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Del fundamental helenismo de Reyes o cómo se frustró un peregrinaje a las fuentes. Por Jaime García Terrés

El día en que fue sepultado Alfonso Reyes, después de los solemnes discursos, melancólico por la pérdida del generoso maestro, y harto de rituales funerarios, fui al café con mis amigos, no lejos de la familiar casa en Benjamín Hill (antes Industria), a descansar de la triste jornada. En la mesa de junto, un hombre común y corriente leía El Redondel, semanario taurino que circulaba los domingos y que esa tarde engalanó la primera plana con un encabezado insólito en publicación de tal naturaleza: Murió Alfonso Reyes.

El ciudadano aquel, sin quitar los ojos de la letra impresa, se rascaba el cráneo con visible perplejidad. Al fin lanzó un exabrupto que sus compañeros de mesa recibieron ecuánimes:

—No sé, no sé quién pueda ser este Reyes que murió. Por ahí anda la noticia de un banderillero Reyes, que fue corneado en Tlalnepantla. ¡Sabrá Dios! Pero ¿no se les hace poco para una primera plana?

Como ya no frecuento los cafés de la ciudad, y El Redondel dejó de circular sin ceder a otros periódicos su dominguera popularidad, ignoro si el desconocimiento que ese buen señor, típico por anónimo, manifestaba en 1959, exista en el hombre de la calle treinta años más tarde, al arribo de un centenario que nos ha inundado de conferencias, concursos y discursos conmemorativos, y de todo género de menciones y celebraciones por los canales difusores hoy bautizados —con inevitable anglicismo que Reyes desaprobaría— como «medios de comunicación masiva».

Hablaré con franqueza: aunque de ninguna manera estoy seguro, tal vez la reiteración machacona del nombre haya acabado por llevarlo, junto con cierta vaga noción de su valía literaria, a determinados estratos de la conciencia popular. Pero es por completo improbable que esta noción alivie la radical lejanía de los libros y de la ejemplar figura.

En el mejor de los casos, Alfonso Reyes ha venido a erigirse en otro mito nacional, en otro de los nombres que la oratoria pública venera por cuasi mecánico reflejo.

Lo cual no es necesariamente malo. ¿Por qué iríamos a menospreciar esta llegada a los altares patrios de una inteligencia rigurosa, de un escritor entregado por entero a la tarea de expresar, en prosa tan firme como transparente, mucho de lo mejor de nosotros?

No pocos escritores de mi generación, o vecinos a ella, fuimos aleccionados, y aun formados, por la obra fértil de Alfonso Reyes, aunada a su docta presencia. Tuvimos la doble fortuna de su amistad y su lección personal. En lo particular, he confiado a menudo a mis papeles cómo y cuánto lo conocí, lo estudié y procuré su reconfortante sabiduría, de la cual soy deudor gustoso. ¿Por qué iba yo a condenar el justiciero tributo de la nación a su memoria?

Muy al contrario. Aplaudo y comparto el homenaje. Y aprecio, además, los buenos frutos que se han cosechado. Las Obras completas de Reyes, y su correspondencia con Henríquez Ureña se han seguido compilando y anotando con orden y rigor. Tampoco faltan los estudios dignos y las proclamaciones sugestivas, como las imborrables que le ha dedicado Octavio Paz. Hay jóvenes, con talento y espontáneo interés, que se han abocado a esta o aquella fase de su estela. Pero en torno a don Alfonso —y no sólo a la sombra de su Centenario— ha ido creciendo una industria ajena a la crítica y al análisis, edificada sobre lugares comunes y trillados epítetos. Es tan fácil encontrar, en los millares de páginas alfonsinas, la cita citable, y a tal grado reditúa incrustarla en un panegírico circunstancial, que bien podemos ahorrarnos el rastreo y la digestión de las ideas capitales, el acercamiento a su táctica expresiva, la búsqueda y ponderación del contexto; tres empresas que por cierto ha llevado a cabo, con esmero y amena novedad, esa rara avis de nuestra crítica literaria, José Emilio Pacheco, noble excepción que confirma la infausta regla.

Alfonso Reyes no fue ni será nunca un autor para grandes públicos. No deja de parecerme irónico el que a menudo se le trate de convertir en bandera de medianías y oportunismos que él desalentaba sin reserva. Su vocación aristocrática —llamemos las cosas por sus nombres—, si acaso le hizo desatender el drama profundo de la comunidad a que pertenecía, de fijo lo preservó de abaratarse o comercializar la prosa; si le prohibió el novelesco desahogo confesional de Vasconcelos y sus esmirriados epígonos, también lo llevó, por congruencia estoica con el principio, a sacrificar el cumplimiento de hondos anhelos, con tal de no verlos contaminarse de ramplona demagogia.

A este último respecto, evocaré un episodio de su vida que fue y ha seguido siendo desvirtuado, y cuya verdad estricta, por tanto, quisiera restablecer, poniendo los puntos sobre las íes.

La afición de Alfonso Reyes al mundo helénico, comoquiera se pondere hoy el valor de sus investigaciones referentes a ese mundo, tuvo raíces tempranas y fue, a la par, auténtica y sostenida. Nunca se cansó de practicarla ni de pregonarla, y en más de una ocasión expresó su gran deseo de conocer de cerca el escenario histórico y geográfico de aquella edad de oro. Nada, en consecuencia, pareció más natural a sus amigos eminentes que el suscitar, por las vías adecuadas, una invitación formal del gobierno de Grecia.

A manos de Reyes llegó, en efecto, la invitación de Pablo, monarca de los helenos, entregada por el cónsul honorario de Grecia en México, un afable banquero llamado Leandro Vourvoulias. Pero fue cortésmente rehusada, luego de una o dos semanas de aparentes cavilaciones e incertidumbres. Mucho dio que hablar tamaña negativa en el círculo de los más próximos al maestro. Y me acuerdo bien, asimismo, de lo que se dijo y se repitió durante largo tiempo: que don Alfonso no se había atrevido a visitar la tierra natal de sus héroes, dioses y filósofos, por miedo a la decepción, por evitarse afrontar el cotejo de sus ideales con la realidad.

Sus amigos y discípulos razonamos y racionalizamos. No carecía de base la versión que a la larga se tornó oficial. Aun el protagonista se había encargado de fomentarla, así con su renuencia al desmentido como por las ambiguas impresiones que sus propios escritos, pasados y presentes, habían diseminado a propósito de «su» Grecia. Inspirado en estos rumores y antecedentes equívocos, yo mismo sostuve, en una breve opinión que se me solicitó alrededor de 1969, a mi regreso de Atenas y a diez años de haber desaparecido nuestro helenista:

Él —como Hölderlin— murió sin haber conocido el escenario natural de sus dioses. Prefirió conservar intacto el legado a cuyo rescate dedicó la devoción más clara. Había descubierto la cabal utopía, y eludió el riesgo de verla disminuida, dotada de una ubicación espacial amenazante. «No es Grecia», escribió al pie de su Ifigenia cruel, «es nuestra Grecia». En el fondo, y sin mengua de la indagación que delatan sus estudios helénicos, Reyes no buscaba tanto la Hélade histórica cuanto una imagen creada y personal del paradigma clásico, un asidero mitológico para el uso cotidiano; o dicho en sus palabras, «una perspectiva de ánimo». En el fondo —discípulo de los maestros de Machado— iba derecho al momento de su verdad, que era el momento de las grandes fabulaciones, de lo supuesto, de lo imaginado. La autenticidad de una obra de arte -profesaba- no se ve confirmada por lo que llamamos realidad, sino por «una necesidad superior a las contingencias». Y eso es, precisamente, lo que Grecia representaba para él: una obra de arte, una creación del espíritu, que desde el primer momento, como un cuadro de Velázquez se había desprendido de su modelo y echado a vivir por cuenta propia.

No es una casualidad, en efecto, que en plena disquisición helenista, evoque al Caballero de la mano al pecho, y sentencie: «Así fue él, no nos cabe duda; así concibe la imaginación a un hombre de su categoría humana. Y si él no fue así, él se equivocó sobre sí mismo». Sin embargo, por lo que a Grecia toca, Reyes no desembocó nunca en una actitud de indiferencia ante las circunstancias y vicisitudes del modelo. No ocultaba su profunda nostalgia de aquello que, siéndole familiar, desconocían de hecho sus sentidos. Si se abstuvo del viaje físico, fue porque temía la decepción.

Vamos por partes. Hay conceptos y opiniones en estos dos párrafos que sigo considerando válidos. La Hélade era ciertamente para Reyes, ante todo, «una perspectiva de ánimo» , y sus mejores libros de tema helénico o helenizante son, a mi juicio, los que, como la Ifigenia, asumen sin recato esa postura. Pero no es exacto que se haya rehusado a visitar de primera mano «el escenario natural de sus dioses» sólo «porque temía la decepción».

El propio Alfonso Reyes cuenta en su voluminoso, inédito e impublicable diario (impublicable, al menos por ahora, en su integridad) cómo sucedió lo que sucedió. Y aunque aludo al pasaje de memoria, respondo de su contenido esencial.

Con la protocolaria invitación de marras, don Alfonso recibió diáfanos informes del contexto en que se había producido; informes según los cuales, lejos de ser invitado único, o cuando menos principal, a dicho viaje, habría él resultado, digámoslo así, huésped de relleno, ya que la estrella del grupo sería un ex presidente de la República Mexicana, y el segundo de a bordo un distinguido periodista de aquellos tiempos, famoso, más que por su nula formación académica, por su rapaz falta de escrúpulos. Y ni siquiera el motivo de la expedición era de carácter cultural, sino político. Los griegos deseaban agradecer de tal suerte al señor ex presidente un voto favorable a la posición de Grecia sobre el problema chipriota, que el prócer habría emitido en alguna conferencia internacional. El periodista funcionaría en calidad de agente de relaciones públicas en las reuniones, políticas y rutinarias, que se habían programado. Y en cuanto al mayor prosista de nuestra lengua —como Borges alcanzó a titularlo— apenas si actuaría, frente a todo esto, como figura decorativa.

Abundaban, pues, las razones para descartar el convite, y Reyes no las eludió. Pero siempre cortés —a veces, de labios afuera, su cortesía lindaba con el masoquismo—, cocinó, y coadyuvó a divulgar excusas verosímiles, reservando para las hojas íntimas de su diario la exactitud de los hechos y su personal reacción ante los mismos. No sobra hoy ponerlos en claro. Si la verdad de lo que ahí aconteció no aumenta su gloria de helenista, en cambio restituye firmeza a la devoción y la dignidad que nosotros asociábamos a su trabajo y a su ejemplo. No, no fue ninguna especie de cobardía o temor al desengaño lo que hizo a Reyes abstenerse en definitiva de visitar a Grecia, a «su» Grecia: lo detuvo, sí, el honesto afán de no venderla por un plato de lentejas.

Jaime García Terrés, Nueva revista de filología hispánica, Tomo 37, Nº 2, 1989, págs. 413-418.

Versión original:

http://codex.colmex.mx:8991/exlibris/aleph/a18_1/apache_media/YQKQBSVR2GVFJIPXFM44A795M2U9FQ.pdf

Fernando Curiel (ed.). Casi oficios : cartas cruzadas entre Jaime Torres Bodet y Alfonso Reyes, 1922-1959. Por Serge Ivan Zaïtzeff

En años recientes la vasta correspondencia del humanista Alfonso Reyes (1889-1959) con sus amigos mexicanos ha visto la luz en un número creciente de ediciones. Al lado de Julio Torri, Mariano Silva y Aceves, Martín Luis Guzmán, Antonio Castro Leal, Manuel Toussaint, Xavier Icaza, Rafael Cabrera, Genaro Estrada y José Vasconcelos (en una nueva edición), ahora figura Jaime Torres Bodet (1902-1974). Del autor de Biombo sólo se conocían algunas cartas sueltas dirigidas a sus compañeros de generación así como a Miguel N. Lira, Ermilo Abreu Gómez y Genaro Estrada y es por eso que Casi oficios viene a ser una grata sorpresa. Es de suponer que ésta debe ser la correspondencia más sostenida de Jaime Torres Bodet (durante 37 años) y la más nutrida del diálogo de Alfonso Reyes con los Contemporáneos. Todo lo cual ya da a este volumen una innegable importancia.

Las 178 cartas recogidas en este tomo pulcramente editado por dos de las instituciones de mayor prestigio en México, se agrupan en tres períodos (o trechos): 1922-1939, 1940-1949 y 1949-1959. En el primero —el cual en realidad termina en 1935— predominan las cartas de Torres Bodet (45 de las 49) quien audazmente entabla la conversación con el escritor mayor radicado en Madrid. El pretexto es literario y literaria será la amistad que unirá a estos dos hombres ejemplares. El joven poeta busca la aprobación del maestro y éste se la da en seguida. Con su característica generosidad Reyes no sólo expresa su admiración por los versos juveniles de Torres Bodet (quien contaba con apenas veinte años) sino que le ofrece su amistad. A Torres Bodet le urge ser reconocido y Reyes es quien lo puede ayudar y animar. Reyes siempre vio con interés los anhelos estéticos de las nuevas promociones y aceptó colaborar en sus revistas. Así, la amistad con Torres Bodet lo lleva a participar en La Falange y sobre todo en Contemporáneos. Desde 1922 se establece entre ambos escritores un constante intercambio de libros y colaboraciones que durará toda la vida.

Durante la visita de Reyes a México en 1924 los dos corresponsales por fin se conocieron y aunque fue breve el contacto, contribuyó a fortalecer los lazos de simpatía, lo cual se manifiesta en un tono un tanto más personal pero sin llegar a la intimidad. Sólo en un par de ocasiones Torres Bodet se atreve apenas a cruzar esa línea al aludir a lo que siente (cuando se encuentra en París) para luego retroceder al terreno mucho más cómodo para él de las tareas literarias. No se trata de falta de afecto o de confianza sino sencillamente de exceso de pudor. Reyes respeta esta distancia impuesta por su interlocutor y le corresponde evitando confidencias y confesiones las cuales reservará más bien para otros amigos como, por ejemplo, Julio Torri o Genaro Estrada. Cada amistad es única y encuentra su propio tono, su propio lenguaje, de acuerdo con la personalidad y sensibilidad de cada amigo. A final de cuentas la verdadera amistad no es más que la comprensión mutua, condición que se revela a lo largo del presente intercambio epistolar a pesar de su tono objetivo y aun oficinesco. Cartas que son “Casi oficios”, según la acertada expresión de Curiel. Toda correspondencia nos hace revivir una época a través de su propia óptica. En este caso se ve el fracaso inicial (en 1925) y luego el triunfo de Contemporáneos, la polémica desatada por Los de abajo, el proyecto de hacer una nueva antología de la poesía mexicana y siempre los libros de don Alfonso (Ifigenia cruel, Pausa, Cuestiones gongorinas, Fuga de Navidad, etc.) que invariablemente despiertan el entusiasmo de Torres Bodet. Las cartas de este último siguen el itinerario diplomático de Reyes por Madrid, París y Buenos Aires y en 1929 el propio Torres Bodet emprende la misma ruta con su primer puesto en la Legación de México en Madrid. Caminos paralelos o con paralelos (como dice Curiel) son los que recorren Torres Bodet y Reyes en sus vidas literarias y profesionales (es decir, la diplomacia). En cada capital el joven diplomático siente la presencia de su compañero cuyos amigos llegan a ser los suyos. Cambia la geografía pero no la devoción. Las cartas alfonsinas son una auténtica fuente de placer para Torres Bodet quien siempre necesita estímulo. Le agrada leer Monterrey —el correo literario de Alfonso Reyes en Río de Janeiro a partir de 1930— y en alguna ocasión figura en sus páginas. Aprecia los comentarios de Reyes sobre su Destierro y a su vez resalta las cualidades de El testimonio de Juan Peña, Casi cinco sonetos y A vuelta de correo entre otros. Ante tal productividad Torres Bodet le hace la inevitable pregunta: “¿Cómo hace usted para conciliar esta labor con la charla de lejos con los amigos?” (p. 73). Cabe recordar que entre sus corresponsales (además de los ya mencionados) se destacan también Pedro Henríquez Ureña, José María Chacón y Calvo, Gabriela Mistral, Victoria Ocampo, Jorge Luis Borges, Ramón Gómez de la Serna, Enrique Díez-Canedo y muchísimos más. El material epistolar de Alfonso Reyes alcanza dimensiones verdaderamente deslumbrantes. Además, la sostenida alta calidad de los libros que va publicando Reyes impresiona profundamente a Torres Bodet quien lucha en vano en contra del tiempo que le quita la burocracia. Con todo, éste dedicará su vida al servicio público en puestos cada vez más prestigiosos mientras que el regiomontano abandonará la “carrera” y se reintegrará a la vida capitalina en 1939. A pesar de la casi inexistencia de misivas alfonsinas durante este primer período, las cartas de Torres Bodet logran reflejar la vida de Reyes —sus pasos, sus huellas, sus libros. Y sobre todo representan un testimonio de simpatía, de afecto y de admiración.

Al segundo trecho sólo pertenecen 14 cartas (6 de Torres Bodet y 8 de Reyes) las cuales van desde enero de 1941 hasta marzo de 1949 cuando Torres Bodet ocupa los cargos más altos en Relaciones Exteriores, Educación Pública y la UNESCO. El hecho de vivir los dos amigos en la misma ciudad de México (hasta 1948) explica quizás la escasez de cartas —más bien recados (semi)oficiales. Desde París el nuevo Secretario General de la UNESCO muestra su enorme admiración por su amigo Reyes al invitarlo a encabezar la Delegación Permanente de México ante aquel organismo, pero Reyes se ve obligado a rechazar ese honor por motivos de salud y de trabajo. Ni la amistad de Torres Bodet ni la atracción de París logran apartarlo del rumbo que se ha fijado, o sea hacer “algunos libros”.

Con la presencia de Torres Bodet en la capital francesa, primero en la UNESCO y luego como Embajador de México (1952-1958), el contacto epistolar entre ambos corresponsales aumenta considerablemente. De hecho, se incluyen en el último trecho (1949-1959) 60 cartas de Torres Bodet y 53 de Reyes. En general se trata de un período de intensa colaboración y de ayuda mutua. Incesantemente Torres Bodet le solicita artículos y notas de diversa índole así como opiniones y sugerencias. Siempre cuenta con Reyes quien cumple invariablemente con gusto y eficacia. Torres Bodet no deja de pensar en su compatriota a la hora de necesitar algún trabajo sobre Goethe, Sor Juana o Julio Verne. A su vez Reyes confía enteramente en Torres Bodet para corregir sus textos. Existe una perfecta armonía entre los dos amigos: “Siempre acordes como dos violoncellos” (carta de Reyes a Torres Bodet, 22 de abril de 1955). Inclusive en momentos muy difíciles Reyes sigue ejecutando con “heroísmo” (palabra de Torres Bodet) los encargos de ese “guerrero siempre arriba de su caballo o al pie del cañón” (p. 119). Hasta la última carta (8 de septiembre de 1959) Torres Bodet y Reyes se consultan, se prestan servicios y se admiran mutuamente. Y sobre todo se esconde detrás de la formalidad y de la cortesía extrema de esa correspondencia un entrañable afecto, una verdadera comprensión. Lo que falta, sin embargo, es la auténtica comunicación entre dos grandes amigos y escritores.

Igual que en trabajos anteriores, Fernando Curiel —reconocido epistológrafo reyista— ha hecho una excelente edición. Abren el volumen un prólogo que ofrece los datos pertinentes a la trayectoria paralela de Torres Bodet y Reyes, una caracterización del epistolario y una justificación por dar a conocer estos “casi oficios”. Además, el sistemático y lúcido Curiel introduce cada uno de los tres trechos de la correspondencia con unas útiles observaciones (Sinopsis, Estadística, Comentario general). Acompañan las cartas amplias notas que proporcionan toda la información necesaria para una lectura provechosa del material epistolar. Como apéndice se recogen siete “textos contiguos” —esencialmente de ambos corresponsales— que contribuyen a un mayor conocimiento del tema. A manera de epílogo, Alicia Reyes traza una evocación muy personal y conmovedora de su “otro abuelo”, de “Jaime-abuelo”. Esta edición, en la cual no falta nada, concluye con una lista de las “Principales figuras mexicanas aludidas” (casi un índice onomástico) y una bibliografía. Casi oficios es lectura obligatoria para conocer más a fondo a dos de los pilares de la cultura mexicana moderna: el ateneísta Alfonso Reyes y el Contemporáneo Jaime Torres Bodet.

Órbita italiana de Alfonso Reyes. Por Ismael Carvallo Robledo

CF

I

Esta es la revista –Critica Fascista– que no contó nunca con un artículo de Alfonso Reyes, a pesar de la insistencia, escoltada siempre por merecidísimos elogios, de Mario Puccini para que así fuera. La cortesía elegante de Reyes hizo que no saliera nunca de su pluma un no rotundo, dejando las cosas abiertas a la posibilidad para no herir susceptibilidades. El texto prometido difusamente, al final de cuentas, no llegó jamás a la redacción de la revista, zafándose así Reyes del compromiso en litigio con la agilidad del consumado esgrimista de la inteligencia que fue.

Critica Fascista fue el órgano de crítica, debate y difusión del fascismo italiano que nace en junio de 1923 bajo la dirección de Giuseppe Bottai. Tuvo una vida aproximada de veinte años. En 1923, Álvaro Obregón era presidente de México. Su Secretario de Educación era José Vasconcelos.

II

El Partido Nacional Fascista fue fundado en Italia en noviembre de 1921 por iniciativa de Benito Mussolini. El Partido Comunista Italiano nació a su vez y por otro lado en enero del mismo año, en el Congreso de Livorno, a iniciativa de Amadeo Bordiga y Antonio Gramsci. Los tres -Mussolini, Bordiga y Gramsci- habían sido militantes del Partido Socialista Italiano. De su escisión orgánica tras la Primera Guerra Mundial, y a la vista del colapso tanto del liberalismo burgués como del internacionalismo proletario, estaban llamadas a desprenderse las dos opciones antagónicas -fascista y comunista- que protagonizarían la dramática dialéctica política e ideológica fundamental del siglo XX.

En marzo de 1929, por iniciativa de Plutarco Elías Calles, era fundado en México el Partido Nacional Revolucionario. Diez años antes, a instancias de Manabendra Nath Roy, lo había hecho el Comunista Mexicano.

III

Mario Puccini vivió entre 1887 y 1957. Alfonso Reyes lo hizo entre 1889 y 1959. Su contemporaneidad coincidió casi milimétricamente. Forman parte los dos de la que acaso pueda ser tenida -yo así lo creo- como de las generaciones más importantes e intensas y grandes del siglo XX, que es aquélla que recorre el arco temporal que conecta al siglo XIX con el XX, y que vive el esplendor de su juventud y madurez en medio de acontecimientos ideológico-políticos de primera magnitud para los efectos de la configuración histórica de toda una época la resonancia de cuyos ecos seguimos escuchando hoy aún todavía.

Es la época de las dos grandes guerras mundiales, del fin del liberalismo y del optimismo burgués que con tanto dramatismo y belleza relató Stefan Zweig en sus memorias, y de la configuración de los nacionalismos y del comunismo y el fascismo como las alternativas fundamentales de organización socio-económica, ideológica y cultural que le fue dado al mundo tener como alternativas históricas.

Es la generación de Vasconcelos (1882-1959) y Lázaro Cárdenas (1895-1970), de Gramsci (1891-1937) y James Joyce (1882-1941); de Musil (1880-1942), Broch (1886-1951) y Thomas Mann (1875-1955); de Lukács (1885-1971), Auerbach (1892-1957) y Ernst Robert Curtius (1886-1956) así como la de Togliatti (1893-1964) y Trotski (1879-1940) o Mao (1893-1976), o Hitler, Stalin, Churchill y Juan Negrín (1889-1945, 1878-1953, 1874-1965 y 1892-1956 respectivamente). De lo que estos y otros hombres hicieron, pensaron y escribieron vivimos aún en nuestros días, a pesar de la evanescencia y el olvido amenazantes.

IV

Es la generación, decimos entonces, de Alfonso Reyes y Mario Puccini, la correspondencia epistolar de los cuales, junto con la de algunos otros hombres y mujeres de letras más -Guido Mazzoni, Achille Pellizzari, Dario Puccini, Elena Croce y Alda Croce-, ha sido compilada y anotada por Gabriel Rosenzweig para la edición que El Colegio de México nos ofrece en Alfonso Reyes y sus corresponsales italianos (1918-1959), presentándosenos como el sugerente y breve cifrado de la ecuación de algo así como la órbita italiana de Alfonso Reyes, y que incorporada a otras órbitas como la francesa, la alemana, la española o la hispanoamericana, configuran en su trabazón o symploké el fascinante, definitivo y refulgente orbe intelectual de la que sin duda es la menta más lúcida, la inteligencia más abarcadora y estoicamente universal que ha dado México: la de Alfonso Reyes. El perfilamiento de esta sutil inteligencia americana según es vista por los italianos es lo que hace que las cartas aquí reunidas tengan un valor historiográfico inestimable, grávido de claves fundamentales.

«Roma es una ciudad donde se puede trabajar mucho y usted, escritor clásico, podría hallar aquí su verdadera atmósfera», le dice Puccini a Reyes en una de las cartas en compendio. Y es que lejos de lo que algún acomplejado pudiera pensar respecto de lo que es México y América a través de la obra que con la mediación y el troquel irreemplazable de España fue realizado por Europa en estas tierras, Alfonso Reyes, al hablar, pensar y escribir en español con el genio con que lo hizo no estaba siendo originario de periferia alguna, estaba ubicado en el vértice intelectual de la matriz occidental de la que Roma fue sumatoria y síntesis perfecta: es la sumatoria de la pasión dialéctica griega con la pasión moral del cristianismo, que tuvo en la Divina Comedia su monumento estético supremo, que es el de Dios y Virgilio, la trinidad y el corporeismo de los escolásticos acomodados en esa antigua a la vez que medieval hermosura escrita en italiano.

Este es el fondo universal sobre el que se dibuja la brevedad luminiscente de la órbita italiana de Alfonso Reyes (son pocas cartas en realidad), que ha sido, según dijo en 1960, por otro lado, Dario Puccini, el hijo de Mario, con motivo de la muerte de aquél, «uno de esos hombres que llenan con su compleja personalidad -capaz lo mismo de vuelos poéticos que de fulgurantes descubrimientos culturales, de pacientes investigaciones literarias lo mismo que de minuciosas observaciones humanistas- toda una época, todo un mundo».

Si tuviera que explicar a Alfonso Reyes en términos «italianos» (y, en parte, europeos) diría que fue para Hispanoamérica y para la cultura hispánica lo que fue Benedetto Croce para la cultura italiana (y, en parte, europea y mundial). Pero ni siquiera así lograría ser completo y exhaustivo en mi explicación: en efecto, Reyes fue también un «hombre de arte», en el sentido renacentista y modernísimo, una persona hecha toda de fibras sensibles, dotado de una íntima y activa virtud poética. Además de su obra gigantesca, que no se ha ordenado todavía por completo -tan vasta es, y tan compleja- dio a la cultura hispánica, y no sólo a la hispánica, un estilo, un gran estilo: y es éste, tal vez, su legado más penetrante, aunque no sea el más vistoso. [Dario Puccini, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, año VI, núm. 65, México, enero de 1960, p. 5.] (Alfonso Reyes y sus corresponsales italianos (1918-1959), El Colegio de México, p. 167)

Guido Mazzoni le decía a su vez, en carta del 2 de diciembre de 1923 desde Florencia, que:

«Hace verdaderamente el bien quien, teniendo el ingenio agudo y vivo como usted, escribe con tanta soltura elegante y atractiva, de modo que, en cualquier página que se abra el libro, rápido se encuentra algo que invita a seguir y, de ensayo en ensayo, a leer todo. En conjunto, más allá de la buena crítica, sus libros constituyen un espejo de una producción más interesante que la de España. Las cuestiones que usted dilucida pertenecen con frecuencia a la civilización europea (¡e incluso japonesa!). Causa estupor tanta y tan variada cultura y el dominio de todos los argumentos.» (Alfonso Reyes y sus corresponsales italianos, pp. 34 y 35)

V

Por cuanto al affaire fascista, las cosas fueron más o menos así.

Desde Roma, Mario Puccini le escribe a Reyes el 6 de noviembre de 1926, en una carta redactada originalmente en un español un tanto errático que se mantiene sin corrección en la compilación en comento, lo siguiente (extraemos lo fundamental para nuestros propósitos):

«Recibí hace unos días su foto tan agradecida y su carta tan cariñosa, no así su poema dramático sobre el cual entiendo escribir un artículo. Lo espero. Aquí le envío una carta en la cual en nombre de Critica Fascista se le pide un artículo, una nota, algo en que usted me exprese su opinión sobre el fascismo. Si quiere y. si puede.» (Alfonso Reyes y sus corresponsales italianos, p. 64.)

La carta referida, con la misma fecha y el mismo español errático, es la siguiente:

Ilustre y querido compañero:

El director de Critica Fascista (que es la revista más comprensiva y profunda publicada por este importante movimiento, que ahora ya es imposible Usted también no reconozca vital y vasto), el diputado Bottai, desearía conocer en un ensayo o artículo, o más ensayos y artículos, lo que usted, hombre de pensamiento superior y escritor de tan nombre, piensa del «Fascismo»: no solamente como valiente expresión de vida del nuestro país, más aún como concepción política y moral de una época que, después de la guerra, ha determinado, junto al fracaso del comunismo, el ocaso del liberalismo y que acaso puede ver por el fascismo efectuada una nueva expresión del estado moderno, oligárquica es probable, pero enérgica y restauradora.

El director Bottai, por mi mediación, se le ruega por uno o más artículos suyos, dejándole toda su libertad de pensamiento; y agradecería mucho si Usted pudiese explicar y mostrar la resonancia de que el Fascismo ha tenido en su país (positiva y negativa) y sus deducciones de Usted particulares.

En fin, invoca a su colaboración la que sea: y si usted también no quiera hablar del Fascismo, y solamente escribir algo sobre la vida de su país, política o moral o espiritual, su artículo o sus artículos serán igualmente agradecidos e indemnizados convenientemente.

Esperando sus noticias, reciba cariñosos y devotos saludos de su amigo compañero y admirador italiano. (Alfonso Reyes y sus corresponsales italianos, pp. 65 y 66.)

A los pocos días, Puccini insiste en la solicitud de colaboración de Reyes para la inquietante revista de Bottai, para lo cual firma una carta con fecha del primero de diciembre de 1926, desde Roma, con las consideraciones siguientes:

Ilustre y querido amigo:

Acaba de salir en este instante de mi casa el diputado y sub ministro Bottai, director de Critica Fascista. Él ha visto aquí su retrato y después que le hablé de usted y de su obra profunda y original, él ha querido de que le pidiese aún un artículo. ¿No querría usted decir algo sobre el fascismo? Acaso no quiere; pero usted podría hacer un artículo sobre México (vida literaria, vida espiritual, lo que quiere). Haría yo mismo su presentación.

¿Su poema? Lo espero siempre. También noticias de los diarios mexicanos, si los directores han contestado a su carta.

Disponga como guste de su buen amigo y admirador. (Alfonso Reyes y sus corresponsales italianos, p. 67.)

Esta es la fecha, 6 de diciembre del veintiséis, en la que Reyes escribe a Puccini desde París, en su calidad de diplomático de México en Francia, para zafarse del compromiso, diciéndole lo siguiente:

Querido e ilustre amigo:

No tengo, en efecto, suficiente libertad política para opinar sobre el régimen público de Italia: soy un soldado en filas. Sólo, aquí en lo personal, le declaro a Ud., como Goethe, que me es más odioso el desorden que nada, porque el desorden es la fuente de todas las injusticias. Tal es mi filosofía social. Creo que estamos de acuerdo.

Sí le enviaré, con sumo gusto, algún artículo para la Critica Fascista, correspondiendo a su amable invitación y a la del Sr. Bottai, que agradezco mucho.

Creo ya habrá Ud. recibido mi poema Ifigenia cruel.

Gracias por su amable oferta de una Antología Reyes. ¿Qué prefiere Ud.: lo americano, lo español, la crítica, las impresiones personales, o una miscelánea tal vez? Abrigo la esperanza de tomar unos días de vacaciones en Roma, después de Navidad, y entonces lo arreglaríamos todo.

Entre tanto, soy siempre suyo cordialísimo. (Alfonso Reyes y sus corresponsales italianos, p. 68.)

Como queda indicado al inicio de esta reseña, ese artículo prometido «con sumo gusto» jamás llegó a Critica Fascista.

VI

Y el resto de la correspondencia, tanto con las hijas de Benedetto Croce -ni más ni menos- como con los otros interlocutores italianos, no tiene en verdad desperdicio, y contribuye a la ya indicada sorpresa y fascinación que no deja de llegarnos al ánimo cada vez que tocamos, o que nos acercamos más bien, a alguna de las órbitas de Alfonso Reyes.

Por eso vale tanto la pena -nada se pierde, si quieren verlo así- acercarse a las páginas que recogen su breve epistolario italiano, y encontrarnos por ejemplo con la alegría que le produce el conocimiento de la traducción de uno de sus brevísimos cuentos, y que lo empuja a decir desde Brasil.

Ilustre y caro amigo:

Con su gratísima carta, me llega la sorpresa de mi FUGA DE NAVIDAD vestida de lujo, ¡toda envuelta en los armiños mejores y en la tersura elegante de su incomparable lengua! En verdad, yo me doy cuenta ahora de que este poemita o lo que sea debió haberse escrito en italiano. Parece que así cobra toda la levedad a que aspira, toda la transparencia que el ruido grave y sentencioso del castellano no acierta a darle. ¡Qué alegría me ha dado Ud., y qué colmado me siento!