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Diomedes. Por Alfonso Reyes

CONTEMPLEMOS ahora la grandeza y la miseria del héroe Diomedes. Tiene también una apariencia de dios o héroe tribal, relacionado con Etolia y con las poblaciones etolias de la costa norte del Peloponeso, aunque el Catálogo lo radica en Argos y en Epidauro. Acaso aqueo de origen, se ha contaminado en sus contactos con las salvajes tribus etolias que, llegadas de Iliria, expulsaron a los aqueos, reduciendo la Etolia a aquel estado de postración en que se le ve durante los tiempos históricos. Es deudo de Agrios (“el Silvestre”). Su padre, Tideo, estuvo a punto de alcanzar la inmortalidad por sus muchos méritos, pero la diosa guerrera de su tribu, la propia Atenea, lo descubrió en trance de devorar la cabeza de un enemigo en pleno campo de batalla, y prefirió dejarlo morir.

La tradición nos da dos distintos Diomedes. Uno es el héroe mencionado en la Ilíada y en la Odisea, el Epígono, el Alcineónida, argio de nacimiento, que viaja por Etolia, Troya, Italia y Chipre. Es un bravo y joven guerrero, que anda siempre entre caballos y deja un recuerdo casi indiferente. Pero hay otro Diomedes francamente antipático, rufián y salvaje, hijo del dios guerrero de los etolios, Ares, y rey de Abdera en Tracia. Este Diomedes, que alimenta con carne humana sus feroces caballos blancos —huella evidente de sacrificios humanos— fue en buenhora castigado por mano de Héracles, que además se llevó consigo los caballos.

Ahora bien, se ha advertido que esos dos héroes bien pueden ser la misma persona. En cuanto se rasca un poco al Diomedes argio, aparece, bajo su máscara helénica, la fisonomía del tracio. En todas partes, lo encontramos sospechosamente mezclado con los caballos y con ominosos sacrificios. En el lejano sudeste, en Chipre, su culto exigía víctimas humanas. En el lejano noroeste, en Venecia, le sacrificaban caballos blancos. En la Ilíada se le hace aparecer inmaculado, valiente, modesto y de buen consejo, y se pasan su silencio en sus costumbres y aficiones de canibalismo. Pero de tiempo en tiempo, se nos dejan ver sus muchas relaciones con Tracia. Ya da muerte a Reso, rey de tracios, y le roba sus caballos blancos; o combate con Ares, dios de los tracios aborígenes. Y Ares huye al cielo dando un berrido, y no deja ningún caballo en la tierra. Pero, poco antes, Diomedes ha peleado con Eneas y su madre Afrodita, y ha arrebatado a Eneas los magníficos caballos de que éste tanto se enorgullecía. Afrodita es diosa que pertenece a Ares. Parece que, en el origen, fue una diosa guerrera, esposa del dios de las batallas; y luego, a través de las encrucijadas de la mitología griega, reapareció, medio confundida con cierto mito oriental, y transformada en diosa del amor. Esta nueva criatura no tendría para qué andar metida en los combates, y es sólo el galardón del triunfo. Además, su hijo, en el caso, no tiene por padre a Ares, sino a Anquises. Todo ello despide un fuerte olor de confusión mitológica y falsas identificaciones. Es de sospechar que, devueltas las cosas a su pureza primitiva, el héroe a quien Diomedes somete y roba los caballos, aquél en cuyo auxilio acuden Afrodita y Ares, es realmente un hijo de Ares. Con lo cual los dos Diomedes aparecen claramente convertidos en uno: el tirano tracio. Pues, en el proceso de la antigua mitología, rendir a un hijo del tracio Ares y robarle sus caballos famosos es lo mismo que ser un hijo de Ares a quien le arrebatan sus caballos. En un caso, Diomedes representa el papel activo. En el otro, el papel pasivo. Así también, junto al Dióniso matador del toro, hay Dióniso el toro muerto; así, Apolo el cazador de lobos, y Apolo el lobo.

¡Tantas son las tradiciones y leyendas tribales entretejidas para urdir la figura de los héroes de la Ilíada! Verdad que, en algún caso, podrá descubrirse en algún héroe un residuo de realidad. Las leyendas medievales están llenas de nombres históricos. Y los nombres de Paris, Héctor, y aun Agamemnón, bien pueden haber pertenecido originalmente a alguna persona definida, como los de Carlomagno, “Virgilio el Mágico”, Atila o Dieterich. El nombre y la personalidad de un enemigo ilustre se quedan impresos en la memoria del pueblo. Si el mundo ario estuviese en la etapa de la mitología, pronto se había elaborado la imagen de un diablo llamado Adolfo. Pero, si aquí estamos en presencia de personas reales, no es posible identificarlas. Si hay alguna verdad en los nombres homéricos, ello no quiere decir que el episodio homérico haya acontecido de veras a persona que llevara tal nombre. Ninguna de las historias mágicas que inventó la Edad Media aconteció realmente a Virgilio.

Diomedes

Alfonso Reyes, «Diomedes», Obras completas XIX, FCE, México, 2000, pp. 73-75.

Las tres Electras del teatro ateniense. Por Alfonso Reyes

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Para Pedro Henríquez Ureña

La grave culpa de Tántalo, prolongado a través del tiempo su influjo pernicioso, y como en virtud de una ley de compensación, fue contaminando con su maldad e hiriendo con su castigo a los numerosos Tantálidas, hasta que el último de ellos, Orestes, libertó, con la expiación final, a su raza, del fatalismo: pues ni el tormento del agua y los frutos vedados, ni el de la roca amenazante, bastaron a calmar la cólera de las potencias subterráneas; y sucedió que la semilla de maldición, atraída por Tántalo, germinará, ruinosamente, en el campo doméstico. Y desenrolló la fatalidad su curso, proyectándose por sobre los hijos de la raza; y ellos desfilaron, espectrales, esterilizando la tierra con los pies.

Pélope, hijo del Titán, heredó la maldición para transmitirla a la raza. Y el designio de Zeus se cumplía pavorosamente, en tanto que Tiestes y Atreo, los dos Pelópidas, divididos por aquella fraternal, se disputaban el cetro. Y, en convite criminal, Tiestes, engañado por Atreo, devoraba a sus propios hijos y, advertido de la abominación, desfallecía vomitando los despojos horrendos.

Tiestes había engendrado a Egisto, y Atreo, a la Fuerza de Agamemnón y al blondo Menelao. Y fue por Helena, hija del cisne y esposa de Menelao, por quien la llanura del Escamandro se pobló de guerreros muertos; y por Clitemnestra la Tindárida –que vino a ser, trágicamente, esposa de Agamemnón–, por quien nuevos dolores ensombrecieron la raza.

En tanto que Menelao y Agamemnón asediaban a los troyanos, para la conquista de Helena, Clitemnestra, aconsejada por Egisto su amante, prevenía el puñal. Y al puñal y a la astucia sucumbió Agamemnón, victorioso y de vuelta al lugar nativo, arrastrando tras sí, como por contagio de fatalidad, a la delirante Casandra. Así Clitemnestra regocijó a Egisto su amante, acreciendo las voluptuosidad del lecho.

Pero soñó con sueño augural –dice Esquilo–, que dragón nacido de sus propias entrañas y amamantando a su mismo seno sacaba del pezón materno, mezcladas, la sangre y la leche. Soñó –dice Sófocles– que Agamemnón, resucitado, plantaba en la tierra, orgullosamente, el antiguo cetro de Tántalo, y que el cetro soltaba ramas y, trocado en árbol floreciente, asombraba a toda Micenas.

Y vino Orestes, hijo de Agamemnón: vino del destierro a desgarrar el vientre materno, en venganza de su padre y atendiendo a los mandatos de Apolo. Y por ello sufrió persecución de las gentes y de las Erinies de la Madre; y ya, reñido con Menelao, se disponía a clavar su espada en el flanco de Helena, cuando ésta escapó hacía el éter, convertida en astro.

Perseguido por las Erinies y siempre acompañado del fiel Pílades, huyó Orestes abandonando a Electra su hermana. Y cuenta Esquilo que, perdonado en la tierra de Palas por el consejo de los ancianos, ante el cual los propios dioses comparecieron como partícipes en las acciones del héroe, halló Orestes fin a sus fatigas, y así terminó la expiación de la raza de Tántalo. Eurípides cuenta que, de aventura en aventura, Orestes dio, por fin, en tierra de tarros, donde, para alcanzar perdón, debía robar del templo la estatua de la diosa Artemis, y que ahí encontró a Ifigenia, su otra hermana, oficiando como sacerdotisa del templo: a Ifigenia, a quien su padre Agamemnón, constreñido por los oráculos, y para que sus caminasen con fortuna hacia Ilión, había creído sacrificar, en Áulide, a la propia Artemis, pero que, salvada por la diosa en el momento del sacrificio, cumplía hoy, como en una segunda vida, los ritos sangrientos de la divinidad, recordando, a veces, por la visión del sueño, su vida anterior, y no sabiendo qué hacer de su existencia. Orestes huyó de Táurida con la anhelada estatua, y, llevando consigo a Ifigenia, navegó hacia Atenas. Ésta es, según Eurípides, la suerte de la raza de Tántalo.

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Ficcionario. Por Jorge Luis Borges