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Revista Savia Moderna (México, 1906)

En el momento de aparecer Savia Moderna, se notaba en todo el país un inusitado movimiento intelectual, se dice en una nota escrita en la revista, dentro de una sección que apareció solo en el primer número, llamada «Revista de Revistas».

El país vivía la creciente agitación, antecedente de la revuelta iniciada formalmente en 1910. El porfiriato llegaba a sus años críticos y en el ambiente intelectual las posiciones se diversificaban. Bajo estas circunstancias nació Savia Moderna.

Esta revista fue vástago directo de la Revista Moderna. Nació como consecuencia de la inquietud de un grupo de jóvenes que deseaba confirmar sus convicciones, expresar sus inquietudes. Dice Francisco Monterde que la revista no fue resultado de una segregación de disidentes, sino prolongación de la tendencia que aspiró a modernizar por completo la literatura mexicana.

Rafael López narra que la Redacción era pequeña y estaba ubicada en el quinto piso de un edificio en la esquina noroeste de la avenida 5 de Mayo y la calle Bolívar, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Era lugar de reunión del grupo y estudio de pintura de Diego Rivera.

Los fundadores de la revista fueron Alfonso Cravioto y Luis Castillo Ledón, pero —según José Rojas GarcidueñasCravioto era el verdadero impulsor y «el alma de la revista». José María Sierra fue retirado de su responsabilidad como secretario de redacción. En los números 4 y 5 aparece el nombre de Pedro Henríquez Ureña.

Savia Moderna apareció el 31 de marzo de 1906 y terminó con el número 5, del mes de julio del mismo año. El primer número se inicia con una nota de la Redacción titulada «En el umbral». En ella, los directores explican sus propósitos: comenzar una labor libre, bella, joven, artística, que desecha todo sectarismo.

Los fundadores de la revista no comulgaban con doctrinas. Aspiraban al desarrollo propio y no concordaban con ideas cerradas alrededor de corrientes definidas. Declaran su odio a tendencias como el Clasicismo, el Modernismo o el Romanticismo. El grupo se constituía para continuar la búsqueda de las nuevas formas literarias en México. En el primer número rinden tributo al gran antecesor, fallecido doce años antes, Manuel Gutiérrez Nájera. En números sucesivos recordarán, entre otros, a Manuel J. OthónJusto Sierra.

El primer número de Savia Moderna incluye una gran lista de redactores entre los que se encuentran Jesús Acevedo, Manuel Carpio, Eduardo Colín, Roberto Argüelles Bringas y Ricardo Gómez Robelo, Alberto Herrera, Rafael López, Enrique Urthoff, Jesús Villalpando, Julio Uranga, José Gamboa,Antonio Caso, Marcelino Dávalos, José Elizondo. En el número 3, de mayo de 1906, desaparecen de la lista Jesús Acevedo, Roberto Argüelles Bringas y Enrique Urthoff.

Al parecer, en la revista, los fundadores quisieron convivir con escritores de la generación que los precedía. De la referencia modernista se incluían Rafael López, Jesús Valenzuela, Luis G. Urbina, entre otros. El contenido de Savia Moderna, en este sentido, era verdaderamente ecléctico.

La mayor parte de los colaboradores pertenece al grupo formado alrededor de Cravioto. Algunos de los firmantes, que después pasaron a formar parte del Ateneo de la Juventud, son Antonio CasoAlfonso Reyes, Carlos González Peña y Pedro Henríquez Ureña, quien publicó allí su primer ensayo de crítica, recién llegado a México en enero de 1906.

Destaca el interés de Savia Moderna por las artes plásticas. En sus páginas hay ilustraciones y reproducciones con fotograbado. Aparecen óleos de Joaquín Clausell, Jorge Enciso, Diego Rivera y Fabrés; dibujos de Francisco Zubieta y una fotografía artística de Lupercio, entre otras cosas.

El interés por la pintura llevó a los emprendedores de Savia Moderna a realizar una exposición a mediados del año 1906, en un local de la calle Motolinía. Eso era —dice Rojas Garcidueñas— algo nada frecuente.

Por primera vez se exponen obras de Francisco de la Torre, Rafael Ponce de León y Diego Rivera. Se presentaron también Germán Gedovius, Antonio y Alberto Garduño, Saturnino Herrán, Joaquín Clausell, Jorge Enciso, Gabino Zárate, Roberto Montenegro, Sóstenes Ortega, Jesús Martínez Carrión y Rafael Lillo. El animador de este acontecimiento fue Gerardo Murillo («Dr. Atl»), quien acababa de llegar de Europa. Alfonso Reyes comentó que esta exposición, en pocos meses, provocó la efervescencia del impresionismo y la muerte súbita del estilo pompier.

Savia Moderna tuvo como secciones: «Autógrafos», que contiene textos manuscritos de escritores connotados; «Arte fotográfico», con una fotografía, reproducida en toda la página, de distinto autor en cada número; «Bibliografía», que contiene comentarios sobre diversas publicaciones de libros y revistas, homenajes, aniversarios y otros; «Nuestros artistas», que presentó información sobre artistas plásticos mexicanos; «Teatros extranjeros», con datos sobre obras, conciertos, óperas, etc.

La portada del primer número presenta el dibujo al carbón de una indígena desnuda, de perfil, tocando el arpa. En el resto de los números aparece la carrera de un indígena, en un dibujo al carbón de Diego Rivera.

Con la salida de Alfonso Cravioto del país rumbo a Europa termina la breve y sustanciosa vida de Savia Moderna.

Fuentes: Enciclopedia de la literatura de MéxicoDiccionario de literatura mexicana. Siglo XX, coordinación de Armando Pereira. Colaboración de Claudia Albarrán, Juan Antonio Rosado, Angélica Tornero. (2ª ed. Corregida y aumentada. México, D.F.: Universidad Nacional Autónoma de México / Instituto de Investigaciones Filológicas / Centro de Estudios Literarios / Ediciones Coyoacán [Filosofía y Cultura Contemporánea; 19], 2004).

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La Ciudad de México en el tiempo: Octavio Paz

Correspondencia entre Julio Torri y Alfonso Reyes (1910-1911)

Torreón, Coah., Méx., abril 5 de 1910.

Mi querido don Alfonso: Le agradezco infinitamente su carta y tengo vivísimos deseos de abrazarle. Con una amistad franca y leal corresponderé el favor que Ud. me hace eligiéndome para compañero de estudio. En mi afecto para Ud. siempre ha habido sus puntos de respeto religioso (no se ría Ud.); nunca he podido tratarle de amigo a amigo; delante de Ud. me sentía cohibido, desazonado, no sé cómo decirlo; y cuando quedaba solo me daba mucha tristeza pensar que cada vez me alejaba más de su corazón con mi timidez, mi poquedad y una afectación involuntaria, algo de innatural en mí que nunca pude vencer estando Ud. delante, y que me venía de una especie de incomodidad espiritual; en fin, Ud. que es tan sabio en estas cosas, puede desenredarme esta serpiente. Cuenta Heine que cuando vio por primera vez a Goethe, a pesar de que imaginaba decirle muchas cosas sublimes, no pudo hablarle sino de lo sabroso que eran las ciruelas de los árboles que crecen entre Jena y Weimar; y yo nunca he podido tampoco hablar con Ud. de al que de cosas de poca cuenta. Ud. me entiende.

No se equlvoca Ud. al suponer que quiero mantenerme y vivir por cuenta propia; mi padre, reprochándome un día que miraba más por los clásicos españoles que por los libros de texto, me amenazó, sin querer, con retirarme su apoyo y ayuda; después ha procurado hacerme olvidar sus palabras, pero yo creo que no es decoroso para mi el seguir viviendo de su dinero. Por esto le ruego me ayude a conseguir cualquier cosa que me baste para proveer a mis gastos indispensables.

Quiero además con esto comprar mi libertad espiritual al precio de mi esclavitud material. Con estas cosas que me han sucedido, me he acordado que en cierta ocasión Ud. renegaba de los intelectuales nuestros de la pasada generación, que nada aptos para la vida y comidos de abominab1es vicios de castradores de puércos, han sido autores de los enojos y disgustos que nuestros padres reciben cuando nos sorprenden escribiendo versos o estudiando clásicos.

Le felicito calurosamente por lo de su casa en Santa María, y por lo de su libro Cuestiones estéticas, donde me figuro que habrá puesto sus diálogos, su estudio sóbre las rimas bizantinas, lo de Góngora, su trabajo sobre la tragedia griega (del cual sólo trozos conozco) y sus otros artículos críticos, que siempre he tenido por admirables y perfectos. Crea que en el contento que tengo por esto último hay un poco de snobismo, es decir, que me siento orgulloso de que mi amigo don Alfonso pueda ser conocido y apreciado como lo estima su amigo.

Reciba un estrecho abrazo.

Julio Torri

Méx., abril 17, 1910.

Mi querido Julio: Nada hay más conmovedor para mí que una manifestación de talento. Me entendió Ud. tan bien, que su carta me conmovió.

Le aconsejo que ya se vuelva. Avísele a su papá que en este mes se cierran las inscripciones. Aquí arreglaremos lo que Ud. desea.

Espero que venga pronto. Avíseme cuándo e iremos Silva y yo a la estación. Traiga Ud. trabajos literarios que haya hecho por allá.

Silva ¡ha comprado un terreno en Coyoacán! Le da el dinero el Lic. Victorino Pérez, a cuenta de asuntos que éste le trabaja. Véngase pronto. Ya calculé bien: es muy posible que logre Ud. los $lOO.OO. Milanés desde luego le da, con seguridad su antiguo puesto, pero con el antiguo sueldo. Por lo pronto véngase mantenido como antes.

Junto a Pedro Henríquez y con puerta para el cuarto de éste, hay otro vacío que renta, a lo más $18.00 (a lo más).

Adiós. Espero su carta súbita.

Alfonso Reyes

México, febrero 23 de 1911.

EPÍSTOLA A MARIANO SILVA Y A JULIO TORRI

Guerra de las asonantes,

trastorno de los sentidos,

martillo de las orejas,

de las orejas martillo,

confusión de las vocales,

sarta de versos torcidos,

manirrotos y quebrados

y cojos y desvalidos

tal, don Julio y don Mariano,

vuestra epístola ha venido

en las alas del correo

y en la intención del envío

a tirarme las orejas,

a zumbarme en los oídos

a reprender mi pereza

a desperezar mi olvido.

Mal versero sois don Julio

y consejero putillo;

mal versero sois Mariano

hombre in perpetuam dormido.

Para banco de pereza

dos pies habéis conseguido,

echáis menos el tercero

porque yo me os he perdido.

Bien trabajan por ociar

los que hacen de ociar oficio

y para tercer ociante

solicitan al amigo.

Mas os pusisteis censores

más que Catón Censorino

y muy más que mi Papá

cuando yo era chiquitillo

escuchad en mis palabras

las disculpas que ahora os pido,

que, dando traspiés de versos,

ante vuestros pies me humillo:

*

Aunque dicen que el no ir

es ahora el mayor mal

tal me he llegado a aburrir

que por no aburrirme tal

ya no volveré a asistir.

*

Y por si no lo entendéis,

os haré de estas razones

una glosa en que podréis

entender mis intenciones,

cuido las acataréis:

*

Cosas he llegado a oír

en clase tan enojosas

que para querer morir

no hay como oír esas cosas,

Aunque dicen que el no ir.

*

Y pues, pese al general,

soy estudiante a porfía

(no capigorrón, pardal)

para mí la escuelería

es ahora el mayor mal.

*

Tiempos habrán de venir

de semanas de domingos.

Juro entre tanto vivir

mejor que a escuela, a respingos:

tal me he llegado a aburrir.

*

La clase es muy matinal,

y mi almohada huele a beleño,

dormir es cosa fatal:

más vale dormir por sueño

que por no aburrirme tal.

*

En fin os llego a decir

(¡Manes del pobre Artalejo!)

que aunque haya de repetir,

y ello me cueste el pellejo,

ya no volveré a asistir.

Alfonso Reyes

Julio Torri, Epistolarios, edición de Serge I. Zaïtzeff, UNAM, México, 1995, pp. 29-33.

Del fundamental helenismo de Reyes o cómo se frustró un peregrinaje a las fuentes. Por Jaime García Terrés

El día en que fue sepultado Alfonso Reyes, después de los solemnes discursos, melancólico por la pérdida del generoso maestro, y harto de rituales funerarios, fui al café con mis amigos, no lejos de la familiar casa en Benjamín Hill (antes Industria), a descansar de la triste jornada. En la mesa de junto, un hombre común y corriente leía El Redondel, semanario taurino que circulaba los domingos y que esa tarde engalanó la primera plana con un encabezado insólito en publicación de tal naturaleza: Murió Alfonso Reyes.

El ciudadano aquel, sin quitar los ojos de la letra impresa, se rascaba el cráneo con visible perplejidad. Al fin lanzó un exabrupto que sus compañeros de mesa recibieron ecuánimes:

—No sé, no sé quién pueda ser este Reyes que murió. Por ahí anda la noticia de un banderillero Reyes, que fue corneado en Tlalnepantla. ¡Sabrá Dios! Pero ¿no se les hace poco para una primera plana?

Como ya no frecuento los cafés de la ciudad, y El Redondel dejó de circular sin ceder a otros periódicos su dominguera popularidad, ignoro si el desconocimiento que ese buen señor, típico por anónimo, manifestaba en 1959, exista en el hombre de la calle treinta años más tarde, al arribo de un centenario que nos ha inundado de conferencias, concursos y discursos conmemorativos, y de todo género de menciones y celebraciones por los canales difusores hoy bautizados —con inevitable anglicismo que Reyes desaprobaría— como «medios de comunicación masiva».

Hablaré con franqueza: aunque de ninguna manera estoy seguro, tal vez la reiteración machacona del nombre haya acabado por llevarlo, junto con cierta vaga noción de su valía literaria, a determinados estratos de la conciencia popular. Pero es por completo improbable que esta noción alivie la radical lejanía de los libros y de la ejemplar figura.

En el mejor de los casos, Alfonso Reyes ha venido a erigirse en otro mito nacional, en otro de los nombres que la oratoria pública venera por cuasi mecánico reflejo.

Lo cual no es necesariamente malo. ¿Por qué iríamos a menospreciar esta llegada a los altares patrios de una inteligencia rigurosa, de un escritor entregado por entero a la tarea de expresar, en prosa tan firme como transparente, mucho de lo mejor de nosotros?

No pocos escritores de mi generación, o vecinos a ella, fuimos aleccionados, y aun formados, por la obra fértil de Alfonso Reyes, aunada a su docta presencia. Tuvimos la doble fortuna de su amistad y su lección personal. En lo particular, he confiado a menudo a mis papeles cómo y cuánto lo conocí, lo estudié y procuré su reconfortante sabiduría, de la cual soy deudor gustoso. ¿Por qué iba yo a condenar el justiciero tributo de la nación a su memoria?

Muy al contrario. Aplaudo y comparto el homenaje. Y aprecio, además, los buenos frutos que se han cosechado. Las Obras completas de Reyes, y su correspondencia con Henríquez Ureña se han seguido compilando y anotando con orden y rigor. Tampoco faltan los estudios dignos y las proclamaciones sugestivas, como las imborrables que le ha dedicado Octavio Paz. Hay jóvenes, con talento y espontáneo interés, que se han abocado a esta o aquella fase de su estela. Pero en torno a don Alfonso —y no sólo a la sombra de su Centenario— ha ido creciendo una industria ajena a la crítica y al análisis, edificada sobre lugares comunes y trillados epítetos. Es tan fácil encontrar, en los millares de páginas alfonsinas, la cita citable, y a tal grado reditúa incrustarla en un panegírico circunstancial, que bien podemos ahorrarnos el rastreo y la digestión de las ideas capitales, el acercamiento a su táctica expresiva, la búsqueda y ponderación del contexto; tres empresas que por cierto ha llevado a cabo, con esmero y amena novedad, esa rara avis de nuestra crítica literaria, José Emilio Pacheco, noble excepción que confirma la infausta regla.

Alfonso Reyes no fue ni será nunca un autor para grandes públicos. No deja de parecerme irónico el que a menudo se le trate de convertir en bandera de medianías y oportunismos que él desalentaba sin reserva. Su vocación aristocrática —llamemos las cosas por sus nombres—, si acaso le hizo desatender el drama profundo de la comunidad a que pertenecía, de fijo lo preservó de abaratarse o comercializar la prosa; si le prohibió el novelesco desahogo confesional de Vasconcelos y sus esmirriados epígonos, también lo llevó, por congruencia estoica con el principio, a sacrificar el cumplimiento de hondos anhelos, con tal de no verlos contaminarse de ramplona demagogia.

A este último respecto, evocaré un episodio de su vida que fue y ha seguido siendo desvirtuado, y cuya verdad estricta, por tanto, quisiera restablecer, poniendo los puntos sobre las íes.

La afición de Alfonso Reyes al mundo helénico, comoquiera se pondere hoy el valor de sus investigaciones referentes a ese mundo, tuvo raíces tempranas y fue, a la par, auténtica y sostenida. Nunca se cansó de practicarla ni de pregonarla, y en más de una ocasión expresó su gran deseo de conocer de cerca el escenario histórico y geográfico de aquella edad de oro. Nada, en consecuencia, pareció más natural a sus amigos eminentes que el suscitar, por las vías adecuadas, una invitación formal del gobierno de Grecia.

A manos de Reyes llegó, en efecto, la invitación de Pablo, monarca de los helenos, entregada por el cónsul honorario de Grecia en México, un afable banquero llamado Leandro Vourvoulias. Pero fue cortésmente rehusada, luego de una o dos semanas de aparentes cavilaciones e incertidumbres. Mucho dio que hablar tamaña negativa en el círculo de los más próximos al maestro. Y me acuerdo bien, asimismo, de lo que se dijo y se repitió durante largo tiempo: que don Alfonso no se había atrevido a visitar la tierra natal de sus héroes, dioses y filósofos, por miedo a la decepción, por evitarse afrontar el cotejo de sus ideales con la realidad.

Sus amigos y discípulos razonamos y racionalizamos. No carecía de base la versión que a la larga se tornó oficial. Aun el protagonista se había encargado de fomentarla, así con su renuencia al desmentido como por las ambiguas impresiones que sus propios escritos, pasados y presentes, habían diseminado a propósito de «su» Grecia. Inspirado en estos rumores y antecedentes equívocos, yo mismo sostuve, en una breve opinión que se me solicitó alrededor de 1969, a mi regreso de Atenas y a diez años de haber desaparecido nuestro helenista:

Él —como Hölderlin— murió sin haber conocido el escenario natural de sus dioses. Prefirió conservar intacto el legado a cuyo rescate dedicó la devoción más clara. Había descubierto la cabal utopía, y eludió el riesgo de verla disminuida, dotada de una ubicación espacial amenazante. «No es Grecia», escribió al pie de su Ifigenia cruel, «es nuestra Grecia». En el fondo, y sin mengua de la indagación que delatan sus estudios helénicos, Reyes no buscaba tanto la Hélade histórica cuanto una imagen creada y personal del paradigma clásico, un asidero mitológico para el uso cotidiano; o dicho en sus palabras, «una perspectiva de ánimo». En el fondo —discípulo de los maestros de Machado— iba derecho al momento de su verdad, que era el momento de las grandes fabulaciones, de lo supuesto, de lo imaginado. La autenticidad de una obra de arte -profesaba- no se ve confirmada por lo que llamamos realidad, sino por «una necesidad superior a las contingencias». Y eso es, precisamente, lo que Grecia representaba para él: una obra de arte, una creación del espíritu, que desde el primer momento, como un cuadro de Velázquez se había desprendido de su modelo y echado a vivir por cuenta propia.

No es una casualidad, en efecto, que en plena disquisición helenista, evoque al Caballero de la mano al pecho, y sentencie: «Así fue él, no nos cabe duda; así concibe la imaginación a un hombre de su categoría humana. Y si él no fue así, él se equivocó sobre sí mismo». Sin embargo, por lo que a Grecia toca, Reyes no desembocó nunca en una actitud de indiferencia ante las circunstancias y vicisitudes del modelo. No ocultaba su profunda nostalgia de aquello que, siéndole familiar, desconocían de hecho sus sentidos. Si se abstuvo del viaje físico, fue porque temía la decepción.

Vamos por partes. Hay conceptos y opiniones en estos dos párrafos que sigo considerando válidos. La Hélade era ciertamente para Reyes, ante todo, «una perspectiva de ánimo» , y sus mejores libros de tema helénico o helenizante son, a mi juicio, los que, como la Ifigenia, asumen sin recato esa postura. Pero no es exacto que se haya rehusado a visitar de primera mano «el escenario natural de sus dioses» sólo «porque temía la decepción».

El propio Alfonso Reyes cuenta en su voluminoso, inédito e impublicable diario (impublicable, al menos por ahora, en su integridad) cómo sucedió lo que sucedió. Y aunque aludo al pasaje de memoria, respondo de su contenido esencial.

Con la protocolaria invitación de marras, don Alfonso recibió diáfanos informes del contexto en que se había producido; informes según los cuales, lejos de ser invitado único, o cuando menos principal, a dicho viaje, habría él resultado, digámoslo así, huésped de relleno, ya que la estrella del grupo sería un ex presidente de la República Mexicana, y el segundo de a bordo un distinguido periodista de aquellos tiempos, famoso, más que por su nula formación académica, por su rapaz falta de escrúpulos. Y ni siquiera el motivo de la expedición era de carácter cultural, sino político. Los griegos deseaban agradecer de tal suerte al señor ex presidente un voto favorable a la posición de Grecia sobre el problema chipriota, que el prócer habría emitido en alguna conferencia internacional. El periodista funcionaría en calidad de agente de relaciones públicas en las reuniones, políticas y rutinarias, que se habían programado. Y en cuanto al mayor prosista de nuestra lengua —como Borges alcanzó a titularlo— apenas si actuaría, frente a todo esto, como figura decorativa.

Abundaban, pues, las razones para descartar el convite, y Reyes no las eludió. Pero siempre cortés —a veces, de labios afuera, su cortesía lindaba con el masoquismo—, cocinó, y coadyuvó a divulgar excusas verosímiles, reservando para las hojas íntimas de su diario la exactitud de los hechos y su personal reacción ante los mismos. No sobra hoy ponerlos en claro. Si la verdad de lo que ahí aconteció no aumenta su gloria de helenista, en cambio restituye firmeza a la devoción y la dignidad que nosotros asociábamos a su trabajo y a su ejemplo. No, no fue ninguna especie de cobardía o temor al desengaño lo que hizo a Reyes abstenerse en definitiva de visitar a Grecia, a «su» Grecia: lo detuvo, sí, el honesto afán de no venderla por un plato de lentejas.

Jaime García Terrés, Nueva revista de filología hispánica, Tomo 37, Nº 2, 1989, págs. 413-418.

Versión original:

http://codex.colmex.mx:8991/exlibris/aleph/a18_1/apache_media/YQKQBSVR2GVFJIPXFM44A795M2U9FQ.pdf

Los caciques culturales. Por José Luis Martínez

Versión original: http://www.letraslibres.com/mexico/los-caciques-culturales

Así en el mundo político, en el de la cultura existen también caciques: el personaje más fuerte que guía a los demás, que dicta las reglas, protege a su grey y, excepcionalmente, castiga a los rebeldes. Suele llamársele maestro.
Cuando se estabiliza la actividad literaria con el triunfo de la República en 1867, el maestro o cacique es Ignacio M. Altamirano y su vigencia dura hasta 1889, cuando se va a España como cónsul de México. En la despedida que le organizó el Liceo Mexicano, Manuel Gutiérrez Nájera reconoció cuánto había hecho Altamirano por las letras nacionales y dijo que él era «algo así como el presidente de la república de las letras mexicanas».
En la década final del siglo XIX y a principios del XX, ese magisterio recayó en Justo Sierra. Desde sus puestos en el Ministerio de Educación, él encauzaba y cuidaba a la grey literaria y daba becas a pintores como Diego Rivera para que fueran a Europa a «perfeccionarse». Como subsecretario (1901-1905) y ministro de Instrucción Pública (1905-1911) al final del régimen porfiriano, pudo hacer e hizo mucho por la cultura y la educación, culminando su obra con la fundación de la Universidad Nacional en 1910. Su magisterio concluyó con su viaje a España en 1912, donde moriría poco después.
Lo ocurrido con estos dos primeros maestros-caciques va a determinar las características que tendrá esta función en nuestro siglo:

1. Deberá ser un escritor importante y en lo posible el mejor de su tiempo.
2. Deberá ocupar puestos que le permitan ayudar y proteger a los escritores jóvenes.
3. Deberá vivir en México.

En los primeros años del siglo XX, con el Ateneo de la Juventud, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, aunque no tiene el poder, es el impulsor de la vida cultural y el maestro que guía a los ateneístas, sobre todo a Alfonso Reyes, a cuya formación intelectual se consagra.
El primer ateneísta que tuvo el poder fue José Vasconcelos que, en sus «años de águila» —como los llamó Claude Fell— de 1921 a 1924, como rector de la Universidad y secretario de Educación Pública, organizó la educación popular, creó bibliotecas, promovió la pintura mural, hizo espléndidas publicaciones, importó educadores hispanoamericanos y se rodeó de un renacentista conjunto de maestros, filósofos, escritores, arquitectos, artistas y poetas. Muchos de ellos lo siguieron en su aventura política de 1929, que fracasó y lo lanzó al destierro y a la confusión.
Vasconcelos —escribió Christopher Domínguez Michael— vivió sin consuelo durante treinta años, ofreciendo a sus compatriotas el espectáculo de la descomposición moral que infectó a una de las almas más turbulentas y hermosas de la historia nacional.
Después de una década sin cacique, en 1939 vuelve Alfonso Reyes de sus embajadas, instala su biblioteca, dirige La Casa de España y luego El Colegio de México y, durante una veintena de años, es el cabal hombre de letras, el amigo de toda la inteligencia del mundo, el padrino obligado de las nuevas revistas y de los nuevos escritores; es, pues, el cacique y maestro hasta su muerte en 1959. La correspondencia de don Alfonso con Octavio Paz, que acaba de publicarse, muestra la generosidad y el empeño con que el maestro intervino para la publicación del primer libro poético importante, Libertad bajo palabra, de Octavio.
Por estos años, Fernando Benítez realiza la hazaña de los suplementos culturales semanales que dirige a lo largo de más de cuarenta años y que serán muy influyentes. En torno a ellos se formó el grupo al que la maledicencia llamó la Mafia. Fueron los siguientes: Revista Mexicana de Cultura, de El Nacional (1947-1948) —que inició con Luis Cardoza y Aragón, que abrió el camino de interés y calidad; México en la Cultura, de Novedades (1949-1961) —con los notables diseños tipográficos de Miguel Prieto y Vicente Rojo, que continuarán, los de este último, en algunos de los siguientes; La Cultura en México, de Siempre! (1962-1971); Sábado, de unomásuno (1977-1985), y La Jornada Semanal, de La Jornada (1987-1989). En los tres últimos suplementos, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis fueron colaboradores eficaces de Benítez. Los mejores escritores nacionales y extranjeros del momento; la variedad de temas siguiendo el «aire del tiempo»; la atención, además de la literatura, al arte, teatro, cine, filosofía y ciencias, y a la política cuando era preciso; la plasticidad y belleza del diseño tipográfico y las ilustraciones; el contar con plantas de escritores jóvenes e imaginativos para las tareas de redacción y una apertura constante para acoger a escritores destacados; la atención a los comentarios bibliográficos, todo esto, más un cierto aire juvenil y antisolemne, fueron las fórmulas que hicieron vivaces, legibles y valiosos los suplementos que dirigió Fernando Benítez.
El libro de Jorge Volpi La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968 (1998), que es la exposición rigurosa de los acontecimientos en torno a la matanza de Tlatelolco, está apoyado fundamentalmente en las páginas de La Cultura en México, de Siempre!
Cuando Octavio Paz volvió a México, después de haber renunciado a la embajada en la India como protesta por Tlatelolco, tuvo una recepción excepcionalmente cálida. Poco después, fundó la revista Plural (1971-1976), a la que seguiría Vuelta (1976-1998). Él será el nuevo cacique cultural, aunque con discrepancias. Durante la época de Reyes, un grupo menor y pintoresco, el de Jesús Arellano, se burlaba del acatamiento que dábamos a don Alfonso. Con Paz, las discrepancias eran sobre todo políticas y llegaron a extremos como la quema de imágenes del escritor por sus opiniones acerca de los conflictos centroamericanos. Octavio solía ser agresivo no sólo en materias políticas sino aun en las literarias. Y se trenzó en polémicas ruidosas con Carlos Monsiváis, José Joaquín Blanco, Elías Trabulse y Fernando del Paso. De éstas la más sustanciosa, acerca de la función de las izquierdas, fue la de Monsiváis. Las otras se disolvieron y olvidaron. Y en cierta ocasión, sin que hubiera contienda, agredió a Víctor Flores Olea.
Pero, superando estas rispideces, Octavio Paz fue un cacique excelente y generoso. En su larga vida literaria escribió mucho sobre poetas, novelistas, ensayistas, pintores y arquitectos, de México y del mundo, no sólo elogiándolos sino precisando lo distintivo de cada uno. Y con sus amigos más cercanos se preocupó por abrirles el camino a instituciones o mover los resortes necesarios para que recibieran auxilio en sus dolencias.
¿Cuándo terminará el siglo XX para las letras mexicanas? Tengo la impresión de que ya ha concluido y que fue el 19 de abril de 1998, día de la muerte de Octavio Paz, en Coyoacán, Distrito Federal. Es muy remoto que, en el año y meses que restan del siglo, ocurra un acontecimiento tan grave como éste. Ese día se apaga la vida de uno de los mayores escritores mexicanos, a los 84 años de su fecunda existencia. En tanto que Alfonso Reyes es el cacique de nuestra vida literaria en parte de la primera mitad del siglo —digamos hasta su muerte en 1959—, Octavio Paz le sucede en el señorío en la segunda mitad. Fue nuestro «mayor faro», como dijo Eduardo Lizalde. Así pues, en los días que restan para llegar al nuevo milenio, estamos en una especie de días nemontemi, de días francos que no cuentan.

José Luis Martínez, «Los caciques culturales, Letras libres, 31 de julio de 1999.