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Paul Valéry contempla a América. Por Alfonso Reyes

PAUL VALÉRY es un caso desconcertante de movilización intelectual. A toda hora y en todo momento está dispuesto a proyectar una idea, una idea vivida y experimentada en su mente, por donde quiera que se le ataque. Al revés de muchos otros, en quienes ha llegado a servicio el no poder “escribir para”, el no poder crear sino en libre juego desinteresado y sin objetivos a la vista, Valéry tiene la acción literaria vinculada con la necesidad, y él mismo ha dicho que, si no le pidieran que opinara sobre esto o sobre lo otro, nunca hubiera escrito. Habría dejado dormir sus versos y se hubiera concentrado, como “Monsieur Teste”, en el paladeo de sus reflexiones solitarias. Aun la volubilidad y fluidez de su habla revelan en él esta capacidad inmediata de pensamiento: cuando habla (mientras fulguran los ojillos garzos desde donde Atenea, sin duda alguna, nos acecha), se desliza sobre las palabras—acuaplano o trineo acuático— arrastrado por su velocidad mental. Al requerimiento de Síntesis, contestó a vuelta de correo. Plenitud excelsa, y también paralelismo justo con la realidad circundante, se concentra unos segundos —¡y salta la respuesta! No tiene más que interrogarse a sí mismo: su microcosmo abarca en miniatura todo el macrocosmo. Así esas cartas que se esconden, reducidas fotográficamente, en el secreto de la sortija. No necesita más que amplificar un poco la página o “acostarla sobre el papel”, como también se dice en su lengua. Es una pistola de pelo. Tiene la pluma militar, siempre pronta a disparar sobre el blanco que sele proponga. Militar he dicho: ¿no habéis advertido la naturalidad con que entran, de pronto, en sus discursos, las máximas de Napoleón? Por lo demás, el mariscal Pilsudski ha dicho que nada se parece tanto al hombre de acción como el poeta.

Valéry contempla a América. Es un giro de “universales” de magnífico tornasol. Analicemos, ligeramente sus palabras:

1° La idea antropomórfica de nación y la actual delimitación de las naciones —producto de una erosión histórica ciega— en pugna con las necesidades y características de la humanidad moderna. La urgencia de que todo ello se corrija en una armonía racional, económica.

2° Ante el actual dolor de Europa, del mundo, la esperanza de América, proyección de Europa a través de una selección natural que permite el traslado de las especies más viables o transportables desde el suelo europeo al americano.

3° La esperanza de que la especie europea se fecundice con el injerto de lo autóctono americano (caso México). El arte clásico fue siempre un resultado de injerto.

4°  La esperanza consoladora de que, ante una destrucción bélica de Europa—presa, hoy, de la brutalidad—, Europa, en cierto modo, siga sobreviviendo en América.

Veamos el tejido por el revés: lo primero es socialismo; lo segundo, utopismo; lo tercero, americanismo; lo cuarto, humanismo. Lo primero es el problema político contemporáneo; lo segundo, la colonización de América y el sueño de un mundo mejor que la inspiraba y la acompañaba; lo tercero, la fe americana de traer una nueva contribución al mundo; lo cuarto, el sentido de continuidad en las conquistas humanas, persistencia en que reside la dignidad misma del espíritu. Lo primero es el escenario del problema: el espacio. Los otros tres puntos nos dan el tiempo distribuido de la siguiente manera: lo segundo, el pasado o creación de América, factoría o sucursal de Europa; lo tercero, el presente, la América de la independencia que aporta su palabra propia; lo cuarto, la continuidad de la resultante, el porvenir.

A esta captación, que es completa, añádase —como dibujo interior—otra modalidad del tiempo: el tempo. El ritmo, la celeridad americana, noción vital y no ya puramente intelectual, en la que reside el sabor de América—de América, que ha tenido que vivir a salto de mata, cortando atajos, reventando cabalgaduras, encimando procesos a medio desarrollar, para emparejarse con la historia. Lo cual le da una movilidad y adaptabilidad humana característica (sus hombres necesitan servir en todos los oficios), unos rasgos de improvisación que a veces resultan rasgos de inspiración, y cierto impulso de síntesis, de aprovechamiento de saldos culturales, de pronta e impaciente verificación práctica. Hasta hoy, para emparejarse con la historia. Mañana, de hoy en adelante quizá, para cubrir la dotación de su arca y empujarla sobre el diluvio, cargada con los símbolos de alguna futura creación.

México, mayo de 1938.

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La malicia del mueble. Por Alfonso Reyes

¡OH GUSTOSA continuidad! Cuando se vive en trato constante con la pluma, la sola armonía de la vida comunica al trabajo del escritor una coherencia más legítima que la de los sistemas artificialmente buscados y —sin remedio— siempre algo “traídos de los cabellos”. Hace muchos años yo hablaba de la insistencia con que ciertos humildes objetos —los cuellos viejos, las navajitas de afeitar— parecen pegarse a nuestra vida. Les llamé los objetos moscas.*

He aquí: ahora se me ofrece delatar otro mal de las materialidades que nos rodean. He aquí que los muebles, testigos mudos de nuestro existir, adquieren poco a poco, a fuerza de vernos y de palparnos o de sentirse palpados por nosotros, una manera de muda y sigilosa conciencia. Animales estáticos y, al parecer, enteramente pasivos, nos acechan, y nos van envolviendo en una baba invisible de intenciones. Como al fin son nuestros esclavos, las intenciones son vengativas: hay en los muebles una rebeldía expectante, una paz armada, una actitud de guerra fría, para decirlo en la lengua de nuestro tiempo. Y en ocasiones, allá cada vez que se atreven y confían en no ser descubiertos, nos lanzan un zarpazo oscuro.

Si se cae el lápiz, ya se sabe, es inevitable: la comodita se las arregla para hacerlo rodar, atraerlo, metérselo atrás o debajo (guardárselo en el seno, al modo de las cortesanas), de forma que no podamos encontrarlo. Los plúteos dejan caer los papeles hasta el fondo del escritorio. Al Fulgencio Tapiro de Anatole France se le derraman las papeletas por toda la estancia como una cascada de primavera. El libro que nos está haciendo falta se esconde, subrepticio, entre sus semejantes, que “juegan de codos” para disimularlo. Cuando la señora busca una aguja, pide al destino un alfiler, y al contrario, porque el destino nunca da exactamente lo que de él se espera. No hay pata de la mesa que pueda atreverse a decir (o es una descarada embustera): “Nunca te he pegado en las espinillas.” ¡Qué pocos sillones podrán jactarse de no habernos estorbado el paso! iQué pocos cajones, qué pocos agarraderos, de no habérsenos enganchado en el bolsillo cada vez que les es posible, con el manifiesto propósito de rasgarnos la prenda! Y ya he contado (Los siete sobre Deva)** de las butacas que se tragan las tijeritas y los dedales y los aprisionan en los forros. La tinta de la estilográfica se agota precisamente a la hora de la inspiración. O sobreviene el corto circuito al tiempo de hundir el bisturí. La portezuela del auto nos agarra los dedos. El velo prendido al vehículo y que estranguló a Isadora Duncan lo hizo de propósito, según las últimas investigaciones. Al conde de Esteban Collantes se le saltó la botonadura de los pantalones —y fue de intento—, cuando pronunciaba un ardoroso discurso en la Cámara de los Diputados de Madrid, de donde la gente dio en llamarlo “estaban colgantes” (así como a sus hijas, que vestían a la moda vieja, “estaban como antes”). La tetera se desfonda de pronto, y siempre a la hora crítica de servir el té a los amigos. El estoque salta en el descabello, y clava de arriba abajo al más inocente de los espectadores. Don Quijote —sabio entre todos— prefirió la fe a la comprobación y, advertido por el ensayo anterior, no quiso pulsar por segunda vez la resistencia de la celada que tan trabajosamente se fabricó, así como el que cierra los ojos a los posibles desmanes de su amada y sigue entregándole su confianza. Y no hace otra cosa el que compra una vajilla irrompible y, conocedor de la ironía de estos enseres, prefiere recomendar que nadie los toque. El cilindrero se queda con el manubrio en la mano a la hora más sentimental de Agustín Lara; y al galanteador le suena el teléfono a deshora. El ratero tal vez se dejó la protectora alpargata —el pie de gato del ladrón que decía el inmortal don Benito—, y sucede que los zapatos le rechinan, porque tampoco se acordó de pagarlos. El ascensor (vulgo “elevador”) se desploma cuando lo acaban de aceitar. La máquina de escribir se atranca como mula en lo más florido del cuento. Aquella mecedora nos tiene locos: ha dado en balancearse sola…

Y así, en inacabable desfile, la imperceptible rechifla, la quieta burla, la malicia de los muebles que fingen —sin embargo— ser nuestros más fieles amigos.

13-XII-1959

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Hermes o de la comunicación humana (fragmento). Por Alfonso Reyes

V

Signo: fenómeno sensible o significante que evoca otro fenómeno no sensible o significado, mediante una relación convencional entre ambos o significación. Esta liga significativa puede ser de causa a efecto (pólvora y explosión, vergüenza y sonrojo); de medio a fin (brújula y navegación); de semejanza (original y retrato); de contigüidad habitual, sea por naturaleza o por convención (golondrina y verano, palabra y pensamiento, bandera y nación); de analogía (balanza y justicia), etcétera. El signo puede considerarse desde el punto de vista objetivo (por la armonía que se supone entre las cosas del universo), o desde el punto de vista subjetivo (caso particular de la asociación de ideas o del razonamiento, por donde se llega a pensar que un signo no sólo “sugiere”, sino “prueba” su objeto). El signo auditivo, inarticulado o articulado, crea el estilo oral. El visible, si gesto o ademán, crea el estilo mímico. Si es auxiliar, con objetos distintos de nuestro cuerpo, es el verdadero signo a que ahora quiero referirme.

Signo es el hito que marca una frontera en el suelo. Signo, el distintivo de una categoría social. Signos, los nudos que el mensajero salvaje hace en una cuerda, o las muescas que marca en un bastoncillo con el cuchillo. Tantos nudos o tantas muescas como encargos, o partes en que su mente ha dividido un encargo. Extraordinario esfuerzo de memoria simbólica, difícil para un civilizado: sustitución de un contenido cualitativo por una enumeración cuantitativa. Signo también, aquella llamada de atención que hoy es frase hecha (“un nudo en el pañuelo”), para acordarse de que hay que acordarse de algo: abstracto estímulo fenomenológico. Y todo ello, suerte de lenguaje sin lengua; regreso, en cierto modo, a un estilo manual, aunque ahora no como mímica, sino como apoyo —apoyo matemático— del discurso.

Cuenta Herodoto que Darío, al cruzar el Ester, dejó a su retaguardia jonia cuidando un puente, con orden de esperar su regreso cierto número de días, al cabo de los cuales podían darlo por perdido, cortar el puente y regresar a sus bases. A este fin, les entregó una correa con tantos nudos como días contaba el plazo de espera. Aquí el uso de los nudos era un signo aritmético inmediato, era la aplicación del mismo principio que Robinson aplicaba en su isla, o el del preso que marca con rayas en el muro los días de su cautiverio. No así en los quipos peruanos, rama horizontal con lazos de distintos colores y anudados de diverso modo, en que los lazos representan una verdadera inscripción y se descifran como una clave. Primero se les empleó para contar, y luego se desarrollaron al punto de comunicar decretos enteros.

Lo propio acontece con el “wampum”, sartas de conchas de los hurones o iroqueses. La barra con muescas suele otras veces significar cómputos aritméticos,el monto de una deuda y la fecha de su cumplimiento; y partida longitudinalmente en dos, constituye un par de documentos, uno para el acreedor y otro para el deudor, que reunidos nuevamente en uno verifican, por coincidencia de ranuras, la autenticidad del convenio.

El signo más elemental es el objeto que por sí mismo se aplica a la acción sugerida: un hacha, la guerra; una pipa cargada, la paz, la conversación amigable. Menos claro ya aquel mensaje de los escitas a los persas: un ave, un ratón, una rana y cinco flechas; lo cual aparentemente significaba (pues otros lo entendieron como un mensaje de sumisión): “No intente combatirnos quien no sea capaz de remontarse como el pájaro, esconderse bajo tierra como el ratón o cruzar los pantanos como la rana, porque lo aniquilaremos con nuestras flechas.” Cuando estos mensajes no consisten ya en el objeto, sino en la pintura del objeto, comienza el jeroglifo.

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Tiempo de protombina, por Alfonso Reyes

PADRE Alfonso, Padre Alfonso,

te diré lo que sabía,

que muchas cosas suceden

sin que nadie las impida.

Pues hete que los políticos

andan a la rebatiña

porque dicen que no dicen

lo que dicen que decían.

Hete que casi revientan

de embustes los periodistas,

y no hay respeto al decoro

de vecinos y vecinas.

Hete que anhelar la paz

resulta cosa dañina,

y el bien social se revuelve

entre no sé qué malicias.

Hete que los mozalbetes

la gramática descuidan

y se vuelven escritores

por artes de brujería.

Ayer, cuando yo era mozo,

las cosas eran distintas,

que aunque siempre ha habido fraudes

y siempre hubo mentiras,

ayer el mal cabalgaba

a caballo o en berlina,

en bicicleta a lo más,

nunca en máquina más viva,

y hoy el mal circula en auto,

en aeroplano camina,

anda en cohete de chorro

y en radio se comunica.

Éramos ayer tan cándidos

como la virtud quería;

hoy no, que vivimos en el tiempo

de Protrombina.

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Correspondencia entre Jorge Isaacs, Justo Sierra y Alfonso Reyes

Madrid, mayo, 1921.

Sr. D. Cipriano Rivas Cherif.

La Pluma.

Mi querido amigo: Pocas figuras más representativas en la literatura americana que el autor de María. Jorge Isaacs toma la pluma—y al punto se le saltan las lágrimas. Y cunde por América y España el dulce contagio sensitivo, el gran consuelo de llorar.

El romántico caballero judío, hijo de un judío inglés establecido en Cauca, está hecho —afortunadamente— para despistar cierta tendencia a sustituir la crítica literaria con artimañas sociológicas. Tendencia según la cual este creador de la novela de lágrimas debiera ser indio por los cuatro costados.

Caudillo liberal, escritor doliente, hombre de aventura y de ensueño, vive peligrosamente y muere en la pobreza —como muere la gente honrada— buscando unas utópicas minas en unas tierras inexploradas y salvajes, con la ambición de dejar cierto bienestar a los suyos. Los editores lo han robado. Sus enemigos políticos lo persiguen. Pero él tiene fe en la bondad humana, porque le rebosa el corazón.

En nuestras combatidas tierras de generales y poetas ¡gozan y sufren tanto los hombres! A veces me pregunto si los europeos entenderán alguna vez el trabajo que nos cuesta a los americanos llegar hasta la muerte con la antorcha encendida. ¡Qué espectáculo el de América, amigo mío! Aquéllos caen de muerte violenta, y éstos se matan a sí mismos en un esfuerzo sobrehumano de superación, para adquirir el derecho de asomarse al mundo. «Poetas y generales», decía Rubén Darío. Y algunos, que sólo quisiéramos ser poetas; acaso nos pasamos la vida tratando de traducir en impulso lírico lo que fue, por ejemplo, para nuestros padres, la emoción de una hermosa carga de caballería, a pecho descubierto y atacando sobre la metralla.

Jorge Isaacs se dirige un día a Justo Sierra, el gran mexicano de los tiempos de Porfirio Díaz. Le pide auxilio: siente que puede abrirse con él. Justo Sierra fue toda su vida un consejero y un maestro. Protegió a los poetas y educó a tres generaciones. Gran prosista, historiador elocuente, hombre de ademán apostólico, pero contenido en la mesura académica, escribió sobre nuestra historia páginas tan sinceras y valientes, que todavía nos asombran, como nos asombra que se hayan podido escribir— y sin escándalo ni falsas actitudes heroicas, sino llenas de serenidad, de inteligencia en aquella época de pax augusta cuyo secreto parece haber sido no poner nunca el dedo en la llaga. Justo Sierra ponía el dedo en la llaga y, como en el consejo de Kipling, siendo muy bueno y muy sabio, ni hacía, aspavientos de muy bueno ni hablaba a lo muy sabio. Junto a la naturaleza ardiente y solitaria de Jorge Isaacs, contrasta la vida del gran mexicano, recortada en el perfil impecable, a gusto de una sociedad elegante y exigente. Justo Sierra es ese hombre prudente de Vauvenargues que no necesita abandonar el bullicio de la corte para ser bueno y superior, y tal vez por sólo eso lo es más que quien se aísla en la Tebaida egoísta, donde no hay tentaciones ni conflictos de la conducta.

He aquí tres cartas de Jorge Isaacs a Justo Sierra. La Pluma las publicará por primera vez. Las debo a la amabilidad de Luis G. Urbina. Los críticos colombianos sacarán de ellas algunas noticias curiosas. Yo no puedo leerlas sin conmoverme. Veo—al trasluz— todos los dolores de mi América; y algo muy mío, que no acierto a formular yo mismo, se agita y despierta en mí: algo entre recuerdo y amenaza. Tal vez sea el contagio de las lágrimas.

Justo Sierra no pudo hacer Cónsul de México a Jorge Isaacs. ¿Lograría auxiliarlo de algún modo? ¿Cuándo aprenderemos a dar a los hombres lo que es suyo? Pero ya lo entiendo: lo propio de Jorge Isaacs eran las lágrimas.

Mis amigos de México podrán imaginar conmigo —¡ellos que lo conocieron!— cómo habrán resonado en el alma de Justo Sierra las lamentaciones del autor de María.

Y usted, amigo Cipriano, perdone estos desahogos sentimentales que tan pocas veces me consiento, y dé cabida en La Pluma a las cartas de Jorge Isaacs.

Muy suyo,

Alfonso Reyes

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