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Discurso por Virgilio (fragmento). Por Alfonso Reyes

Tu duca, tu signore, tu maestro*

I

Es propio de las ideas fecundas crecer solas, ir más allá de la intención del que las concibe, y alcanzar a veces desarrollos inesperados. La verdadera creación consiste en esto: la criatura se arranca de su creador y empieza a vivir por cuenta propia. Los Poetas lo saben bien, ellos que trabajan su poema como quien va cortando las amarras de un barco, hasta que la obra, suficiente ya, se desprende, y desde la orilla la vemos alejarse y correr las sirtes a su modo. Reflexionando, pues, sobre el acuerdo que encarga celebrar en México solemnemente el segundo Milenario de Virgilio, no temo, por mi cuenta y riesgo añadir propósitos al propósitos al propósito del Presidente; no temo, al traer mi testimonio personal, sacar un poco de cauce la cuestión o torcerla un poco según mi manera de ver.

Todos fuimos llamados a construir esta torre del homenaje, y la torre habrá de ir subiendo con las piedras que cada uno acarree. A menos que, sin percatarme, no haga yo más que recorrer descriptivamente el terreno de antemano acotado, pues en verdad encuentro difícil abarcar más de lo que abarcan estas simples proposiciones: «En el corriente año se conmemora el segundo milenario del poeta Virgilio, gloria de la latinidad, y México, mantenedor constante del espíritu latino, no debe permanecer indiferente.» No quede, pues, lugar a duda. Se trata de un acto de latinidad. Se trata de una afirmación consciente, precisa y autorizada, sobre el sentido que debe regir nuestra alta política, y sobre nuestra adhesión decisiva a determinadas formas de civilización, a determinada jerarquía de los valores morales, a determinada manera de interpretar la vida y la muerte.

* Tu duca, tu signore, tu maestro son las célebres palabras con que Dante se dirige a Virgilio en la Divina Comedia

Alfonso Reyes, «Discurso por Virgilio», Universidad, política y pueblo. Nota preliminar, selección y notas de José Emilio Pacheco, UNAM, México, 1967, pp. 38-39

El arte de perdurar de Hugo Hiriart

Con la audacia que caracteriza sus ensayos, Hugo Hiriart se pregunta por qué algunos autores, sin importar la medida de su talento, no alcanzaron el terreno movedizo de la fama y qué recursos han permitido que una obra se instale durante generaciones en la preferencia del público lector. En esta inusitada reflexión literaria sobre lo que transcurre y lo que permanece, diseñada como una conversación espoleada por la argumentación serena y el ataque frontal, Hiriart analiza la valía de una obra en relación con su peso en la fluctuante posteridad. Luego de acechar y definir magistralmente el estilo de Alfonso Reyes, Hiriart compara la prosa ensayística del anterior con la de Jorge Luis Borges… y la de éstos dos con la de George Orwell, a fin de cavilar sobre el virtuosismo y el talento, y de analizar reveladores ejemplos de escritores que lograron trascender su espacio y su tiempo. Tomando como pretexto a Velázquez y a Rubens, así como los autorretratos de escritores famosos, la segunda parte de este libro traduce al arte de la pintura la teoría antes expuesta y propone una indagación cuyo centro es la perdurabilidad de la creación artística. Con su disertar siempre asombroso, Hiriart se mueve de una pasión a otra -de la literatura a la pintura- e invita al lector a asediar los misterios del arte y la búsqueda de la inmortalidad a la que todo artista aspira en la memoria humana.

Hiriart. Arte

 

Diomedes. Por Alfonso Reyes

CONTEMPLEMOS ahora la grandeza y la miseria del héroe Diomedes. Tiene también una apariencia de dios o héroe tribal, relacionado con Etolia y con las poblaciones etolias de la costa norte del Peloponeso, aunque el Catálogo lo radica en Argos y en Epidauro. Acaso aqueo de origen, se ha contaminado en sus contactos con las salvajes tribus etolias que, llegadas de Iliria, expulsaron a los aqueos, reduciendo la Etolia a aquel estado de postración en que se le ve durante los tiempos históricos. Es deudo de Agrios (“el Silvestre”). Su padre, Tideo, estuvo a punto de alcanzar la inmortalidad por sus muchos méritos, pero la diosa guerrera de su tribu, la propia Atenea, lo descubrió en trance de devorar la cabeza de un enemigo en pleno campo de batalla, y prefirió dejarlo morir.

La tradición nos da dos distintos Diomedes. Uno es el héroe mencionado en la Ilíada y en la Odisea, el Epígono, el Alcineónida, argio de nacimiento, que viaja por Etolia, Troya, Italia y Chipre. Es un bravo y joven guerrero, que anda siempre entre caballos y deja un recuerdo casi indiferente. Pero hay otro Diomedes francamente antipático, rufián y salvaje, hijo del dios guerrero de los etolios, Ares, y rey de Abdera en Tracia. Este Diomedes, que alimenta con carne humana sus feroces caballos blancos —huella evidente de sacrificios humanos— fue en buenhora castigado por mano de Héracles, que además se llevó consigo los caballos.

Ahora bien, se ha advertido que esos dos héroes bien pueden ser la misma persona. En cuanto se rasca un poco al Diomedes argio, aparece, bajo su máscara helénica, la fisonomía del tracio. En todas partes, lo encontramos sospechosamente mezclado con los caballos y con ominosos sacrificios. En el lejano sudeste, en Chipre, su culto exigía víctimas humanas. En el lejano noroeste, en Venecia, le sacrificaban caballos blancos. En la Ilíada se le hace aparecer inmaculado, valiente, modesto y de buen consejo, y se pasan su silencio en sus costumbres y aficiones de canibalismo. Pero de tiempo en tiempo, se nos dejan ver sus muchas relaciones con Tracia. Ya da muerte a Reso, rey de tracios, y le roba sus caballos blancos; o combate con Ares, dios de los tracios aborígenes. Y Ares huye al cielo dando un berrido, y no deja ningún caballo en la tierra. Pero, poco antes, Diomedes ha peleado con Eneas y su madre Afrodita, y ha arrebatado a Eneas los magníficos caballos de que éste tanto se enorgullecía. Afrodita es diosa que pertenece a Ares. Parece que, en el origen, fue una diosa guerrera, esposa del dios de las batallas; y luego, a través de las encrucijadas de la mitología griega, reapareció, medio confundida con cierto mito oriental, y transformada en diosa del amor. Esta nueva criatura no tendría para qué andar metida en los combates, y es sólo el galardón del triunfo. Además, su hijo, en el caso, no tiene por padre a Ares, sino a Anquises. Todo ello despide un fuerte olor de confusión mitológica y falsas identificaciones. Es de sospechar que, devueltas las cosas a su pureza primitiva, el héroe a quien Diomedes somete y roba los caballos, aquél en cuyo auxilio acuden Afrodita y Ares, es realmente un hijo de Ares. Con lo cual los dos Diomedes aparecen claramente convertidos en uno: el tirano tracio. Pues, en el proceso de la antigua mitología, rendir a un hijo del tracio Ares y robarle sus caballos famosos es lo mismo que ser un hijo de Ares a quien le arrebatan sus caballos. En un caso, Diomedes representa el papel activo. En el otro, el papel pasivo. Así también, junto al Dióniso matador del toro, hay Dióniso el toro muerto; así, Apolo el cazador de lobos, y Apolo el lobo.

¡Tantas son las tradiciones y leyendas tribales entretejidas para urdir la figura de los héroes de la Ilíada! Verdad que, en algún caso, podrá descubrirse en algún héroe un residuo de realidad. Las leyendas medievales están llenas de nombres históricos. Y los nombres de Paris, Héctor, y aun Agamemnón, bien pueden haber pertenecido originalmente a alguna persona definida, como los de Carlomagno, “Virgilio el Mágico”, Atila o Dieterich. El nombre y la personalidad de un enemigo ilustre se quedan impresos en la memoria del pueblo. Si el mundo ario estuviese en la etapa de la mitología, pronto se había elaborado la imagen de un diablo llamado Adolfo. Pero, si aquí estamos en presencia de personas reales, no es posible identificarlas. Si hay alguna verdad en los nombres homéricos, ello no quiere decir que el episodio homérico haya acontecido de veras a persona que llevara tal nombre. Ninguna de las historias mágicas que inventó la Edad Media aconteció realmente a Virgilio.

Diomedes

Alfonso Reyes, «Diomedes», Obras completas XIX, FCE, México, 2000, pp. 73-75.

Para recordar un poco. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Julio Torri

París, 2 o 3 de febrero de 1925

Julio recordado y querido: ¿Por qué no recibo cartas tuyas? Yo tendría derecho, entre tanto viaje y las emociones del cambio, para olvidar un poco. Y soy, de los dos, el que más se acuerda. Quisiera saber de tu vida. ¡Yo siempre con mis curiosidades incurables! ¿Sigues en esa oficina de las lindas muchachas? ¿Qué haces ahora, además de amar? Ama, hijo mío, hasta que llegue la hora del amor. Y, cuando llegue esa hora, no dudes en confiarte a mí, que ya sé bien lo que es llorar.

El campo de Roma era dulce y como embrujado. En los fondos dorados del Pinturicchio, se dibujaban esos pinos en sombrilla que tanto le han seducido en las estampas. Un aleático dulce, bebido en Ostia, a vista del mar, nos hacía felices y elocuentes. Yo me atreví a romper un secreto de diez años, un vino de deseo sellado bajo diez cónsules. Yo sé bien que tú —si fueras mi confesor— me absolverías.

¡Si vieras, Julio, qué calidad sensible iba tomando el aire, con el crepúsculo! Había por ahí unas ruinas, formadas militarmente como en calles, y había por el suelo columnas rotas como mis sonetos a medio hacer. Una voz dulce me decía: menos mal que te caen en gracia mis cosillas.

Si, como sospecho, eres filólogo, ya sabes que frases como ésta sólo se construyen en un rincón del mundo.

¿Y después, oh Julio? La niebla de París, atravesada de sol, que quita su peso astronómico a las horas. ¡Qué difícil no salirse de la realidad, viviendo en París! Esta ciudad vive con un mecanismo de relojería, y —sin embargo— yo siempre siento (quizá por eso mismo) que estoy a punto, a riesgo de dar ese otro paso más, ese paso místico, fuera de sitio, que ha de convertirme en fantasma. ¡Oh gozoso miedo! Aprieto sobre mi pecho el fruto de la vida con una fruición de ladronzuelo.

—¿Nos juntaremos otra vez en Niza, en Chamonix, en Cannes?

—Quisiera dejarte un buen recuerdo. Te he visto palidecer en mis brazos, y por eso estoy orgulloso.

Y cierro los ojos, entro por el túnel del Simplón de la tournée diplomática, y ando dejando, en todas las puertas, tarjetas con los picos doblados. Detrás de una puertecita, quisiera dejar—con el pico doblado— mi corazón. Adiós, mientras tú y yo doblamos el pico, escríbeme. Nuestra comunicación es de lo mejor que tenemos.

Te abraza,

Alfonso

 

Julio Torri, Epistolarios. Edición de Serge I. Zaïtzeff, UNAM, México, 1995, pp. 169-170

http://www.alfonsoreyes.org/epistolas.htm 

La improvisación. Por Alfonso Reyes

I

ESTAMOS en un restaurante de Londres —el Savoy— y hay doce a la mesa. El anfitrión es un hombre con un algo de Dumas, padre, y otro poco de Maurice Donnay: cabeza enorme; a la izquierda, un ala de cabello negro; a la derecha, un ala de cabello blanco; monóculo y bigotillo negro, cortado; labios voluminosos, que se han comido la nariz.
(Consúltese: Michel Georges-Michel, Ballets Russes, Histoire Anécdotique —un libro deshecho, agobiado bajo un título muy ambicioso, pero lleno de sugestivos toques.)

En torno a este hombre, dondequiera que va, se produce siempre una tempestad artística. Es Diaghilew. Y puede asegurarse que la empresa de danza que dirige, con ser ya tanto de por sí, es mero pretexto para atraer todas las vivientes voluntades estéticas que andan dispersas por el mundo.

Siempre tiene doce a la mesa y, mientras come, seguramente sin molestar un punto a sus huéspedes, sin que éstos se percaten siquiera de que ha hablado de otra cosa que de música o de pintura, arregla tratos con el agente italiano, Barrocchi, llegado en el último avión de Roma; y, volviendo apenas la silla, despacha con el encargado de trasladar las decoraciones —Kamichof, un tímido gigante.

Después, se levanta, sale tranquilamente, como si no estuviera haciendo nada. Y no lo volvemos a ver hasta el ensayo general, en un escenario revuelto, junto a la divina Karsavina, que protege sus zapatillas de reina con unos calcetines de lana.

Durante el ensayo, sin respeto para la música de Stravinsky, dos obreros clavan ceniceros en el respaldo de las butacas. En un rincón, sin hacer caso a nadie, Bakst, el pintor de Jerezarda, construye, a golpe de tijera y pincel, unos juguetes mágicos, de cartón, que han de revolucionar el arte decorativo, lo mismo entre los clásicos de la Rue de la Paix, que en el Faubourg Saint-Honoré, donde acampan los avanzados.

Y así, todo sucede entre estorbos, entre paréntesis, al lado de las actividades accesorias, mientras se recibe a las visitas, en el comedor y hasta en el baño.

Y con todo, la maravilla se realiza, y el ballet nace —puro— como la fecha de su arco.

II

Amigo José Vasconcelos: educar es preparar improvisadores. Toda educación tiende a incorporar en hábito subconsciente las lentas adquisiciones de una disciplina hereditaria. Se vive improvisadamente.

No quiere esto decir que debamos emprender las cosas sin conocerlas. Todo lo contrario. El oficial de Estado Mayor tiene que levantar diseños y planos topográficos sobre la cabeza de la silla, al trote del caballo. Para eso, es fuerza que se haya avezado, largos años, entre los estuches mecánicos, al trazado y al cálculo. De aquí un gran respeto a las técnicas, un consejo de practicarlas incesantemente en todos los reposos de la acción —de la improvisación—. Y de aquí, también, un gran respeto a la memoria, la facultad retentiva que transforma en reacción instantánea las conquistas de varios siglos de reflexión, y el consejo de propiciar constantemente a esta madre de Musas.

Y, un día, el milagro se produce: al dejar caer el lápiz, brotan los planos exactos; al dejar caer la pluma, corren los versos bien medidos: quidquid tentabam scribere versiu erat.

Todo arte consiste en la conquista de un objeto absoluto, lograda en medio de las distracciones que por todas partes nos asaltan, y contando sólo con los útiles del azar. Sé quien estudiaba el teatro griego entre los desmayos del amor, y casi leía los libros en los brazos de una mujer. Ése improvisaba atención.

Pero ¿qué no es improvisación? Oh, Pedro Henríquez, tú me increpabas un día:

—No corriges —me decías—; no corriges, sino que improvisas otra vez.

La documentación es necesario llevarla adentro, toda vitalizada: hecha sangre de nuestras venas.

III

Se levanta una cortina; es Stravinsky, otra vez: llega de Suiza, por unas horas. Trae consigo el manuscrito de Nupcias, portento de música en acordes, con tibios arrullos de marimba, y un sobresalto de resonancias continuas que amedrentan y dejan ocioso el hilillo de la melodía.

Se levanta otra cortina: es Diaghilew, que vuelve de Londres, por unas horas. Trae en la mente, en el ánimo, en el ritmo de la respiración, esas danzas cruzadas que concibió el maestro coreógrafo.

Marchas gimnásticas de mancebos, bajo los ojos extáticos del novio; marchas gimnásticas de doncellas, entre las trenzas caudales de la novia; pétrea inmovilidad de los padres, secos árboles con barbas de heno y cuencas profundas de ojos, los brazos plegados, las arrugas hechas a cuchillo. Y, al fin, ese paso solemne y grave de los novios hacia el lecho nupcial, como si entraran en una tumba. Es la borrachera triste de Eros, la más intensa. Hermosas bestias cazadas por la naturaleza, los esposos se aproximan temblando… Salta el corazón, entre pulsaciones de marimba. Y, de pronto, se oscurece la luz.

Stravinsky y Diaghilew están en mangas de camisa, al piano; en tanto, el coreógrafo Massine anota y anota, vibra junto al velador, trepida por dentro, baila con el alma. Circulan el “cherry” y el té. Los gajos de limón aplacan la sed.

Silencio: estos hombres improvisan. Movilizan, por unas horas, todas las potencias de su ser. Todo lo traen consigo, porque no se viaja con bibliotecas. La memoria enciende su frente. Y, al dar las ocho, todo debe estar concluído. Se besan el bigote, a la rusa, y uno vuelve a Londres y otro a Suiza.

Alfonso Reyes, Obras completas II, FCE, México, 1995, pp. 298-300