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Conversación entre Valéry Larbaud y Alfonso Reyes

Virgilio es decididamente el poeta de todos los pueblos. A la vez que aparece la obra de T. J. Haarhoff, Vergil in the experience of South Africa (Oxford, Blackwell) -cuya tesis no tiene nada de caprichoso, al acercar hasta el alma de los boers ciertos ideales virgilianos- algunos, en México, hicimos un esfuerzo por demostrar que Virgilio también a nosotros nos pertenece. Por mi parte, y en mi medida, tomé la materia virgiliana, que lleva dos mil años en la elaboración en la mente de los hombres, como zona de pensamiento, y me atreví a ver a través de ella, como a través de una lente, el espectáculo de México. Mi punto de vista recibe la confirmación más hermosa en estas palabras de Valéry Larbaud:

París, 10 de noviembre de 1931.

Sí, la Eneida es el poema de la Conquista: en ella podrían insertarse las ilustraciones de aquellos libros de los siglos XVI y XVII que se refieren a los viajes y a las empresas de los conquistadores, a las entrevistas con los caciques, las guerras con los indios, la penetración por vía fluvial de países desconocidos. Todo es transportable del Mediterráneo y del Lacio al Atlántico, a las Antillas y a tierra firme. Por ejemplo, he aquí un epígrafe para una descripción de México, o del Perú, antes de la llegada de Cortés, o de Pizarro:

Nunc age, qui reges, Erato, quae tempora rerum, Quis Latio antiguo fuerit status, advena classem Quum primun Ausniis excersitus appulit oris Expediam…

Préstame ahora tu auxilio, ¡oh Erato!, para que diga cuáles fueron los reyes, cuáles los remotos sucesos, cuál el estado del antiguo Lacio, cuando un ejército extranjero arribó por primera vez en sus naves a las playas ausonias. 

A decir verdad, los hechos relatados en la Eneida son de corto alcance, en comparación con la conquista de América, pero el tono épico los magnifica. Y la igualdad poética es completa entre Colón, el Adelantado, Ojeda, Balboa, Cortés, etcétera, y Eneas; así como lo es entre los caciques de México y el Perú. En cuanto a las Geórgicas, es el poema que muestra cómo se da valor a los territorios conquistados, una vez pasada la «fiebre de oro» de los primeros momentos, y tal poema es aplicable dondequiera que haya valles y fértiles llanuras. Acaso Virgilio y la parte lírica de la Biblia (los Salmos, el Cantar de los Cantares en Sor Juana Inés de la Cruz) y, hasta cierto punto, Ovidio, estén en la base de la lírica del Nuevo Mundo.

Alfonso Reyes, «Apéndice sobre Virgilio y América», Universidad, política y pueblo, UNAM, 1967, pp. 65-66

Visión de Anáhuac. Por José Luis Martínez

Cátedra Alfonso Reyes en Cuernavaca
Igualdad entre Manuela y Marie-José

Aprovechando breves veranos de bienestar, y en ocasiones entre sorbo de oxígeno, Alfonso Reyes grabó para la Universidad Nacional, en su casa de la ciudad de México y en Cuernavaca, en agosto y septiembre de 1959, Visión de Anáhuac Ifigenia cruel, dos de sus obras más hermosas y significativas. Había aceptado, además, grabar una selección de poemas y algunos ensayos breves, característicos de su pensamiento y estilo de épocas anteriores, pero la vida no se lo consintió. Su exhausto corazón habría de rendirse la mañana del 27 de diciembre del mismo año, y la muerte que tan insistentemente se le había anunciado y con la que se empeñó valientemente en jugar carreras, habría de encontrarle entre sus libros y con las manos puestas en numerosas empresas.

Estos dos amplios poemas, uno en prosa, Visión de Anáhuac, y otro en verso, Ifigenia cruel, pertenecen al principio y al fin de su estancia madrileña que se extendería de 1914 a 1924, entre sus veinticinco y sus treinta y cinco años de madura juventud, cuando se sentía alejado de su país y cuando lo conturbaban los trágicos recuerdos de la muerte de su padre, confundido y perdido por la violencia revolucionaria. Inmediatamente después de las agudas instantáneas de Cartones de Madrid, que serían su tarjeta de presentación intelectual ante aquella ciudad a la que iba, como el abuelo Ruiz de Alarcón, a ganarse la vida, «el recuerdo de las cosas lejanas, el sentirme olvidado de mi país y la nostalgia de mi alta meseta -cuenta Alfonso Reyes- me llevaron a escribir la Visión de Anáhuac (1915). Sirviéndose de los testimonios proporcionados por las Cartas de relación de Cortés, la Historia verdadera de la conquista de Nueva España de Bernal Díaz del Castillo y la Crónica del Conquistador Anónimo, y de algunas fuentes modernas para la interpretación histórica, la Visión de Anáhuac es una evocación, no erudita ni documental sino artística, de la imagen de la antigua ciudad de México o Tenochtitlan, tal como apareció a principios del siglo XVI, en 1519 precisamente, a los ojos maravillados de los conquistadores españoles.

Pero Reyes no se propuso exclusivamente realizar, para decirlo en palabras de Valery Larbaud, «una descripción lírica, y de un lirismo emparentado con el del Sain-John Perse. Gran poema de colores y hombres, de extraños monumentos y de riquezas acumuladas: en suma la verdadera visión prometida, en todo su brillo y misterio», sino que su intención profunda fue, además, la de interrogar a aquella imagen original de México y a aquel encuentro radical de dos razas, en busca del sentido de nuestra existencia.

Yo sueño -escribía Alfonso Reyes en 1922- en emprender una serie de ensayos que habrían de desarrollarse bajo esta divisa: En busca del alma nacional. La Visión de Anáhuac puede considerarse como un primer capítulo de esta obra, en la que yo procuraría extraer e interpretar la moraleja de nuestra terrible fábula histórica: buscar el pulso de la Patria en todos los momentos y en todos los hombres en que parece haberse intensificado; pedir a la brutalidad de los hechos un sentido espiritual; descubrir la misión del hombre mexicano en la tierra, interrogando pertinazmente a todos los fantasmas y las piedras de nuestras tumbas y nuestros monumentos.

Alfonso Reyes. Voz del autor. El Colegio Nacional, UNAM, Cátedra Alfonso Reyes UAEM, México, 2004.

A.R. Visión De Anáhuac