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La gran cruz de Boyacá. Por Alfonso Reyes

Excmo. señor Embajador don Jorge Zalamea: Reciba Vuestra Excelencia la expresión de nuestra gratitud más profunda, y dígnese hacerla llegar hasta el Excelentísimo señor don Alfonso López, Presidente de la República de Colombia, procurando—como sin duda sabrá hacerlo un mensajero de tales prendas— que, sin empañarse la objetividad y la tersura impuestas por los cánones oficiales, se deje sentir de alguna manera, y como entre líneas, ese calor de la emoción sin el cual las cosas humanas pierden su necesidad y su justicia.

Un amistoso encargo, que por de contado en la orden más inapelable, me pone en el trance de contestar a Vuestra Excelencia en nombre de los señores generales don Francisco L. Urquizo, don Leobardo C. Ruiz y don Gustavo A. Salinas, a la vez que en mi propio nombre: nuevo consorcio, éste, de las armas y las letras, en que no puedo menos de complacerme y aun sentirme guiado por algún secreto y sabio destino; por la amistad que me une con los tres señores generales; porque nunca en nuestro  país fue mejor la armonía entre militares y civiles, ahora que nuestra juventud cruza por el servicio del Estado como una etapa natural de su vida, y porque, además de ser un oficial de los libros, soy hijo de un guerrero.

Pero este paso honroso me obliga, sin remedio, a sumergir en mi propia confusión, oscureciéndola con ella, la gallarda personalidad de estos militares y estadistas, a quienes —sin salirme del pacto— no podría yo elogiar aquí como quisiera, ni felicitar a mi turno.

Se, en cambio, que los interpreto cabalmente, al asegurar que nuestra gratitud se acrecienta por el hecho de haberse escogido el aniversario nacional de Colombia para entregarnos las insignias de la Orden de Boyacá, cuyo solo nombre es grito de victoria, y evoca nuestras  bregas comunes y nuestras comunes esperanzas.

Tenemos que dejar de lado las gentiles palabras con que el señor Embajador nos acoge, y disimular con el silencio todo ese rumor de alma que se precipita a nuestros labios, sin hallar la palabra justa. Porque tampoco estaría bien que nos detuviéramos demasiado en hablar de nosotros mismos, con pretexto de rectificar favores sin duda desmedidos; y porque estas deudas, en suma —al fin engendradas por la generosidad y la nobleza del otorgante—, ni se cementan ni se pagan.

A ver cómo se las arregla este caballero de las letras y del pensamiento americanos, a quien seguimos con admiración y de sorpresa en sorpresa desde sus primeras hazañas en la pluma; este claro e intachable amigo, que por suerte ostenta entre nosotros la representación del país hermano, para que la opinión y el Gobierno de Colombia adviertan que los ahora agraciados con las insignias de la Orden de Boyacá no nos engañamos sobre la intención de esta honra inapreciable: —Servimos come memos intermediarios para que se manifieste la amistad entre dos pueblos y dos Gobiernos. Nada más: nada menos.

Cada vez nos despersonaliza más el imperativo de los deberes sociales. Siempre fue de rigor devolver a la sociedad lo que cada uno le debe. Mucho más en estos días aciagos. Nuestra vida ya no tiene más fin que ofrecer los hombros, para que salte a escalar el eterno muro otra generación a la que deseamos mejor ventura. Desaparecemos en la base de los empeños colectivos. Valemos y somos cuanto valga nuestra voluntad de integrarnos con los nuestros, absorbidos el el seno de las naciones. Y vamos, de paso, arrastrados por el gran viento histórico.

Colombia, en la constelación de las naciones americanas, ofrece una fisonomía inconfundible y, digámoslo de una vez, digna de envidia. Nunca más palpable esa posibilidad de reducir a virtud, razón e inteligencia los ímpetus juveniles y algo desordenados que, a veces, imprimen en la fisonomía de nuestros pueblos una gesticulación ingrata y excesiva. Nunca más celosamente preservada aquella vieja tradición de cortesía que, desde la hora en que Hispanoamérica pudo dejar oír su voz entre el coro de las voces de Europa, la distinguió como un carácter propio y acaso como una promesa: la promesa que América ha significado siempre para el día en que se cese el mundo.

En la mitología del Continente —en decir: en esos trasfondos de conciencia donde precipitan, ya depuradas y acendradas, las imágenes definitivas—, Colombia ha ocupado el lugar de una Atenas americana. Y aun se han dado instantes preciosos, de exquisita irrealidad —diríamos—, en que las ásperas luchas cívicas, donde hasta un poco de grosería se usa y se perdona, asumieran, allá, el aire de aquel inacabable diálogo, entablado desde que nació la palabra, entre la Gramática y la Poesía.

Para Colombia sean, pues, nuestra gratitud y nuestros votos fervientes. Y, señor Embajador, sépase y entiéndase que aquella nación—hermana mayor por la discreción y el civismo—no arroja en tierra estéril estas semillas de su generosidad. Si ya sólo como mexicanos nos cumplía amar a Colombia, ahora doblemente nos compete como señalados por el fuego de su simpatía. El amor y el entendimiento de Colombia, nosotros los atizaremos gustosamente: en la medida de su insigne acción, mis amigos, yo en mis “oscuras soledades”, de que hablaba el poeta. Nosotros lo transmitiremos a nuestros hijos, a nuestros hijos de la carne y a nuestros hijos del espíritu.

México, 20-VII-1945.

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Adiós a los diplomáticos americanos. Por Alfonso Reyes

Ha sonado mi hora; y como para todos tiene que sonar, y estamos entre iguales, considero oportuno que hagamos algunas reflexiones sinceras sobre lo que sucede en torno a esta mesa redonda.

En torno a la Tabla Redonda, he aquí que estamos congregados, en efecto, algunos supervivientes de la Andante Caballería, que corremos el mundo desfaciendo agravios y enderezando entuertos o, si preferís, predicando entre las naciones la Cruzada de la buena voluntad.

¿Cómo y por qué hemos venido a dar aquí? Nuestra medalla tiene anverso y reverso. Empecemos por el reverso. Todos salimos de nuestra tierra para mejor servirla, contrariando la sabiduría china que aconseja vivir siempre bajo el cielo que nos viera nacer. Unos, empujados por una fuerza positiva: la vocación por las cosas internacionales. Otros, empujados más bien por una fuerza negativa: el conflicto, el callejón sin salida en que los azares de la política interior suelen enredar a los hombres. Bajo vuestra máscara afable, todos escondéis esta herida oculta: la nostalgia, Proteo de mil formas que se metamorfosea como las hechiceras del cuento árabe, para mejor atacarnos a toda hora. Cuándo es serpiente, cuándo es tortuga, cuándo es águila. Todos, entre nuestros fardos de viaje, arrastramos a este enemigo terrible: la nostalgia. En nuestras frecuentes noches de insomnio, todos, como Jacob, combatimos largamente con este ángel. Esto nos hace vivir en una alerta constante: sabemos dónde está nuestro pulso débil. Sentimos venir al agresor, y entonces, fieles a nuestro juramento de cortesía, nos ocultamos un poco para que nadie nos vea sufrir. El mito del Judío Errante no nos conviene. El Judío Errante viajaba sin echar raíces, y nosotros—más tristes todavía— tenemos tiempo de echar raíces y aun de cosechar las primeras flores ¡para luego, de repente, a la voz de mando, arrancarlo y deshacerlo todo! Así es como los bienes del mundo nos van pareciendo transitorios y un tanto ajenos. Así es como, bajo las apariencias de una cierta frivolidad, aprendemos a desconfiar de las cosas de los sentidos, cual si fueran aquellos dineros del diablo que se volvían cenizas en las manos, o bien —en los casos más lamentables— nos aferramos tal vez a ellas con visible desesperación. De una en otra experiencia y de una en otra lección, nuestro oficio nos convierte así en maestros del sufrimiento.

 Pero el anverso de nuestra medalla no tiene, por cierto, menor relieve. Acordaos de aquel afán juvenil por conocer gentes y pueblos, aquel apetito goloso por comparar y contrarrestar orgullos de razas, aquella sed —que a lo largo de la carrera se nos va depurando—, sed que yo llamaría la sed del catador de fronteras; el gusto, y casi la embriaguez de explorar el corazón humano en todos los climas y naciones; el salubre ejercicio de enfrentarse con el espectáculo de todas las ciudades y de asimilar,siquiera sea por un instante y come quien abre nuevas ventanas en su torre, el gesto espiritual, la contorsión propia de cada país. ¡Qué ensanches del alma! ¡Qué suerte de acrobacia moral! Ver un día desarrollarse, como en línea desplegada, la marcha de todos los acontecimientos de la tierra, en una hoja del periódico que para muchos es muda o jeroglífica, y que para nosotros ha cobrado ya el valor de los recuerdos y asociaciones personales, en lugares, en personas, en situaciones. Agrandar la noción de familia humana hasta volverla universal. No dejar punto muerto donde no hayamos sembrado una hora de trabajo o un minuto de esperanza. Participar en todos los altos intereses de la especie, aunque sea con el modesto valor de la simple presencia; y poder decir, como Menandro y Terencio: “Hombre soy, y nada de lo humano puede dejarme indiferente.”

Y luego—y por aquí nuestro oficio toca al sacerdocio— investigar, revolver datos de estudio y datos de mera sensibilidad, para ir descubriendo al fin aquellas resultantes dinámicas de los pueblos, a través de las cuales la colaboración y la concordia pueden ser posibles y eficaces. Y todo esto, mediante la mayor expresión de fuerza de que el hombre sea capaz; mediante aquella sublimación de la fuerza que se borra, se aligera, se vuelve tan leve que a veces resulta inefable: todo ello, mediante la sonrisa. Es decir: mediante el agrado, la buena disposición, el ánimo comprensivo, el espíritu conciliador y abierto. Todo lo cual, si nuestra misión sólo consistiera en ceder, sería muy fácil. Pero siendo así que nuestros negocios son los negocios de una Patria, el esfuerzo resulta tan complicado, y la necesidad del éxito tan imperiosa, como lo es para el volatinero el no caer de la cuerda. Y aun la postura es igualmente patética, porque, entre los ritmos de una danza, se va burlando un peligro serio.

Y ahora, para acabar permitidme una pequeña digresión filosófica. Aristóteles nos legó el adagio de que la naturaleza nada hace por saltos; pero el instinto mismo nos hace sentir que toda la vida se construye a ritmos y a saltos, como los latidos del corazón. Hay una palabra argentina, el pálpito (en México, llamamos a esto, la corazonada) que parece entrañar ya la sospecha de lo discontinuo y lo súbito; de que, por ejemplo, se puede llegar al conocimiento de la realidad por algún repente instintivo. El capítulo de los cambios súbitos en las evoluciones biológicas cada vez ocupa mas sitio. Y, por (último, la estructura del átomo, íntimamente interrogada por la Física Matemática, nos deja descubrir, entre esas zarabandas de iones en torno al electrón central, que hay intersticios en la naturaleza, zonas vacías de existencia por las cuales no puede pasar el ion —digamos— sino dejando de existir en un tramo del camino y renaciendo después; en suma, que la discontinuidad es tal vez la norma del mundo corpóreo. La continuidad, en cambio, es un orden espiritual del mundo; está en las almas, no en los objetos, y en moral se llama conducta. Nuestra vida, amigos míos, sometida a perpetuos cambios e interrupciones, sería sencillamente imposible sin esta rectificación o continuidad del espíritu, que proyecta luces de coherencia sobre el montón de los hechos atropellados. Hoy en un país, mañana en otro… Ya dice, en el Martín Fierro, el viejo Vizcacha, con aquellas sus palabras rudas y sabrosas:

 Vaca que cambia ‘e querencia,

se atrasa en la parición.

Pero un impulso interior lo remedia todo: una decisión de no dejarse atajar por obstáculos de tiempo y espacio. Nuestro viaje por el mundo, aun cuando sea, físicamente, una serie de partidas y contrapartidas geográficas, es —moralmente entendido— una suma constante, una línea en movimiento que cada vez enlaza entre sus mallas nuevos afectos, nuevos pueblos, nuevas nociones del mundo. Vamos, a través de reinos y repúblicas, tejiendo el cordón de miel evangélico. Somos, como la vieja Celestina, aunque en sentido mucho más noble, “zurcidores de voluntades”; gente consagrada precisamente a suturar roturas y a amortiguar sobresaltos, a crear continuidad. En tal sentido, ninguna conquista alcanzada puede perderse; y el contentamiento superior de esta continuidad de la obra irradia, como una idea tutelar, sobre la melancolía de todas nuestras despedidas y nuestros viajes. Apenas he alcanzado el fruto argentino, cuando ya el Brasil me brinda las opulencias y halagos de su pueblo, la profunda fantasía de su espíritu y la incomparable enseñanza de su historia.

Excelentísimos señores, y —lo que vale más, aunque sea menos superlativo— amigos excelentes: seguimos juntos. Juntos en la obra, juntos en la misma tierra que pisamos, juntos en la amistad, juntos en mi gratitud. Siempre juntos.

Buenos Aires, 31-III-1930

Análisis de una pasión. Por Alfonso Reyes

Río, 10 de junio de 1940

Yo había oído decir mucho bien y mucho mal de esta tierra. Más bien que mal. El bien se refiere a su espléndida naturaleza y a la general, dulzura de su gente. El mal, a cierto carácter escurridizo que se advierte en el trato, cierta aparente hipocresía disimulada bajo extremos corteses. La suerte me ha proporcionado la ocasión de ponderar por mí mismo estas medidas. A un casi recién llegado no hay que pedirle que cale muy hondo. Pero he comenzado ya a creer que ese carácter escurridizo es una fórmula de equilibrio ante la vida, tan legítima como cualquiera otra; que esa aparente hipocresía no lo es de veras, porque no esconde mala intención ni engaño, sino un deseo de ser agradable ocultando toda aspereza a todo impulso ingrato; que esos extremos corteses son un hábito fundado sin duda en bases étnicas, contaminaciones del mestizaje y solicitaciones telúricas, de ambiente, de geografía, del aire que se respira y del agua que se bebe.

Si en la América hispana el tipo popular acentúa otros aspectos más bruscos de la fuente ibérica primitiva, en la América lusitana más bien acentúa los aspectos de suavidad y amaneramiento. ¿Pone Africa, también, su modesta contribución de sonrisa, sometimiento y gracia cándida? La verdad es que estas generalizaciones étnicas no llevan muy lejos. Lo que importa es insistir en la buena intención de semejante actitud, que desarma toda censura, y también en la naturalidad y constancia con que esa tendencia se expresa, lo que desarma toda sospecha de artificialidad o cálculo.

En la vida familiar, en los interiores domésticos, el ceremonial cortés —suelo de civilizaciones— se mantiene con igual persistencia. El padre anciano da las gracias cumplidamente a la niña que le trae el vaso de agua, como si estuviera de visita en su casa y tratara con persona mayor a quien debe algún acatamiento. El viejo imperio de confitería y colorines perpetúa así sus ritos de corte en medio de una república relativamente turbulenta (relativamente tan sólo: junto a las hispánicas, parece pacífica).

Después de todo, cada pueblo tiene su mímica y ahora recuerdo que los hispanoamericanos recién llegados a España casi se sienten ofendidos y maltratados por cierto altivo tono de voz de los españoles, y hasta creen que quieren mandarlos a otra parte cuando les dicen cosa tan santa como: “¡Vaya usted con Dios!” Pues ¿y los argentinos que lo miden a uno de pies a cabeza, comparan los respectivos trajes con la mirada y luego se dirigen a uno en términos que parecen delatar una guardia previa contra alguna agresión posible? Y sin embargo, son leales, varoniles, y dan de una vez la mano para siempre. Enigmas de frontera son éstos, y la experiencia y la simpatía nos enseñan a resolverlos poco a poco.

20 de junio

No acababa yo con el enigma anterior cuando otro nuevo me solicita. Éste me parece menos general que el primero. Aquél se refiere a una característica nacional, y ahora entro en consideraciones sobre un temperamento individual cuyo tipo, aunque bastante extendido en este país, acaso sea propio solamente de cierta capa social, o de ciertos grupos limitados. He comenzado a frecuentar familias y corrillos. Me he dado cuenta de que, sobre la cortesía escurridiza que antes provocó mis reflexiones, crece a veces una planta humana con características singulares. Buena parte de la conversación de esta gente, sobre todo entre las mujeres jóvenes, se consagra a exterioridades triviales. Pero nada hay tan trivial como el aceptar lo trivial en calidad de ultima ratio. Analicemos. Si por ejemplo, debajo de la preocupación argentina por el vestido puede descubrirse una gran virtud de disciplina social, ¿por qué no ha de haber alguna virtud resguardada bajo la aparente trivialidad de la conversación de estas jóvenes?

Y ante todo, ¿en qué consiste esta trivialidad? En que viven intensamente con los sentidos y dan noticia constantemente de los mensajes que reciben por los sentidos. Ceden a la fórmula del “extravertido”. Y, como es de rigor, el sentido visual domina, simbólicamente, sobre los demás. Viven con los ojos ante todo; después, con los oídos; después, con el tacto, a lo que ayudan las libertades playeras, el nudismo gimnástico (valga el pleonasmo), el calor, la sensualidad natural; y luego, en una categoría ya muy atenuada, viene el olfato, que no tiene cualidad especial, y al fin viene el gusto, tan rudimental que no saben comer bien, y a veces apenas comen porque no les hace mucha falta: lo compensan la luz, el aire, el clima.

Ahora bien, yo he observado siempre que los temperamentos visuales dan un carácter de optimismo, de alegría candorosa. Para el que se divierte mucho con los ojos, no hay rumia malsana, no hay graves complejos psicológicos. Está como sometido a una purga o catarsis continua. Nada más trivial en la apariencia, nada más saludable en el fondo. La muchacha agredida por declaraciones sentimentales y apasionadas, en vez de sobresaltarse, contesta como si estuviera ausente (a fuerza de estar más que presente): “¿Has visto qué lindo gorrito rojo lleva aquel niño?”

Este procedimiento, en los caracteres que describo, es tan constante y tan infalible, que aunque comencé por creer que era un arte defensivo, he acabado por pensar que es un automatismo, un reflejo.

Dejémonos de generalidades y vamos a la verdadera cuestión. Estas experiencias proceden, para mí, de intentos amorosos. Tengo que ser completamente sincero, si es que este diario ha de tener alguna utilidad para mí mismo o los que lo lean a mi muerte.

Cecilia no me deja llegar hasta ella, aunque todo el día parece provocarme, no sólo con sus gracias y prendas, sino también con el tacto y las miradas, y aun con la sensualidad espontánea (¿inconsciente?) de sus maneras. Pero no me deja llegar hasta ella, cuando me adelanto hacia el terreno sagrado, me ataja con una observación visual. Todo el día la estudio y trato de entenderla. Debo de estar muy apasionado si, como supongo, el amor humano y el amor divino consisten igualmente en una larga meditación para captar al objeto amado.

Es medianoche. Otro día, cuando me deje libertad este naciente amor, me ofrezco seguir reflexionando. Gran ergotista el amor, consumado escolástico, doctor sutil. Constantemente parte cabellos en dos, enreda y desenmadeja. ¿Amar es un extremo agudo del razonar? No es tal su esencia, pero sí su procedimiento.

30 de junio

Hay, en esta nueva generación de hembritas, un gobierno de las costumbres que nada tiene que ver con el pudor, porque ni siquiera son muy púdicas y con la mayor naturalidad declaran, por ejemplo, que se sienten algo cariñosas porque andan en los “días incómodos”. Más bien parece un efecto de elegancia del trato y de anhelo de independencia. Del amor sólo se habla como murmuración social, y siempre se le ridiculiza en los otros. Del propio amor no se habla sino cuando se hace el amor. Y en las horas vagas, si te vi no me acuerdo. Cecilia, al menos, es así, aunque no conozco todavía a fondo su vida de amor.

A este dominio, que llega a la inhibición de ciertas expansiones naturales, yo le llamo in mente “el encogimiento británico”, y lo atribuyo para mí a la influencia de alguna institutriz inglesa en la infancia. ¿Cómo aliarlo con el carácter extravertido y el temperamento que he llamado visual? Muy fácilmente: yuxtapónganse lo uno sobre lo otro y se comprenderá que se ensamblan y se ajustan como el cóncavo y el convexo. No entre en los jardines de la psicología quien no entienda de geometría. La visualidad se organiza en sistema defensivo de la intimidad. Así, la superficialidad no es más que la expresión de una profundidad recatada.

Y hago bien en buscar estos símiles físicos, porque precisamente el dominio de Cecilia sobre sí misma puede reducirse a un esquema físico: toda conducta se resuelve en movimientos del cuerpo, en moverse para este lado o para el otro, en dejar o no dejar llegar una mano hasta nosotros, en pronunciar estas y no las otras palabras. Y el cuerpo, cuando se quiere, siempre es gobernable. Éste es el secreto estratégico de Cecilia, razonado, claro está, con las viejas mañas de Eva de que no hay ya ni para qué hablar: decir que no para que se insista en el sí, y otros artificios por el estilo. La Venus arroja la manzana y huye, “pero al huir procura que la vean”.

Esta apelación al rasgo visual divertido o que se quiere hacer pasar por divertido —aunque se trate de una bobería cualquiera— para desviar con este procedimiento una efusión sentimental, es tan constante que desespera, y a veces causa brutales efectos de frialdad, de desprecio para nuestras ideas. Irrita al punto que yo me alejo de Cecilia prometiéndome no verla más, para lo que nunca tengo fuerzas.

Y luego, en el momento menos esperado, como si ella transparentara mi estado de ánimo con esos ojos dilatados y fijos que parecen medio alucinados y son la guardia permanente del ave de presa, gradúa y atempera mi irritación, me da un alivio inesperado, me cae encima con algunas palabras directas y cortantes, ataca con resolución y sobriedad el centro mismo de nuestro problema amoroso, o me deja caer promesas absolutas que me alimentan para dos o tres días.

Yo sé bien que en este tira y afloja voy perdiendo, voy dejando que se me desangre la voluntad. Yo no me engaño. Y si la pasión entrara por el cerebro, este ejercicio de análisis a que me someto en mi diario bastaría para resguardarme. Pero la pasión no cede a la dimensión racional. Y yo soy el primero en sentirme envilecido por no poder gobernarme con la inteligencia. De un día a otro, de uno a otro momento, y según que Cecilia emplea el escudo o el estoque, el recato o el ataque, el universo muda de sabor para mí. Y me pregunto, revolviéndome en mis insomnios, hasta dónde puede llegar la miseria humana, cuando tan afanosamente nos abrazamos a lo que más daño nos hace.

10 de julio

¡Las cosas de Cecilia! Su ejercicio visual incesante, que tantas veces se me presenta como un sistema defensivo, es sin duda un modo de ser, y aun por eso le aprovecha mejor que un cálculo.

Buscando un ejemplo, se me ocurre observar cómo procede cuando guía su automóvil. Ni qué decir que con ella no hay lugar a caricias en los paseos de auto, aunque sean al claro de luna, porque —exclama— ¿para qué tiene uno casa? Y no hay manera de convencerla de que una de las superioridades fundamentales de la vida europea sobre la americana es que, en Europa, de modo general, se disfruta de la mujer amada en todo lugar y a la luz del día, en comunión con todo el ambiente, mientras por acá el amor discurre en cuarto cerrado y a hora fija. Tratándose especialmente del Brasil, esta desvinculación entre el paisaje y el amor resulta realmente una exigencia contra natura, y de hecho la gente brasileña se permite —y hace bien— ciertas libertades en los paseos, las playas, los lugares públicos, los autos.

No: para Cecilia guiar su auto es proceso de experiencias visuales, y siempre las va comentando en voz alta, de suerte que hasta la verdadera conversación se anula. Tiene que explicar cómo ha medido el espacio para pasar entre dos vehículos, por qué se apresuró, por qué frenó, por qué cierra el paso o deja. pasar al que viene detrás, por qué decide pasar o no pasar al que la precede, si viene o no viene en su línea el que avanza a su encuentro, si su máquina obedeció bien o mal a la maniobra, si aparece o no, a tantos metros, una ondulación en el pavimento.

Y además, va identificando el paso, distintamente, a los transeúntes de a pie, de tranvía, de ómnibus, de auto; las placas y registros de los vehículos, los escudos de los clubs. Advierte las abolladuras de las carrocerías; nota que aquel auto va lleno de polvo por delante y limpio por detrás. Cuenta rápidamente la historia del que la saluda por la calle. Y cuando no ve, es que ya conoce: “Yo no puedo, porque voy guiando —explica—, pero al doblar aquella esquina fíjate en la reja del primer balcón, que es muy curiosa.”

¿Qué hacer contra esta fuerza de la naturaleza? Nada, sino entregarse a la fuerte divinidad que nos domina y absorbe por los ojos. Es un extraño vampirismo objetivo, una succión de todo el orbe de formas por el embudo de dos retinas poderosas. No quiero negar que vivo celoso, celoso hasta la furia, aunque no lo dejo ver, que estaría perdido. Pondero, en mi interior, los inacabables recursos de que un temperamento así puede disponer para el engaño, la fuga, el escondite, el esquinazo. “Aunque voy moderando la marcha —dice—, no saco el brazo, porque no quiero que repare en mí aquel sujeto, y yo misma le llamaría la atención si ve salir por la ventanilla una lengua blanca.”

Porque habla así, también en metáforas y epigramas visuales. Para decir que se revuelca en la cama las noches de insomnio, dice: “Me pasé la noche oliendo la pared.” Y otra vez, en la oscuridad del cine: “Mira si puedes reconocer a la señora que está a mi lado. Yo no puedo volver la cara, porque ella haría lo mismo y nuestras narices se frotarían.” Por este estilo, su conversación es una serie de síntesis y hallazgos verbales que obligan a una atención constante.

Inútil decir que esta flor del trópico me va resultando lo menos tropical que existe. O entonces hay que interpretar de otro modo lo que se llama tropical.

20 de julio

Esta ciudad está derramada sobre la playa, serpenteando por entre las montañas, colinas y caprichosas rocas que bajan hasta el mar. Toda la región que uno frecuenta, y que va de los centros del comercio elegante hasta los puestos de baño y los paseos en cornisa, se extiende, prácticamente, en una sola línea. El que se aposta en un sitio estratégico, en la terraza de un restaurante sobre la costa, ve pasar a toda la gente de sociedad. La vida mundana consiste nada más en verse vivir unos a otros. Esto explica, en parte, la educación visual de Cecilia. Muchas de sus conversaciones son historias de simple visión. Alguna vez, en Sevilla, donde los clubs tienen unos como escaparates con cristales donde los socios se sientan a ver pasar la gente, pensaba yo que esto era una transformación moderna de la vida árabe: el señor árabe se sentaba en su patio a ver correr el agua de sus fuentecillas privadas. Cecilia se pasa el día diciendo: “Vi pasar dos veces a Fulana; Mengano iba con su perro.” “¿Y qué?” —pregunto yo. “Nada, que los vi pasar.” Historias de simple visión. La visualidad, para ella, se justifica por sí misma.

Pero hay en sus conversaciones otro estilo que me inquieta sobremanera, porque tiene el aire de satisfacción no pedida y acusación manifiesta: le da por contar, marcando las horas, todo lo que ha hecho en el día: “Me levanté a tal hora; mientras me arreglé dieron las tantas; tomé café (aunque no tomen café, así dicen, porque ignoran el verbo desayunar); recibí a la costurera que trabajó conmigo hasta tal otra hora; fui a sacar el auto para dejar un encargo a tal amiga; volví a almorzar a la una; me quedé descansando hasta las tres; hice tricot hasta las cinco; llevé a mi familia a tal barrio, y volví a casa a las siete, etc., etc.” Lo que parece, a pesar del candor del relato, una manera de esconder algo, de escamotear alguna hora secreta. Esto y los silencios de esfinge en que acostumbra caer, la falta de motivación sobre casi todos sus movimientos de ánimo, me tienen en ascuas, me ponen celoso, me hacen pensar que siempre esconde algo.

Y lo peor es que, del modo más natural del mundo, ejerce, no la simulación de la virtud, sino la simulación del pecado, como muchas otras mujeres de esta tierra.

—Yo paso una vida insignificante, pero no se lo digo a nadie, eso no: a nadie le voy a confesar que soy una tonta.

—¿Para qué te pintas esas ojeras?

—¡Ah, para hacer creer que hago cosas!

Y en medio de esta provocación continua, una evidente frigidez, en muchos instantes y ocasiones que cualquier mujer de temperamento aprovecharía… ¡Oh, cielos! ¿No es esto la psicología típica de la allumeuse? Algo de sequedad enigmática, mucha conversación en tomo a las cosas escabrosas, y una serie de defensas graduadas que empiezan por ese condenado rojo de los labios, pegajoso y acusador, que la hace esquivar todos los besos amorosos y ofrecer siempre la mejilla. Y todo esto, mezclado con un exhibicionismo innegable: el maillot de baño que casi deja escapar el botón del seno, los shorts de playa que permiten admirar muchas de sus opulencias secretas, y hasta el modo de mirar a los hombres, tan fijamente que encandila.

30 de julio

Ha comenzado a ser mi amante. Como yo lo suponía, no era virgen, pero tampoco era una verdadera mujer. A pesar de su erudición teórica, de su conocimiento del amor por conversaciones y relatos, asegura que no había llegado al placer, que nunca ensayó las travesuras entre niñas ni los goces solitarios. Y lo más extraí~oes que parece verdad, aunque tiene la imaginación acostumbrada a los peores excesos. Sus preguntas, en aquel momento, eran de un candor desconcertante.

—Pero entonces —le digo—, ¿qué has hecho hasta ahora?

—Muy sencillo —explica con un impudor casi casto—.

Un día me harté de ser virgen. Un primo me ha ofrecido matrimonio hace muchos años. Pensé en él, porque, si me sentía muy alarmada, siempre me quedaba el recurso de casarme con él. Lo provoqué, cuando él creía que ya ni lo recordaba. Renovó sus ofertas. Le dije que era necesario ensayar antes para ver si daba buen resultado. Aunque el pobre se asustó un poco, acabó por aceptar. Tuvimos unas cuantas sesiones. Rompí los derechos de aduana sin sentir el menor placer. Creí que era un defecto mío. Contigo he sentido esto por primera vez.

—¿Y el primo?

—No me interesa. Está furioso. No he vuelto a verlo.

¿Y por este monstruo de perversidad y frigidez, que más bien hace pensar en ciertas historias desconcertantes de escandinavas, es por quien yo ando perdido y loco? Sí, así es. No puedo evitarlo. Por lo mismo que no lo entiendo, me tortura y me sobreexcita. Otros lo expliquen. Así es nuestra pobre naturaleza. Ha comenzado a ser mi amante, y no puedo decir que me desilusione. Al contrario. Tiene el cuerpo más agradecido que he tratado en mis experiencias. Pero, en cuanto acabamos con aquello —como yo me lo sospechaba— es inútil querer rumiarlo, recordarlo, delectarse morosamente haciendo alusiones. Nada, nada. Cae el telón. A otra cosa. Se vuelve a la vida convencional, social, insípida, seca, frígida. Y eso que hasta me ha pedido, para de una vez conocerlo todo, ciertos ensayos atrevidos, que en ocasiones ha aceptado con gustosa sorpresa, y en otras con sinceras lágrimas de arrepentimiento.

Y aquí estoy, vencido por esta rara mezcolanza de conocimiento y de ingenuidad, de estragos imaginativos y retenciones, de audacias e impericias, de imprudencias y recatos, de coquetería e inocencia. Y no sé ya ni qué pensar de ella ni de mí mismo. Porque no hay historia procaz que se le haya escapado, ni referencia libidinosa, ni rincón equívoco de la ciudad de que no tenga puntual noticia. Y, sin embargo, es evidente que apenas había dado los primeros pasos vacilantes. ¿O seré un tonto de capirote? Pero ¿qué empeño podría tener en engañarme? Para descubrirla, hasta he exagerado cierto gusto por sus coqueterías y sus impudores. No me ha entendido. O apenas he creído pulsar cierto vago estremecimiento, lejano, incipiente todavía, como de una malicia que apenas despierta.

Y me horrorizo pensando que esta gimnástica de análisis me va conduciendo, sin sentirlo yo mismo, a una zona viciosa que hasta hoy nunca penetré. “¿Será la psicología un vicio?” —se preguntaba Nietzsche. Por este afán de conocer y entender voy entrando en un terreno resbaladizo. A veces me alivia convencerme de la ignorancia de Cecilia, cuyo conocimiento es todo de segunda mano, de referencia y de información, y otras me entra como un insano afán de poner su práctica a la altura de su teoría, que casi equivaldría a prostituirla. Nunca vi caso más complicado.

10 de agosto

Poco a poco, me ha ido contando otras experiencias, tan insulsas e incompletas que se quedan en aquella región de la libidinosidad infantil, no fijada aún en el verdadero objeto erótico. Pero lo que más me sorprende es su aceptación natural de cualquier aberración en nosotros. En vano espero, hasta ahora, un momento de verdadera efusión. Todo parece, en ella, charla social, cosa exterior, trivialidad en suma. Sus historias de incipiente malicia despiertan en mí verdaderos amagos de salacidad que ella nunca acompaña, aunque los encuentra muy divertidos. No pierde el sentido del humorismo ni a la hora del éxtasis. Si se me ocurre quedarme inmóvil y hacerla trabajar por mí, me dice de repente:

—¡Pero estoy como el portugués del cuento, que movía la cara y mantenía inmóvil el abanico, para no gastarlo!

Lo cual ciertamente es muy gracioso, pero más que inoportuno. ¿Será la trivialidad el secreto de estos misterios? ¿Tendré que resignarme al fin con una explicación tan poco inteligente, tan desnuda de intención? Porque, en suma, lo que el espíritu quiere es desentrañar intenciones. La superficialidad, en cambio, la ausencia de dimensión espiritual, parece que todo lo resuelve algebraica y simbólicamente, llamándoles a y b a las peras y las manzanas de la operación matemática, y sin penetrar en la realidad natural, en la intimidad misma de los objetos.

¿Será la trivialidad una solución esquemática, pobre y elegante, de todas las complicaciones de la conducta? Yo salgo de los encuentros lloroso y nervioso. Ella, en cambio, se arregla el peinado y el afeite, y a otra cosa. No parece cargar el lastre de las emociones recibidas. ¡Es para dudar de la ciencia y del conocimiento! ¡Es para dudar del propio amor, en lo que tiene de más humano y consciente! Hay candor, sí, pero candor animal en la solución que encuentra Cecilia. Ella es más fuerte que yo, porque es más débil. Ella es acaso más pura que yo, por cuanto no profundiza ni interroga. ¡ Otra vez la salvación visual, lo que pasa frente a los ojos y luego se va, sin torcerse en los laberintos del alma! ¡Qué pocas letras en su alfabeto, y sin embargo le bastan para expresarlo todo!

¿O será un exceso heroico de dominio de sí, que todavía puede enseñarme muchos misterios de la conducta que yo ignoro? Ya lo creo, ya lo dudo. Y en este tira y afloja me canso y me desangro, recordando toda la escena, a lo largo de mis noches de soledad.

Se me ocurre, como una prueba más cuya conclusión yo mismo no sé cuál puede ser, mantenerme algunos días sobrio, no ser yo el que ataque, sino esperar la insinuación o la invitación de ella. Voy a juntar fuerzas para hacerlo así. Pero ¿cuál será la enseñanza que extraiga de este experimento? Lo ignoro. Lo ignoro todo. Me he enfrentado con una divinidad más fuerte que yo. Esto no estaba en mis libros. Tal vez otros hayan pasado por trances como el mío, pero nadie ha tenido el coraje de decírselo con claridad a sí propio, o de contarlo, para escarmiento, a los demás. Algunos lo aprenderán de mí, cuando yo me muera y se publique mi diario.

Entre las cosas que me incomodan en Cecilia, seguramente que una de las primeras es la limitación de su charla a unas cuantas trivialidades que todos los días se repiten con una regularidad automática. Sólo parece brillar su característico genio de invención verbal ante los pequeños sucesos inesperados de todos los días. Todo lo que es acontecimiento acostumbrado, lo comenta con iguales fórmulas, y no se causa de repetirlas. Ante la novedad, en cambio, siempre inventa una manera nueva de expresión. También la maledicencia social excita su ingenio, sobre todo cuando se refiere a las llamadas malas costumbres de los demás. Y no porque se complazca en censurarlas, sino en contemplarlas. En el fondo, lo acepta todo con una mezcla de indiferencia y de superioridad que tiene también su poquito de morbosa. Cuando cae en esos transitorios periodos de frigidez, hasta procuro herir esta cuerda para ver si por ahí la despierto. Me doy cuenta de que no es juego limpio, pero hasta hoy no he descubierto un procedimiento mejor.

El otro día, en pleno ejercicio, me preguntó inesperadamente ¡si era verdad que las mujeres decentes no se desnudaban del todo para hacer el amor! ¡Y yo figurándome que cierta tendencia a entregarse vestida era una afición larvada a sentirse víctima de una violación! De modo que lo que juzgué un rapto del temperamento no pasaba de ser una convención admitida por inexperiencia.

Y al mismo orden de inexperiencia debo atribuir sus preguntas sobre si siempre se hace el amor, a nuestro modo, sellando boca contra boca; o las desagradables sorpresas que me da esquivando a veces los besos para defender el famoso rouge.

Pero seguramente lo peor son ciertas reacciones que todavía se permite conmigo y que tengo por cierto no obedecen al cálculo, sino al arrastre social adquirido. De repente, cuando la acaricio, me rechaza, lo que ciertos autores eróticos de otro siglo llamaban “besos a la florentina”, diciendo que “no le gustan esas cosas”, o que le repugnan, aunque muchas otras veces las haya provocado ella misma.

Tal vez todo esto sea inexperiencia, pero también puede achacarse a las alternativas de frigidez, tan irritantes y absurdas. Ha comenzado a dar en la manía de no acompañarme hasta el fin pretextando que “no sabe hacerlo”; y poco a poco va descubriendo cierta debilidad o escasez biológica, aunque a los comienzos yo la tomé por una criatura de hierro.

Y luego, lo más extraño de todo: creo que, mezcladas confusamente entre estos síntomas, aparecen ciertas contracciones de arrepentimiento y ciertas vagas esperanzas matrimoniales. A veces habla de “regularizar estas locuras”, de poner término al desenfreno, y otras cosas por el estilo.

Y con todo ello se va arreglando para llevarme por la cuesta abajo de la pasión, entre contradicciones y sobresaltos, desconciertos y… ¡trivialidades!

Algo hay todavía que me inquieta en ella, pero es de tal modo complicado que voy a pensarlo más despacio antes de contárselo al papel.

30 de agosto

He aquí lo que pasa: Cecilia no tiene celos de mí, ni sabe lo que son los celos en general. Confieso que he incurrido en esa tonta maniobra de darle celos, por vulgar que sea, para ver si así rompo el muro de su impenetrabilidad, pero fue en vano. La otra tarde me dejé sorprender a medias con otra compañía, cuando ella se presentó en mi departamento. Fingió no darse cuenta de nada, se despidió y, por la noche, con grandes risas, me dijo: “Oye ¿por qué no me cuentas cómo la pasaste? Anda, dime quién era, deja que nos divirtamos los dos, no seas egoísta.”

Mis vulgares armas quedaron completamente inútiles. “Es que no me quiere, que no le importo” —llegué a decirme. “No sé para qué doy vueltas de ardilla en esta jaula.”

Interrumpo esta nota, presa de una gran desazón.

Buenos Aires, 20 de septiembre

Tomé de repente el vapor para Buenos Aires, y aquí me hallo desde hace días. La mente no me servía para nada, y me dejé llevar por la mecánica elemental de la fuga.

Un amigo me escribe, contándome que Cecilia quiso envenenarse y, en cuanto se recuperó, aceptó la proposición de matrimonio de un rico cafetero que la pretendía de meses atrás.

Caricatura de Reyes

Alfonso Reyes. «Análisis de una pasión», Obras completas XXIII Ficciones, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, pp. 51-64.

Visita del Parnaso. Por Alfonso Reyes

Los poetas, los poetas

—qué cosa tan singular—

beben su vino de gallo

y lo duermen hasta el mar.

Musa de grandes orejas,

si hay huevos en tu panal,

entre cada sol y sol

tiende otro verso a secar.

Los poetas, los poetas

—qué cosa tan singular—

beben su vino de gallo

y lo duermen hasta el mar.

El amor tira con letras,

que es mucha su libertad;

da la hora el alfabeto,

y la pluma, la señal.

Los poetas, los poetas

—qué cosa tan singular—

beben su vino de gallo

y lo duermen hasta el mar.

El cuco de los doctores

crece en la bota marcial,

y el clavel suelta sus trinos

en la hembra natural.

Los poetas, los poetas

—qué cosa tan singular—

beben su vino de gallo

y lo duermen hasta el mar.

Ya no sabe la campana

de qué mano ha de tirar,

y el sastre a cortar empieza

su pesebre y su portal.

Los poetas, los poetas

—qué cosa tan singular—

beben su vino de gallo

y lo duermen hasta el mar.

Salta el árbol de la historia

de la manzana de Adán:

de cada pezón, a Eva

se le salía el maná.

Los poetas, los poetas

—qué cosa tan singular—

beben su vino de gallo

y lo duermen hasta el mar.

Río de Janeiro, 1931.—OV.

Alfonso Reyes, Obras completas X, Constancia poética, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, pp. 134-136.

Consagración. Por Alfonso Reyes

Ya no pedirás albricias,

mitad del conocimiento,

que te hice de cristal

para siempre.

Ya verás, mitad del día;

ya verás, mitad del tiempo,

lo que vale ser recuerdo

para siempre.

A la gala de la luz,

y a la noche no,

fija en acciones volcadas,

aquí te sujeto yo.

Con tres compases de santa,

de santa sin resplandor,

bajaste de la peana,

que es el milagro mayor.

Hoy te adoran las sandalias

que aplastas con el talón;

te adoran los candeleros

que tiemblan en el salón,

y hasta la forma del aire,

en el hueco que dejaste,

donde se cuajó tu vida

para siempre.

Ya no corres ni te vas:

te matamos, te maté.

—Y vosotras, a soñar

sin decir palabra,

que las estrellas nacieron

para estar calladas.

Río de Janeiro, 1934.—OV.

Alfonso Reyes, Obras completas X, Constancia poética, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, pp. 133-134.