Archivo de la etiqueta: ensayo

La conquista de la libertad. Por Alfonso Reyes

“SÓLO es digno de la libertad y de la vida. . .“ 1.—La filosofía plantea así el problema de la libertad:

a) Obro porque quiero.

b) ¿Quiero porque quiero?

¿O hay algo superior, anterior? ¿Ya sea el determinismo general, ya el fatalismo individual?

Pero la moral se limita a la primera etapa:

a) Obro porque quiero,

y estudia su desarrollo lateral sobre el mundo externo:

a) Al obrar, ¿realizo lo que quiero?

—¿Sí? Soy libre. —¿No? Soy esclavo.

(Sólo de la libertad moral trataremos.)

2.—Es evidente que, si todos gozáramos de libertad, el mundo, anulado a contradicciones, no podría subsistir,

—a menos que todas nuestras voluntades fueran paralelas. Ahora bien, el mundo externo es un producto positivo. Con sólo existir demuestra:

o que tiene en sí algo irreducible a nuestras voluntades, fórmula de nuestra esclavitud;

o que resulta él mismo de una combinación de las voluntades individuales. Y si es combinación, no es suma (a menos que, como he dicho, todas las voluntades fueran coadyuvantes, paralelas). Y si no es suma, sacrifica necesariamente parte de las voluntades individuales, en provecho de la otra parte; fórmula, también, de esclavitud —para algunas voluntades al menos: las sacrificadas.

3.—Esto niega la libertad moral como fenómeno general y constante;

no niega que ella sea posible de una manera individual y esporádica: a veces, mi voluntad particular podrá coincidir con el curso de las cosas —y entonces disfrutaré el sentimiento de la libertad. Y diré entonces, con el silogismo de la libertad moral:

Dios pone la mayor

Yo pongo la menor

—Y concluyo mi libertad

4.—Este fenómeno se resuelve en una adaptación. Adaptación cómoda (o libertad) y adaptación incómoda (o esclavitud).

En efecto: puesto que vivir es como encauzarse, el hombre podrá encontrar que el cauce actual de su vida le es fácil (se le parece) o difícil (no se le parece).

A Si el cauce es difícil y el hombre se resigna, crea una libertad artificial, por medio de una adaptación voluntaria. El término libertad artificial podrá resultar paradójico. Dígase, si se prefiere, que en este caso se ha anulado, se ha inutilizado el problema de la libertad.

B Si, siendo todavía difícil el cauce, el hombre proyecta una acción modificadora en vez de resignarse, podrá suceder:

1° Que el río de los sucesos la contraríe, y entonces el hombre habrá engendrado su esclavitud (esclavitud que, en el estado de resignación, no existía). Visto exteriormente el fenómeno, es también la ley de adaptación la que ha obrado, rechazando la acción modificadora del hombre.

2° O podrá suceder que, por coincidir dicha acción con el curso mismo de las cosas, éstas parezcan ceder al hombre: —y entonces cree el hombre en su libertad. Fundamentalmente, ha sido libre. Ha sido eternamente libre en ese instante, aunque antes y después no lo sea. La jaula estaba abierta, no es él quien la abre: no ha sido por eso menos libre. Aquí también, visto exteriormente el fenómeno, ha obrado la ley de adaptación, atrayendo al hombre.

5.—Pero en el caso de la adaptación voluntaria, servidumbre voluntaria o resignación práctica —estado que, como dijimos, anula el problema moral de la libertad— puede haber

—un caso de obediencia, de alegría en ceder,

—o un caso de estoicismo, despecho de la rebeldía.

En el primer caso, se pliega el hombre a lo que ya puede llamarse la sabiduría jesuítica:

—el anhelo de libertad, dice, es un morbo, una dolencia. El obedecer hará que la senda sea de terciopelo. (Le Chemin de Velours. R. de Gourmont.)

Cuerpo y alma desfallecen a la voluptuosidad de entregarse. Descansan en Dios como la esposa reciente en el esposo, diciendo a solas:

—iGran comodidad! No tengo que responder de mí.

Mi voluntad es una con la divina ley.
NERVO

En cambio, en el caso del estoicismo, sólo el cuerpo se da: el cuerpo es el símbolo de lo que no está en nuestro poder. Mas el alma, brava, se conserva. El estoicismo no es más que libertad de imaginación:

—Soy esclavo, arrastro cadenas. ¡Mi espíritu vuela más allá de las nubes!

—Puedes cortarme una mano. ¿Cómo impedirás que te desdeñe? —Puedes quemarme las plantas: me tienes a mí, pero no a mi tesoro.

—Soy tu huésped, me sujetas por la cortesía. Del alba a la noche me has leído tus versos. Me has hecho oírlos. ¿Cómo harás para que me agraden?

Hasta aquí las dos fases de la resignación: la del voluptuoso o jesuita y la del estoico o imaginativo.

6.—Cuando el hombre proyecta una acción modificadora sobre el mundo, decíamos que o fracasa, engendrando su esclavitud, o coincide con un vuelco del mundo y entonces comparte un ritmo de eternidad, y entra y sale por la jaula abierta. Y ocurre una digresión sentimental:

¿Se puede prever el fracaso, se puede prever la coincidencia feliz? ¿Hay un tacto metafísico por medio del cual el hombre escoja, para obrar, el instante en que se ha abierto la jaula?

Pues queda por averiguar —y es lo que interesa más a la acción— si hay, junto al jesuitismo y al estoicismo, una tercera solución que consista,

además de entregarse en cuerpo y alma,

además de entregar el cuerpo y salvar el alma

= en oponerse con cuerpo y alma y en emanciparse con ambos:

en romper los hierros de la cadena, a la vez que soñarse más allá de las nubes: en desdeñar al verdugo, a Cortés o al mal poeta; pero evitando a la vez que nos troce la mano aquél, el otro nos abrase las plantas y éste nos arañe las orejas.

Si, como dijimos, la libertad puede, a veces, producirse, siempre que los actos individuales coincidan con el curso de los destinos, ¿qué signo espiaremos para lanzarnos a la conquista de la libertad?

7.—Reflexionemos: la mayor parte de nuestra energía, la energía oscura, el hecho animal de nuestra vida, tiene éxito, realiza su libertad (o así nos lo parece); cumple su tendencia. No se trata ya de resignación: el animal no se adapta voluntariamente, no se pliega al curso de las cosas: él es el curso de las cosas; es, a un tiempo mismo, cauce y río. Y así, anula el problema de la libertad, por una tercera manera. ¿Quién lo guía? El instinto.

Admitamos por un instante que el objeto de la razón es crear, acumular instinto. Que el hombre no es el último cernedor natural, de donde el universo salga en espíritu, sino la primera y tosca máquina, la que desbasta espíritu bruto para irlo incorporando en materia, en hábito, en vibración refleja, en instinto. (Dentro del campo sociológico, diríamos: en institución.) La hipótesis no es chocante. La vida quiere éxito y, en el sentido del éxito, ¿de quién ha de ser la primacía? ¡Duda todavía la razón, cuando ya el instinto ha acertado!

La libertad será de aquel para quien el raciocinio sea un peldaño ligeramente tocado, rozado apenas, y que guarda en su tesoro interior fondos inagotables de instinto, sana animalidad; la libertad, del que se hace señas con las cosas.

No es la sumisión, la aceptación pasiva, sino la colaboración con el mundo —secreto de la victoria—. Se logra (si cabe en esto la educación personal) por una voluntad de astucia perennemente renovada, por una actitud ágil y eléctrica, que acecha la idea y, en cuanto brota, la trasmuta en nervio y en chispazo. Es un paralelismo profundo del yo con la historia. Es la estrella, la fortuna positiva del Héroe de Gracián. El varón de libertad que ella crea se llama el fuerte.

8.—Proceden, pues, de la sumisión el voluptuoso y el imaginativo. Del acierto procede el fuerte. Mas ¿si falta el instinto? ¿Si el oído es sordo al campanillazo de la fortuna? ¿Si no se es voluptuoso, ni imaginativo, ni fuerte, y, sin embargo, se es rebelde? ¿Si la estrella es contraria y, en vez de la fortuna positiva de Gracián, se tiene la fortuna negativa con que lucha el Príncipe de Maquiavelo?

Entonces se es naturalmente ridículo; pero, humanamente, sublime. Se es raro, en suma.

No le queda al raro más que ensayar incesantemente la emancipación, hasta que, en la rotación de los destinos, pueda escapar por la tangente. Cometa caído en una zona imantada, recorrerá por siglos la órbita ajena antes de que pueda liberarse. Quizá sin el lastre de su energía personal (su fuerza de rareza), seguiría girando siempre en la curva esclava.

Al raro no le queda más que ensayar el asalto al muro todas las noches, y discurrir cada aurora nueva traza o nueva emboscada. Posible es morir en la brega, mas no queda otro medio. Un pequeño hábito absurdo, cultivado diariamente con asiduidad, puede emanciparnos hasta de las leyes naturales.

El vicio. —Un pequeño hábito absurdo-. Noé prueba una sola vez el jugo de la vid. No es vicioso. La historia humana, según la tradición israelita, se hubiera alterado de haber insistido Noé en el acto absurdo hasta llegar al hábito absurdo. El raro no es más que el vicioso: falsa solución al problema práctico de la libertad, en su origen; y, en su reiteración ulterior, rutina morbosa. Noé descubre una nueva modificación del mundo. Si hubiera sido un raro, es decir, un rebelde débil, hubiera insistido en su capricho. Pero Noé había hecho pacto con Jehová, y tenía el sentido de la vida. Despertó de su vino, y maldijo al que lo había difamado. Ahora bien, difamar es dar un carácter estable, trasladar a la categoría de “reputación” lo que constituye un acto fugitivo, una excepción que apenas deja huella en la vida. Difamar es gritar sobre las plazas lo que se hizo, una sola noche, en la cámara secreta. Desacreditar consiste en escoger los flaqueos ocasionales de un hombre para hacerlos pasar por su estado consuetudinario y habitual; desacreditar es decir que un rey es alcohólico, porque un día de juventud militar mezcló con poca agua su vino; es decir de un rey que es tirano, porque un día de ira sagrada se exaltó contra alguno de sus aduladores. Y la maldición de Canaán cae sobre los agitadores de las plazas públicas: porque son los siervos de los siervos de sus hermanos.

Curioso es notar que no es otro el procedimiento mental que ha dado su nombre a los pecados capitales. La tabla de la doctrina contiene dos clases de preceptos: unos prohiben hábitos perniciosos, y los otros, actos perniciosos. Hábitos como la pereza o la gula; actos como el homicidio, el adulterio y el robo. Éstos, como casos agudos del mal, la ley los erige en delitos; mientras que deja los otros al castigo de la sanción social. Y, sin embargo, el jurado popular, representante más o menos justo del sentido común, absuelve a los delincuentes muchas veces; y no por ignorancia de su delito, mas por justificación de su delito. Si se examina de cerca en qué consiste la justificación, se verá que consiste en las “circunstancias” que acompañan al acto juzgado; en los matices del acto, en lo que le da realidad concreta y única, distinguiéndolo por sólo eso de todos los demás actos que reciben el mismo nombre. El acto juzgado ha sido tan individual, tan único, que no merece ser castigado, ser “desacreditado”. Es como si el defensor dijera: “Sí, hemos matado a un hombre; pero no somos asesinos. Asesino es nombre genérico, y quiere decir hombre que mata a otro. Pero ése no es nuestro caso; nuestro caso no es genérico, es único: Fulano que mata a Mengano en determinadas circunstancias especialísimas. Hasta el verbo matar, por demasiado genérico, nos está estorbando. Porque lo que aquí sucede es tan único, que debiera llamarse de otro modo. El uso del verbo matar —a que la pobreza del lenguaje me obliga— nos está desacreditando, y parece erigir en hábito constante lo que ha sido para nosotros una cosa excepcionalísima, única, que no pudo suceder antes ni podrá suceder’ después, ni haber sido ejecutada por otro, ni en otro.”

Tocamos el límite de las posibilidades del lenguaje, y corremos el riesgo de que se nos oponga que todo homicidio es un acto individualísimo, único, y lo demás. Sí, así es teóricamente. Pero, en la práctica, nos atenemos al jurado popular, al sentir común, que unas veces sabe absolver y condenar otras, según que el caso especial se parezca más o menos al acto genérico de matar; según que el caso represente más o menos un estado de maldad, una reiteración psicológica en el acusado, o una ofuscación instantánea: instantánea, por la calidad y la cantidad; según que se deba o no se deba establecer para el acusado una reputación de asesino.

Por otra parte, tampoco es otro el procedimiento de la caricatura. Si un ministro ha asistido en una semana fatal a tres banquetes, el caricaturista lo pintará en adelante siempre entre banquetes y brindis: lo hará banquetear en los salones del Palacio, en las oficinas del Ministerio, en su casa y las de sus amigos, y hasta en los aguaduchos de la calle y con horchata de chufas a falta de otra cosa. Así le creará una reputación de goloso. Si un hombre tiene una nariz desmedida, el caricaturista lo hará emplear su nariz para todo y a todas horas: beber cerveza, decir discursos, usar de ella como de bocina de auto, todo con la nariz. Y al fin, con Quevedo, acabará por convertir aquella nariz en la persona, y a la persona misma en apéndice de la nariz:

Érase un hombre a una nariz pegado…

¡A cuántos políticos no se ha hecho así una falsa reputación de imbéciles! Y el ‘Pacheco’, de Eça de Queiroz, que logra una falsa reputación de talento, no es más que una caricatura inversa.

En suma, que tanto la ley como la caricatura, tanto las energías severas como las energías cómicas de la sociedad, castigan, en el vicio, la reiteración. (Al menos, éste es un aspecto de la verdad: el único que aquí me interesa y el que considero como más importante.) Y, negativamente, el castigo nos permite definir la falta: vicio es una reiteración ilícita.

Veamos, en efecto, lo que hace la naturaleza, y no la estudiemos en los libros de sus enemigos.

No encuentro mejor imagen de la naturaleza que la de una vieja consentidora, una vieja de amor como la Trotaconventos o la Celestina. Es enredadora como ellas y, como ellas, anda zurciendo voluntades por toda la tierra. A veces, desde su sonrisa, deja caer alguna cabalística orden como las de Celestina a Pármeno; alguna de esas leyes de la naturaleza de las que ya nadie hace caso bajo el sol. Y aun parece que las dictara para darse el gusto de ser desobedecida, o aun para —a sabiendas— tentarnos a contrariarlas, proponiéndonos una orden simulada y permitiéndonos jugar al libre albedrío. No es amiga de la conducta severa, y en esto se parece a los griegos, que identificaban al bárbaro por sus inhumanos esfuerzos de severidad. Porque el griego grita si algo le duele: tiene legítimo derecho; y Mahaffy —grande autoridad— nos asegura que lloraban siempre antes de entrar en combate; por lo que, entre los pueblos bárbaros, tenían fama de cobardes. “Siempre estaban prontos —añade— a reírse de un chasco, a llorar sobre un infortunio, a indignarse de una injusticia, a deleitarse con una travesura, a atemorizarse ante lo solemne, a mofarse de todo lo absurdo.” ¿Hay cosa más contraria a la bárbara gravedad de los castellanos? Pues así es la naturaleza. Y lo que castiga en el vicio es la repetición. A los viciosos los castiga su falta de estilo natural, su estúpida reiteración. Marco Aurelio, filósofo adusto, deja entender que el vicio no es perjudicial al alma ni al cuerpo, como a tiempo se le abandone. ¿Persistir en el vicio, ser severo dentro del vicio, hay mayor absurdo? A la naturaleza convienen la ondulación y la variedad apacible, aun cuando ello suponga ligeras desviaciones de la línea normal. La naturaleza no es madre avara, ni nos exige toda la miel de nuestros panales. Ella sólo en parte se aprovecha de la actividad de sus criaturas: donde se alimentan la conservación de la especie, las industrias y la moral. Y el resto lo regala a sus hijos para que hagan con él lo que mejor les plazca: de donde han nacido el juego, el arte y el vicio.

Veamos el caso del amor: los sexos mismos no están deslindados como debieran. En sus múltiples encuentros, los hombres y los animales se equivocan más de una vez. Y de los mil encuentros posibles, sólo uno aprovecha la naturaleza. De todas las flores de un rosal, sólo dos o tres producen simiente. Las otras son como los niños o como los poetas, sin que el rosal padezca por eso. ¡Oh, si la naturaleza fuera avara! Si ella aprovechara las mil combinaciones posibles de la vida, ¿qué sería la tierra, qué sería nuestra “diosa de verdes cabellos”? Imagino que viviríamos entonces como en un paquete o masa compacta y triturada de seres y cosas; pienso que los bosques no tendrían claros, o mejor, que toda la tierra sería un bosque macizo, por entre cuyas hendeduras sutiles se asfixiarían, descoyuntados, los hombres y los animales. Seres y cosas se disputarían los palmos de espacio, y entonces sí que habría que hacerse campo en la vida.

Pero la naturaleza consiente los actos desviados y, vieja niñera tolerante, deja que los chicos le echen tierra a los ojos. El mal es el hábito perverso. Más aún, todo hábito exagerado es malo. ¿Del hábito al vicio hay siete leguas? No os calcéis jamás con las botas de siete leguas.

En fin, y puesto que el pequeño hábito absurdo no nos lleva a la verdadera libertad, ¿se puede, científicamente, esperar que la educación nos enseñe a magnetizar el éxito? Nadie duda ya de que hay hombres que pueden hipnotizar. ¿Podríamos aprehenderlo todos? He dicho: la libertad, del que se hace señas con las cosas. ¿Pudiéramos aprender este maravilloso alfabeto? No es del todo extraño a las mujeres; pero en ellas es connatural. ¿Cómo se aprende?

La filosofía de Gracián. ¡Cuánta fe tuvieron en la educación nuestros abuelos!

Enseñaban a ser poeta —y de aquí la Poética; enseñaban la cortesía—: testigo el libro de Castiglioni y los muchos Galateos españoles; la ética práctica, la educación moral, de ellos la heredamos legítimamente: ¿no enseñamos todavía a ser bueno? Enseñaban a ser santo, como en los Ejercicios de Loyola; o a ser héroe, como en Gracián. Un concienzudo crítico francés. asegura que las excelencias o “primores” del héroe de Gracián son innatas; nos es imposible adquirirlas. Y, en efecto, éste es el problema de Gracián: las cualidades de su Héroe, de su Discreto, de su Político y, en general, de su “sujeto de educación” ¿son adquiribles para quien no las posee innatas? Al menos, así lo afirmaba Gracián: “Emprendo formar con un libro enano un varón gigante. Aquí tendrá una arte de ser ínclito con pocas reglas de discreción”, dice en el El héroe. Y en El político: “Propongo un rey a todos los venideros.” Su héroe es, pues, un modelo propuesto a la imitación: sus virtudes —frutos del azar y la buena estrella— resultan, en efecto, inadquiribles para toda interpretación intelectualista de la conducta. Mas ¿cómo lo juzgaría Gracián? ¿Cómo lo juzgará esa filosofía moderna para quien la mente humana puede “aprender a pensar de otro modo”?

Gracián —y en esto no reparan sus intérpretes generalmente— era jesuita. Había practicado los Ejercicios espirituales de Loyola, que constituyen un sistema pedagógico y disciplinario profundamente intuitivo.

Quería Luis Vives que el cuadro sinóptico de las figuras gramaticales se colgase al muro del estudio, para que el estudiante, al pasar por el salón, lo tuviese siempre ante los ojos, y así las figuras le fuesen entrando y grabándosele por los ojos. De igual suerte Loyola propone al discípulo la “composición de lugar” —cuadro imaginario de los sucesos y meditaciones que el “paciente” psicológico ha de tener a la vista durante cierto tiempo— para que sus enseñanzas, “fruto de la meditación”, broten del alma y sean asimiladas por ella mediante una especie de proceso mecánico o una plástica trascendental. Así propone Gracián al lector su Héroe, su Discreto, su Político, llenos de virtudes intuitivas y naturales, como otros tantos temas de ejercicio espiritual. La existencia de su Héroe se debe a condiciones no racionales; pero podemos adueñamos de ellas por procedimientos tan racionales como empíricos. El éxito es un arte y se aprende como todas las artes, como la carpintería, por ejemplo: viendo y ensayando; echando a perder al principio, para acertar al fin. Un curso práctico de éxito completaría el cuadro ideal de la escuela: admirándola y ejerciéndola, es como se aprende la virtud. La contemplación y la acción son los dos resortes de la libertad práctica.

Y así propone Gracián el paradigma del héroe, y después alienta a ensayarlo. “Que el héroe practique incomprehensibilidades de caudal”, aconseja:

Sea ésta la primera destreza en el arte de entendidos, medir el lugar con su artificio. Gran treta es ostentarse al conocimiento, pero no a la comprensión; cebar la expectación, pero nunca desengañarla del todo. Prometa más lo mucho, y la mejor acción deje siempre esperanzas de mayores. ¡Oh, varón cándido de la fama! Tú, que aspiras a la grandeza, alerta al primor: todos te conozcan, ninguno te abarque. Que, con esta treta, lo moderado parecerá mucho. Y lo mucho, infinito, y lo infinito, más.

Y de este manual práctico a un manual de carpintería ¿hay alguna diferencia esencial? ¡Como no sea lo escurridizo de las cosas del alma, siempre menos leales que la materia, menos fáciles de captar!

Para fijar mejor mi actitud ante este problema práctico, expondré un ejemplo que hasta por lo excepcional conviene mejor a mis explicaciones.

La evocación de la lluvia. A sus dioses labradores pedían los antiguos la lluvia y el sol, como a San Isidro los cristianos, y les pedían amparo contra las fuerzas del rayo, como a Santa Bárbara los cristianos. Y, seguros siempre de influir con sus plegarias en todos los fenómenos de la siembra, orientaban su voluntad para el logro de las semillas, y la sentían transformarse en brotes y estallar en las mazorcas pesadas. Porque ¿cuál fruto no provenía de su intercesión ante las divinidades? Pues su sortilegio había traído —como junta una lente los haces paralelos de luz— a convergencia las fuerzas naturales, para el provecho de sus campos labrantíos y sus sementeras.

Así, las románticas concepciones, la mística interpretación del retoño y del fruto que se aprendía en Eleusis, se complicaban sin duda con una idea de voluntad individual, de deseo mantenido e intenso, el cual se demostraba en los himnos de ritual y en los gritos sagrados anunciadores de la Primavera. Es decir: que hacían bajar a través de su pensamiento, y desde la divinidad, las cosas de la tierra, realizando el prodigio de encarnar sus propias ideas y utilizarlas diariamente aun para la alimentación y el vestido; que también hacían prosperar las greyes, ricas en lana, como los pámpanos de azules racimos, como las abejas melíferas.

El pastor que, apartado hacia las laderas del Ménalo, pedía a los dioses una noche apacible para dormir a su sabor y limpiaba su ánimo de terrores nocturnos por la plegaria, sentía su deseo, sentía su pensamiento transformarse en paz de los campos, en tibieza del aire y luz tranquila de las estrellas; y confusamente se adueñaba, si los elementos de la noche y del paisaje correspondían a su súplica, de todas las cosas del redor, como si las tuviese por hijas —aunque indirectas— de su voluntad.

El pueblo guarda la fe en las evocaciones (hasta involuntarias), y teme provocar las catástrofes pensando en ellas. Todos sabemos de estas supersticiones, y al tropezar con alguno de quien hacíamos interiores recuerdos, queremos pensar que nuestra evocación lo trajo a nuestro camino, lo creó allí para nosotros, o lo trasladó allí para obediencia de nuestra voluntad invisible. Y ¿quién no ha vivido escenas como si las estuviera inventando? De esta manera, parece que practicásemos el idealismo de los filósofos: el pensamiento engendra el mundo.

Yo tengo una experiencia reciente, pero indirecta y elaborada por el hábito de asociación y el sentido literario de la analogía:

—He permanecido escribiendo durante un tiempo que no podría yo apreciar; pero lo imagino largo, a juzgar por la ausencia de mi sentido individual —denunciadora de una prolongada y ya inerte atención sobre las ideas como cosa aparte del pensamiento mismo. No dejé, pues, de asombrarme al cobrar de pronto —cual por una caída súbita de algo que interiormente se elevaba o un despertar de sonambulismo— la conciencia de mi vida real, de mi vida limitada, finita, que una momentánea abstracción (libre del espacio y del tiempo) me había hecho concebir infinita.

Mientras buscaba mis vocablos y oía, interiormente, las frases, que se iban ordenando y cambiando hasta salir por la pluma luego que sonaban a cosa viva, por sobre mi mentalidad en ejercicio, al modo de la preocupación musical que sirve de guía al músico, a la manera del sentimiento lírico o plástico, que sirve de musa al poeta, como la tinta maestra a que se amparan los pinceles para no romper una sinfonía de colores —a mí me invadía la impresión de una lluvia fina. Todos los poetas saben que se piensa en dos cosas simultáneamente: una, estática, que es como el fondo decorativo en los bailes; otra, en perpetuo desarrollo, que es como el festón de mujeres, ondulante. Mi escrito escurría de la pluma, afinado en el sentimiento de una lluvia tenue de cristal.

Cuando levanté los ojos cansados, pude notar que, tras los vidrios de la ventana, monótona y callada, obediente a mi pensamiento, ya había bañado las calles y temblaba en el aire una lluvia fina de cristal.

Pues bien, aplicando otra vez el lenguaje de que he usado al principio de este capítulo, diré que ese día de lluvia la jaula se había abierto un instante, y yo pude entrar y salir por ella. Una vez al menos, yo he podido evocar la lluvia. ¿Cómo hacer para adquirir definitivamente ese don? Ya no descansaré más mientras no aprenda a evocar la lluvia. Ya vislumbré los caminos de la emancipación. O me apodero de ellos, o quiero morir en el asalto. Y lo que arriesgo en este caso de conquista sobrenatural ¿no había de arriesgarlo en la multitud de experiencias naturales de todos los días?

París, 1913

Seguir leyendo La conquista de la libertad. Por Alfonso Reyes

La Ilíada de Homero (en Cuernavaca). Aristía de Alfonso Reyes. Por Braulio Hornedo Rocha

Ya estoy aquí en la tarea que Dios me dio.

Diario de Alfonso Reyes (15-X-1948)

A Gabriel (70) y Marycruz (80)

¿Tiene sentido distinguir entre la vida y la obra de Alfonso Reyes?, ¿acaso él mismo no lo dejó claramente establecido al final de su Constancia poética? «Quiero que la literatura sea una cabal explicación, y, por mi parte, no distingo entre mi vida y mis letras». ¿No dijo Goethe que «todas mis obras son fragmentos de una confesión general»?

Es tan abundante y variada la obra de Alfonso Reyes que inevitablemente intimida hasta a los más valientes lectores. La primera vez que abordamos el intento de leerlo nos preguntamos ¿por dónde empezar? Los veintiséis gruesos volúmenes donde se agrupan las 13,404 páginas que componen la edición de sus Obras completas en el Fondo de Cultura Económica, nos confirman ese acierto de Octavio Paz al señalar que los libros de Alfonso Reyes, no sólo son una obra, sino toda una literatura.

Ensayo, narrativa, crítica, teoría e historia literaria; filosofía, divulgación de la ciencia, memorias, dramaturgia y poesía, son algunos de los caudalosos afluentes que desembocan en la mar de la «literatura alfonsina». Su curiosidad intelectual lo abarca todo, desde la Crítica en la edad ateniense, hasta la poética en la obra de José Martí bajo la perspectiva de la mecánica cuántica. Lo mismo cultiva la recreación (que no sólo la traducción) de La Ilíada de Homero, que reflexiona cretinamente sobre la mezcalina, los garbanzos, el infinito, el cine, la radio, la servidumbre voluntaria o la teoría matemática de la información y los límites de la física. «Todo lo sabemos entre todos» era un proverbio que gustaba repetir, pero creo que sobre todo, le gustaba encarnarlo con su ejemplo.

Reyes «descubre» Cuernavaca en 1947 a la «breve distancia de un suspiro» de la Ciudad de México, buscando un lugar aislado para trabajar, y un clima y altura más adecuados para la dolencia cardiaca que padece desde 1944. Encuentra en Cuernavaca «la tibieza vegetal donde se hamaca el ser en filosófica mesura». Y estas pausas de libertad y esparcimiento creador le permiten tomar distancia de los ajetreos burocráticos derivados de sus múltiples responsabilidades como Presidente de El Colegio de México, fundador de El Colegio Nacional y miembro numerario en la Academia Mexicana de la Lengua, de la que será su director de 1957 a 1959.

Se hospeda las primeras ocasiones en el Hotel Chulavista y posteriormente se aficiona más al Hotel Marik en el centro de la ciudad de Cuernavaca; allí tiene un cuarto favorito desde donde contempla las formaciones rocosas tepoztecas como «indostánicas pagodas» o monumentales escenografías de «óperas wagnerianas». Se ocupa en ese año (1947) y en el siguiente de su traslado, no sólo llana traducción de la Ilíada de Homero, vertiendo el modelo original griego escrito en hexámetros, al español en versos alejandrinos (verso de catorce sílabas, dividido en dos hemistiquios, rimados y pareados), pero Reyes piensa sobre todo en el lector común y corriente, a quien las traducciones eruditas definitivamente lo espantan y hasta terminan ahuyentándolo. Pensaba como coautor, y quizá mejor, como cómplice de Homero, ocupándose atento en los lectores contemporáneos.

Esta tarea que «Dios le dio» es un ambicioso proyecto que, como diría su admirado Goethe, sólo un «epipoeta» de su talla podría emprender. Ya el sólo hecho de «transportar el verso homérico a las lenguas vivas es más difícil que encerrar al genio en la botella», y si a esto le agregamos el hacerlo con una métrica y un ritmo derivados de la rima castellana, entonces sí, la tarea parece poco menos que imposible, aún para un equipo numeroso de especialistas y ayudantes con becas, equipamientos y presupuestos millonarios como se estila en las universidades hoy en día. Que decir entonces de un solo poeta al finalizar sus cincuenta y trabajando por su cuenta.

Entre septiembre y noviembre del año 1948, Alfonso Reyes escribe en sus cada vez más frecuentes estancias en el Marik, (como para descansar haciendo adobes, dice el nunca mejor aplicado refrán) una colección de sonetos a manera de divertimento «prosaico, burlesco y sentimental, ocio o entretenimiento al margen de La Ilíada«. Recrea entre humorista y erudito, en ingeniosos sonetos, algunos de los personajes de la saga griega, instalándolos en Cuernavaca. Publica esta primera versión (de lo que será su Homero en Cuernavaca) al año siguiente (1949) en la revista Ábside, y dedica esta publicación al editor de la misma, «el sabio, inolvidable amigo y probo sacerdote (…) honra y luto de nuestras letras, desaparecido ha poco en plena labor», el padre Gabriel Méndez Plancarte, a quien Reyes apreciaba mucho por una estrecha amistad literaria y enigmáticamente espiritual. Y digo enigmática, porque es de hacerse notar como bien señala su colega y paisano Gabriel Zaid que:

Nada parece más ajeno a la obra de Reyes que el espíritu religioso. Su herencia liberal (y hasta masónica: su padre, como casi todos los hombres del poder entonces, era importante en la masonería); su afición de Grecia, de Goethe, de la Francia libertina; su gusto por la vida, su optimismo, su olímpica sonrisa (que vuela sobre el mal, en vez de sumergirse en la conciencia desgarrada) parecen indiferentes a la fe, la duda, la negación (Obras II, El Colegio Nacional, 1993, 531-540).

«No leo la lengua de Homero; la descifro apenas». Empieza por advertirnos don Alfonso en su prólogo a La Ilíada, como jugueteando detrás de un guiño, con esa singular sonrisa de niño que parece coronar en sus chinescos ojos, redondeándolos después para continuar, como si nada, con la cita que viene al caso:

Aunque entiendo poco griego -como dice Góngora en su romance-, un poco más entiendo de Grecia. No ofrezco un traslado de palabra a palabra, sino de concepto a concepto, ajustándome al documento original y conservando las expresiones literales que deben conservarse, sea por su valor histórico, sea por su valor estético. Me consiento alguna variación en los epítetos, cierta economía en los adjetivos superabundantes; castellanizo las locuciones en que es lícito intentarlo. Hasta conservo algunas reiteraciones del sujeto, características de Homero, y muy explicables por tratarse de un poema destinado a la fugaz recitación pública y no a la lectura solitaria. Pero adelanté con cuidado y prudencia, sin anacronismos, sin deslealtades. La fidelidad ha de ser de obra y no de palabra (Obras completas XIX, 91).

Este prólogo esclarecedor y además breve -recordemos que si lo bueno breve, dos veces bueno- está firmado en Cuernavaca durante el mes de noviembre de 1949, mientras terminaba la IX Rapsodia y revisaba y corregía incansable las anteriores. Con un estado de ánimo entusiasta anota en su diario:

Vuelvo a Cuernavaca, donde ¡acabé la IX Rapsodia de La Ilíada! y estoy en anotación general, puntas y ribetes, corrección de copias en limpio… Llegué a las 4 p.m. Tarde templadita y cielo sin mancha. ¡A trabajar en Homero! (…) Acabé mi faena a las 12 1/2 de la noche! De entusiasmo he perdido el sueño (Obras completas XIX, 12).

Entre insomnios entusiastas y correcciones inacabables transcurre el año de 1950, hasta que por fin entrega su Ilíada al Fondo de Cultura Económica el 8 de agosto. Todavía deberá de transcurrir un año para que:

Orfila, Joaquín Diez-Canedo, Agustín Millares, Raimundo Lida, y Julián Calvo me traen los preciosos primeros ejemplares de mi Ilíada I (tres ordinarios y uno fino), con colofón de 15 de septiembre (de) 1951.

Reyes está feliz como niño con juguete nuevo; la obra, la edición y hasta la crítica son resplandecientes, como ese Sol de Monterrey «despeinado y dulce, claro y amarillo, ese sol con sueño que sigue a los niños». Azorín publica una nota el 22 de julio del año anterior en el ABC de Madrid reconociendo que Reyes traslada su penetrativa del mundo clásico español al mundo helénico.

Las reacciones de los críticos en México y el mundo son semejantes en su admiración y reconocimiento. José Moreno Villa (Suplemento de Novedades, México, 20 de enero de 1952), Medardo Vitier (Diario de la Marina, La Habana, Cuba, 8 de marzo de 1952), Bernabé Navarro (Excélsior, México, 20 de abril de 1952), José Luis Lanuza (La Nación, Buenos Aires, 4 de mayo de 1952), Daniel Devoto (Sur, Buenos Aires, julio y agosto de 1952), Germán Arciniégas (Revista literaria Tegucigalpa, octubre 1952).

Recibe numerosas cartas personales de reconocimiento, de humanistas de la talla de Ramón Menéndez Pidal, Werner Jaeger, Tomás Navarro Tomás y José Gaos, entre otros notables pensadores, quienes coinciden en identificar una gran obra poética reflejo y recreación de otra gran obra poética. Alfonso Reyes es por esta hazaña singularísima «Aristía de Alfonso» con orgullo y desde entonces, nuestro Homero en Cuernavaca.

La Universidad Autónoma del Estado de Morelos comparte este orgullo con los lectores de una nueva centuria, reconociendo el generoso apoyo de innumerables personas e instituciones nacionales y extranjeras, entre las que es ineludible mencionar a Alicia Reyes, José Luis Martínez, José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid y Adolfo Castañón, todos ellos fundadores del consejo directivo de la Cátedra Alfonso Reyes – El Colegio Nacional – UAEM. Así como agradecer también a la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad Autónoma del Estado de Nuevo León, el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, la Academia Mexicana de la Lengua, CONACULTA – INBA,  el Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México, y muy particularmente destacar nuestro reconocimiento a El Colegio Nacional.

Finalmente agradecemos a Ulrika Borges, María Elena García Pérez, Itzé Godínez Guerrero, Braulio Hornedo Farriol, Mila Nayelli Hornedo Farriol, María Trinidad Jacobo Soza, Angélica Jaimes Jiménez, Viridiana Moreno López, Enrique Palacios Martínez, Manuel Prieto Gómez, Adán Santamaría Ochoa, Mauricio Santoveña Arredondo, Miriam Suárez de la Vega y Camerina Soza García su generosa, entusiasta y a veces hasta involuntaria participación en el grupo editor responsable por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos y Matemágica.

Este libro obedece a diversos criterios de selección, prefiero aceptar que son arbitrarios antes que antológicos o representativos, lo que resume sus pretensiones es resumir lo escrito por Reyes en Cuernavaca; o bien, con temática relativa a esta ciudad donde «como vino cordial; trina la urraca y el laurel de los pájaros murmura… (mientras) el tiempo mismo se suspende y dura…»

Braulio Hornedo Rocha,

Cuernavaca, Morelos, México, noviembre de 2004

La carretilla alfonsina. Por Gabriel Zaid

Por Gabriel Zaid

Fuente: Letras Libres

Carretilla de librosEntre los cuentos y leyendas del folclor industrial, hay la historia del que llevaba materiales en una carretilla, sospechosamente. Una y otra vez, los inspectores revisaban la documentación, y todo estaba en regla; revisaban los materiales, para ver si no escondían otra cosa, y era inútil. El hombre se alejaba sonriendo, como triunfante de una travesura, y los inspectores se quedaban perplejos, derrotados en un juego que no entendían. Tardaron mucho en descubrir que se robaba las carretillas.

Los inspectores de Alfonso Reyes parecen más afortunados, pero no lo son. Una y otra vez han descubierto que sus conocimientos del griego eran limitados, que sus credenciales académicas (una simple licenciatura en derecho) eran del todo insuficientes para los temas que trataba. Que, en muchos casos, manejaba fuentes de segunda mano. Peor aún: que, en tal o cual caso, no hizo más que poner en sus propias palabras materiales ajenos. Para decirlo soezmente: que sus ensayos eran divulgación. ¿Cuál es el campo de su autoridad? Escribe bien, pero de todo. No puede ser. Entra y sale por los dominios universitarios, sin respetar jurisdicciones. Saquea la biblioteca, como si toda fuera suya. Lleva la carretilla con gracia, pero no lleva nada.

Aquí, como en su poesía, hay un problema de expectativas del lector. Si todo poema debe ser intenso y fascinante, los de Reyes decepcionan. Si la prosa no es más que el vehículo expositor de resultados de una investigación académica, sus ensayos aportan poco. Pero el lector que así los vea se lo merece, por no haber visto la mejor prosa del mundo: un resultado sorprendente que este genial investigador disimuló en la transparencia; un vehículo inesperado que les robó a los dioses, y que vale infinitamente más que los datos acarreados. Datos, por lo general, obsoletos al día siguiente: sin embargo, perennes en la sonrisa de un paseo de lujo.

La investigación artística de la lengua es investigación. De ahí pueden resultar descubrimientos importantes para quienes los sepan apreciar, y hasta para el vulgo. Pero se trata de investigaciones, descubrimientos y divulgaciones invisibles para los inspectores. Un poeta descubrió hace milenios que se pueden intercambiar las palabras usadas para el agua que corre y las lágrimas. ¿Qué hubo de nuevo en el experimento? Que nunca se había construido una frase como “ríos de lágrimas”; que sí se podía construir, y que decía algo nunca dicho sobre el dolor: que puede sentirse como algo caudaloso. Hay dolores que queman, como ácidos; dolores que pesan como piedras; dolores que sacuden, que asfixian, que envenenan. Pero también hay dolores que brotan caudalosamente y corren como un río. En lo cual hubo un triple descubrimiento: lingüístico (la construcción es válida, aunque nunca se había intentado), literario (una nueva metáfora, bonita y expresiva), psicológico (la taxonomía del dolor se enriquece con otra categoría).

La divulgación, naturalmente, no consistió en explicar a los legos el descubrimiento. Consistió simplemente en aprovecharlo, hasta que se volvió una frase vulgar, o en construir variantes a partir de ese hallazgo; algunas tan alejadas del original que resultaron descubrimientos adicionales. Por ejemplo: el del poeta que se remontó al origen de las lágrimas, le dio vuelta a la metáfora y dijo que los manantiales eran ojos. Esta nueva metáfora se divulgó tanto que fue lexicalizada: llamar ojo de agua a un manantial ya no se considera una creación poética de su autor, sino el nombre de algo, como cualquier otro nombre del vocabulario.

Un ensayo no es un informe de investigaciones realizadas en el laboratorio: es el laboratorio mismo, donde se ensaya la vida en un texto, donde se despliega la imaginación, creatividad, experimentación, sentido crítico del autor. Ensayar es eso: probar, investigar, nuevas formulaciones habitables por la lectura, nuevas posibilidades de ser leyendo. El equívoco surge cuando el ensayo, en vez de referirse, por ejemplo, a “La melancolía del viajero” (Calendario), se refiere a cuestiones que pueden o deben (según el lector estrecho) considerarse académicas. Surge cuando el lector se limita a leer los datos superables, no la prosa insuperable. Así también, el inspector puede indignarse con el actor que hace maravillosamente el papel de malo, en vez de admirarlo. O indignarse con Shakespeare, porque escribió la obra aprovechando un argumento ajeno. O con el pintor que considera suya la copia que hizo en un museo de un cuadro que le interesó, para observarlo y recrearse recreándolo (como Reyes reescribió a su manera y publicó en su Archivo un libro que le interesó). O indignarse con el público que escucha La Pasión según San Mateo sin saber alemán, aunque lo importante en esta obra no es lo que dice la letra, sino lo que dice Bach.

Reyes se dio cuenta del problema, y nos ayudó a entenderlo con una metáfora memorable: el ensayo es el centauro de los géneros. Un inspector de centauros difícilmente entenderá el juego, si cree que el centauro es un hombre a caballo; si cree que el caballo es simplemente un medio de transporte. El ensayo es arte y ciencia, pero su ciencia principal no está en el contenido acarreado, sino en la carretilla; no es la del profesor (aunque la aproveche, la ilumine o le abra caminos): su ciencia es la del artista que sabe experimentar, combinar, buscar, imaginar, construir, criticar, lo que quiere decir, antes de saberlo. El saber importante en un ensayo es el logrado al escribirlo: el que no existía antes, aunque el autor tuviera antes muchos otros saberes, propios o ajenos, que le sirvieron para ensayar.

Es posible que el ensayista avance por ambas vías, porque el centauro así lo pide. Que llegue a descubrir no sólo textos inéditos importantes que salen de su ser, su cabeza, sus manos, sino cosas que los especialistas no habían descubierto, y que deberían aprovechar. Desgraciadamente, no pueden hacerlo sin arriesgar su legitimidad. Se supone que, fuera del gremio, no puede haber descubrimientos válidos. Por eso es tan común el escamoteo mezquino de aprovechar, sin reconocer: sería mal visto citar a un ensayista en un trabajo académico. Lo cual es una pequeñez, pero sin importancia literaria; a menos que los ensayistas se dejen intimidar y actúen como si la creación fuese menos importante o menos investigación que el trabajo académico.

Reyes no se dejaba intimidar. A los veintitantos años, escribía reseñas admirables por su prosa, animación y precisión en la Revista de Filología Española (recogidas en Entre libros): como un filólogo que domina su técnica, en el doble sentido de ser profesional y de escribir muy por encima de su profesión: como verdadero escritor. Lo recordaba en Monterrey, treinta años después (“Mi idea de la historia”, Marginalia, segunda serie): “me sometí desde el buscarlo hasta el publicarlo con todo su aparato crítico. Pero no confundiría yo, sin embargo, esas disciplinas preparatorias con la exégesis y la valoración de la cultura a la que aspiraba. Lo que acontece es que las artimañas eruditas son reducibles a reglas automáticas fáciles de enseñar y que, una vez aprendidas, se aplican con impersonal monotonía. No pasa lo mismo para las artes de la interpretación y la narración, cuya técnica se resuelve en tener talento”. La importancia del distingo y, sobre todo, la jerarquización, salta a la vista en las reseñas de Entre libros, que se pueden leer sabrosamente, aunque fueron escritas entre 1912 y 1923. No importa que los libros y conocimientos a los cuales se refieren estén datados. La verdadera novedad, que sigue siendo noticia, como diría Pound (poetry is news that stays news), está en la prosa trabajada como poesía. Los datos envejecen, la carretilla no.

Es posible y deseable, como lo muestra Reyes, que el especialista sea mucho más que un especialista: un espíritu ensayante, un escritor de verdad. Ha sucedido con filósofos, historiadores, juristas, médicos. Pero, con el auge de la universidad como centro de formación de tecnócratas, la cultura libre (frente a la cultura asalariada), la cultura de autor (frente a la cultura autorizada por los trámites y el credencialismo), la creación de ideas, metáforas, perspectivas, formas de ver las cosas, parecen nada, frente a la solidez del trabajo académico. La jerarquización correcta es la contraria. El ensayo es tan difícil que los escritores mediocres no deberían ensayar: deberían limitarse al trabajo académico.

Es natural que los especialistas, sobre todo cuando la ciencia necesita grandes presupuestos, estén conscientes de la importancia de las relaciones públicas. Que practiquen dos formas de comunicación social complementarias: las notificaciones de resultados dirigidas formalmente a sus colegas en revistas especializadas y la divulgación para el gran público. Que vean los ensayos como divulgación.

Que lleguen a contratar escritores para exponer sus investigaciones. Pero el ensayo es un género literario de creación intelectual, no un servicio informativo de divulgación. La función ancilar (llamada así por Reyes en El deslinde) usa la prosa como ancila, sierva, esclava, criada, del material acarreado: como carretilla subordinada al laboratorio del especialista. El ensayo, por el contrario, subordina los datos (especializados o no) al laboratorio de la prosa, al laboratorio del saber que se busca en formulaciones inéditas, al laboratorio del ser que se cuestiona, se critica y se recrea en un texto.

El lector incapaz de recrearse, de reconstituirse, de reorganizarse, en la lectura de un ensayo que realmente ensaya, es un lector empobrecido por la cultura tecnocrática. No sabe que le robaron la carretilla.

Aristarco o anatomía de la crítica. Por Alfonso Reyes

La paradoja de la crítica

«¡La crítica, esta aguafiestas, recibida siempre, como el cobrador de alquileres, recelosamente y con las puertas a medio abrir! La pobre musa, cuando tropieza con esta hermana bastarda, tuerce los dedos, toca madera, corre en cuanto puede a desinfectarse.

¿De dónde salió esta criatura paradójica, a contrapelo en el ingenuo deleite de la vida? ¿Este impuesto usurario que las artes pagan por el capital de que disfrutan? ¿De suerte que también aquí, como en la Economía Política, rige el principio de la escasez y se pone un precio a la riqueza?

Ya se ha dicho tanto que, para el filisteo, el Poeta es ave de mal agüero, por cuanto lo obliga a interrogarse. ¡Pues lo que el Poeta es al filisteo viene a serlo el Crítico para el mismo Poeta, por donde resulta que la crítica es una insolencia de segundo grado y un último escollo en la vereda de los malos encuentros! Incidente del tránsito, siempre viene contra la corriente y entra en las calles contra flecha. Anda al revés y se abre paso a codazos. Todo lo ha de contrastar, todo lo pregunta e inquiere, todo lo echa a perder con su investigación analítica.

Si es un día de campo, se presenta a anunciar la lluvia. “Pero ¿lo has pensado bien?”, le dice en voz baja al que se entusiasma. Y hasta se desliza en la cámara de los deleites más íntimos para sembrar la duda. Al galanteador, le hace notar el diente de oro y la arruguita del cuello, causa del súbito desvío. Al enamorado, le hace notar aquella sospechosa cifra del pañuelo que costó la vida a Desdémona. ¡Ay, Atenas era Atenas, ni más ni menos; y con serlo, acabó dando muerte a Sócrates! ¿Y sabéis por qué? He aquí: ni más ni menos, porque Sócrates inventó la crítica.

Convidar a una amable compañía para reflexionar sobre la naturaleza de la crítica tal vez sea una falta de urbanidad y de tino, como convidarla a pasear en la nopalera. Se me hace tarde para pedir disculpas. Yo no quise dar a nadie un mal rato».

A. R. Aristarco O Anatomía De La Crítica

Seguir leyendo Aristarco o anatomía de la crítica. Por Alfonso Reyes

Premio internacional de ensayo Pedro Henríquez Ureña

En el marco del 130 aniversario de su natalicio, la Academia Mexicana de la Lengua convoca a la primera edición del Premio Internacional de Ensayo “Pedro Henríquez Ureña” 2014 de acuerdo con las siguientes bases:

 

  1. El Premio Internacional de Ensayo “Pedro Henríquez Ureña” se otorgará a un escritor de lengua española que en su trayectoria haya destacado en el género del ensayo.
  2. Podrán ser postulados al premio todos los ensayistas que escriban en lengua española, independientemente de su país de origen o de residencia, salvo los miembros numerarios, electos, honorarios o correspondientes de la Academia Mexicana de la Lengua.
  3. Cada candidatura deberá ser presentada por un mínimo de tres académicos numerarios de cualquiera de las Academias pertenecientes a la Asociación de Academias de la Lengua Española.
  4. El monto del premio será de $1’000,000.00 (UN MILLÓN DE PESOS MEXICANOS) e irá acompañado de una medalla conmemorativa que ostente la efigie de don Pedro Henríquez Ureña.
  5. El premio será indivisible y, en su caso, podrá ser declarado desierto.
  6. El jurado estará presidido por el director de la Academia Mexicana de la Lengua e integrado, además de él, por otros cuatro miembros numerarios de la corporación propuestos por la Mesa directiva y avalados por el pleno. El jurado someterá su dictamen a la aprobación del pleno.
  7. Las candidaturas al premio deben presentarse, debidamente fundamentadas y acompañadas de las obras ensayísticas que las avalen, en la Secretaría de la Academia Mexicana de la Lengua (Liverpool 76, colonia Juárez, delegación Cuauhtémoc, 06600 México, D. F., México) antes de las doce de la noche (hora de México, D. F.) del día 8 de agosto de 2014.
  8. El premio será entregado en México, en el transcurso del mes de noviembre de 2014.