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De la cibernética a la era sociodigital. Por Eloy Caloca Lafont

Cátedra Alfonso Reyes en Cuernavaca.

Ciclo de conferencias conversaciones: Cibernética y sociedad.

Miércoles 14 de marzo de 2018, 19:00 hrs. Museo de la Ciudad de Cuernavaca. Salón Azul. Centro Histórico.

Entrada libre.

CAR-2018

De la cibernética a la era sociodigital

Por M. H. Eloy Caloca Lafont*

Al final de los años noventa, la popularización de Internet daría paso al surgimiento de mensajeros en línea, salas de chat, blogs, entornos de simulación y sitios interactivos, modificando sustancialmente las reflexiones y debates en torno a la computación. En un primer momento la Red fue definida como una tecnología para almacenar e interrelacionar información en formato electrónico, por lo que aquellos pioneros en imaginarla y desarrollarla, desde Vannevar Bush hasta Ted Nelson o Tim Berners-Lee, la asumieron como un gran archivo o memoria expandida; sin embargo, a partir del 2004, el potencial de Internet para generar nuevas comunidades, prácticas, experiencias, afectos o modos de expresión hizo necesario considerar su dimensión social, más allá de su carácter técnico.

El comienzo de las redes sociodigitales y la web participativa, en la que los usuarios dejaron de ser simples consumidores de datos y pasaron a producirlos, provocó grandes cambios en las economías y en las telecomunicaciones. Algunas de las primeras creencias sobre la sociodigitalidad postularon que, en un futuro, los entornos digitales formarían sociedades virtuales, al margen de las materialidades cotidianas. Hoy día podemos darnos cuenta de que Internet no es una realidad ajena a nuestra cotidianidad, sino un juego de interfaces, protocolos e intercambios imbricados en las experiencias del día a día. Sus algoritmos, infraestructuras e inteligencias artificiales están cada vez más unidos a nuestros imaginarios, emociones y corporalidades.

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De mi padre. Por Alfonso Reyes

DE MI PADRE

 

DE ALEJANDRO y de César y de otros capitanes

ilustres por las armas y, a veces, la prudencia,

yo encontraba en mi padre como una vaga herencia,

aliento desprendido de aquellos huracanes.

 

Un tiempo al Mío Cid consagré mis afanes

para volcar en prosa sus versos y su esencia:

la sombra de mi padre, rondadora presencia,

era Rodrigo en bulto, palabras y ademanes.

 

Navegando la Ilíada, hoy otra vez lo veo:

de cóleras y audacias —Aquiles y Odiseo

imperativamente su forma se apodera.

 

Por él viví muy cerca del ruido del combate,

y, al evocar hazañas, es fuerza que retrate

mi mente las imágenes de su virtud guerrera.

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Fábula de los lectores reales. Por Alfonso Reyes

ÉSTE era un rey de Francia, por los días del Renacimiento, gran mecenas de las artes y de las letras, poeta él mismo, que se llamó Francisco I. Con él podían tratar de tú a tú los humanistas y sabios de la época, como Guillaume Budé, a quienes tenía por consejeros y amigos. A él se debe la institución de los “lectores reales”, institución que daría origen al Colegio de Francia. Esta ilustre casa de estudios vive aún en plena gloria y ha sido, más o menos, el modelo del Colegio Nacional creado en México hace diez años, para bien de nuestra cultura, por inspiración, sobre todo, del inolvidable Antonio Caso.

Entre los hechos más señalados del Renacimiento francés, ninguno iguala en trascendencia a la fundación del Colegio de Francia, el cual ejerció influjo profundísimo en la vida intelectual de Europa, mediante ese su nuevo régimen de enseñanza que Rabelais ha pintado en la carta de Gargantúa a Pantagruel:

“Hoy el mundo está lleno de sabios, preceptores muy doctos y muy abundantes bibliotecas.”

Hay que recordar, para ser justos, que el rey Francisco I, prisionero en España, había podido observar de cerca la admirable Universidad de Alcalá, obra del Cardenal Cisneros. El rey no olvidaría nunca la impresión entonces recibida, y por muchos años estuvo acariciando el proyecto de corregir en algún modo las ya lamentables deficiencias de la Sorbona.

En efecto, hacia el primer tercio del siglo XVI la Universidad de París, la inmortal Sorbona, padecía una de esas crisis que son meros reflejos de la desazón general. Sus enseñanzas, ya exangües y rutinarias, no acompañaban ni con mucho el ansia de renovación. Las luces que, de Italia, se difundían al resto del Occidente y derramaban por todas partes los tesoros de la antigua sabiduría, no lograban penetrar las densas nubes de la escolástica tradicional en que se envolvía la Sorbona. La Universidad, de espalda al tiempo, olvidaba su hermoso pasado y su misma razón de ser.

FranciscoIReyes

Pues ¿no llegó la Universidad a considerar con malos ojos el que la regia voluntad de Francisco I creara un cuerpo de profesores para enseñar el latín, el griego y el hebreo? Aun persiguió a algunos de estos profesores, acusándolos de entregarse a los pecaminosos contactos con la cultura pagana, y especialmente, de contaminarse con la herejía de los reformistas o luteranos, por el empeño de acercarse al texto de los Evangelios según el criterio científico.

Pero estos catedráticos de humanismo —los lectores reales— habían echado a andar una poderosa máquina que ya nadie lograría detener. Ellos contaban con el favor real, cierto; aunque hay que entender lo que eso significa. No todo fue para ellos vida y dulzura; no se crea que su magna obra ignoró el dolor y el sacrificio: al contrario.

Ya, diez años antes de nombrar a sus lectores reales, Francisco I había hecho un bosquejo de sus vastos planes, encomendando al erudito Juan Láscaris, de Milán, un curso de griego para una docena de estudiantes. ¿Y en qué paró este ensayo? Láscaris, mientras pudo, tuvo que sostener de su propio bolsillo aquella cátedra singular, sin recibir del rey más que ofrecimientos y buenas palabras. A los dos años, Láscaris se vio obligado a cerrar sus puertas.

Las preocupaciones políticas y militares, el malestar moral que pesaba sobre Francia, los progresos de la Reforma y, para colmo, el golpe teatral que vino a ser la derrota de Pavía hicieron que Francisco I abandonara por unos años sus sueños de cultura. Finalmente, le fue dable nombrar a sus lectores reales hacia 1530.

Pero véase la situación de estos campeones renacentistas. Desde luego, la Sorbona los perseguía con sus rayos y fulminaciones. El ambiente estaba tan cargado, que aun haría víctima del encono religioso y arrancaría algunos gritos de combate a un poeta cortesano como Clement Marot, nacido para la dulzura. En la práctica, los programas de lenguas clásicas y orientales resultaron realmente excesivos, y hubo quienes diesen lecciones durante cuatro y cinco horas diarias. Los cursos se diseminaban por varios sitios de París, pues los lectores reales aún carecían de inmueble propio y acudían a la hospitalidad de cinco o seis colegios que se escalonaban por la montaña de Santa Genoveva. Las salas eran muy exiguas para los numerosos auditorios, y algunos maestros tuvieron que profesar al aire libre. En teoría, y sólo en teoría, se les concedió una asignación de 450 libras al año; pero si el rey otorgaba generosamente estas subvenciones nominales, la Administración de Finanzas no podía pagarlas. Así, los salarios correspondientes al año de 1531 sólo se pudieron cobrar en 1533.

Cuando se ausentaba de París el Cardenal Du Bellay, los pobres lectores reales, faltos de valedor, se encontraban en tan aflictivas condiciones que Jacques Toussaint y François Vatable le escribían diciéndole sin ambages: “Nos dejan perecer de hambre”. Y le contaban también que el colega Jean Stracel había debido interrumpir los cursos e irse a su tierra natal de Flandes para allá juntar, entre sus parientes, algún dinero que le permitiera mantener su situación en París… Tales fueron los humildes orígenes del Colegio de Francia.

Moraleja: ¿ Será necesario repetir que en todas partes cuecen habas?*

III-1953

* Cadena “Informaciones de México”.

Alfonso Reyes, «Fábula de los lectores reales», A campo traviesa,  Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 426-429.

 

 

Conferencia «De la cibernética a la era sociodigital»

CAR-2018

Cátedra Alfonso Reyes en Cuernavaca.
Ciclo de conferencias conversaciones: Cibernética y sociedad.
M. H. Eloy Caloca Lafont, ITESM Ciudad de México
Miércoles 14 de marzo de 2018, 19:00 hrs.
Salón azul, Museo de la Ciudad de Cuernavaca. #MuCiC
Centro Histórico.

Entrada libre.

Arma virumque (El creador literario y su creación). Por Alfonso Reyes

DICE Aristóteles que el comienzo de toda filosofía es el asombro. “Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y el lujo específico del intelectual. Por eso su gesto gremial consiste en mirar el mundo con los ojos dilatados por la extrañeza” (Ortega y Gasset, La rebelión de las masas). Para Schopenhauer, el indicio de la facultad filosófica es sentir que “la vida es sueño”. Y aseguran que por estos días se trata de hacer partir la flecha filosófica desde el arco de la soberbia. ¿Y de dónde arranca la literatura, por qué brota el grito poético?

Para contestar esta pregunta, enfoquemos la lírica, caso el más agudo y límpido de la creación literaria. Toda génesis literaria es de tipo lírico, cualquiera sea después el desarrollo de la obra, y aun cuando ella alcance más tarde una objetividad lejana, al punto que Thackeray se asombra de lo que “oye decir” a sus personajes, al punto que François Mauriac prefiere sentir que “sus personajes le ofrecen resistencia”.

La creación comienza por dos vibraciones que se suceden o yuxtaponen en diversa manera: la investigación subjetiva (un sondearse), y la proyección objetiva (un dar a luz). La primera predomina en la lírica; la segunda, en lo que podemos llamar la episódica, ya movimiento narrativo o épico-novelístico, ya movimiento dramático; el cual, en este concepto, no es más que una eminente modalidad ejecutiva de la episódica. Ninguna de las dos maneras vale más que la otra (dejémonos de beaterías sobre la “creación pura”): hay que abandonar la “axiología pueril”, el sentimiento de pugnacidad inútil que quiere someterlo todo a esta pregunta: “¿Quién gana en el pleito?” ¿Gana el abanico o gana el piano? —dicen los niños. Ni gana la lírica ni la episódica. Pero la lírica aparece empapada en el humor genético, menos desprendida que la episódica del yo creador. Es posible que los poetas no pudieran explicarse ante Sócrates; tampoco los novelistas aciertan siempre a hacerlo. Pérez Galdós, creador si los hay, preguntado sobre estos extremos, solía contestar simplemente: “Es muy sencillo. Para hacer una novela, primero veo mis personajes y luego los oigo hablar.” Explíquense o no los creadores, la crítica, en cuanto al estudio general de la génesis, se explica mejor interrogando a la lírica que no a la episódica, por lo mismo que la crítica trata de pulsar la vibración más cercana, el instante en que la criatura es todavía el creador. La génesis se sitúa en el yo como en un terreno donde brota la planta. Sea, pues, el terreno, y luego, la planta.

Todos los días pasan ante las conciencias no literarias provocaciones o estímulos que se desperdician. El terreno, si ha de aprovechar estas inoculaciones o semillas, ha de poseer cierta condición especial. Como en la parábola de San Mateo, parte de la simiente cae junto al camino, y la devoran las aves; parte cae en pedregales donde no hay sustento de tierra, y pronto el sol consume sus brotes; parte cae entre el espinero, y las espinas ahogan sus embriones; parte cae en el lugar propicio, y entonces y sólo entonces da fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta y cuál a treinta. Y todo conforme a la condición del terreno. Esta condición, ya se ve, es temperamento literario, y se lo define por su apetito de producir.

¿Qué habrá, pues, en el fondo de este apetito? En el fondo de este apetito, como en todo arte y aun en todo impulso desinteresado, yo creo que está el amor; pero no la pasión erótica inmediata, sino aquella última decantación que, por haber perdido ya sus objetivos útiles, produce otro nuevo modo de naturaleza. Pues ¿no se nos ha hablado también del “amor intelectual de Dios”? En torno al núcleo de amor, como en todo arte, hay un sentimiento de voluptuosidad; en el caso especial de la literatura, esta voluptuosidad encuentra su clima definitivo en la palabra. Ella —créase o no— representa la corona de la voluptuosidad verdadera. ¿El amor? La explicación es demasiado vasta, es verdad; queda muy lejos. Esencia tan abstracta y sublime, se confunde con la noción dantesca o platónica: “El amor que mueve al Sol y a las otras estrellas.” Tan ancho contorno abarca también la literatura, desde luego; pero, además, abarca de paso cuanto existe. El amor responde por todo. En su discurso sobre “El Duque Job”, decía Urueta: “Amor eres tú, Laocoonte trágico; y tú, tranquilo Apoxyómenos; amor es Satán que se rebela; amor es Dios que perdona.” (Revista Moderna, México, 2ª quincena de febrero, 1901). Lo hemos explicado todo, y no hemos explicado nada. ¿No será esto lo más sabio, lo único prudente? En todo caso, acerquémonos algo más.

La voluptuosidad como que nos acerca ya al sentimiento de lo artístico, una vez que la transportamos ya a sus planos simbólicos y no la dejamos untada en la piel. Con ella, damos un paso más hacia la literatura. (¿O nos lo figuramos metafóricamente?)

Alejemos las ideas superficiales. Los biólogos llaman ecología a la relación entre el ser y su ambiente (orgánico e inorgánico), relación que se equilibra en un proceso de adaptaciones. Estas adaptaciones no sólo significan un repliegue pasivo del ser ante la figura de su ambiente, como hasta hace poco lo pretendían algunos. Tampoco significa un puro avance imperial del ser, que al desarrollarse produzca del todo su ambiente, como de pronto dan a entenderlo el vitalismo y la biología finalista de Von Uexküll. Creo que la verdad está en el medio; creo que la función ecológica es doble, de endósmosis y exósmosis, a la vez activa y pasiva. El ser y su ambiente se acercan uno a otro abriendo los brazos, pero murmurando una reserva: “Bienvenido, a condición de. . .“ Pero ¿es otra cosa el matrimonio? Según esto, el ser recibe y crea: recibe el dato exterior, y en parte lo obedece y en parte también lo modifica; y al fin abre su cauce vital, el cual representa un mínimo de armonía indispensable. Cuando este mínimo se perturba, aparecen gradualmente el malestar, el dolor, la muerte. Cuando el mínimo se enriquece, una crispación voluptuosa anuncia el placer, la intensificación de la corriente vital. La cual puede darse aun en la lucha, a modo de anticipación o esperanza, que superan, por virtud simbólica, el accidente del combate o del choque.

Si ahora trasladamos estas especies hasta esa zona indeterminada, pero no por eso menos fértil, en que la sensibilidad y la emocionalidad se conciertan, hasta esa ceja indecisa donde se juntan cuerpo y alma, tendremos en el yo el mismo cuadro de reacciones ante el mundo exterior: malestar, dolor, muerte espiritual en la inarmonía; o bien agradecimiento y crispación voluptuosa, cuando la armonía se enriquece. Y tendremos también que este enriquecimiento se obtiene por una doble operación: ya la mera función pasiva que resulta de recibir y absorber un dato exterior placentero, proceda del mundo inorgánico o del orgánico (y ésta es toda la estética de la contemplación); o ya la función activa que resulta de producir un dato nuevo y plancentero (y ésta es toda la estética de la creación). Dar con la nota, la línea, el plano, el tinte, la palabra buscados, por ejemplo, puede traer lágrimas de gusto a los ojos: lo he visto en algunos. El arte, como aquí vemos, en una investigación hacia la voluptuosidad —en este sentido superior—, por la vía de la creación personal. (Sin negar que sea también muchas otras cosas de orden ético, político, económico: no discutamos lo obvio; duerman ya, por favor, los problemas de claustro materno, que todo escritor auténtico ha resuelto antes de nacer.)

Pero, en tanto que las otras artes se quedan en la región de lo sensible, y sólo de modo translaticio, o por nexos de evocaciones y asociaciones, pueden llegar a la sugestión de la idea (sin exceptuar a ese arte admirable de la música, que tanto se parece al fluir de la conciencia), el arte literario, por lo mismo que su materia es el habla, opera directamente con figuras intelectuales, con lo más humanizado del hombre, lo que está en la cuna del espíritu. Arte, pues, de inteligencia (hasta cuando la aprovecha para esconderla: ironía de su misma plétora, vuelco de energía superabundante que juega con burlarse a sí propia), la literatura nos da el remate a que puede llegar eso que llamamos la voluptuosidad de las artes, enriquecimiento de la armonía entre el yo humano y su mundo. Más arriba, sólo la mística; pero allá, según testimonios privilegiados, el deleite consiste en trascender el yo y el mundo, fundiéndolos en lo sobrenatural o siquiera lo cósmico, y por eso en aquellas alturas ya sería un contrasentido hablar de arte. Así es que toda la voluptuosidad activa o traducción placentera del no yo en el yo, provocada mediante el dato creado por el hombre, sólo se realiza de modo supremo en la palabra, donde alcanza reflejo ideal. Mientras no se ha llegado a este vértice, cualquier goce humano resulta áptero, y hasta el mismo amor se revuelve en rumia morbosa. Dejemos a la bestia muda en su disfrute centrípeto de entrañas adentro, que por serlo, más que a ella misma pertenece todavía a su materia. A nosotros nos corresponde regir el imperio de los hombres, somos los bautistas: “Y puso Adán nombres a toda bestia y ave de los cielos, y a todo animal del campo” (Gén., II, 20). Aun el silencio cobra vida en cuanto se lo llama “el silencio”. Aun la soledad está henchida cuando es “la soledad sonora”. El poeta, pues, quiere hacer poemas. ¿Por qué y para qué? A quien así pregunta nunca habrá manera de contestarle adecuadamente.

Alguna vez le expliqué a un señor, que encontró mi mesa llena de libros, cómo estaba yo tratando de documentarme sobre la experiencia amorosa de Rousseau y Madame de Warens… – “¿Y con qué objeto?”, me preguntó muy desconcertado. “Con el objeto de eso mismo”, le contesté, sintiendo que toda mi lógica se me venía abajo como “una Babel de cristal”, que dijo Rubén. ¡Señores! El poeta quiere hacer poemas para satisfacer un impulso contenido, un afán de acción imaginativa. Monsieur Teste, que se divierte pensando a solas, ha dejado de ser poeta, es una víctima del nihilismo intelectual. En esto temíamos que parase Amado Nervo cuando, hace muchos años, dijimos que comenzaba ya a preferir el balbuceo a la frase, y que acaso se encaminaba al silencio. (Pero derivó por el agua mansa.) El poeta tiene que defender su afán de expresión. El hombre, en su fase biológica, una vez cumplido su desarrollo, proyecta fuera de sí su necesidad de crecimiento; en su fase social, tampoco se queda encerrado dentro de sí mismo, sino que sale, fabrica y emprende; en su fase psicológica, anhela desbordar los límites de su propio ser en una criatura hecha de espíritu. En todo hombre hay un poeta latente, que se logrará o no según que el terreno sea fértil o sea estéril. Esa fertilidad propia de la infancia (el “paideuma demoniaco”); esa misma capacidad de juego que transforma en personajes de un teatro invisible los cinco dedos de la mano en el niño de Anatole France, ésa se conserva a lo largo de la existencia del poeta en nivel preemimente. De modo que domina sobre el “paideuma de los ideales”, de la edad juvenil y sobre el “paideuma de los hechos” de la edad viril. El demiurgo que llevamos dentro, en el corazón del artista clama con voz más imperiosa que en el corazón de los demás, y necesita saciarse descargando en expresiones un mundo que le crece en el alma. Esta descarga (“Si no me desahogo, reviento”) ha sido un apremio psicológico, y su efecto sobre el creador será un alivio. Por eso los afligidos de urgencia poética parecen siempre algo “chiflados” a los ojos de aquellos que Dostoyewski llamaba “hombres inmediatos”. Los acosa el tábano de los griegos, el “estro”. El escritor nato tiene siempre, a la cabecera de la cama, el “pliego de insomnio”. Cocteau dice que el poema detesta al poeta. Uno de los dos tiene que acabar con el otro. De aquí que el escribir sea un sistema de conservación, de defensa. Horacio se incorpora en mitad de la noche buscando el estilo y las tablillas de cera. Ovidio no logra dejar de hacer versos ni para ofrecer que deja de hacerlos. Y nuestra Sor Juana dice:

Si es malo, ya no lo sé;

sé que nací tan poeta,

que, azotada como Ovidio,

suenan en metro mis quejas.

Como San Francisco herido por el saetazo místico, el poeta abandona impensadamente la alegre partida, porque ha entrevisto otra amante más bella que todas las mujeres. Ella, en los revuelos de su manto, arrastra embriagado a su poeta. La poesía es, para el Marqués de Santillana, “un celo celeste, una afección divina, un insaciable cebo del ánimo”. El poeta es la figura de aquel árbol que impresionó al almirante don Diego Hurtado de Mendoza:

A aquel árbol que mueve la foja

algo se le antoja.

Aquel árbol del bel mirar

face de manyera flores quiere dar:

algo se le antoja.

Aquel árbol del bel veyer

face de manyera quiere florecer:

algo se le antoja.

Algo se le antojaba a Racine cuando paseaba por las Tullerías (o Tejerías, como debiera decirse), embarazado ya con la concepción de su Mitrídates. Y los obreros, que lo observaban ir y venir, gesticular y hablar a solas, lo fueron rodeando poco a poco, “temerosos —cuenta Valincour— de habérselas con un desesperado que quería arrojarse al estanque”.

Para el temperamento literario, producir literatura es como una respiración, y hasta una expulsión de morbos psicológicos que se transforman, como se transforma el chorro del almizclero, base de la perfumería. Aristóteles diría “una kátharsis”, una purificación del ánimo. Y esta fórmula vale todavía, aunque se la haya juzgado burlescamente, asegurando que Aristóteles, hijo y nieto de curanderos, aplicaba al análisis del poema un criterio de Doctor Purgón.

1947

Alfonso Reyes, «Etapas de la creación», Al Yunque, Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 274-279