Archivo de la categoría: Cátedra Alfonso Reyes en Cuernavaca

Llamamiento a los intelectuales de América. Conferencia Panamericana de Ayuda a los Republicanos Españoles, México, 1940

Atormentados por la doble angustia de haber perdido su patria y su libertad, millares de hombres españoles: Universitarios, artistas, literatos, maestros, estudiantes, pertenecientes a las más opuestas ideologías, y abarcando desde la categoría más modesta y humilde hasta la de aquellos otros de prestigio universalmente reconocido y, junto a ellos, los demás hombres de su pueblo, labradores,técnicos y de otros oficios, esperan su salvación desde los campos de concentración de Europa en guerra, con la fe puesta en la generosidad, en el sentimiento liberal, en la tradicional solidaridad humana de los pueblos de América.

Sus vidas apasionadamente entregadas a la profesión de la cultura, su esperanza de ejercerla para bien del hombre y cumplimiento de sus destinos, su arrebatado amor a la verdad, al humanismo profundo que los movió a sacrificar sus seguridades materiales, no pueden perderse en la desesperación, en la soledad de un destierro que les impone la misma humillación material y moral y la misma imposibilidad de continuar sus investigaciones, su labor creadora, su cátedra o su estudio, de continuar incluso existiendo, que si permanecieran en la Patria que abandonaron para evitar la muerte, la venganza ciega, el odio irreflexivo. Por nuestra condición de intelectuales, y más aún de intelectuales de las democracias hispanoamericanas, unidos a su linaje por hermandad de sangre y de vocación, y por lo que para el porvenir de los pueblos puede significar ese caudal de fe en el hombre y en el espíritu, no puede faltar nuestro apoyo a la Conferencia Panamericana de Ayuda a los republicanos españoles, que se celebrará en México los días 14 al 17 de febrero de 1940.

La palabra: hispanoamérica, la cultura hispanoamericana, son sentimientos vivos de honda fraternidad humana; clara decisión de solidaridad para todos los hombres de buena voluntad que con nuestra misma voz liberal, llamen a nuestros corazones, a nuestros ideales, con el derecho que su lealtad les concede.

Alfonso Reyes, Enrique González Martínez, Carlos Pellicer, Martín Luis Guzmán, Antonio Castro Leal, Daniel Cossío Villegas, José Mancisidor, Luis Cardoza y Aragón, Andrés Henestrosa, David A. Siqueiros, Jesús Guerrero Galván, Silvestre Revueltas, Octavio Paz, José Alvarado, Efraín Huerta, Alberto Quintero Álvarez

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Carta a la juventud de Colombia. Por José Vasconcelos

Dirigida a Germán Arciniégas

Muy estimado señor y amigo:

He recibido su carta de abril último, en que me comunica la próxima celebración de un Congreso de la juventud colombiana, y me pide algunas palabras para tal ocasión. Su carta me ha conmovido no sólo porque me han recordado ustedes, sino porque los hijos de esta época, batalladora, sentimos a menudo la necesidad de descansar el anhelo en quienes nos han de reemplazar mañana. Viendo tan corto lo que hoy se alcanza, nos consuela mirar hacia los que pueden empujar el ideal, así que nosotros caigamos vencidos. Nadie puede explicar qué es lo que vienen a hacer sobre esta tierra maldita, los millares de seres que nacen a diario para padecer y morir sin dejar huella. Las teorías de la vida como redención parecían irrefutables cuando el pensamiento se encerraba en la tribu y se creía que el ciclo de la existencia planetaria abarcaba unos cuantos siglos, desde el Génesis hasta el juicio final; pero de entonces a la fecha, el espíritu humano ha creado otra Biblia en el conocimiento científico, fundado en el raciocinio, la observación y la experiencia, fuentes también divinas de sabiduría, y esta nueva Biblia nos habla de un planeta que ha tardado miles, acaso millones de años, en constituirse y de una sucesión de especies y de seres, entre los cuales aparecemos nosotros como un instante asombroso, que fulgura brevemente para rodar en el abismo dé los milenios. Ante esta concepción absurda y vasta, ¿qué hemos de hacer sino aprovechar nuestro instante para ensancharlo en toda la plenitud de los tiempos; para prolongarlo, ya que es tan Corto en toda la extensión infinita?

Todos vemos, unos confusamente, otros con clarividencia, que somos arrastrados por una corriente sombría que se ilumina a ratos con fulgor, como de intuición divina. Lograr estos instantes de iluminación, en que adivinamos una manera de escapar del ciclo absurdo, tal es la potencialidad más alta de nuestra naturaleza y el fin supremo de la vida. Pero si hemos de ejercitar nuestra conciencia, ya sea para este objeto o para otro cualquiera, es necesario romper la modorra del cuerpo y la estupidez del ambiente. Para que el cuerpo no moleste se le satisface; para que el trabajo no robe toda nuestra energía, se perfecciona nuestro dominio sobre la naturaleza, obligándola a que rinda frutos con poco esfuerzo; y para que la vida social se convierta en una colaboradora del espíritu, hay que reformarla a base de franqueza y de justicia, franqueza que descubre la realidad hasta lo más recóndito y justicia derivada, no de las leyes que son fruto de las argucias de la mente, sino de la ley superior del corazón. De esta suerte, produciendo riqueza con el trabajo y repartiendo los bienes con equidad, se logrará que todos puedan dar su mendrugo al cuerpo, sin necesidad de vender el tesoro mayor del alma, que es el tiempo. La maldición de la vida colectiva resulta del contraste de la pereza de los que no trabajan, y la esclavitud de los que trabajan tanto, que el trabajo material les consume la capacidad de la meditación y la alegría. Este es el estado de barbarie en que el mundo ha vivido hasta la fecha, pero precisamente se caracteriza nuestra época por un anhelo de redención universal y de dicha para todos, sin hipocresías y sin simulaciones. Desde que Tolstoi acabó con el mito del genio como caudillo, ya no buscan los pueblos ídolos que ensalzar, sino injusticia que corregir. El Quijote triunfa en el mundo; pero ha aprendido mucho en estos siglos de fracasos, y ahora ya no es el loco que mueve a risa, sino el caballero de la fuerza, al servicio de la generosidad y de la inteligencia. El genio para nosotros no es el que arrebata para sí gloria o poder, sino el que derrocha saber o energía. Y nuestra época toda, quiere que sea universal, todo lo que ha sido exclusivo: la dicha, el saber, el poder… Queremos, además, que lo excelso se cumpla no sólo allá arriba, sino también aquí abajo, y tachamos de impostor a todo el que levanta, impotente, las manos al cielo, en vez de usar los puños para corregir la injusticia… ¿Pero dónde va a estar el centro de esta palingenesia próxima, a la vez humana y divina?…

Los europeos, con el pretexto de ambiciones nacionalistas, pero en realidad porque se han reproducido con exceso, seguirán destrozándose hasta que las matanzas y la emigración descongestionen de habitantes una tierra que llegó a dar más bocas que panes. Víctimas de una organización errada, no podrán enseñarnos; se limitarán a invadirnos, proporcionándonos la savia de una humanidad nueva. La mezcla libre de razas y culturas, reproducirá en mayor escala y con mejores elementos. el ensayo de universalismo que fracasó en Norteamérica.

Allí fracasó porque se volvió norteamericanismo; aquí puede salvarse si la ductibilidad y la fuerza ibéricas ponen la base de un tipo realmente universal. La conciencia de esta misión late en todos los pueblos de la América Latina. y da impulso al latinoamericanismo contemporáneo. Un moderno latinoamericanismo distinto del de Bolívar, porque el de entonces era un sueño político, en tanto que el de ahora es étnico. Bolívar quería una Liga de Naciones Americanas, que no excluía a los Estados Unidos del Norte. Nosotros queremos la unión de los pueblos ibéricos, sin excluir a España y comprendiendo expresamente al Brasil; y tenemos que excluir a los Estados Unidos, no por odio, sino porque ellos representan otra expresión de la historia humana. Bolívar interpretando en grande las ideas de su tiempo, quiso una Liga de Naciones Americanas, capaz de garantizar la libertad de todo el mundo.

Esto mismo volvió a expresarlo, con menos grandeza, cien años más tarde, el doctrinarismo mediocre de Wodrow Wilson; cuando excitaba a las naciones americanas, para que participasen en la guerra europea, con el fin de garantizar la «democracia en el mundo». A Bolívar no se le oyó porque no había llegado la hora; pero su ideal renace más preciso y más fuerte. A Wilson no se le escuchó porque los países ibéricos saben lo que es la democracia en el país del dólar; y tienen su propio ideal no meramente político, sino más bien místico, de dar expresión a cada raza conforme a su misión y su temperamento. Dentro del más generoso internacionalismo y reconociendo lealmente la universal capacidad de los hombres, queremos, sin embargo, que los pueblos no sean despojados de sus caracteres espirituales propios, porque cada uno de ellos es como un camino distinto para la revelación de lo divino, y nadie tiene derecho de suprimir uno solo de esos caminos. Creemos que es más importante para una raza, conservar su idiosincrasia que su territorio, y por eso exigimos la emancipación espiritual por encima de la política. En este punto, Bolívar no podía pensar como nosotros; acababa de sacudir el yugo español, y llevado de un exceso natural de sentimiento, se inclinaba a simpatizar con el inglés, el ancestral enemigo de España y de la raza española; en cambio, ahora sentimos que vuelve a ser nuestro enemigo el que lo sea de España. Este retorno al sentido común ha sido muy lento, a tal grado, que todavía algunos pueblos de nuestro Continente, se ufanan de guerreros de la independencia que eran irlandeses o escoceses. héroes y todo, pero al fin súbditos británicos, que peleaban de paso por el país americano, pero en realidad por atavismo de estirpe y porque liberando a la América Española, se debilitaba a España y se agrandaba Inglaterra. La confusión de sentimientos no tiene nada de extraño, pues mal podemos depurar la historia, cuando nuestras mismas ideas no han estado enteramente claras.

A raíz de nuestra independencia nos salieron tutores, y la presión mental de Francia sirvió, como ha servido casi siempre, en la historia, para debilitar a los latinos y asegurar el triunfo de los ingleses. El nacionalismo francés, torpemente imitado, nos llevó a constituir patrias ajenas, unas de otros, y sin darnos cuenta, reemplazamos todo lo que tiene de más firme un pueblo, su tradición noble, sus parentescos raciales, su unidad histórica, por la vana palabrería importada con etiquetas extrañas. Así nos disgregamos, hipnotizados con la primer tontería llegada de París, y todo esto lo hacíamos mientras la raza sajona, llevada de un sabio instinto, se organizaba para constituir el «english speaking world» contemporáneo, dominador del planeta. El intento de conquista hecho por los ingleses en la Argentina y las usurpaciones de territorios consumados en Venezuela, en México, etc., sirvieron para, recordarnos el peligro. Los cinco o seis mil ingleses aniquilados totalmente en Buenos Aires, nos hicieron ver que la patria no es un solo territorio y la libertad política, sino también, y principalmente, la estirpe, es decir, el tipo de cultura a que cada pueblo pertenece. La mera nacionalidad se forja en papeles;  la estirpe la constituye la vida. La creación de las nacionalidades latinoamericanas fue obra de la política. La creación de las nacionalidades latinoamericanas fué un caso de suicidio colectivo. Bolívar lo comprendió, y para evitarlo empleó todos los recursos de su enorme ingenio; sin embargo, el egoísmo, las barreras naturales y el interés de las potencias extrañas fueron más fuertes. El interés de Inglaterra prefirió veinte clientes a uno solo. La vanidad de Francia no podía ver bien un gran pueblo delante del cual hubiera parecido la maestra un poco ridícula, pero consintió en mostrar cierta desdeñosa condescendencia, para los veinte discípulos, como nosotros mismos dimos en llamarnos. Nos IIegó todo lo extraño; los ingleses se apoderaron de nuestros mercados, regalándonos teorías conforme a las cuales ellos son la raza superior y nosotros unos mestizos, capaces tal vez de aprender, pero mediante la obediencia y la imitación. Los franceses nos llenaron de cosas bonitas y llegaban a la Argentina para decir que aquél era el mejor país de la América, porque se hallaba más cerca culturalmente de Francia, y en seguida permitían que el peruano se afrancesara, como discípulo prediilecto, para gloriarse a renglón seguido, de que todavía era más francés el Brasil; y todos estábamos de acuerdo en que… el cerebro del mundo estaba en París. Los franceses, en cambio, opinaban concordes que el latinoamericano era un infeliz. Y tenían razón; entregamos las riquezas y entregamos el alma, y como buenos descastados no hacíamos otra cosa que injuriar a España, ensoberbecidos de nuestros amos nuevos, porque amos fueron hasta en la protección o tolerancia que siempre prestaron a los déspotas que sabían favorecer sus intereses. Contémplese la Venezuela de hoy, feudo del último y más monstruoso de los tiranos, protegido de las compañías extranjeras que explotan el país, y se verá como en un espejo lo que en distintas épocas fueron la Argentina, el Ecuador, Guatemala y México. Nuestra independencia estuvo en el papel, y nuestro decoro en el fango. Países de opereta trágica; razas bastardas, hemos sido los simios del mundo, porque habiendo renegado de casi todo lo propio, nos pusimos a imitar sin fe y sin esperanza de crear. La guerra sostenida por Juárez contra los franceses inicia la confusión en México; otros países más afortunados se han ido regenerando por el esfuerzo ordenado de su propio desarrollo, y hemos llegado, por fin, al período decisivo en que vivimos, para escuchar que de uno a otro confín surge renovado el concepto boliviano, pero ahora mucho más profundo, porque ya no busca la liga política para fines abstractos, sino la integración de una raza, que llega al instante de su misión universal. ¡Dichosa la juventud latinoamericana que llega a la vida cuando se sientan las bases de un nuevo período de la historia del mundo!

iPero cómo va a necesitar tesón y clarividencia para que no la ciegue el torbellino de los sucesos y para que los venidos de fuera no la desplacen de su papel interpretativo del aporte ajeno y unificador de la creación humana! Necesita sanear el ambiente para que la vida nueva se desarrolle vigorosa y libre. Necesita implantar la justicia para que no se produzca aquí una nueva barbarie, sino una verdadera civilización.

Los que sólo ven hacia atrás, los que transigen con la injusticia y con la mentira no podrán manejar el material humano que va a desbordarse sobre nosotros. Si la juventud no conquista el heroísmo que los tiempos reclaman, los recién venidos nos quitarán el papel de directores para hacer una cultura híbrida. La harán ellos si no la improvisamos nosotros; pero ellos pasarán años en adaptarse al nuevo ambiente y entretanto la civilización languidecerá o quedará destruída. En cambio, si la juventud de estos instantes toma sobre sus hombros la misión varonil, la victoria humana será gloriosa y rápida. Los extranjeros vendrán y quizás, no en son de conquista; los trataremos bien, porque son de noble sustancia humana y porque el abuso y la deslealtad no traen sino disolución y fracaso. Fraternalmente mejoraremos lo que se ha hecho antes, y el mundo se beneficiará con nuestro triunfo, y seremos la primera raza universal.

Confío mucho en ustedes, porque hay en Colombia un rancio espíritu casteIlano que obrará prodigios. El afán con que ustedes han cuidado la pureza del idioma es una garantía de que poseen ese orgullo propio sólo de las razas creadoras. Todo extranjerismo es fecundo si se le depura y organiza dentro del molde nativo, como lo hace el inglés y como lo hacía el español cuando era fuerte; en cambio, no hay caso más lamentable que el de toda nuestra América Española, empeñada durante un siglo en afrancesarse y anglicanizarse, como si no hubiera en nuestra propia sangre materia capaz de redención y de esplendor. No es copiando modas y costumbres extrañas como se puede regenerar una raza. sino cortando de raíz los abusos que son la causa de nuestro atraso; la pereza y el prejuicio, el abuso económico y político. Por eso los jóvenes deben exigir mucho y tercamente. La inercia social recorta y aplana bastante todos los ideales, para que ya desde que nacen salgan envilecidos por la conveniencia, y amenguados por una falsa prudencia. Hay en el entusiasmo eficaz una especie de cálculo instintivo que nos Ileva a pedir mucho para lograr aunque sea un poco. Reflexione la juventud, que no es sólo haciendo discursos, como se reforma el mundo, sino preparándose para llevar a la práctica todas las ideas que a nosotros nos parezcan buenas aunque el resto de la sociedad las repruebe. La sociedad en que se vive, generalmente, representa lo que ya ha pasado: el espíritu, en cambio, vive en perpetuo mañana; su intención de conjunto nos hace ser hombre antiguo y hombre moderno, rejuvenecedor del presente y visionario del porvenir. Sólo rompiendo abiertamente con el medio contemporáneo podremos alcanzar progreso.

Los prejuicios sociales y la mala distribución de la riqueza hacen que entre nosotros no exista civilización. En México. en la Argentina y en Chile, unas cuantas familias son dueñas de todas las tierras, y no la cultivan sino en parte y mantienen a sus colonos o arrendatarios en estado de vasallaje feudal. Probablemente lo mismo pasa en Colombia y Perú y en todas partes. Hay que dividir la tierra para que todos tengan patria. El progreso demanda que se desenvaine la espada de Cristo contra todos los enemigos del bienestar general en los hombres. Y la juventud está en el deber de proclamarse aliada de Cristo. Para los jóvenes no puede haber dos partidos: para los jóvenes no hay más que un partido: el avanzado. Los jóvenes que no sienten el impulso de la reivindicación generosa e inmediata no fundan patria ni conquistan gloria. Si son mediocres podrán gozar del mundo, pero llegarán al cielo sin una noble angustia, sin un ideal hecho pedazos. Nada importa, pues, el éxito inmediato; los tiempos son de lucha y los jóvenes colombianos no están solos en la cruzada moderna. Yo he visto la multitud estudiantil argentina en el Plata y en Córdoba, proclamando libertad y justicia. Yo he oído los gritos ásperos, de noble afán contenido, de la juventud chilena; y los brasileños y los mexicanos, todos estamos unidos en el mismo empeño de mejorar la condición humana, y el día que todos esos propósitos en manos de ustedes se vuelvan acción, el pasado se derrumbará para siempre.

Quedo de usted afectísimo amigo y atento seguro servidor…

José Vasconcelos

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Premio Alfonso Reyes para Germán Arciniégas

Santa Fe de Bogotá, 16 de febrero de 1996

 

Señor

Miguel Limón Rojas

Secretario de Educación Pública

de los Estados Unidos Mexicanos

Señora

Alicia Zendejas

Esposa de Don Francisco Zendejas

Fundador del Premio Alfonso Reyes

Señor Director y Compañeros de la Capilla Alfonsina

Señor Embajador de Colombia

Señores Embajadores

Amigos y Amigas

 

Cuando me acerco a cumplir mis primeros 100 años, me hacen ustedes, queridos amigos de la Capilla Alfonsina, la gracia que tanto me regocija, de darme el Premio Alfonso Reyes, en el mismo año en que se termina la edición de sus Obras completas, empeño en que han puesto ustedes su devoción. Todo esto ocurre cuando estamos en vísperas de que se cumplan los 500 de la fundación del Nuevo Mundo. Cuando junto a estos acontecimientos, me veo puesto en una esquina que me mueve a contemplar el destino de ideales, que nos animaron a cuantos estuvimos más cerca del gallardo poeta, cuya capilla conservan ustedes con tan celoso cuidado. Ese Nuevo Mundo, al cual ha llamado el Pontífice con un acierto genial, «el Continente de la Esperanza», ha sido el personaje único que en mi corta vida vengo tratando de interpretar con los sentidos que ahora empiezo a perder. La historia del Nuevo Mundo, la verdadera historia, como diría Díaz del Castillo, es una fascinante aventura que sigue siendo la mayor tentación posible para quienes escriben y para quienes leen. Tengo la convicción de que ésa aún está por escribirse. Los mil o dos mil libros que circulan sobre el continente de siete colores no son sino caricias superficiales. Todavía no llegan a lo más hondo de lo que es nuestra América. Cuando ustedes me dan el diploma que hoy va a recibir mi hija, por no poder yo ir personalmente a que lo pongan en mis manos, se lo entregan simbólicamente a un estudiante. No soy otra cosa. Lo recibo alborozado para que quienes siguen estudiando nuestro Nuevo Mundo vean cómo hay una Escuela Alfonsina, que premia a quienes se detienen a explorar los recónditos secretos del continente que encontró Américo Vespucci, a los 10 años de que Colón anunciara que era posible atravesar de orilla a orilla el tenebroso Atlántico, que parecía condenado a devorar las naves que pretendieran atravesarlo. He dicho que los 200 millones de blancos que desde entonces han venido de Europa a poblar el Nuevo Mundo y aquí se han quedado para confundirse con los de la piel cobriza, y los de la morena, vienen desde 1493 inventando cuanto su ingenio les sugiere, porque haya sobre la tierra repúblicas de hombres libres, independientes, capaces de organizarse para la vida, donde se respete el derecho ajeno, y la república del pueblo y para el pueblo.

Vivo repitiendo estas cosas hasta la impertinencia, siguiendo la fórmula que nos dio Don Alfonso, de hacer el deslinde. Que se entienda bien que aquí los blancos del pueblo vinieron a inventar la república de la justicia para obtener la igualdad que no conocían en el Viejo Mundo. Así, los indígenas mismos les enseñaron a los blancos lo que Hidalgo y Morelos decían desde el púlpito. Que el cristianismo volviera a levantarse como se alzan nuevos pinos, según el símbolo que les ofrecía José Martí a las que en Tampa enrollaban las hojas de tabaco. Todo esto que tantas veces he dicho se me agolpa en la mente como si otra vez el valle de Anáhuac recobrara la transparencia de los tiempos antiguos. Lo que nosotros necesitamos es hacer el gran deslinde. Sentir la misma necesidad del emigrante humilde que en Cádiz subía a la nave española, llevando en la mente, no precisamente la idea de ensartar indios con la lanza, sino de buscar una tierra donde pudiera libertarse. El deslinde comienza cuando el emigrante se desprende del Viejo Mundo y se embarca para el Nuevo. Porque sí había muchos que lo que pensaban era soltar los perros sobre los indios, para que a mordiscos les dejaran libre el campo, no eran pocos los que venían a compartir con las indias la noche y la vida. Y poco a poco se fue dorando la piel, se fue formando el mestizo, se fueron amalgamando las razas y quedándose el pueblo equilibrado, que en tres siglos proclamó la independencia absoluta y vino a inventar la república americana; lo mismo que en España nacía la lengua para explicar la formación de nuevos reinos y, a la sombra del árbol de Guernica, los vascos proclamaban su propia identidad.

Cultivar la propia independencia, firmarla, defenderla, son virtudes naturales que trajeron los emigrantes y que encontraron aquí un suelo abonado para producir Bolívares, San Martines, Hidalgos y Morelos. Aquí en México, la cultura hispánica es válida hasta donde es mexicana.

 No siempre quienes han contribuido a la creación de esta América han visto lo que han hecho. Colón pensó haber llegado al mar del Japón y vio en Cuba la tierra firme de la China y en Panamá las minas de Salomón, que decía estaban en Egipto. Bolívar quiso que a Panamá regresaran los ingleses, que las tropas de Washington y de La Fayette habían puesto fuera de América. Fue una suerte inmensa para su gloria y para nosotros, que no hubiera hablado en el Congreso de Panamá. A Sucre le había escrito, cuando le envió la constitución bolivariana, aquella carta que nos hace estremecer de horror, donde le decía que la batalla de Ayacucho «no valía lo que un acorazado inglés», y en los puntos que envió a Panamá, como la base de su pensamiento, proponía entregar a los ingleses el istmo para que quedaran ellos dueños del fiel de la balanza entre los dos océanos.

Lo movían a tan amargos pensamientos la desconfianza justa que tenía en los políticos que lo rodeaban, y quiso buscar un príncipe para hacer de la Gran Colombia un protectorado.

A principios de este siglo, Jorge Enrique Rodó nos ilusionaba describiendo a nuestra América como simbolizando la pureza de Ariel, tal como aparece en La Tempestad de Shakespeare, y en oposición al monstruo de Calibán, que simbolizaría el imperialismo yanqui. Hemos crecido en este siglo, con esa ilusión de pureza de nuestra parte, frente a un monstruo que hace del yanqui el constante imperialista, que debemos mirar siempre con la misma desconfianza que inspira el monstruoso Calibán de diabólica rapacidad. Al cultivar esta división, se nos ofreció, al celebrarse el centenario de la aparición del Nuevo Mundo, el logotipo donde sobre esta fecha se colocó la corona de la monarquía, como si los 300 años de la Colonia pesaran más que los 200 que llevamos de vida republicana. Si yo tengo el deseo de redondear mis 100 años de vida, es porque quiero llegar al 6 de diciembre cuando los cumplo, al año 2000, y aprovechar esta fecha para decirles a mis amigos, dentro de 4 años, que mi experiencia de este primer siglo me obliga a recordarles que nuestro destino es el de llevar las esperanzas que nos recuerda el pontífice romano en su certera manera de llamarnos. No debemos recibir las palabras de Juan Pablo como un elogio, sino como el recuerdo de lo que han visto en 500 años quienes han salido del Viejo Mundo para venir a crear uno Nuevo. Si en el Viejo hubo hambre, esperan que en el Nuevo encontrarán trabajo y una mesa suficiente.

Si en el Viejo, el fanatismo de nazistas, fascistas o franquistas les hizo invivibles sus patrias, que aquí encuentren un lugar de convivencia. Mayor compromiso no puede tener el hombre del Nuevo Mundo. No hay que mirar la tierra donde hemos nacido como un regalo de los dioses, sino como un campo en donde nos toca ofrecer a los demás, ese lugar de esperanza de que habla el papa Juan Pablo. No porque él lo haya dicho propiamente, sino porque eso está en el corazón de nuestra historia.

Esta fiesta que me hacen ustedes tiene esa profundidad tremenda, que yo veía en el fondo de la sonrisa de don Alfonso Reyes. Porque cuando él hablaba de la Ultima Tule, lo que estaba viendo era esa América de siete colores, en donde cada matiz de iris acaba por convertirse en una especie de compromiso con la gente ingenua, que se viene de Europa o de cualquier parte de los cuatro continentes, siempre con la idea de que aquí llegará a libertarse y convivir en un ambiente republicano porque aquí se inventó la república de la orden moderna.

Es cuanto tengo que decir para agradecer de todo corazón el que hayan unido mi nombre al de don Alfonso, a la sombra de su Capilla, en donde tantas veces he soñado cuando pienso en mi tierra y en la suya.

De nuevo, mil gracias por haberme escuchado.

Germán Arciniegas

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Reyes y América. Por David A. Brading

Versión original: http://www.letraslibres.com/mexico-espana/reyes-y-america

En El puercoespín y la zorra (1935), Isaiah Berlin cita un fragmento de Arquíloco donde el poeta griego dice «la zorra sabe de muchas cosas, pero el puercoespín sabe de una muy importante». Berlin aprovecha el sentido figurado de estas palabras «enigmáticas» para dividir el reino de los filósofos, poetas, dramaturgos y novelistas en dos grandes provincias. Flanqueado entre otros por Platón, Dostoievski y Proust, Dante va a la cabeza de los escritores a cuya obra anima «una sola visión central» que por sí sola confiere sentido a todo lo que hicieron y dijeron. Shakespeare, flanqueado por Aristóteles, Goethe y Joyce, entre otros, representa a los escritores de pensamiento «esparcido y difuso que se mueven en planos diversos, nutriéndose de la esencia de una gran variedad de experiencias y asuntos, tomándolos por lo que son en sí mismos», sin proponerse reducirlos a los límites de una «visión unitaria interior». El primer grupo es el de los puercoespines; el segundo, el de las zorras.1
Si aplicamos la clasificación de Berlin a los escritores mexicanos, en particular al círculo que fundó el Ateneo de la Juventud en 1909, salta a la vista que José Vasconcelos (1881-1959) era un puercoespín, toda vez que su vida y escritos se inspiraban en la visión que él tenía de sí mismo como un reformador cultural, a veces rey-filósofo o profeta, elegido para redimir a su nación y a su raza. En cambio, don Alfonso Reyes (1889-1959), el benjamín del Ateneo, era una zorra que desempeñaba los papeles de diplomático, historiador de la literatura, poeta, periodista y presidente del Colegio, cuyos escritos abarcaron gran variedad de asuntos y géneros. Al mismo tiempo, el escritor más viejo influyó en el más joven, y más que en ningún otro sentido, en su preocupación por la situación cultural de Iberoamérica, o como Reyes prefería llamarla, «nuestra América».2
Para entender el origen de esa preocupación basta ver sus Notas sobre la inteligencia americana (1936), donde Reyes lamentaba la orientación positivista de la Escuela Nacional Preparatoria, en la cual se educó, orientación que inculcaba en los estudiantes un profundo pesimismo sobre la América hispana, pues éste era un continente que parecía estar preso en una jaula de determinantes —Reyes las llamaba «fatalidades»—, ya fueran raciales, geográficas o políticas, que obstaculizaban su progreso y la mantenían en la condición de un conjunto de países dependientes de Europa occidental y Estados Unidos. En particular, advertía Reyes, la generación de su padre había lamentado nacer «en un suelo que no era el foco actual de la civilización, sino una sucursal del mundo», y citaba a Victoria Ocampo, la escritora argentina, quien comentaba que la generación pasada se había concebido como la de los «propietarios de un alma sin pasaporte». Era, además, una generación que conservaba el resentimiento liberal contra España, nación a la que veía sumida en la decrepitud histórica. En cuanto a México, se pensaba que la supervivencia de las comunidades indígenas era un obstáculo insuperable al progreso social. En efecto, se juzgaba que todo lo valioso provenía del exterior, mientras que lo autóctono, ya fuera nativo o criollo, era objeto de burla y considerado retrógrado. Todo esto contrastaba a todas luces con el pujante poder industrial y la prosperidad de Estados Unidos.
La paradoja de tal pesimismo, ejemplificada por Francisco Bulnes en El porvenir de las naciones hispanoamericanas (1899), era que, como Alfonso Reyes observó en su Panorama de América (1918), «comenzó hacia 1870 una nueva era de prosperidad material y de tranquilidad relativa». A todo lo largo del continente, la inversión extranjera en ferrocarriles, puertos y minas, había producido un auge de exportaciones, no sólo de minerales y petróleo, sino también de productos agrícolas de clima tropical y templado. En la Argentina y el sur del Brasil, la expansión económica había provocado una gran inmigración del sur de Europa así como la emergencia de grandes ciudades, de manera que hacia 1910 la población de Buenos Aires y São Paulo superó con creces a la de la ciudad de México. Por si fuera poco, esta nueva prosperidad enriqueció tanto a los grandes propietarios rurales como a los empresarios nacionales, y permitió e las elites políticas establecer regímenes basados en oligarquías parlamentarias o en presidencialismos pretorianos. Si en México estalló la revolución social de 1910, en otros países de Iberoamérica la economía de explotación y las instituciones republicanas sobrevivieron hasta 1930, cuando la Gran Depresión precipitó el fin de toda una época.
Fue José Enrique Rodó (1872-1917), ensayista y político uruguayo, quien, en Ariel (1900), apeló a la figura shakespeareana de Próspero como autor de un planteamiento en el que se contrasta la espiritualidad y la acción desinteresada, representada por Ariel, con los impulsos sensuales y egoístas de Calibán. Así, exhorta a la juventud hispanoamericana a acometer una empresa elevada y a procurar «la plenitud de vuestro ser». Rodó rechazaba en particular la filosofía utilitaria y materialista que entonces dominaba a Estados Unidos, país que, si bien mostraba una «grandeza titánica» en su economía, estaba gobernado por una plutocracia vulgar y animado por una «semicultura universal». En consecuencia, conminaba a la juventud hispanoamericana a rechazar la «nordomanía» y abrazar en cambio los valores clásicos y la actitud contemplativa de la belleza que había florecido en la edad dorada de Atenas. El arte, argumentaba, no sólo expresa la mayor parte de las facultades humanas, sino que permite al hombre concebir «la ley moral como una estética de la conducta». Por otro lado, insistía en que todas las repúblicas de Hispanoamérica formaban una sola nación cultural y que su lengua, historia y literatura eran expresiones de un solo espíritu. «Tenemos, los americanos latinos, una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de historia».3
En todo esto, aparte de la influencia evidente de Ernest Renan, teórico francés del nacionalismo y autor de Calibán, un drama filosófico, Rodó echó mano de los Discursos a la nación alemana (1807-1808) de Johann Gottlieb Fichte, y De los héroes, el culto de los héroes y lo heroico en la historia (1840) de Thomas Carlyle, ya que éste había definido al hombre de letras de la era moderna como «luz y sacerdote del mundo que, a modo de faro, le sirve de guía en su oscuro peregrinar a través del desierto del Tiempo».4 Cuando José Vasconcelos se arroja al centro de la vorágine de la Revolución mexicana y más tarde figura como secretario de Instrucción Pública, se apega a las exhortaciones de Rodó y abraza las embriagadoras ideas de Carlyle.
De la influencia que el uruguayo ejerció sobre Alfonso Reyes no puede haber duda, ya que en 1908, cuando éste tenía diecinueve años, convenció a su padre el general Bernardo Reyes, entonces gobernador de Nuevo León y posible candidato a la Presidencia, de publicar la primera edición mexicana del Ariel en Monterrey, aun cuando, según admitía el propio don Alfonso, era Theodore Roosevelt el filósofo y literato que más admiraba.5 La posición de Rodó se elevó aún más en virtud de la presencia en México de Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), intelectual dominicano, hijo de un expresidente, partidario del Modernismo, movimiento iniciado por el poeta nicaragüense Rubén Darío. Cinco años mayor que Reyes y con más viajes por el mundo en su haber, Henríquez Ureña se convertiría en su mentor y amigo. Los unía el disfrute de la literatura hispánica, ya fuera medieval o barroca, así como su común dedicación al estudio de los clásicos grecolatinos. De igual forma, compartían su desdén por la gastada filosofía de Auguste Comte y Herbert Spencer, actitud que llevó a Reyes a relatar jocosamente que había escuchado a Antonio Caso «en un grupo de profesionales, haciendo un sabroso guiso de positivistas».
Perturbado por El nacimiento de la tragedia y la exaltación que en ella hace Nietzsche del espíritu dionisiaco sobre la razón apolínea, Reyes busca una afirmación intelectual en Henríquez Ureña, quien de muy buena gana le explica que tal distinción entraña el contraste entre la poesía épica y la lírica, y no es sino otra expresión de la consabida antítesis entre filosofía y literatura romántica y clásica. En la correspondencia entre estos dos hombres se advierte también la influencia del gran historiador y crítico español Marcelino Menéndez y Pelayo, influencia que Reyes admitía aunque no dejaba de lamentar.6
En 1913 Reyes se recibe de abogado y lo nombran segundo secretario de la legación mexicana en París, donde se entera de la trágica muerte de su padre durante un intento fallido de asalto al Palacio Nacional, noticia a la que sucederá el asesinato de Francisco I. Madero y el reinicio de la guerra civil. Para entonces Reyes ya había escrito «quisiera salirme de México para siempre», pues temía que la política fuera a absorberlo desviándolo de lo que él consideraba su vocación en la vida.7 En 1914, tras ser retirado de la legación, establece su residencia en España, se dedica al periodismo y se integra al Centro de Estudios Históricos de Madrid que dirigía Ramón Menéndez Pidal, destacado investigador del Cantar de Mio Cid. En los años subsecuentes profundiza sus conocimientos de la literatura medieval castellana, estudia a los cronistas del descubrimiento y la conquista de América, y, con Dámaso Alonso, participa en la renovación del interés por la poesía de Luis de Góngora. En efecto, en esos años se opera un cambio decisivo en los valores literarios, ya que desde fines del siglo XVIII los críticos habían descalificado el estilo de Góngora por considerarlo afectado e impuro, juicio con el que había coincidido nada menos que Menéndez y Pelayo. Este cambio de perspectiva fue comparable al que impulsó T.S. Eliot cuando revaloró la poesía de John Donne y la escuela metafísica de los poetas ingleses del siglo XVII.
En Góngora y América (1929) Reyes investigó la influencia de este poeta barroco en el Nuevo Mundo y señaló la importancia de Juan de Espinosa Medrano, «El Lunarejo», canónigo de la catedral de Cuzco, quien en 1662 publicó en Lima su Apologético a favor de don Luis de Góngora, obra en la que defiende al cordobés de los ataques de un crítico lusitano. No menor importancia reviste el que haya llamado la atención sobre la revaloración de Sor Juana Inés de la Cruz, a quien los liberales del siglo xix, como Ignacio Manuel Altamirano, habían menospreciado como a una representante del mundo virreinal bajo el dominio «del culteranismo y de la Inquisición y de la teología escolástica». En este caso, el responsable de dicha reivindicación había sido Menéndez y Pelayo, al saludar en la monja al mejor poeta que haya escrito en español a fines de la era de los Habsburgo, opinión que indujo a los críticos mexicanos a abandonar sus prejuicios liberales.8 Por último, Reyes se alía con Henríquez Ureña en su explicación de Juan Ruiz de Alarcón, dramaturgo del siglo XVII, como literato esencialmente criollo en lo tocante al estilo y la creación de caracteres. No está de más notar que este cambio de actitud ante la literatura se vio acompañado por la revaloración de la arquitectura barroca y churrigueresca, movimiento que en México encabezó Jesús T. Acevedo, uno de los miembros del Ateneo de la Juventud.
Como aportación al rescate de la tradición histórica de la América hispana, Reyes publicó un buen número de ensayos sobre el descubrimiento del Nuevo Mundo, entre ellos Capricho de América (1933), donde en lugar de celebrar el singular desempeño de Colón, se extiende en su examen de los actos colectivos de los españoles en la gran aventura, haciendo hincapié, por ejemplo, en las hazañas de los hermanos Pinzón. En esa misma vena, afirma que Américo Vespucio era mejor navegante que el explorador genovés. Con todo, lo que lo fascinaba era el papel que había desempeñado el mito en los grandes descubrimientos, y argumentaba que el significado de esos acontecimientos dependió tanto o más de la imaginación que de los hechos escuetos del caso. Después de todo, lo que esa gente veía al aventurarse en tierras desconocidas dependía de lo que ellos esperaban encontrar y, desde luego, de lo que eran capaces de ver. En una frase sorprendente, afirma que «América fue la invención de los poetas», fórmula con la que se adelantaba a la tesis de Edmundo O’Gorman por cuanto «América» nunca fue descubierta, sino más bien inventada y concebida por los hombres que la conquistaron y por los cronistas que defendieron la importancia de la Conquista.9
En 1920 Reyes fue readmitido en el servicio diplomático mexicano y permaneció en España hasta 1924; luego de tres años en Francia, sirvió como embajador en la Argentina y el Brasil hasta 1937. Durante su prolongada gira por América del Sur, estableció buenas relaciones con la comunidad intelectual, sobre todo en Buenos Aires, y a menudo se lo invitaba a hablar en público. En 1932 leyó en Río de Janeiro En el día americano, empezando por señalar que siendo tan escaso el comercio entre los países de Iberoamérica, tocaba a los estudiantes establecer las relaciones culturales, aprovechando sus universidades como vehículos de dicho intercambio. En El Brasil en una castaña (1942) demostró su habilidad para este tipo de ensayo interpretativo y atendió a los ciclos de la economía de exportación, del azúcar al café, anotando los diferentes tipos sociales vinculados con cada fase. De igual manera, también rindió tributo a las habilidades políticas de sus dirigentes, quienes nunca habían cobrado el gusto hispanoamericano por las revoluciones. Sin embargo, en ningún momento estableció comparación alguna entre México y el Brasil, ejercicio que podía haberlo llevado a algunas conclusiones interesantes. Por lo demás, en Goethe y América (1932) advirtió que gracias a la información proporcionada por un naturalista alemán que viajó por el Brasil, Goethe echó mano de numerosos ejemplos de este país para llegar a la formulación de su filosofía natural. Sin embargo, tuvo que confesar también que, pese a la amistad que cultivaba con Alejandro de Humboldt, para Goethe «América» significaba primero y ante todo Estados Unidos, la tierra de promisión para los europeos del norte.
Cuando Reyes llegó a Buenos Aires en 1927, encontró un país que disfrutaba de un nivel de vida superior al del sur de Europa y que constituía un próspero centro cultural, comparable a Barcelona en cuanto a la actividad editorial. En sus Palabras sobre la nación argentina (1929-1930) define a México y a la Argentina como «los dos países polos, los dos extremos representativos de los dos fundamentales modos de ser que encontramos en Hispanoamérica». Refiere entonces que se había topado en París con poeta argentino Leopoldo Lugones, quien lo desconcertó al decirle a quemarropa que México parecía un país más europeo que la Argentina, toda vez que posee una larga historia, muchas tradiciones y numerosos indígenas, y agregó: «Sois pueblos vueltos de espaldas. Nosotros estamos de cara al porvenir: los Estados Unidos, Australia y la Argentina, los pueblos sin historia, somos los del mañana». No es de extrañar pues que, tras este encuentro, Reyes le escribiera a Henríquez Ureña que «todo mexicano suficientemente desinteresado sacará provecho de hablar con un argentino: es una perspectiva opuesta».10
Ideas semejantes le había expresado José Ortega y Gasset, quien observó que México se parecía a los países de Europa central, resultado de la Conquista y donde se había operado una lenta fusión de vencedores y vencidos, en tanto que «por el extremo argentino, el caso americano se da en toda su pureza; historia leve, problemas de raza casi nulos, mezcla reciente de pueblos que se transportan con su civilización ya hecha, a cuestas». Era el contraste entre una conquista justificada por la imposición de una religión nueva, por un lado, y, por el otro, una colonización que concentraba sus recursos humanos en la agricultura. En efecto, Ortega y Gasset definía a América como un modelo hecho a imagen de Estados Unidos, relegando a México (y por lo tanto a la zona andina) a una suerte de limbo extraño que resultaba la antítesis de lo que el Nuevo Mundo significaba para la mayoría de los europeos. Por su parte, Reyes, sin añadir su comentario personal, se contentó con hacer ver el contraste.
Sin embargo Reyes causó revuelo en esta conferencia, al declarar que en Argentina existía una peligrosa fisura entre los patricios hispánicos y la plebe inmigrante, y que en Buenos Aires había una fuerte tendencia a imponer un comportamiento acorde con el de los patricios, forzando por lo tanto una disciplina de apariencias. Una conocida suya le había explicado que para ella «belleza» significaba «distinción». Además, si Estados Unidos, haciendo a un lado su obsesión por el progreso material, había sido fundado por las aspiraciones religiosas de los puritanos, Argentina era «hija de una aspiración cívica» y de la busca del «bienestar económico», de manera que «más que una nación de acarreo o depósito histórico, la Argentina es una nación de creación voluntaria». El resultado actual era el orgullo nacional exacerbado, la prepotencia que llevaba a la afirmación continua en los diarios de la superioridad de la Argentina frente a sus vecinos, lo que, a pesar de la excelencia de su sistema educativo, argüía cierto malestar e incertidumbre.
En Notas sobre la inteligencia americana, discurso leído en Buenos Aires en 1936, Reyes hacía reflexiones generales sobre la historia y la situación que a la sazón vivía «nuestra América», afirmando que: «llegada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma a otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente.» Dicho lo cual, no estaba claro si América debería ajustarse al ritmo de los cambios europeos, sobre todo teniendo en cuenta que la improvisación siempre había predominado en su historia, su política y su vida misma. Sin embargo, «hoy por hoy, existe ya una humanidad americana característica, existe un espíritu americano». Durante el siglo XVIII se dio una lucha entre los defensores de la tradición autóctona y los partidarios de los modelos europeos, aunque «nuestras utopías constitucionales combinan la filosofía política francesa con el federalismo presidencial de los Estados Unidos». Y como prevalece la mezcla racial, el mestizaje que comenzó con Hernán Cortés y la Malinche, «la inteligencia de nuestra América» vio con repugnancia la segregación étnica que imperaba en Estados Unidos y, consecuentemente, percibía a Europa como «más universal, más básica, más conforme con su propio sentir». Donde Europa era incapaz de ofrecer un modelo aplicable era en su práctica de la especialización profesional, ya que los escritores hispanoamericanos frecuentemente ingresaban en la política y actuaban como «caudillos y apóstoles». A Reyes le gustaba afirmar que esos escritores ejercían «la profesión general del hombre». Haciendo una metáfora sorprendente, escribió: «Nace el escritor europeo en el piso más alto de la torre Eiffel… Nace el escritor americano como en la región del fuego central». A pesar de los contratiempos, las repúblicas de América se mantenían unidas por la «hermandad histórica»; en cuanto al sentimiento, eran internacionalistas y, como lo había afirmado Vasconcelos, constituían el fundamento de la futura «raza cósmica», inspiradas por «el sueño de la utopía, de la república feliz».
En su Discurso por Virgilio (1932-1933) Reyes saluda al poeta como «gloria de la latinidad, y México, mantenedor constante del espíritu latino, no debe permanecer indiferente» a la celebración de su memoria. Lamentaba que a «los que seguimos el camino real del liberalismo mexicano» nunca se nos enseñó latín en la escuela, lengua cuyo cultivo se reservó en buena medida al clero católico. No obstante, el espíritu de México, insistía Reyes, era mucho más latino que indígena, puesto que «no tenemos una representación moral del mundo precortesiano, sino sólo una visión fragmentaria sin más valor que el que inspira la curiosidad, la arqueología: un pasado absoluto». Es en la Eneida, mucho más que en la épica homérica, donde puede asistirse al nacimiento de un «sentimiento nacional» y «una noción de la patria». De igual forma, en sus Geórgicas, el poeta romano celebra la agricultura y el interés por un suelo en particular y por quienes lo cultivan. En conclusión, Reyes argumenta que, comoquiera que el español se deriva directamente del latín, en su etimología podemos encontrar el «sustrato de las experiencias mentales de toda una civilización», donde las palabras desempeñan el oficio de «cápsulas explosivas» que contienen «toda la historia espiritual de una familia étnica». Ahí está, advierte Reyes, el mensaje de Fichte en sus Discursos a la Nación Alemana, por no mencionar las obras de Vico y de Herder: la etimología es «disciplina y ejercicio de la dilatación patriótica». Su exposición concluía con una metáfora orgánica en la que afirmaba que los individuos son injertos sobre el tronco ancestral, simples hojas de un árbol, pero todos se nutren de «los pozos ocultos de nuestra psicología colectiva».11 Y si bien Reyes exponía estas reflexiones ante un auditorio mexicano, igualmente podrían ser de provecho a todos los americanos que valoran su herencia hispánica.
En su Apéndice sobre Virgilio y América, Reyes retoma un tema que ya había introducido en su ensayo «México en una nuez» (1930), donde echaba mano del paralelo que existe entre la conquista del Lacio por Eneas y la conquista de México por Cortés. En ambos casos los caudillos luchaban a la cabeza de una alianza reclutada en su país de origen: etruscos y arcadios en Italia, tlaxcaltecas y texcocanos en el Anáhuac, y antes de derrotar al rey Latino y a Moctezuma, hubieron de matar a sus heroicos defensores: Turno y Cuauhtémoc. Hubo, sin embargo, algunas diferencias. Hecha la paz en Italia, Eneas desposó a Lavinia, hija del rey Latino, y acordó que él y sus seguidores troyanos se llamarían en lo sucesivo latinos, formando así un nuevo pueblo con los habitantes ya existentes, con quienes compartían una misma lengua. En México, por lo contrario, Cortés no desposó a la Malinche, y el español se convirtió en la lengua destinada a unir, con el paso del tiempo, a los diversos pueblos del Anáhuac.12
En Los hijos del limo (1974), Octavio Paz se declaró miembro (ya fuera maestro o discípulo) de «la tradición moderna de la poesía», movimiento iniciado por los románticos alemanes e ingleses, renovado por Baudelaire y los simbolistas franceses, y que encontró su reformulación contemporánea más vital en el surrealismo francés. Lo que unió a todos estos movimientos fue su rechazo de la Ilustración y su insistencia en las leyes naturales y económicas, así como su afirmación de los poderes creadores de la imaginación. Paz puso de relieve que lo más importante no tiene que ver con los valores estéticos sino con elegir «una forma de ser» en la que concurran la vida, la historia y la poesía. Por lo que hace al mundo hispánico, Paz se burlaba de los llamados románticos de la primera mitad del siglo xix, mero «reflejo de un reflejo», afirmando que el modernismo, iniciado por Rubén Darío, es «nuestro verdadero romanticismo».13 En efecto, apenas en sus postrimerías aparecieron poetas y filósofos dotados con la voz profética de un Wordsworth o un Baudelaire, hombres que ya no se contentan con escribir imitaciones de Sir Walter Scott o de Víctor Hugo. En más de un sentido, el primer intelectual mexicano que osó llevar la carga entera de la vocación romántica fue José Vasconcelos, asumiendo el papel de profeta en La raza cósmica (1925) y pronunciando después una encendida jeremiada en contra de los vencedores corruptos de la Revolución Mexicana. Además, en su Ulises criollo se identificó con el taimado héroe griego que había burlado a Circe y privado de la visión a Polifemo, para luego retornar a su hogar en Ítaca y encontrarlo sitiado por los pretendientes de su esposa Penélope, todo ello, qué duda cabe, alegoría de la propia experiencia de Vasconcelos.14
Si bien Alfonso Reyes a todas luces recibió del modernismo el influjo del romanticismo, su temperamento era más clásico, filiación que se advierte por sus preferencias por Goethe y Virgilio. Más aún, en su «Discurso por Virgilio», hay un pasaje evidentemente autobiográfico, cuando escribe de Atenas: «En las aventuras del héroe que va de tumbo en tumbo salvando los penates sagrados, sé de muchos, en nuestra tierra, que han creído ver la imagen de su propia aventura, y dudo si nos atreveríamos a llamar buen mexicano al que fuera capaz de leer la Eneida sin conmoverse.15
En verdad, la caída del Estado porfiriano y la muerte de su padre, a quien muchos esperaban ver llegar a la Presidencia, fue en la vida personal de Don Alfonso el equivalente de la destrucción de Troya, siendo él mismo un piadoso Eneas que vagó de una a otra costa durante muchos años sin establecerse en ningún lado, y pasando un cuarto de siglo en el extranjero antes de su regreso final a México en 1939.

 Traducción de Jorge Brash

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La gran cruz de Boyacá. Por Alfonso Reyes

Excmo. señor Embajador don Jorge Zalamea: Reciba Vuestra Excelencia la expresión de nuestra gratitud más profunda, y dígnese hacerla llegar hasta el Excelentísimo señor don Alfonso López, Presidente de la República de Colombia, procurando—como sin duda sabrá hacerlo un mensajero de tales prendas— que, sin empañarse la objetividad y la tersura impuestas por los cánones oficiales, se deje sentir de alguna manera, y como entre líneas, ese calor de la emoción sin el cual las cosas humanas pierden su necesidad y su justicia.

Un amistoso encargo, que por de contado en la orden más inapelable, me pone en el trance de contestar a Vuestra Excelencia en nombre de los señores generales don Francisco L. Urquizo, don Leobardo C. Ruiz y don Gustavo A. Salinas, a la vez que en mi propio nombre: nuevo consorcio, éste, de las armas y las letras, en que no puedo menos de complacerme y aun sentirme guiado por algún secreto y sabio destino; por la amistad que me une con los tres señores generales; porque nunca en nuestro  país fue mejor la armonía entre militares y civiles, ahora que nuestra juventud cruza por el servicio del Estado como una etapa natural de su vida, y porque, además de ser un oficial de los libros, soy hijo de un guerrero.

Pero este paso honroso me obliga, sin remedio, a sumergir en mi propia confusión, oscureciéndola con ella, la gallarda personalidad de estos militares y estadistas, a quienes —sin salirme del pacto— no podría yo elogiar aquí como quisiera, ni felicitar a mi turno.

Se, en cambio, que los interpreto cabalmente, al asegurar que nuestra gratitud se acrecienta por el hecho de haberse escogido el aniversario nacional de Colombia para entregarnos las insignias de la Orden de Boyacá, cuyo solo nombre es grito de victoria, y evoca nuestras  bregas comunes y nuestras comunes esperanzas.

Tenemos que dejar de lado las gentiles palabras con que el señor Embajador nos acoge, y disimular con el silencio todo ese rumor de alma que se precipita a nuestros labios, sin hallar la palabra justa. Porque tampoco estaría bien que nos detuviéramos demasiado en hablar de nosotros mismos, con pretexto de rectificar favores sin duda desmedidos; y porque estas deudas, en suma —al fin engendradas por la generosidad y la nobleza del otorgante—, ni se cementan ni se pagan.

A ver cómo se las arregla este caballero de las letras y del pensamiento americanos, a quien seguimos con admiración y de sorpresa en sorpresa desde sus primeras hazañas en la pluma; este claro e intachable amigo, que por suerte ostenta entre nosotros la representación del país hermano, para que la opinión y el Gobierno de Colombia adviertan que los ahora agraciados con las insignias de la Orden de Boyacá no nos engañamos sobre la intención de esta honra inapreciable: —Servimos come memos intermediarios para que se manifieste la amistad entre dos pueblos y dos Gobiernos. Nada más: nada menos.

Cada vez nos despersonaliza más el imperativo de los deberes sociales. Siempre fue de rigor devolver a la sociedad lo que cada uno le debe. Mucho más en estos días aciagos. Nuestra vida ya no tiene más fin que ofrecer los hombros, para que salte a escalar el eterno muro otra generación a la que deseamos mejor ventura. Desaparecemos en la base de los empeños colectivos. Valemos y somos cuanto valga nuestra voluntad de integrarnos con los nuestros, absorbidos el el seno de las naciones. Y vamos, de paso, arrastrados por el gran viento histórico.

Colombia, en la constelación de las naciones americanas, ofrece una fisonomía inconfundible y, digámoslo de una vez, digna de envidia. Nunca más palpable esa posibilidad de reducir a virtud, razón e inteligencia los ímpetus juveniles y algo desordenados que, a veces, imprimen en la fisonomía de nuestros pueblos una gesticulación ingrata y excesiva. Nunca más celosamente preservada aquella vieja tradición de cortesía que, desde la hora en que Hispanoamérica pudo dejar oír su voz entre el coro de las voces de Europa, la distinguió como un carácter propio y acaso como una promesa: la promesa que América ha significado siempre para el día en que se cese el mundo.

En la mitología del Continente —en decir: en esos trasfondos de conciencia donde precipitan, ya depuradas y acendradas, las imágenes definitivas—, Colombia ha ocupado el lugar de una Atenas americana. Y aun se han dado instantes preciosos, de exquisita irrealidad —diríamos—, en que las ásperas luchas cívicas, donde hasta un poco de grosería se usa y se perdona, asumieran, allá, el aire de aquel inacabable diálogo, entablado desde que nació la palabra, entre la Gramática y la Poesía.

Para Colombia sean, pues, nuestra gratitud y nuestros votos fervientes. Y, señor Embajador, sépase y entiéndase que aquella nación—hermana mayor por la discreción y el civismo—no arroja en tierra estéril estas semillas de su generosidad. Si ya sólo como mexicanos nos cumplía amar a Colombia, ahora doblemente nos compete como señalados por el fuego de su simpatía. El amor y el entendimiento de Colombia, nosotros los atizaremos gustosamente: en la medida de su insigne acción, mis amigos, yo en mis “oscuras soledades”, de que hablaba el poeta. Nosotros lo transmitiremos a nuestros hijos, a nuestros hijos de la carne y a nuestros hijos del espíritu.

México, 20-VII-1945.

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