primeros números de la revista Sur, una de las publicaciones más emblemáticas de la Argentina del siglo XX, ahora se pueden consultar en internet. La Biblioteca Digital Trapalanda publicó fotos de gran calidad de los primeros 15 números, verdaderas joyas literarias.

Historia

Sur apareció en 1931, bajo la dirección de Victoria Ocampo. La integró un consejo integrado por notorias personalidades de la literatura universal: Ernest Ansermet, Drieu La Rochelle, Leo Ferrero, Waldo Frank, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Jules Supervielle y José Ortega y Gasset; su consejo de redacción por Jorge Luis Borges, Eduardo J. Bullrich, Oliverio Girondo, Alfredo González Garaño, Eduardo Mallea, Maria Rosa Oliver y Guillermo de Torre.

Fue el pensamiento de Victoria, el que le dio a la publicación su toque de originalidad y vanguardismo que le valió ser considerada una de las principales revistas literarias en lengua española  de su época. La revista se convirtió en un referente obligado de la cultura argentina.

Consulta de la revista Sur en línea:

http://trapalanda.bn.gov.ar/jspui/handle/123456789/11371?page=1

Ortega y Alfonso Reyes (Una relación intelectual con América al fondo). Por Antonio Lago Carballo

Cuando en 1992 publiqué en Ediciones de Cultura Hispánica una Antología de Alfonso Reyes, sin duda alguna la figura intelectual de México más relevante de la primera mitad del siglo XX, le envié un ejemplar a mi amigo José Ortega Spottorno, quien poco después me hizo llegar el libro que acababa de publicar, Historia probable de los Spottorno, con una dedicatoria en la que decía que era un «canje de Reyes por Spottornos». No pasó mucho tiempo y un día me anunció que estaba dando vueltas al propósito de escribir otro libro, éste acerca de los Ortega, para cuya redacción estaba acopiando papeles y recuerdos. Meses después me dijo que, dado mi conocimiento de Alfonso Reyes, me agradecería le diese las citas y referencias relativas a la relación que el humanista mexicano había tenido con don José. Cumplí su encargo y de vez en cuando le preguntaba por la marcha del libro, cuando nos encontrábamos en las conferencias de Pedro Laín en los cursos que nuestro común y admirado amigo daba bajo los auspicios del Colegio Libre de Eméritos.

Pasó algún tiempo y una tarde me confesó que le preocupaba el estado de su salud y me habló de su deseo de terminar cuanto antes el libro sobre los Ortega. En una carrera contra el tiempo, me dijo que había preferido ceñirse a lo que estimaba esencial en la biografía de su padre, lo que le había llevado a cortar referencias no sustanciales. Y en efecto, en su excelente libro, aparecido con carácter póstumo en la primavera de 2002, sólo una vez figura el nombre de Alfonso Reyes. Cuento todo esto porque pienso que quizá tenga interés reseñar en qué consistieron las relaciones entre los dos excelentes escritores. Son tantas y de tanto interés las referencias del mexicano hacia el autor de La rebelión de las masas, que creo no resulta superfluo el empeño de dar cuenta de ellas *.

Alfonso Reyes llegó a Madrid a finales del año 1914, tras haber cesado en el puesto diplomático que desempeñaba en París desde mediados del año anterior, para el que había sido nombrado por el gobierno mexicano, tras la muerte violenta, el 9 de febrero de 1913, en plena confusión revolucionaria, de su padre, el general Bernardo Reyes, con ocasión de una acción militar de asalto al Palacio Nacional contra el presidente Madero.

Sin medios de fortuna, los primeros tiempos de Reyes en Madrid, al principio sólo y enseguida con su esposa e hijo, fueron muy difíciles. Vivía tan al día que una mañana, sin un céntimo, salió a buscar fortuna, «sin duda esperando que algún pájaro del Señor me trajera la media torta como a San Antonio. Crucé el tercer patio, el segundo patio, el primer patio… y al pasar frente al cuarto de los porteros, estos me entregaron una tarjeta… La tarjeta era de don Luis Ruiz Contreras [a quien había conocido en una cena en casa de Mme. Carcassone]. Fui a verlo». Y Ruiz Contreras le encarga la traducción de una historia de la guerra europea. Y, con insólita generosidad de editor, le dice: «Viene el invierno y usted necesita calentarse: aquí está el pago adelantado».

Poco a poco Reyes fue entrando en la vida literaria y cultural de Madrid. Comenzó a frecuentar el Ateneo, del que entonces era secretario Manuel Azaña, y a iniciar su amistad con Díez-Canedo, Pedro Salinas, Moreno Villa… Fue Díez-Canedo quien lo presentó en la editorial La Lectura, y allí conoció a Juan Ramón Jiménez, Comienzan los encargos: en La Lectura le encomiendan la preparación de un volumen con el teatro de Ruiz Alarcón, y Saturnino Calleja, hasta entonces editor de los famosos cuentos infantiles, le pide prólogos y notas críticas para el Libro de buen amor, para Quevedo, para Lope, para Baltasar Gracián… Por entonces, «la noble amistad de José Ortega y Gasset me valió desde el primer momento, asociándome primero al semanario España, después a El Imparcial y finalmente a El Sol», escribió Reyes en el prólogo a su libro Vísperas de España. Y cuando Ortega funda la Revista de Occidente también requiere la colaboración de Reyes, que publica en el primer número, que apareció en julio de 1923, un artículo acerca del poeta José de Espronceda.

En el semanario España, con su compatriota Martín Luis Guzmán –y bajo el seudónimo compartido de «Fósforo»– Reyes publicó notas sobre el cinematógrafo, tarea en la que les había precedido el filólogo Federico de Onís.

En El Imparcial –animado por Ortega, que le dijo: «El secreto de la perfección está en emprender obras algo inferiores a nuestras capacidades»– escribió una serie de crónicas cinematográficas, iniciadas el primero de junio de 1916. Su relación con Ortega se afirma cuando, tres años más tarde, éste le encarga que dirija y escriba en la página que los jueves publicaba el diario El Sol, dedicada a historia y geografía, para lo que Reyes pidió la colaboración de Juan Dantín Cereceda para los asuntos geográficos. Buena parte de los extensos artículos publicados, desde 1918 a 1920, en las páginas de El Sol, los recogería Reyes en sus libros Simpatías y diferencias, Historia de un siglo y Las mesas de plomo. Precisamente en la cuarta serie de Simpatías y diferencias reunió Reyes tres apuntes sobre Ortega y Gasset: el primero fechado en 1916, el siguiente en 1917 y el tercero en 1922. El primero arranca con una afirmación definitoria: «José Ortega y Gasset se destaca entre la juventud española con un ademán de paladín. Aplicando a la crítica literaria el tono patético de la historia, pudiéramos decir que es el héroe». Y a renglón seguido un largo y explicativo párrafo:

En él, como en muchos, hay una bifurcación interior, más o menos inconfesa o reconocida, y comparte su actividad entre dos vocaciones: la oficial y la personal, para decirlo de algún modo. ¿La oficial? Él es catedrático de Filosofía en la Universidad Central, y dirige una sección de investigaciones en el Centro de Estudios Históricos, ¿La personal? La personal es la literatura. ¿Tengo que añadir que, sin pretender restar nada a su palmaria capacidad de filósofo, estoy, contra la afición oficial, por la personal? Os diré por qué: si como literato Ortega y Gasset ve las cosas humanas bajo especies cálidas y concretas, y las expresa con un ánimo de belleza, como filósofo quisiera ceñir su conducta intelectual dentro de una sola tendencia, coordinarla con su conducta práctica y construir, a través de la palabra, algo como un nuevo ideal de España, cuya última manifestación tendría que ser la obra de reforma política.

Un año después, y en el segundo apunte, comentaba Reyes el viaje que Ortega había hecho el año anterior a la Argentina y escribe que:

podemos decir, con una sonrisa, que José Ortega y Gasset descubrió a América. La descubrió, en efecto, para sí mismo. América ha logrado así una envidiable conquista, y ha sellado un pacto de alianza con una de las voluntades más limpias y claras de que se honra la España joven. Agradecemos esa frase de cordial humorismo con que acaba el prólogo: –En las páginas de El Espectador no se pone el sol.

En otro texto publicado en La Pluma en enero de 1923 insiste: «Ortega y Gasset trae de América un secreto de fantasía renovada semejante al de Fausto».

Y en más de una ocasión Reyes contó que Ortega, después de ese primer viaje a la Argentina, le había confesado que le agradaría ser apodado «Ortega, el Americano», como se dijo en la Antigüedad «Escipión, el Africano».

Pero hay un texto de Ortega que llamó la atención de Reyes una y otra vez. Es un texto publicado en 1915 en las páginas del semanario España y en el que afirmaba: «Es América el mayor deber y el mayor honor que queda en nuestra vida. ¡España, España es el único pueblo europeo que no tiene una política de América! ¿Cómo es esto posible? No queda a nuestra raza otra salida por el camino real de la Historia, si no es América».

Reyes recordó más de una vez esta cita, pero fue en su respuesta a una encuesta de El Tiempo (Madrid, 8 de marzo de 1921) cuando su glosa adquirió mayor hondura y gravedad:

Me complazco en repetir las hermosas palabras de Ortega y Gasset: «América representa el mayor deber y el mayor honor de España». Fuerza es que los pueblos tengan ideales o los inventen. Así como América no descubrirá plenamente el sentido de su vida en tanto no rehaga, pieza a pieza, su «conciencia española», así España no tiene mejor empresa en el mundo que reasumir su papel de hermana mayor de las Américas. A manera de ejercicios espirituales, al americano debiera imponerse la meditación metódica de las cosas de España, y al español la de las cosas de América. En las escuelas y en los periódicos debiera recordarse constantemente a los americanos el deber de pensar en España; a los españoles, el de pensar en América. En las hojas diarias leeríamos cada semana estas palabras: «Americanos, ¿habéis pensado en España? Españoles, ¿habéis pensado en América?» Concibo la educación de un joven español que se acostumbrara a adquirir todos los meses algún conocimiento nuevo sobre América, por modesto que fuese. Hay que acostumbrar al español a que tenga siempre una ventana abierta hacia América.

Si hermosa era la frase orteguiana no lo eran menos las reflexiones y conclusiones que suscitó en la mente de Reyes, quien mantendría de por vida una actitud admirativa y amistosa hacia nuestro filósofo, en quien siempre apreció su interés y devoción hacia la América hispánica. Valga como muestra lo que escribió en su artículo Goethe y América, publicado en 1932: «José Ortega y Gasset sufre y siente a América como un problema personal».

En 1923 tuvo lugar en Madrid un evento literario en el que coincidieron Ortega y Reyes, y de tal suceso ambos nos dejaron testimonio escrito. Se trata del homenaje tributado a Stéphane Mallarmé, el domingo, día 11 de octubre, para conmemorar, con un silencio de cinco minutos, el XXV aniversario de la muerte del poeta francés. El escenario, el Jardín Botánico «en la puerta que da sobre la Feria de Libros». La hora: «las once en punto de la mañana» Los reunidos fueron: José Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors, Enrique Díez-Canedo, José Moreno Villa, José María Chacón y Calvo, Antonio Marichalar, José Bergamín, Mauricio Bacarisse y Alfonso Reyes, de quien fue la iniciativa y quien escribió una sabrosa e ingeniosa crónica que figura en su libro Culto a Mallarmé, incluido en el tomo XXV de sus Obras Completas. Por su parte el secretario de Revista de Occidente, Fernando Vela, escribió una carta a todos los asistentes preguntándoles qué habían pensado durante los cinco minutos de silencio. Las respuestas fueron publicadas en el número de noviembre de la Revista. En su texto, Ortega declara:

La idea de este silencio es de Alfonso Reyes… A ningún español se nos hubiera ocurrido esto. A los españoles nos avergüenza toda solemnidad, nos ruboriza. ¿Por qué? Pueblo viejo. Tenemos en el alma centurias de solemnidades; éstas han perdido ya la frescura de sentido y nos hemos acostumbrado a pensar que son falsas y desvirtuadas. Alfonso Reyes es americano. Alfonso… Reyes… Alfonso, nombre de reyes…, es americano. Pueblo joven…

La crónica de Reyes es un prodigio de encanto y finura:

El primero en llegar fue José Ortega y Gasset… Era un día gris, nublado y claro. Algo París-de-los-años-de-Ochenta… Sacudiendo el viento los ramajes de nubes, hizo caer escasas gotas. Luego, quedó el tiempo seguro; y había una frescura casi dulce» […] El Botánico tenía una iluminación de vidrieras opacas, de taller fotográfico. Cada árbol, al paso, nos decía una palabra, como al estudioso Goethe en sus excursiones de naturalista: la palabra escrita en su etiqueta: Almez, Alerce, Sófora Japónica, Pawlonia, Arce Sacarino. Cada árbol, al paso, nos alargaba su tarjeta de visita…

En abril de 1924, en vísperas de su regreso a México Alfonso Reyes, que entonces desempeñaba el puesto de primer secretario de la legación de su país en Madrid, recibió un homenaje en el restaurante Lhardy, con Ortega en la presidencia. Compartieron las mesas D’Ors, Azorín, Eduardo Marquina. Manuel Azaña, Díez Canedo, José María Chacón y Calvo… y muchos más escritores y amigos. Eduardo Gómez de Baquero pronunció el discurso de ofrecimiento. Todos los reunidos, más Unamuno, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna, Maeztu, Moreno Villa… habían sido sus amigos a lo largo de los diez años de vida madrileña, así como cuantos pertenecían al Centro de Estudios Históricos, presidido por don Ramón Menéndez Pidal, en donde Reyes también colaboró activamente.

Dejaba Reyes un Madrid en el que se sentía arraigado y unos amigos con los que había compartido trabajos y conversaciones, que evocará años más tarde en su libro Tertulia de Madrid. Otro amigo suyo, el fino crítico literario Melchor Fernández Almagro, cuando comente ese libro en Cuadernos Hispanoamericanos (Madrid, marzo-abril de 1951), escribirá:

Recordamos a Alfonso Reyes, menudo y redondo, sutil, cortés y seseante, en grupo con los demás contertulios, [en el hotel Regina] alrededor de la mesa rectangular, junto a la columna central del café: todo nuevo, blanco, sin espejo ni divanes de pelouche rojo: «Son los intelectuales», decían los otros asiduos al café, políticos de provincias, mujeres equívocas o sin equívoco alguno, toreros; los tipos mismos, al natural, que dibujaban por entonces Penagos y Tovar.

En aquellos días de su despedida de Madrid, la prensa publicó diversos artículos en los que se elogiaba la personalidad de Alfonso Reyes. En el ABC, don Eugenio d’Ors en una de sus glosas sentenciaba: «Alfonso Reyes es el que ha torcido el cuello a la exuberancia y ha dejado limpio de su imagen mítica el mapa ideal de nuestra América». Y Azorín definió a sus lectores argentinos de La Nación la personalidad de Reyes con estas palabras: «Cortés, atento, conciliador, Reyes logró captarse prestamente las simpatías de las personas con quienes trata. Y las mismas cualidades de finura y escrupulosidad lleva a sus trabajos de crítica literaria y de erudición».

Perfecto retrato. En él coinciden cuantos le trataron. Sus dotes intelectuales eran parejas con sus dotes de bondad, de simpatía, de ingenio. Gabriela Mistral escribió que «conversar con Reyes es una fiesta». Y el escritor paraguayo Julio César Chaves contó que un día en París y en casa de Jean Cassou, Miguel de Unamuno, en presencia de Rainer Maria Rilke, dijo hablando de nuestro hombre: «La inteligencia de Reyes es una función de su bondad».

Sin abandonar su labor de escritor, Reyes dedicó los siguientes años a cumplir sus deberes como diplomático: ministro de México en París, hasta que pasó a desempeñar la Embajada de México en Buenos Aires (1927-1930) y en Río de Janeiro (1930-1937).

Cuando en 1928 Ortega y Gasset hizo su segundo viaje a la Argentina se vio con Reyes y reavivaron afecto y amistad. En el libro Anecdotario, publicado póstumamente por su nieta Alicia en 1968, figuran varias anécdotas que tienen a Ortega y a Reyes como protagonistas. Entre ellas sólo dos traigo aquí a colación porque presentan perfiles, entre la vanidad y el donjuanismo, que contribuyen a matizar la condición humana de uno y otro. La primera es ésta:

En una reunión social de Buenos Aires, me rodeaban unas señoras jóvenes, sentadas como yo en almohadones sobre el suelo, para que yo les improvisara cuentos como Oscar Wilde. José Ortega y Gasset cruzó la sala entera a paso veloz, gritando.

–No, señoras. A Reyes lo tienen ustedes aquí de modo permanente. Rodéenme a mí que me voy en unos días.

Le cedí mi almohadón, pero el prefirió una butaca de respeto y comenzó una suerte de flirt filosófico, en que era experto. Las señoras se dispersaron poco a poco.

La otra anécdota sube de tono y de indiscreción:

En Buenos Aires también, me dijo:

–¿Dónde esconderme con una señora respetable?

Lo llevé a un departamento precioso que yo tenía y le di la llave:

–¿Le agrada?

–¡Es una octava real! ¡Caramba con este Alfonsito!

Algunos días después pasé al Hotel Plaza a recoger la llave y visité mi rincón; todo en orden, pero para que no se dudara de que él, José, había estado ahí, dejó la envoltura, con su nombre, de unas pantuflas nuevas.

Este encuentro en Buenos Aires sería el último de los celebrados entre Reyes y Ortega. Cuando éste volvió en 1939 a la capital argentina, el gran mexicano ya residía en México. Si se repasan los índices onomásticos de los veintiséis tomos de las Obras Completas de Reyes, se comprueba las numerosísimas citas de textos de Ortega, desde los primeros tiempos hasta la conferencia de éste sobre Goethe en Aspen en julio de 1949. Precisamente es con Goethe como tema de fondo cuando encontramos un testimonio de Reyes en el que manifiesta una actitud crítica y discrepante de Ortega, compatible con el afecto y admiración que siempre le profesó. Se trata de la carta, rescatada por José Luis Martínez y publicada en el tomo XXVI de las Obras Completas (México, 1993) de Reyes, que éste escribió al novelista y ensayista argentino Eduardo Mallea a propósito del ensayo «Pidiendo un Goethe desde dentro. Carta a un alemán», que Ortega había publicado en Revista de Occidente en abril de 1932. La carta de Reyes comienza con una confesión:

La Carta a un alemán de José Ortega y Gasset me ha causado un verdadero arrobamiento, lo mismo que a usted. El gran escritor lo empuña a uno y lo transporta. Pero tiene la elocuencia engañosa de las sirenas. No se deje usted engañar. Ortega es sofístico y engañoso. Esto se lo digo a usted en secreto. Esta carta es un desahogo que yo confío a su corazón de amigo, pero no quiero que usted le dé el aire, porque no quiero tener que sufrir más en mis relaciones con José. Cuando entre él y yo se ha atravesado una pestaña, le confieso a usted que me sentí muy desdichado. Quizá Victoria [Ocampo] también podrá leer esta carta. Yo creo que le pasa con José lo que a mí: yo lo admiro, lo «amo» y no lo aguanto.

Después siguen cinco densas páginas de análisis y comentario de las tesis de Ortega en torno a Goethe expuestas en su ensayo, escrito que, según Reyes, «es el fruto de dos sentimientos que él lleva a una temperatura de sublimidad: la soberbia y la envidia».

No viene al caso reproducir aquí los argumentos empleados por Reyes –excelente conocedor de Goethe, como lo reflejan las primeras 445 páginas del citado tomo XXVI– para razonar su discrepancia con Ortega. Pero sí debo citar el expresivo final de la recordada carta:

Y ahora ¿puedo esperar de usted que guarde esta carta como secreto? Mire que no quiero hacer junto a Ortega y Gasset el papel que él hace junto a Goethe. Mire que discutir públicamente con Ortega y Gasset quien se siente menor que él y no tiene siquiera posibilidad de combate periodístico, quien al fin lo quiere y admira de veras, quien quizá siente que choca con él por un fenómeno de «adoración», quien nunca se acercó a él sin utilidad y provecho en pro o en contra, sería absurdo. Suyo cordial.

El mismo día en que murió Ortega en Madrid, 18 de octubre de 1955, su amigo Reyes escribió un artículo titulado «Treno para José Ortega y Gasset», que aparecería en la revista Cuadernos Americanos (México, febrero 1956). En aquellas páginas reiteraba su testimonio de deuda y gratitud por el trato que había recibido de Ortega años atrás, a la vez que recordaba que, ante la situación que vivió la España en guerra civil, él se apresuró a ofrecer a Ortega su casa en México, y recibió esta respuesta: «Agradecí muy vivamente su cariñosa carta, que me trae su vieja amistad. Siempre en lo recóndito contaba con ella».

Y Reyes evocaba a su amigo con estas hermosas palabras:

Perdemos en José Ortega y Gasset a un escritor que ha dejado un rastro de fuego en la lengua y en la mente de nuestro siglo; a un filósofo imperial, no por la coherencia sistemética de un Kant o de un Hegel –a que él nunca quiso sujetarse–, sino por el altivo señorío de sus concepciones, la actitud orgullosa y la varonil trascendencia; a un pensador que de mil modos llegó a superar a sus maestros y hasta dio al mundo la expresión auténtica de algunas nociones que aún latían en la nebulosa; a un artista en quien jamás desmayó la soberbia voluntad de forma. Era hombre de ánimo solemne que luchó siempre contra las travesuras de la ironía y del humorismo, sus dos verdaderos adversarios; de una sensibilidad tan aguda que solía herirse con su propio aguijón o, mejor, que acabó atravesándose con su espada; de una honda capacidad moral que, por ser tan honda, se desgarraba entre los ideales teóricos y los apremios del deber cí- vico, por manera que iba y venía como el péndulo electrizado de saúco, sin poder resignarse nunca a lo que hay de transacción en la acción.[…] Cuando hayan corrido los años, operando su justicia de larga vista sobre las desigualdades y accidentes y demás miserias del acontecer cotidiano, esta imagen se levantará entre las más altas de España, no lo dudo.

Reyes concluía su treno con un bello y piadoso deseo:

Yo quiero evocar sobre su tumba las palabras de Horacio a Hamlet, envolviendo así en cortesías poéticas las asperidades de la desgracia: «Buenas noches, dulce príncipe; los coros de ángeles arrullen tu sueño».

Alfonso Reyes falleció en la ciudad de México el 27 de diciembre de 1959. Cabe pensar que, de haber vivido, José Ortega y Gasset le hubiese despedido con similar y conmovido elogio.

Octavio Paz, homenaje a cien años de su nacimiento. Por Agapito Maestre

Discurso inaugural del Dr. Agapito Maestre, Consejero de Educación de la Embajada de España en México, durante el homenaje a Octavio Paz por el centenario de su nacimiento. Puebla, noviembre 6 de 2013. Biblioteca Palafoxiana

Una aproximación a las tradiciones del pensamiento humanista mexicano, Braulio Hornedo Rocha

Por Braulio Hornedo Rocha

Afirmar que entre nuestros autores y actores; Alfonso Reyes (1889-1959) y Emiliano Zapata (1879-1919) pertenecen a una misma generación (gen. 1885), así como las figuras de José María Morelos y Pavón (1765-1815) y Fray Servando Teresa de Mier (1765-1827) quienes nacieron con menos de tres semanas de diferencia y que son miembros muy destacados de la misma generación (gen. 1765), representa un primer paso en la identificación de los personajes y sus actos como los hilos que van conformando la urdimbre de la historia en los diferentes momentos de su acontecer.

Ortega y Gasset (gen. 1885) así como su discípulo Julián Marías (gen. 1915), tanto como sus contertulios interculturales en la conversación de las generaciones a través del milagro de la lectura; Luis González y González (gen. 1930) y Gabriel Zaid (gen. 1930), se han ocupado de investigar y estudiar las “rondas y conversaciones de las generaciones” en el origen y conformación de las tradiciones del pensamiento. Nos toca ahora a nosotros en la era de internet continuar modestamente con este esfuerzo, aportando el proverbial grano de arena, o para estar a tono con los tiempos apenas con algunos pocos bits, que esperamos lleguen a ser fecundos, como semillas en la simiente de nuestra tradición del pensamiento humanista iberoamericano. Contar con elementos para el estudio de las generaciones es de fundamental importancia pues a decir de Ortega y Gasset:

Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en historia se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa; es como un nuevo cuerpo social integro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada. La generación, compromiso dinámico entre masa e individuo, es el concepto más importante de la historia, y por decirlo así, el gozne sobre que ésta ejecuta sus movimientos.

Identificar el papel de las generaciones en los orígenes, maduración y transformación de las tradiciones del pensamiento, es la línea de investigación que hemos adoptado: filosófica, política e históricamente, para contribuir a demostrar que 1810 y 1910 fueron sobre todo, momentos excepcionales en las tradiciones del pensamiento humanista en lengua española, y no sólo períodos de cambio político militar como tradicionalmente se enfoca y enseña, reto que representa uno de los propósitos particulares de este proyecto de investigación, docencia y difusión de la cultura humanista.

El concepto de «tradición política», concebido como un componente de las tradiciones del pensamiento humanista, se ha usado por algunos autores como una forma de enfrentar el creciente cientificismo en las llamadas ciencias sociales que en un afán “neo positivista” sostienen que sólo el conocimiento científico es válido, deseable y aceptable. En este restringido y políticamente orientado sentido, es científico todo aquel conocimiento útil para la producción y reproducción del capital y que por lo tanto es digno de financiamiento.

Una tradición política, dice Ambrosio Velasco, citando a Michael Oakeshott, es un conjunto de prácticas sociales y culturales, “de modos de actuar, pensar y hablar, cuyo conocimiento no es algo fácil de alcanzar, ‘e incluso puede parecer en esencia ininteligible’. La tradición es cambiante pero mantiene una continuidad a través del cambio. No hay un centro fijo e inmutable pero sí podemos comprender su identidad como un movimiento en el tiempo”. Es por estas razones de complejo dinamismo que: “La comprensión de la tradición no puede hacerse a través de métodos rigurosos, sino que es indispensable el desarrollo de destrezas para conversar críticamente con la tradición a la que pertenecemos”.

La conversación intrageneracional se extiende en un diálogo inter tradiciones como un acto crítico y se realiza como conversaciones al interior de una cultura y diálogos a través de la lectura, escuchando con nuestro ojos a los muertos, entre las generaciones de diversas culturas, pero también es un acto necesariamente autocrítico al interior de nuestra propia tradición, es un diálogo en continuo movimiento para el que no existe un método único e infalible como garantía epistemológica de certeza científica, pues la inmensa mayoría estamos limitados a comprender e intervenir sólo muy parcialmente desde el interior de nuestra propia tradición e insisto, en una proporción infinitesimal.

En suma, podemos decir que una tradición política es un complejo de teorías descriptivas y normativas, de valores, creencias, discursos y prácticas políticas que se desarrollan en comunidades específicas, en periodos históricos más o menos definidos, a través de controversias en torno de problemas prácticos y teóricos que confrontan las tradiciones, tanto a su interior como frente a otras tradiciones políticas.

Lograr caracterizar y valorar los empeños y logros de las tradiciones del pensamiento humanista a la vuelta de trescientos años de conversación intracultural y diálogos interculturales a través de la lectura requiere entender el concepto de conversación como lo apunta Michael Oakeshott, como una necesidad urgente de saber incorporar: “La voz de la poesía en la conversación de la humanidad”:

En una conversación, los participantes no realizan una investigación ni un debate; no hay ninguna “verdad” que descubrir, ninguna disposición que probar, ninguna conclusión que buscar. Los participantes no tratan de informar, persuadir o refutarse recíprocamente, de modo que el poder de convicción de sus expresiones no depende de que todos hablen el mismo idioma; pueden diferir sin estar en desacuerdo. Por supuesto, una conversación puede tener pasajes de argumentación y no se prohíbe que quien habla sea demostrativo; pero el razonamiento no es soberano ni único, y la conversación misma no integra un argumento. Una muchacha, a fin de escapar de una conclusión, puede expresar lo que parece ser una observación escandalosamente no aplicable al caso, pero lo que en realidad está haciendo es convertir un argumento que le parece fastidioso en una conversación con la que se siente más a gusto. En la conversación, los “hechos” aparecen sólo para ser resueltos una vez más en las posibilidades de las que salieron; las “certezas” resultan combustibles, no porque se pongan en contacto con otras “certezas” o con la duda, sino porque se prenden por la presencia de ideas de otro orden; se revelan aproximaciones entre nociones normalmente remotas entre sí. Pensamientos de diferentes especies cobran vuelo y se revuelven, respondiendo a los movimientos de los otros y y suscitándose recíprocamente nuevas expresiones. Nadie pregunta de dónde han venido o con qué autoridad están presentes; a nadie le preocupa qué será de ellos cuando hayan desempeñado su papel. No hay director de orquesta ni árbitro; ni siquiera un portero que examine credenciales. Todos los que entran son tomados por lo que parecen y se permite todo lo que pueda ser aceptado en el flujo de la especulación. Y las voces que hablan en conversación no integran una jerarquía. La conversación no es una empresa destinada a generar un beneficio extrínseco, un concurso en el que el ganador obtenga un premio ni una actividad de exégesis; es una aventura intelectual que no se ha ensayado. Ocurre con la conversación como con el juego de azar: su significación no reside en perder, sino en apostar. Hablando con mayor precisión, la conversación es imposible en ausencia de una diversidad de voces: en ella se encuentran diferentes universos de discurso, se reconocen recíprocamente y disfrutan una relación oblicua que no requiere que los universos se asimilen entre sí ni espera que eso ocurra.

El poeta Gabriel Zaid señala que: “En sus grandes momentos, la conversación es una comunidad en éxtasis. Puede ser una fiesta creadora de actos elocuentes, un manantial de añoranzas, deseos, visiones y proyectos” Es en la conversación donde encontramos en ocasiones un atisbo para “ser en el mundo”, un rayo de iluminación mística o transfiguración poética que lo ilumina todo haciendo el mundo habitable. Milagro que se extiende a esa conversación interna que configuramos en la lectura placentera.

La conversación socrática al repetirse deviene en tertulia y ésta pasando por el jardín de Akademos y el liceo aristotélico, los jardines de la biblioteca de Alejandría, el gimnasio y las termas romanas, las cortes de Cleopatra, Marco Aurelio, Carlo Magno, Leonor de Aquitania, Alfonso X el Sabio o Cristina de Suecia, los talleres renacentistas y las tertulias enciclopedistas, hasta llegar a los cafés y las cantinas modernas, son manifestaciones de esta prolongación de la tradición oral en la conversación libre, horizontal, no jerárquica, inteligente y sabrosa por su sabor y olor libertarios. La conversación va conformando instituciones que en su evolución en academias, liceos, colegios, escuelas y universidades, terminan negando los rasgos ácratas de horizontalidad y autogestión de la conversación original de la que surgieron y se nutrieron.

La conversación socrática puede ser llamada tertulia, aunque no tuvo la continuidad de la platónica: reuniones de los mismos amigos, en los mismos lugares; cierta vaga colegialidad que, al paso de los años y los siglos, se transforma en instituto, se vuelve escuela. Toda interlocución sostenida durante muchos años genera mutuas influencias, perfila afinidades y contrastes, hace escuela. Pero ya es otra cosa recibir novicios y formarlos, cobrándoles o no: operar una escuela, un gimnasio intelectual donde se hagan ejercicios y se impartan conocimientos. De unas instituciones salen otras.

La escuela pública obligatoria es un elocuente ejemplo de esta negación de la conversación y la tertulia, al imponerse la educación escolarizada obligatoria se origina una confusión masiva derivada de hacer sinónimos educación y escolaridad, cuando en la práctica se manifiestan como crecientemente antónimos. Las escuelas y universidades modernas que niegan por definición institucional las conversaciones en las que se originaron, no pueden evitar que por un “milagro del eterno retorno” resurgan de sus cenizas nuevas conversaciones originadas en el logos ácrata de la libertad humana de pensamiento y obra, aún cuando “La escuela parece estar eminentemente dotada para ser la Iglesia Universal de nuestra cultura en decadencia… La universidad moderna ha alienado su oportunidad de proporcionar sencillamente un marco para encuentros autónomos y anárquicos, orientados pero no planificados, entusiastas. En cambio, ha elegido convertirse en gerente de un proceso que fabrica los productos llamados investigación y docencia”.

Las primeras academias europeas fueron tertulias de renacentistas que leían, escribían, editaban, hacían música, pintura, escultura. Ahora son llamadas “enciclopédicas”, porque ya no se entiende, ni se sabe cómo llamar, la convergencia de todo en la plenitud. Se confunde con la imposible acumulación de especialidades, porque la universidad (y el mercado) impusieron la perspectiva monográfica de los especialistas. Si el único saber es el monográfico, cualquier otro saber es deficiente y despreciable, como el diletantismo de los “hombres del Renacimiento” o los “filósofos” de la Ilustración.

Nuestro método consiste en identificar a las generaciones cronológicamente inscritas en un periodo histórico (continuo, no discreto) a partir de sus principales personajes, para vislumbrar intraculturalmente las conversaciones al interior de cada generación y de las generaciones entre si dentro de una misma cultura, como uno de los orígenes de las tradiciones interculturales del pensamiento, que se expresan socialmente en una praxis política concreta en los diferentes momentos de la historia de las naciones y los pueblos.

Este proyecto está publicado en el sitio web http://www.humanistas.org.mx con los avances logrados a partir del 2007, que consisten en la formulación de las listas de autores y actores que incluyen poco más de setecientos nombres agrupados en 16 generaciones, de los cuales cerca de quinientos cuentan con una breve semblanza bio-bibliográfica. En el apartado Biblioteca hemos logrado conectar y validar en línea con cerca de 150 libros, constituciones, planes, bandos, proclamas, decretos y epístolas que constituyen nuestra incipiente Biblioteca básica de los centenarios.

El primer paso consiste en ir identificando y ordenando los grupos generacionales de los autores y actores vinculados con los antecedentes, los hechos y las consecuencias de las revoluciones iniciadas en 1810 y 1910. Sobre las listas de autores ordenadas cronológicamente procedimos a identificar los años de referencia por generación, en cortes cada quince años, agrupando a los nacidos siete años y medio antes y después del año centroide. Esto es, la generación de los nacidos en 1900, por ejemplo, agrupa a los nacidos entre julio de 1892 y junio de 1907. En esta generación de los nacidos alrededor de 1900 quedan incluidos tres grupos generacionales reconocidos como: Contemporáneos y Siete sabios en México y la Generación del 27 en España. El límite inferior en nuestro intervalo de tiempo histórico es la generación de los nacidos en 1705 y el límite superior, la generación 1930. El primero Juan José de Eguiara y Eguren, y el último, José Emilio Pacheco se incluyen como antecedentes y consecuentes de la primera y última generación.

Sin pretender cumplir todavía con otros criterios para caracterizar con rigor las generaciones, es nuestro incipiente avance una primera aproximación a futuras categorías más específicas a partir de esta ordenación cronológica por fecha de nacimiento.

El segundo paso consiste en ir compilando una lista abierta y creciente de autores de libros publicados en línea, escritos por humanistas mexicanos, hispanoamericanos y del resto del mundo, con un énfasis particular en los movimientos revolucionarios de 1810 y 1910 en México e iberoamérica.

Agradecemos a Wikipedia y Wikisource, a la Biblioteca del Centro Virtual Cervantes, a la Academia Mexicana de la Lengua, El Colegio Nacional, El Colegio de México, al Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, a la Biblioteca Rosa Ma. Porrúa, a biblioteca.tv, a la Comisión Nacional del Bicentenario, la Universidad de Valladolid, la Universidad Georgetown, la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, el Fondo de Cultura Económica, La Biblioteca Social Reconstruir y a la Biblioteca Antorcha por los enlaces de hipertexto que nos permiten ofrecer a nuestros lectores los documentos fundamentales, directos e indirectos, antecedentes y consecuentes, de la revolución de Independencia de 1810 y la Revolución mexicana de 1910.

Ver Tradiciones del pensamiento en PDF.

Referencias bibliográficas

Illich, Iván, “Hacia el fin de la era escolar”, CIDOC, Cuaderno 65, Cuernavaca, 1971.

Oakeshott, Michael, “La voz de la poesía en la conversación de la humanidad”, El racionalismo en política, Fondo de Cultura Económica, México, 2000.

Ortega y Gasset, José , El tema de nuestro tiempo, Porrúa, México, 1985.

Velasco Gómez, Ambrosio, Republicanismo y multiculturalismo, Siglo XXI, 2006.

Zaid, Gabriel , “Instituciones de la conversación”, Memoria 2006, El Colegio Nacional, México.